A una legua de distancia, la isla parecía verde, incluso fértil, pero desde la cubierta de la Themis, fondeada a un cable de la orilla, se perfilaba con un deslucido gris verdoso debido a que las ramas bajas del sotobosque tenían una apagada tonalidad parda, como si el ojo fundiese el gris y el verde en un solo color.
En lo alto de las colinas cercanas, las baterías efectuaban un fuego incesante sobre las posiciones francesas, a las que bombardeaban tanto con bala como con proyectiles explosivos. A Hayden le alegraba un poco la idea de que los franceses se ocultaran en agujeros mientras las fortificaciones desaparecían a cañonazos a su alrededor. Estaba demasiado cansado para que su hazaña, y lo que ésta había posibilitado, pudiese complacerlo. Era como si lo hubieran logrado otros, o como si hubiese sucedido décadas atrás.
Por un instante contempló el agua cristalina, que se antojaba del más vivo azul. Distinguió el fondo arenoso, y las rocas desiguales que como sombras oscuras se repartían por doquier en el lecho marino. Aquel día caluroso no soplaba el viento, y el mar y el cielo eran tan límpidos como una súbita clarividencia.
—¡Cubierta! —voceó el vigía del tope—. Se acerca un bote.
Muchas embarcaciones auxiliares bogaban entre la orilla y los barcos de la flota fondeada, pero aquél en concreto parecía avanzar derecho hacia la Themis, y no era, observó Hayden, uno de sus botes. Distinguió a un guardiamarina en la popa, sentado junto al timonel en la bancada, y cerca de otra persona con una casaca tal vez verde.
Se disponía a pedir el catalejo cuando Wickham se personó a su lado y, tras un breve vistazo, anunció:
—¡Es sir Gilbert!
—¿Señor Barthe? —llamó Hayden al piloto de derrota, que estaba inclinado sobre una mesita junto a su ayudante.
—¿Señor? —repuso Barthe, irguiéndose con expresión un tanto confundida.
—¿Distingue usted a los ocupantes de ese cúter?
Algo molesto por el hecho de que lo hubieran interrumpido en plena lección, Barthe cruzó la cubierta hasta llegarse al tramo del pasamano donde estaba Hayden.
—Ni por asomo.
—Me complace oírlo —admitió Hayden.
—¿Qué?
—Tampoco yo puedo distinguirlo, pero el señor Wickham, aquí presente, asegura que se trata de sir Gilbert, algo que sólo puedo corroborar con ayuda de un catalejo. Me complace oír que usted no lo distingue y que no me falla la vista.
—Es un placer serle de ayuda —dijo el piloto de derrota, dispuesto a darse la vuelta.
—Siga con lo suyo, señor Barthe.
—Eso pienso hacer, señor.
Poco después, sir Gilbert subió jadeando y sonriente por el portalón.
Hayden no pudo evitar sentirse alborozado ante los elogios y la emoción que le transmitió el visitante.
—Me cuenta el coronel Moore que cree que Dundas le dará pasado mañana la orden de atacar las posiciones francesas. —Empezó a tantearse los bolsillos—. Lo cual me recuerda… ¡Ajá! —Sacó tres cartas, examinó los destinatarios, volvió a meterse una en el bolsillo y tendió las otras dos a Hayden.
La caligrafía de la primera le resultaba familiar. La segunda era del almirante lord Hood.
—¡Adelante! ¡Adelante! Seguro que se muere usted de ganas de leer lo que le ha escrito su superior.
Hayden no necesitó que le insistieran y quebró el lacre, mientras sir Gilbert escrutaba su rostro. Cuando el capitán dobló la carta sin decir una palabra, sir Gilbert rió complacido.
—No tenía usted que mostrarse tan reservado, señor Hayden. Lord Hood me puso al corriente de sus planes. ¿Va usted a encargarse de las fragatas francesas?
—En efecto. Está usted muy bien informado.
—Soy el representante del gobierno de Su Majestad en estas aguas —señaló el otro, como restando importancia al hecho de conocer las intenciones del almirante—. Lord Hood me confía todos sus planes. Y yo lo recompenso no repitiendo una palabra, capitán. ¿Puede usted introducir un barco en esa diminuta bahía?
—No. Las baterías lo destruirían. Tendremos que asaltar las fragatas de noche, abordarlas con la ayuda de las embarcaciones auxiliares. Habrá que coordinar la acción con el asalto a las posiciones francesas, puesto que si atacásemos antes probablemente los soldados franceses acudirían en su ayuda. Si atacamos después, los marineros franceses prenderían fuego a sus barcos.
—¿No intentarán levar el ancla al amparo de la oscuridad?
—Lord Hood ha establecido una estrecha vigilancia nocturna de ambas embarcaciones, y nuestras fragatas no tardarían en arrinconarlas en esta pequeña bahía. La principal preocupación es que los franceses les prendan fuego o las desfonden antes de que nosotros las apresemos. A estas alturas habrán llevado a cabo todos los preparativos, dado el fuerte cañoneo que sufren las baterías francesas.
—Por fuerza los franceses tienen que entender que su posición está comprometida —admitió sir Gilbert—. En cuanto las baterías empezaron a abrir fuego desde las alturas, supongo que habrán llegado a la conclusión de que el reducto es indefendible. —Miró en torno de la cubierta y luego a la flota fondeada—. Madame Bourdage y su encantadora hija, ambas muy agradecidas, embarcaron hace dos días rumbo a Gibraltar, desde donde navegarán hacia Inglaterra. Cuando tenga usted ocasión de volver a casa, estoy seguro de que podrá beneficiarse de tales muestras de gratitud por parte de ambas damas que se sonrojará de satisfacción. Lamento mucho que no haya podido usted afirmar que existía una relación de parentesco entre su familia y todos los evacuados.
—Pocas familias son tan numerosas. ¿Le apetece un refrigerio, sir Gilbert? ¿Café, quizá?
—Nada en el mundo me gustaría más.
Hayden ansiaba abrir la otra carta, que era de Henrietta, pero reprimió sus emociones y representó su papel de anfitrión tan bien como pudo. Aunque no llegaba a la indiscreción, sir Gilbert era propenso al cotilleo y, dado su amplio círculo de amistades y conocidos, este hecho siempre derivaba en una conversación fascinante. No sólo se movía en los ambientes políticos más importantes de Inglaterra, sino que además era íntimo de muchos grandes pensadores y personas influyentes. Conocía tanto al rey como al príncipe de Gales, al igual que a Burke, Fox y tantos otros. El primer secretario de la Armada Real, Philip Stephens, también le resultaba familiar.
—Cuando vuelva usted a Inglaterra será mejor que se dirija a él como sir Philip —le informó sir Gilbert—. Sé de buena tinta que pronto lo nombrarán caballero. Y, en mi opinión, no merece menos.
En cuanto sir Gilbert se acomodó en el bote que lo aguardaba, Hayden descendió apresuradamente a su camarote para romper el lacre de la carta de Henrietta.
Mi querido capitán Hayden:
Al principio encabecé la presente con un «Mi querido Charles», como si nosotros, al igual que Elizabeth y Robert, fuésemos primos y nos llamásemos por el nombre de pila desde la infancia. No sé en qué tono se me permite escribirte, pero tu última carta estaba tan repleta de muestras de afecto y calidez que me dio alas e hizo que me atreviera a responder con idéntico tono, con la confianza de no haber dado demasiadas cosas por sentado.
Te he echado mucho de menos y siempre te tengo en mis pensamientos. Las mujeres con hijos, maridos o parientes empeñados en esta terrible contienda deben de vivir en un perpetuo estado de inquietud. Imagino cómo aguardan el correo, temiendo recibir la desdichada carta, y también lo exultantes que se muestran cuando la misiva les trae dulces noticias desde cualquier rincón del mundo, donde sea que estén combatiendo. Gracias a esta correspondencia averiguan que su ser amado se encuentra bien, a salvo, y que goza de buena salud y tiene la moral alta. No sabes lo que significa eso, y cómo pasan estas pobres mujeres de las lágrimas de preocupación a las de alegría. Entonces, al cabo de apenas unas horas, vuelven a sumirse en su inquieta vigilia. No tendría tanto miedo si no fueras tan osado. En la carta que enviaste referente a lo sucedido con tu convoy no me costó leer entre líneas, y Elizabeth no pudo evitar confirmar mis sospechas, por mucho que quiso eludirlo. No fue el convoy rutinario que nos habías descrito.
Inglaterra sigue más o menos como la dejaste, a excepción de un invierno terriblemente frío y una primavera más bien tímida. En nuestro pequeño círculo, Robert sigue complacido con su nuevo mando, y espera ejecutar alguna acción que se halle a la altura de la tuya. Como siempre, mi querida Elizabeth está ocupada y satisfecha, pero cuando su amado esposo vuelva a casa no cabrá de gozo. Hace poco he regresado de Plymouth y puedo informar que lady Hertle sigue asombrándome con tanto vigor como hace gala, aunque soy consciente de que dado el frío invierno sus pobres articulaciones se han resentido y sufre terribles dolores que apenas logra disimular cuando camina o hace punto, labor esta que ha abandonado en las últimas semanas.
Mi familia se encuentra muy bien, y espero de verdad que tengas ocasión de conocerla a tu regreso.
En lo que a mí respecta, me encuentro en casa de mi familia, donde disfruto de la compañía de tres de mis hermanas. Ocupo las jornadas en dar largos paseos, en tocar instrumentos varios, en leer en voz alta (mi familia detesta los juegos de cartas), o en escribir misivas casi a diario dirigidas a mi amado, o en trabajar en la novela secreta, y entregada a la igualmente secreta labor de echarte de menos. Ay, cuánto ansío que vuelvas antes de la primavera.
Me reclaman. Mi padre está reproduciendo las investigaciones del señor Newton. No sé decirte por qué. Es su último pasatiempo, en el que me requiere como obediente ayudante. Hoy es el turno de algo relacionado con los prismas.
Ruego que esta carta mía te encuentre en perfecto estado de salud, satisfecho y fondeado a salvo en algún puerto inexpugnable.
Tu corazón cautivo,
Henri
La evacuación de Tolón tuvo pocos efectos beneficiosos para la flota inglesa, exceptuando la cantidad de embarcaciones auxiliares confiscadas a los franceses. Este excedente de cúteres, falúas y chinchorros permitió a Hayden recobrar todos los botes que había perdido en aquel mismo puerto.
—Señor Chettle, vamos a recuperar los botes para pintarlos todos de negro, tanto por fuera como por dentro.
Quizá el anguloso carpintero intentó disimular cuánto desaprobaba esa orden, pero no logró salirse con la suya.
—¿De negro, señor? ¿Seguro?
—Sí. Un negro tan intenso como sea posible. ¿Le supone eso un problema, señor Chettle?
—En absoluto, señor, tengo todo el hollín que podamos desear. —Dio la impresión de no encontrar las palabras con que expresarse—. Es que me parece… desacostumbrado, capitán —dijo al fin.
—No tardará en comprenderlo con claridad. Cuatro botes ennegrecidos… Los quiero para mañana, por favor, señor Chettle.
—A la orden, señor.
—Ah, y no olvide los remos.
—Por supuesto, señor.
—¿Señor Barthe?
El piloto de derrota recorrió a buen paso la cubierta con su característico anadeo.
—¿Capitán?
—Creo que lo mejor será que nadie observe desde tierra nuestro empeño por pintar esas embarcaciones. Quizá podríamos colocar de manera improvisada unos toldos para ocultar la labor del señor Chettle… ¿qué dice?
El piloto pareció tan confundido por la orden como se mostrara Chettle, a pesar de lo cual se apresuró a responder:
—A la orden, capitán. Me encargaré de airear algunas velas.
—Gracias, señor Barthe.
Hayden hizo llamar a sus oficiales, y una vez todos reunidos en el camarote, silenciosos y expectantes, se dispuso a hablar.
—Lord Hood nos ha ordenado apoderarnos de las fragatas fondeadas al resguardo de las baterías de la bahía Fornali. La Foxhound me proporcionará la gente necesaria para apresar uno de los barcos, y nuestra dotación se encargará del otro. Coordinaremos el ataque con el asalto del ejército a las posiciones francesas en tierra.
—Eso explica por qué el pobre Chettle anda por ahí negando con la cabeza, mientras sus hombres pintan los botes de negro —comentó Wickham sonriendo, y Hayden no supo si fue debido a la consternación del carpintero o la perspectiva del combate.
Hayden permaneció atento a las reacciones de sus oficiales.
—Señor Barthe —dijo—, a juzgar por su expresión, es evidente que desaprueba totalmente el plan.
—Capitán, usted sabe tan bien como yo que prenderán fuego o desfondarán todos los barcos en cuanto comience el asalto al reducto. El enemigo no permitirá que sus embarcaciones caigan en manos inglesas mientras exista un modo de evitarlo.
—Estoy completamente de acuerdo, a pesar de lo cual debemos intentarlo, y si logramos sorprender a las dotaciones francesas, creo que al menos disfrutaremos de una oportunidad de capturar uno, si no ambos barcos. Después de todo, a duras penas podrán prender fuego a un barco mientras sigan a bordo, ¿me equivoco? Si somos capaces de trabarnos en combate con ellos e impedirles que abandonen la embarcación, quizá podamos tomarla. Me refiero a que cabe la posibilidad de que lo logremos.
—Estoy bastante seguro de que podríamos conseguirlo —opinó Wickham—, siempre y cuando nos acercáramos furtivamente hasta su posición y subiéramos a bordo antes de que repararan en nuestra presencia.
—¿Cuentan con la tripulación al completo, capitán? —quiso saber Hawthorne.
Aquélla era una pregunta que se había formulado Hayden en más de una ocasión, pero aún no estaba seguro de la respuesta.
—Cuando subimos los cañones aproveché para apostar en lo alto de la colina a dos hombres, que debían vigilarlos desde allí; según su opinión, los barcos no cuentan a bordo con toda su dotación. Distinguieron los uniformes de la marinería francesa entre hombres que estaban erigiendo las fortificaciones, así que sospecho que ninguna de las fragatas dispone de la tripulación al completo. Los capitanes no querrían verse en la situación de tener que desembarcar a doscientos hombres para prender fuego al barco. No, tan sólo disponen de unos pocos marineros. Mis vigías pensaban que había menos de sesenta almas, a lo sumo ochenta.
»Señor Archer, lo dejaré al mando de la Themis. Y antes de que me lo pregunte, su petición es denegada; el teniente de mayor antigüedad debe permanecer en el barco. ¿Ha participado usted alguna vez en la toma de un barco fondeado, señor Ransome?
—No, señor —admitió el nuevo teniente, rebulléndose ante la sola idea.
—Incluiré al señor Hawthorne en su bote. Se le dan bien estos asuntos.
Hawthorne sonrió abiertamente.
—Los señores Wickham y Madison tendrán respectivamente el mando de un cúter. Yo iré a bordo de la falúa. Señor Wickham, hágase acompañar por un marinero con buena vista y suban a lo alto de la colina, cerca de la primera batería, por favor, desde donde observarán las fragatas francesas. Si sus dotaciones regresaran de pronto o el número de hombres a bordo aumentara visiblemente, infórmeme de inmediato. Yo visitaré la batería mañana por la tarde para hacerme una idea de la situación.
»Me gustaría embarcar a ochenta hombres en los botes; un alfanje y un par de pistolas por cabeza, con pólvora y bala en proporción. Cada embarcación llevará también hachas y picas de abordaje. Tengo la intención de acercarme con mucho sigilo, cortar las redes de abordaje de la aleta de estribor, matar o dejar sin sentido al centinela y subir a bordo en completo silencio. Si nos descubren, nos serviremos de las hachas para cortar las redes, de forma que suban a cubierta el mayor número posible de hombres. Habrá que esmerarse.
»Señor Hawthorne, quiero que la mitad de sus infantes de marina se armen con mosquete y bayoneta, y que la compañía se reparta entre los dos primeros botes. Es casi seguro que habrá luna, así que los hombres tendrían que ponerse la chaqueta azul. Ya que mi bote será el primero en acercarse, haré una lista de los marineros que quiero a bordo y dejaré que usted, señor Archer, se encargue de ultimar los preparativos.
—A la orden, capitán —repuso Archer, esforzándose por disimular la decepción que le producía el hecho de quedarse atrás, y Hayden comprobó complacido que estaba lográndolo.
—Una vez concluyamos esta reunión, visitaré al general Dundas para averiguar sus intenciones, me entrevistaré con el coronel Moore y luego presentaré mis respetos al capitán Winter, de la Foxhound. —Se dio cuenta de que sentía gran alborozo ante la perspectiva de entrar en combate sin que hubiese por medio cañones o terreno hostil por el que bregar—. El armero examinará el mecanismo de todas las armas de fuego y sustituirá o reparará aquellas que no estén a su entera satisfacción. ¿Alguien tiene alguna sugerencia?
Los oficiales presentes se miraron.
—Teniendo en cuenta la luna, podríamos tiznar los rostros de los hombres, capitán —sugirió Wickham.
—Sí. Señor Ransome, pida a Chettle algo de corcho para quemar. —Al recordar las ansias de botín de Ransome, Hayden añadió—: Debo refrescarles la memoria a todos: aun apresando una fragata, nos hallamos bajo las órdenes de lord Hood, que recibirá una parte; además, se repartirá de la manera acostumbrada entre los oficiales y las dotaciones del resto de los barcos presentes. No creo que nos sea posible comprar un carruaje con la limosna que obtengamos.
Un coro de risas transmitió a Hayden la sensación de que los entusiasmaba la perspectiva de emprender aquella empresa.
—Señor Archer, es necesario advertir a cualquiera que deba desembarcar que no revele una sola palabra de nuestros planes. Incluso el general Paoli me advirtió que los franceses siguen contando con partidarios entre la población de la isla. Mejor no poner al enemigo al corriente de nuestras intenciones.
Al mirar a los presentes, reparó en las expresiones de ansiedad contenida de los guardiamarinas y en la decisión que traslucía el rostro de Barthe. El piloto había servido el tiempo necesario en la Armada del rey para haber visto a muchos hombres hallar la muerte en empresas semejantes. Aunque era consciente de los terribles caprichos del azar, Hayden estaba convencido que no se arredraría.
—Señor Barthe —le dijo, dejándose llevar por un impulso—, voy a pedirle que se quede a bordo. El señor Archer necesitará un buen piloto si algo me sucediera.
—Pero capitán…
Hayden alzó una mano y la protesta se desvaneció antes de que el piloto pudiera expresarla, mientras adoptaba una expresión de frustración y decepción.
Cuando el camarote quedó vacío, Hayden sacó todas las cartas de Henrietta para releerlas, lo que, dadas las circunstancias, constituía una imperdonable manera de emplear el tiempo. No pudo olvidar la promesa que le hiciera de que regresaría; era una promesa vaga, de lo que ya había sido consciente en el preciso instante en que la había formulado. Tampoco Henrietta era tan inocente, pues sabía cuáles eran los peligros que corría, al menos con tanto detalle como cualquiera que no hubiese tomado parte en un combate naval. Hayden ató con un lazo rojo la correspondencia y volvió a meter el paquetito en una caja. Luego tomó pluma y tintero, y le escribió una larga misiva en que resumió todas sus esperanzas y ninguno de sus temores. Al terminar la lacró y la puso en manos de Perseverance Gilhooly, con instrucciones de que fuera entregada de manos de un oficial del barco a la señorita Henrietta Carthew en caso de que él no sobreviviera a la travesía. El joven irlandés se mostró muy alarmado ante aquella orden, pero Hayden experimentó un alivio inmenso. Una vez satisfecho el deber contraído con su corazón, se esforzó por concentrarse en los preparativos del abordaje nocturno.
Dispusieron rápidamente el único bote que no se iba a repintar para transportar a Hayden a tierra, donde éste tenía que buscar a Dundas y Moore. Al averiguar que ambos se hallaban en la batería más cercana, echó a andar hacia allí para reunirse con ellos. Las playas que se extendían al norte de la torre Mortella estaban atestadas de soldados de maniobras y marineros que llevaban a tierra toda clase de pertrechos. El suministro de un ejército, por modesto que fuera, exigía de gran coordinación y más hombres de los que Hayden hubiera creído.
Una línea de marineros serpenteaba lentamente de un lado a otro en la elevación donde Hayden recordaba ubicada la batería de Wickham. Todos llevaban a hombros pólvora o bala, que después depositaban en una red tendida en el acceso al sendero. A continuación, sirviéndose de motones, perchas y aparejos, la alzaban hasta la batería, donde los soldados de artillería se encargaban de vaciarla y apilar la munición.
Hayden tomó la ruta directa que habían seguido los cañones, y luego trepó por las rocas con la ayuda de los cabos que se tendieran a tal efecto. El humo de la batería se arremolinaba en el borde del risco, arrastrado por una brisa suave, de modo que le escocieron los ojos. Poco después se plantó en lo alto, envuelto en una nube negra. Conteniendo la respiración, viró de inmediato a estribor y divisó con claridad a Moore, Dundas y Paoli, de pie a unos pasos de la batería, en terreno elevado, catalejo en mano. Moore señalaba el paisaje y le hablaba al oído a Paoli.
Un ordenanza de Dundas reparó en Hayden e informó de su presencia al general, que miró en dirección al oficial de la Armada y luego encaró de nuevo las posiciones francesas.
—¡Capitán Hayden! —lo saludó Moore—. Por fin viene usted a presenciar los efectos que provocan sus cañones en los franceses. Seguro que no le decepcionará.
Hayden saludó a Paoli y acto seguido Moore le tendió su catalejo. Le bastó con echar un vistazo para reparar en el daño considerable sufrido por las fortificaciones del reducto de la Convención. No se veía un alma entre las murallas de adobe, y había un cañón en el suelo con la cureña destrozada. Mientras contemplaba el panorama, una bala se hundió en un lateral de la trinchera, levantando una nube de tierra corsa. Allá donde mirase veía los agujeros de los proyectiles y los numerosos cráteres donde habían impactado.
No pudo resistir la tentación de encarar las fragatas, para asegurarse de que no se hubiesen movido, a pesar de que desde esa posición únicamente alcanzó a distinguir los palos machos.
—¿Han abandonado algunas posiciones fortificadas? —preguntó al devolver el catalejo al coronel.
—No —respondió éste, algo incomodado por la pregunta—. Los franceses han cavado posiciones defensivas, pero, dado que logramos causarles numerosas bajas, por fuerza entenderán que podemos seguir así toda la vida. Estoy seguro de que su voluntad de seguir combatiendo acabará minada.
Uno de los cañones de dieciocho libras abrió fuego y la detonación retumbó con gran estruendo.
—No tendremos más remedio que asaltar las posiciones francesas —intervino Paoli para romper el silencio que se impuso después—. El honor les impide abandonarlas.
—Sin duda, el general se halla en lo cierto —comentó Moore a Hayden—. Pero usted y sus hombres subieron los cañones con enorme esfuerzo, de modo que nosotros cumpliremos con nuestro deber y expulsaremos a los franceses de sus posiciones defensivas. Usted ya hizo su parte, capitán.
—No del todo, pues lord Hood me ha honrado con la responsabilidad de tomar las fragatas, empresa que convendría llevar a cabo de noche. Si podemos coordinar dicha operación con el asalto del ejército sobre el reducto, creo que confirmaremos que nuestras posibilidades de éxito son excelentes.
—Aún no he decidido qué día atacaremos, y menos aún la hora, capitán —terció Dundas, volviéndose hacia Hayden.
—Esperaré pacientemente su decisión, general Dundas —repuso el capitán en funciones de la Themis, tratando de disimular lo mucho que le había molestado el comentario—, cuando crea que las posibilidades de éxito estén aseguradas, y no antes. Tan sólo tengo una petición que formularle: que se me otorgue el tiempo necesario para preparar el asalto a las fragatas y que pueda coordinarse con el ataque al reducto que lleve a cabo el ejército.
Dundas guardó silencio unos instantes y luego asintió a regañadientes, o eso pensó Hayden, sin apartar ni un momento los ojos de las posiciones francesas.
Hayden permaneció allí algo incómodo, de pie, cada vez más enfadado y frustrado, hasta que por fin Paoli intervino:
—El coronel Moore se ha ofrecido muy amablemente a escoltarme hasta mi mula, capitán. ¿Quizá le apetecería pasear conmigo?
—Sería un honor, señor. General Dundas —se despidió, con una leve inclinación de la cabeza.
Los tres hombres echaron a andar hacia el borde de la colina, y luego descendieron por el serpenteante sendero. Hayden divisó a una cuadrilla de corsos en la cuesta, quizá a media altura, con un par de mulas enjaezadas que pacían entre los matorrales sin demasiado entusiasmo.
El general recorrió lentamente la senda, apoyándose a menudo en el hombro de uno de sus guardias. Le conmovió ver que los corsos trataban a Paoli con enorme respeto y deferencia.
—Capitán Hayden, aún no hemos tenido ocasión de compartir esa copa de vino que nos prometimos —le recordó el anciano cuando se detuvieron un instante para que pudiera descansar, pues Moore, al ver el estado en que se encontraba el general, les había pedido que pararan pretextando que se había torcido el tobillo.
—En efecto, pero puede que aún tengamos ocasión de hacerlo. En cuanto expulsemos a los franceses. Entonces todos nosotros podremos brindar por ello.
El anciano se sentó en la roca y suspiró. En ese momento pareció más débil, como si se encogiera, y algo en su porte destiló inseguridad.
—Claro —replicó Paoli mientras recuperaba el resuello—. Brindaremos a la salud de nuestras respectivas islas: Córcega e Inglaterra, Gales y Escocia: pero me pregunto cuánto tiempo se quedarán los suyos por aquí. ¿Se marcharán los británicos y vendrán los austríacos? ¿O los españoles? —Negó con la cabeza—. Discúlpeme. Últimamente me canso con facilidad, y a veces, cuando eso sucede, el humor se me resiente. Creo que los franceses se retirarán de San Fiorenzo dentro de unos pocos días, y después caerán Bastia y Calvi. ¿Quién puede averiguar el futuro? Seremos súbditos de Su Británica Majestad durante una temporada, y creo que los corsos disfrutarán de la más amplia libertad que han conocido desde la ocupación borbónica. Confío en que dure muchos años. —Entonces se levantó y besó en la mejilla a Moore y Hayden—. Mi pueblo ha contraído una deuda con ustedes. Se dice que los corsos jamás recordamos una buena acción, pero no somos capaces de olvidar una mala; sin embargo, Paoli recordará lo que ustedes hicieron. Mientras viva, sus nombres serán pronunciados con respeto en este lugar, y en las montañas, y las poblaciones costeras. Somos gente humilde y no podemos erigir estatuas, pero sí invocar sus nombres y contar a nuestros nietos cómo usted, Hayden, llevó esos cañones a las cimas cuando nadie confiaba en que pudiera, y cómo usted, Moore, expulsó a los franceses de nuestras playas y nos devolvió la libertad, por poco duradera que ésta sea.
Y, acto seguido, se volvió dispuesto a emprender de nuevo el lento descenso; al pie de la elevación, se detuvo y los saludó con la mano una vez, antes de montar en la mula y alejarse al trote, para enseguida desaparecer tras un montículo verde.
De vuelta en la playa, se encontró a buena parte de su tripulación, guardiamarinas incluidos, practicando el combate, unos con alfanjes de madera, otros con mosquete y bayoneta calada, y los menos con picas de abordaje. Hacía poco que Hawthorne le había solicitado que ordenase al carpintero fabricar algunas armas de madera, para que los hombres pudiesen ejercitarse sin riesgo de hacerse daño. Sus oficiales y él habían adiestrado sin descanso a los marineros, siempre que lo permitía el clima (también la cuarentena en Gibraltar había impuesto una prolongada pausa a estas actividades), y Hayden se sentía muy satisfecho de los resultados. Siempre había considerado que aquel aspecto de la guerra naval no recibía la merecida atención. Perder a un hombre simplemente porque carecía del entrenamiento necesario en el uso de las armas se le antojaba inaceptable; de hecho, en esos casos se había sentido responsable, así que la insistencia de Hawthorne de entrenar a la dotación merecía su aprobación sin reservas.
Entre los guardiamarinas se hallaba Gould, armado con un alfanje de madera. Los jóvenes caballeros eran lo bastante bisoños para parecer críos jugando, en lugar de hombres que aprenden a defenderse y quitar la vida del enemigo. Hayden reparó en que el joven no se mostraba recatado en el ejercicio, sino que se lanzaba a fondo y paraba con una ferocidad sorprendente.
Hawthorne vio acercarse a su capitán. Despojado de la casaca roja, usaba una espada de madera a modo de bastón. Tenía la frente perlada de sudor y la cara sonrojada por el ejercicio.
—Espero que se muestren tan hábiles a la hora de matar a los franceses como cuando se atacan entre ellos —comentó el oficial de infantería de marina.
—Han mejorado considerablemente, señor Hawthorne. Lo felicito.
—En realidad, antes existía una gran posibilidad de que se ensartasen a sí mismos, pero ahora creo que se apañarán bastante bien —replicó Hawthorne, bajando el tono.
Ambos permanecieron de pie unos instantes, observando con atención los combates.
—El señor Gould tiene madera de guerrero —comentó Hayden.
—En efecto. Creo que en buena parte nace de su deseo de progresar en su oficio, y en parte también del de salvaguardar su propia vida.
—Pues aplaudo ambos deseos.
—También yo. Me dan miedo los zopencos que se arrojan a la batalla sin pensar siquiera en las consecuencias; quienes no tienen miedo a menudo carecen también de conciencia.
A Hayden le sorprendieron aquellas palabras en boca de Hawthorne.
—Estoy de acuerdo. Pero me pregunto cómo será el sonido de sus pasos.
Hawthorne lo miró de reojo con una sonrisa bobalicona.
—No se burle, en aquel momento me pareció interesante ahondar en ese tema.
—Y lo es —repuso Hayden, riendo—. ¿Necesita usted algo?
—No, señor. Hemos venido por agua y vituallas. Me pregunto cuándo volveremos a combatir contra los franceses, capitán Hayden. Siempre pensé que transportar los cañones era como desperdiciar su talento.
—¡Yo también! Pero acabo de comprobar el efecto de nuestras piezas sobre el enemigo y puedo informar que supera con creces lo que se consideraría satisfactorio. Casi me atrevo a afirmar que el resultado ha merecido las hernias y las lesiones de espalda.
—Estoy seguro de que los hombres que hay en la enfermería se animarán cuando lo sepan —convino Hawthorne, riendo complacido.
—Siga con lo suyo, señor Hawthorne.
—Así lo haré, capitán.
Momentos después, el timonel de Hayden lo llevó a la fragata Foxhound. Ya en presencia del capitán John Winter, observó concienzudamente el austero camarote con sus muebles en mal estado. La vieja mesita no podía ni compararse con la espléndida mesa con que lo obsequiara el padre de Wickham.
Winter, con un mar de papeles extendidos sobre su escritorio, se levantó de la silla al ver entrar al capitán en funciones de la Themis. No sonrió ni se mostró precisamente complacido de recibirlo.
—¿Ya no es costumbre enviar una nota previa para avisar de una visita de este cariz, capitán? —preguntó, ceñudo.
—Estaba seguro de que lord Hood nos había remitido a ambos sus órdenes, así que di por sentado que usted preveía mi visita, capitán Winter.
El capitán de la Foxhound vestía un uniforme que al menos hacía un par de años que se merecía el retiro, de una pulcritud impecable pero visiblemente remendado en un hombro, ambos codos y puños.
—Tengo entendido que debo confiarle algunos de mis hombres —dijo Winter, cuyo enfado iba en aumento.
—Si le place…
—¡No me complace en absoluto! No veo por qué alguien que ni siquiera ha sido ascendido a capitán de navío tendría que ejercer tal responsabilidad, en lugar de un oficial con mayor experiencia. —Por un instante, pareció arrepentirse de su arrebato, pero entonces fue presa de un segundo acceso de ira—: ¿Por qué iba a mostrarle semejante favoritismo, Hayden? ¿Acaso es usted sobrino del almirante?
—De ningún modo, señor —respondió Hayden con frialdad—. Creo que me han concedido el mando como recompensa por mi reciente logro de subir los cañones a las colinas.
—¿En recompensa por el servicio que prestó, en lugar de por el parentesco? Pero ¿acaso ocurren tales cosas? —Dio unos pasos en dirección al ventanal de popa, intentando dominarse—. ¿Cuántos hombres necesita?
—Ochenta, armados con pistola y alfanje, además de algunas hachas y picas de abordaje… Y las embarcaciones auxiliares que hacen falta para su transporte.
—¡Ochenta! Se me informó, capitán, que las fragatas francesas no cuentan a bordo con sus dotaciones al completo.
—Así es, señor; al menos eso tengo entendido. Estuvimos observándolas y creemos que hay entre sesenta y ochenta hombres a bordo, en cada una.
—Bien, pues entonces con sesenta ingleses por cada barco será más que suficiente. Le proporcionaré esos sesenta hombres… y tres cúteres. Y estarán bajo el mando de mi propio teniente o no dispondrá de nada.
Hayden iba a protestar pero reparó en la futilidad de semejante resistencia. Winter se hallaba dispuesto a cooperar con él, sólo que lo menos posible. Esto era muy común en el servicio cuando los oficiales recibían órdenes a las que se oponían. Probablemente él mismo había pecado alguna vez de lo mismo, sobre todo cuando había servido a las órdenes del capitán Josiah Hart.
—Sesenta hombres mandados por su propio teniente —repitió el capitán de la Themis—. Hemos pintado de negro los botes para que no sean tan visibles de noche.
—¡Jamás en veinte años de servicio he pintado de negro mis botes, fuese cual fuese el motivo! —replicó Winter—. Y no tengo la menor intención de hacerlo ahora. Seguirán blancos.
—Lo más seguro es que haya luna llena.
—Blancos. —Winter clavó en él una mirada de tal dureza que Hayden supo que nada de lo que dijera sería capaz de hacerlo cambiar de opinión.
—Creo que atacaremos mañana por la noche, aunque todo depende del ejército, que aún no parece muy dispuesto a decidir la hora concreta.
—Mis hombres estarán listos poco después de que se nos informe de ello.
—Enviaré una nota en cuanto averigüe más.
Winter se limitó a mirarlo con fijeza, y ni siquiera dio muestra de haber oído lo que su interlocutor acababa de decir. Hayden se despidió con una leve inclinación de la cabeza y salió del camarote, notándose a punto de perder los nervios. Cuando se encontraba en el bote que lo llevaba por la cristalina bahía cayó en la cuenta de que al cabo de unos años podía convertirse perfectamente en un Winter; en alguien que no contaba con padrinos en el Almirantazgo, o con amistades entre los oficiales de la plana mayor. Ignoraba si Winter era competente, puede que no, pero sí desafortunado. Incluso la paga de capitán de navío debía de permitirle una vida menos espartana de la que en apariencia llevaba. Y pensar que el capitán de la Foxhound se había mostrado resentido por la relación de Hayden con lord Hood, a quien Hayden apenas acababa de conocer; Hood, el primer hombre, aparte de Philip Stephens, que había mostrado algún interés por su carrera (el patronazgo de Stephens se había revelado más útil en la teoría que en la práctica). Su enfado remitió, al punto que estuvo en un tris de reírse de sí mismo. O bien carecía de padrino y tenía que luchar para progresar en su carrera, o bien sus padrinos lo destinaban a servir con capitanes como Hart, eso cuando no le ordenaban subir cañones a la cima de una colina, motivo este último de que hubiera acabado por granjearse el desprecio de capitanes «menos afortunados». ¡Menuda ironía!
Cuando subió por el portalón de la Themis, sorprendió al señor Chettle y sus ayudantes ocupados en dar la segunda mano de pintura a los botes, que ya mostraban un deslucido negro carbón. Sobre loneta descansaban hileras desiguales de remos. La pintura espesa la aplicaban los pajes del barco, capaces de acabar tan negros como los remos.
—¡Eh, vosotros! —los regañó Franks cuando reparó en que Hayden asomaba por el portalón, aunque minutos antes hubiera estado observándolos de lo más entretenido—. Si veo una sola mancha negra en nuestra inmaculada cubierta, haré que os cuelguen a todos por los tobillos de la verga de gavia, hasta que la sangre os baje a la cabeza y los ojos se os salgan de las órbitas.
Los críos fingieron aplicar la pintura con mayor juicio, y cada brochazo adoptó una lentitud deliberada.
—Señor Archer, al parecer lo tiene todo bajo control.
—Eso espero, señor —repuso éste, llevándose la mano al sombrero y sonriendo—. ¿Vio al señor Hawthorne adiestrando a la dotación? Le di permiso, capitán. Espero no haberme extralimitado en… —El teniente no acabó la frase.
—Respaldo por completo su decisión —aseguró amablemente Hayden, pues, dado que Archer aún estaba un poco desorientado en su papel de primer teniente, él lo apoyaba en la medida de lo posible—. No olvide mandar a los hombres que se tiznen el rostro.
—A la orden, señor —replicó Archer con cierto alivio—. Me encargaré de que los hombres tengan el mismo aspecto que esos críos.
Ambos rieron. Al ver que el señor Barthe se hallaba en el alcázar, Hayden se encaminó hacia la popa.
—Señor Barthe, ¿podría apelar a su superior conocimiento del servicio? ¿Ha oído hablar de un capitán de navío apellidado Winter?
—¿Ese cabrón borracho? —gruñó el piloto de derrota—. Me contaron que está al mando de la Foxhound. ¿Qué tenemos que ver con él?
—Va a aportar el resto de los hombres para el asalto de las fragatas. Acabo de mantener con él una reunión más bien insatisfactoria.
—No creo que exista un oficial más desagradable en toda la Armada, señor Hayden. Es incapaz de conservar a su lado a un solo contable, porque aseguran que es muy austero y que eso les impide ganarse la vida. ¿Se lo imagina? ¿Un capitán más austero que su contable?
—Es cierto que estuve en su camarote y… todo me pareció muy viejo. Winter vestía una casaca de corte antiguo muy remendada.
—Así es él, señor. Pero no se debe a que tenga mala pata con las inversiones o a otras circunstancias desafortunadas, ni siquiera a cómo está la economía, según podría pensarse. No, responde sencillamente a su tacañería. Conserva hasta el último penique de lo ganado, señor. Todo lo invirtió con astucia. Cuentan los hombres que es rico como un noble. Oí decir que su esposa e hijos viven en la miseria, capitán Hayden. Bromean incluso asegurando que envía a sus hijos a mendigar, pero me pregunto si sólo será una exageración. Le aseguro que después de que usted se haya servido de sus hombres, le enviará la cuenta —presagió el piloto, riéndose de su propio ingenio.
—Gracias, señor Barthe. Siempre resulta provechoso saber con quién está tratando uno. Su conocimiento en estos asuntos me es de enorme valor.
—Me alegro mucho de que lo vea usted así, señor. —Barthe se le acercó un poco más y, de otro humor, añadió—: En lo que respecta al dinero ese, señor… Lo devolví todo, capitán, y me avergüenza mucho mi papel en todo el asunto. Espero que no me lo tenga en cuenta.
—No, señor Barthe, pero ándese con mucho ojo de ahora en adelante. Sin embargo, me temo que habremos de vigilar estrechamente al señor Ransome.
—Claro, señor —asintió el piloto con vehemencia—. A la orden.
En la cubierta principal, Hayden encontró al armero, a su ayudante y a varios marineros de primera limpiando las pistolas y sustituyendo los pedernales que lo necesitaban. A proa, en una zona donde se habían asegurado de que no había un grano de pólvora, habían humedecido la cubierta y destinado a dos hombres a afilar con cuidado los alfanjes en una amoladera: uno de ellos le daba al pedal para que girase, mientras el otro afilaba con cuidado las hojas, provocando una lluvia de chispas que se proyectaba en forma de abanico.
Cuando el hombre terminó de afilar un arma, Hayden le llamó la atención.
—Voy a enviarte mi espada, Smithers. Necesita algunos cuidados.
—Ya está afilada como lengua de mujer, capitán —repuso Smithers, tras saludarlo llevándose los nudillos a la frente—. Perse… Su escribiente se tomó la libertad de traérmela, señor, y le dediqué un buen rato, como podrá apreciar. Estoy seguro de que la dejé lo bastante afilada para ensartar a los franceses. —Sonrió—. También Longyard inspeccionó sus pistolas.
—Gracias, Smithers.
—No se merecen, señor.
Hayden reprimió una sonrisa mientras se volvía. Harold Smithers, Harry, sin siquiera pretenderlo, imitaba a sus superiores, sobre todo en lo tocante a la vestimenta. Era objeto por ello de muchas bromas, aunque ninguna pesada o malintencionada, pues la mayoría de los compañeros lo apreciaba y era un marinero más que aceptable. Era tan campechano que en más de una ocasión se le escapaba un «Vaya, ni siquiera se preocupe por eso» cuando tendría que haber respondido «A la orden, señor». Hayden lo consentía porque valoraba a ese hombre o porque todos a bordo eran conscientes de que Smithers no obraba así por falta de respeto.
Hayden encontró a sus hombres expectantes e inquietos. Archer aún no había terminado con los preparativos, de modo que pasaría un rato hasta que alrededor predominaran las miradas de incertidumbre. Quienes se habían librado de participar en el asalto más adelante no tendrían mucho que contar, ni serían merecedores de la envidia y la admiración de sus compañeros. A cambio, lo más probable es que conservasen la vida.
La luna casi llena iluminaba las nubes planas como de escayola contra la bóveda estrellada. El viento, flojo y vacilante, apenas ondulaba las aguas de la bahía. Hayden susurró al timonel la orden de mantener la posición, de modo que tan sólo se oyó el lento goteo de los remos al salir del agua.
Se hallaban más lejos de la embocadura de la bahía de lo que le hubiese gustado, pero los cúteres blancos que el capitán Winter les había proporcionado podían verse, tenues y espectrales, a cierta distancia. Hayden había mandado al teniente de la Foxhound, un oficial de treinta años apellidado Barker, situar los botes por detrás de los de la Themis, de tal modo que la falúa y los cúteres de Hayden los ocultaran un poco y nadie pudiera divisarlos con facilidad desde la playa.
Hayden tomó el catalejo nocturno y encaró las dos fragatas ancladas a proa y popa en la angosta bahía. La proa de la más próxima, la Fortunée, con su saltillo, el botalón y el aparejo, se recortaba contra la oscura costa, a la luz de la luna que bañaba la superficie de madera. Hayden intentó calcular con qué frecuencia pasaba de largo el centinela de guardia ante una de las lámparas de cubierta.
La fragata fondeada más cerca de la costa, la Minerve, quedaba oculta en parte por la Fortunée. Tras ordenar a los botes moverse al sur para ampliar su campo de visión de la bahía, la elevada torre y las baterías de la colina disfrutaban de una vista tan extensa que Hayden temió que el enemigo reparase en la aproximación de los botes. Barrió lentamente con el catalejo aquellas posiciones, atento al menor indicio de actividad. Todo se hallaba en calma.
A derecha de la bahía se alzaba el reducto de la Convención, primer objetivo de Moore, donde también el silencio era total. Una atenta observación de la ladera que se erigía detrás no reveló nada, para gran alivio de Hayden. Moore no tardaría en dirigir a sus tropas colina abajo, si es que no había iniciado ya la maniobra. A pesar de lo mucho que habían maltratado el reducto, el coronel no querría dejar de servirse del elemento sorpresa. El día anterior ambos habían debatido un buen rato sobre ese asunto: ¿Era preferible atacar antes las fragatas o las baterías? ¿Acaso el asalto de Hayden a los navíos pondría en alerta a las tropas del reducto, y viceversa? ¿Qué resultaría más ventajoso?
Habían rechazado de plano la posibilidad de ejecutar un ataque simultáneo, debido a la dificultad de coordinar en tierra una operación de dicha naturaleza. Había demasiados factores desconocidos para que ambos ataques pudieran sincronizarse. Al final habían llegado a la conclusión de que tomar las baterías era esencial para lograr la expulsión de los franceses, mientras que apresar las fragatas no influiría lo más mínimo en ese objetivo particular.
Por esa razón, Hayden y sus hombres aguantaron la posición en la embocadura de la bahía, a la espera de oír el fragor de la batalla.
—¿Logra divisar algo, capitán? —susurró Hawthorne.
Hayden negó con la cabeza, gesto que fue seguido de otro para cortar de raíz el menor atisbo de conversación. Al reparar en la sonrisa burlona de Hawthorne, no pudo evitar imitarlo. Seguidamente ambos se mordieron la lengua para no reír a carcajadas. Hayden no tuvo que preguntarle el porqué, pues el oficial de infantería de marina tenía un aspecto tan ridículo como el suyo, con el rostro tiznado de corcho quemado y aquellos ojos que relucían como los de un hombre ebrio que llevara un antifaz.
Childers ajustó el timón para seguir proa al viento, y los remeros hundieron con cuidado los largos y negros remos en las aguas del Mediterráneo con un ritmo lento, calculado para mantenerlos en posición. Hayden podía oír la respiración de los hombres, cómo se aceleraba con el esfuerzo. Casi fue capaz de sentir el miedo que exudaban. La espera antes de la batalla no beneficiaba la moral de la tropa: mientras aguardaban, la imaginación se exacerbaba y acababan magnificando la fuerza del enemigo y subestimando la propia.
Un cúter negro abandonó su posición para situarse en silencio de costados paralelos. A popa, un oficial se inclinó sobre la borda para dirigir la palabra a Hayden.
—Acabo de ver a la compañía de Moore bajando por la colina, capitán —le informó Wickham—. Casi han llegado al pie, señor.
Hayden le hizo una seña con la mano para darle a entender que le había oído. ¿Quién sino Wickham habría sido capaz de ver a aquella distancia? Con un poco de suerte ni los franceses habrían visto a Moore, a pesar de hallarse mucho más cerca.
Tras su primer y desafortunado encuentro, Winter había enviado a Barker a tratar con Hayden. El teniente era demasiado mayor para permanecer en ese cargo, cosa de la que era plenamente consciente. No dejó de intentar, en la medida de lo posible, salirse con la suya o hacer bien patente que su conocimiento de la situación era superior al de su interlocutor. Inclinados en el camarote de Hayden sobre la carta de la bahía de San Fiorenzo, habían discutido cuál era el mejor modo de proceder. Tras barajar varias posibilidades de asalto, el único punto en que se habían puesto de acuerdo fue en que Hayden, con sus botes negros, debía atacar la Minerve, la embarcación situada más dentro de la bahía. Aunque no estaba dispuesto a admitirlo, a Barker le preocupaba que sus propias embarcaciones fueran visibles y deseaba que fuese Hayden quien atrajera sobre sí la atención de las tripulaciones francesas.
El plan que acordaron finalmente había consistido en que, tras oír la primera descarga efectuada por la infantería de Moore sobre el reducto, Hayden llevaría los botes a la costa meridional de la bahía, más alejada del reducto, frente al lugar en que anclaban los barcos, lo que le permitiría acercarse por popa a la fragata más alejada, donde menos esperarían los franceses un ataque. Ambos oficiales confiaban en que el enemigo esperase un asalto por el costado de estribor, no por el de babor, que era el que miraba a la playa.
Era un plan sencillo que dependía de que Hayden fuese capaz de acercarse sin ser visto y atrajera sobre sí la atención de las dotaciones francesas, lo que permitiría a Barker y sus hombres acercarse a la proa de la Fortunée, hacia donde los franceses no podrían apuntar los cañones. Una vez acordado el plan, convencido Barker de que había sido él la cabeza pensante, ambos se habían despedido en términos amistosos.
Hayden aguzó el oído a la espera de escuchar algo que indicase el inicio del ataque sobre el reducto. Moore había planeado tomar la plaza a punta de bayoneta, a pesar de que los franceses abrirían fuego en cuanto fuesen conscientes de la presencia del enemigo. También en este caso, Moore confiaba en el elemento sorpresa. La mayoría de los cañones del reducto habían quedado inutilizados, pero no todos. La metralla aún podía segar las vidas de muchos soldados británicos, y Hayden confió en que el coronel no acabara contándose entre las bajas, pues no le cabía duda de que Moore se situaría a la cabeza de su compañía y que lo más probable era que fuera abatido, lo cual constituiría una grave pérdida, no sólo para el capitán de la Themis, que había llegado a apreciarlo como un amigo, sino también para la patria.
Intentó acompasar la respiración, para evitar que el sonido al soltar el aire pudiese ocultar los primeros indicios del combate en tierra. Alrededor, los ruidos casi imperceptibles de los hombres, el carraspeo, la mano que rascaba una mejilla sin afeitar… se le antojaron extraordinariamente escandalosos. Conscientes de la facilidad con que viajaba el sonido a través del agua, todos se encogían al oír el menor ruido.
Se produjo una explosión ahogada, lejana, cuyo eco los alcanzó a través de la mar ondulada. Respiraron hondo y, conteniendo el aliento, permanecieron quietos como estatuas. El sonido había sido tan leve, tan desdibujado, que Hayden se preguntó si no lo habría imaginado. Cuando los hombres que lo rodeaban aspiraron de nuevo se oyeron otras dos descargas.
—¡Fuego de armas ligeras! —susurró Hawthorne con apremio.
—Señor Wickham… —Hayden levantó la voz lo necesario para hacerse oír—. Síganos. En línea, por la popa.
—A la orden, capitán —respondió Wickham, y acto seguido susurró al bote contiguo—: En línea, por la popa.
Y esas mismas palabras fueron repetidas de una embarcación a la siguiente hasta que todos estuvieron informados y se pusieron en marcha.
Los marineros se inclinaron sobre los remos, visiblemente aliviados ante la perspectiva de moverse.
—¡Suavemente! —advirtió Childers—. A remos callados.
Los hombres redujeron el ritmo para continuar como si estuvieran faltos de energía. Hayden repartió su atención entre la costa cercana y las fragatas situadas en el extremo opuesto de la bahía. Si los avistaban en la distancia, la metralla y el fuego de mosquete de los franceses los harían pedazos.
A bordo de ambas fragatas percibieron cierta agitación, y los hombres asomaron a las cubiertas. Hayden prestó atención a las órdenes de los oficiales, tratando de hacerse una idea de cómo procederían a continuación, pero los franceses mantuvieron bajo el tono, tanto que fue incapaz de entender lo que dijeron. No vio que los marineros se encaramasen al aparejo, lo que probablemente significaba que no intentarían dar la vela y salir a mar abierto en caso de que el reducto cayese en manos del enemigo. Entonces dedujo que su intención era desfondar o prender fuego a los navíos.
Procedente del reducto les llegó el intenso petardeo del fuego de mosquete, y cuando los botes ingleses accedieron a la bahía, el sonido los alcanzó con mayor nitidez. Hayden vio que los fogonazos se reflejaban en las fortificaciones. Para su gran alivio, todavía no se había oído el estallido de las piezas mayores de artillería.
El fragor de la batalla fue tornándose más y más audible; se oyeron gritos y descargas de mosquete y pistola. Incluso a esa distancia les llegó el entrechocar del acero y, convencido de que eso bastaría para amortiguar cualquier otro ruido menor, Hayden ordenó a los remeros bogar con alma.
La bahía era un paraje muy recogido, de modo que no tardaron en dirigirse al extremo más angosto.
—A babor el timón, Childers —susurró Hayden—. Acércanos a su popa.
El bote tumbó a estribor. El resplandor lunar era tan intenso que dibujaba a la perfección un sendero en la bahía cristalina, de modo que a Hayden le preocupó que sus embarcaciones se recortasen contra la luz. Se agachó un poco, como si con el gesto pudiera ocultarse, y reparó en que los demás hacían lo propio.
Hawthorne lo miró sonriente. El oficial de infantería de marina era conocido por su terrible ingenio en el momento de entrar en combate, una reacción nerviosa que Hayden había presenciado anteriormente en diversas ocasiones. En ese momento tenía que costarle horrores permanecer en silencio.
Hayden observó la cubierta de la fragata francesa, atento a cualquiera que mirase en su dirección. No había nadie ni indicios de agitación a bordo de la Fortunée, a pesar de que la dotación parecía totalmente ocupada en algo… sospechaba que en prender fuego al barco.
Mientras se acercaban a la popa de la Minerve, reparó en que contenía el aliento, aguardando con la espada encorvada y la cabeza hundida oír el grito que delataría su presencia o la descarga de fuego de mosquete.
—Les bateaux! Bateaux! Les Anglais!
Hayden estuvo a punto de dar un brinco, se sacó la pistola del cinto y la amartilló, sirviéndose de ambos pulgares. Con pulso poco firme apuntó al coronamiento que se alzaba sobre los botes. El grito provenía de la proa.
Se oyó un disparo. Una terrible descarga de metralla alcanzó en parte el agua, en parte el tablonaje, seguida de otra.
—Han visto a los de la Foxhound —susurró Hawthorne, sorprendido a la par que aliviado—. ¡Condenado capitán insensato! —masculló—. ¿Qué le habría costado dar una mano de pintura a los botes?
En ese momento ninguno de ellos tuvo la energía necesaria para lamentarse por los marineros de la Foxhound. Cuando Childers los acercó a la popa de la fragata, desarmaron los remos en silencio sin levantarlos donde pudieran verlos. Pusieron un pie en la regala del bote y estiraron los brazos para aferrarse a las cadenas que los arrimarían al costado del barco. Había tres botes enemigos abarloados al casco, vigilados por un solo marinero francés que, de pie en la bancada de una de esas embarcaciones, se esforzaba para ver algo a bordo de la Fortunée de espaldas a los ingleses que se acercaban.
Antes de que Hayden pudiese ordenarlo, un marinero de la Themis se abalanzó descalzo para rodear la garganta del francés con el brazo, y hundirle un cuchillo en la parte blanda de la clavícula. Tras un instante de silencioso forcejeo, el marinero depositó al enemigo al fondo del bote.
Hayden fue rápidamente a proa y se situó entre los remeros, seguido de cerca por Hawthorne y Gould. Transbordó al bote francés, y de ahí subió por la escala hasta asomar la cabeza sobre la cubierta de la fragata enemiga. A proa vio un tropel de gente, y en ese momento uno de los cañones del castillo de proa abrió fuego. Desenvainó la espada y cortó varios de los cabos de la red de abordaje.
—No hagan un solo ruido —susurró volviéndose hacia Hawthorne.
Puso el pie en cubierta, consciente de que con sus botas no sería tan discreto como si hubiera ido descalzo.
En cuanto pudieron cargarse los cañones, se oyó un estampido en ambos barcos, cuyo efecto Hayden no quiso ni imaginar. Antes de poder dar un paso, comprendió que había cometido un terrible error: media docena de hombres se hallaban reunidos en el pasamano del alcázar, desde donde se asomaban para ver mejor lo que sucedía.
Dirigió un gesto a Hawthorne a fin de que se hiciera acompañar por algunos hombres. Contó a los primeros ocho, puso la mano en el brazo de cada uno de ellos y les susurró al oído a medida que pasaban por su lado:
—Ve con el señor Hawthorne.
Una vez a bordo, los marineros anduvieron agachados para tratar de que no los vieran, aprovechando los diversos obstáculos que se interponían entre los franceses y ellos. Tras aguardar unos instantes, Hawthorne y sus hombres no titubearon, sino que se dirigieron directamente hacia los franceses, a quienes redujeron de igual modo que al vigilante de los botes. Uno de los enemigos forcejeó y logró soltar un grito ahogado, pero nadie a proa lo oyó debido al estampido de los cañones.
Hayden se incorporó e hizo un gesto a Hawthorne, que tomó el callejón de combate de estribor mientras el capitán de la Themis iba a cabeza de los suyos por el de babor. Se apresuró en dirección a la proa sin levantar un arma o adoptar una actitud amenazadora, con la esperanza de que su casaca azul pareciese negra a la luz de la luna, dado que un oficial que se acercara a paso vivo a la proa no estaría fuera de lugar, por mucho que lo siguiera un tropel de marineros. En realidad no tenía de qué preocuparse: los tripulantes franceses se hallaban tan concentrados en la labor de quitarse de encima los botes ingleses, que a nadie se le ocurrió volver la vista atrás.
Mas cuando se encontraba a doce pasos de distancia, uno de los marineros se dio la vuelta y lo miró durante un par de segundos mientras Hayden se les acercaba, antes de comprender lo que pasaba.
—¡Los ingleses nos atacan! —gritó en francés al fin—. ¡Los ingleses!
Hayden se arrojó al frente, pero Hawthorne se le adelantó y ensartó al tipo con el alfanje. La primera estocada de Hayden se hundió en la desigual pared formada por aquellos hombres hasta dar con el hueso, de modo que la hoja se dobló como un arco, pero la segunda estocada desgarró la carne.
Y entonces se vio en medio de un combate cerrado: hubo disparos, tajos y entrechocar de aceros. Un francés enorme arrojaba proyectiles de hierro con una fuerza tremenda y con cada ataque se llevaba por delante a un hombre de la Themis. Hayden sacó la pistola y disparó contra él a diez pasos. El francés, que casi era un gigante, bajó el proyectil que estaba a punto de arrojar, se llevó una mano a la mancha que se le extendía por el pecho, levantó la vista hacia él, volvió a alzar la bala de cañón y, con un grito desaforado, se abalanzó hacia Hayden. El primer impulso de éste fue recular, pero en ese instante levantó la espada a pesar de estar convencido de que no había nada en el mundo capaz de detener a aquel hombretón.
En ese momento, Gould dio un paso al frente y disparó asimismo sobre el gigante, lo que no impidió que el francés siguiera avanzando. Hayden logró esquivar el proyectil, que pasó rozándole la cabeza. Un puño enorme se hundió en su hombro y se desplomó en el suelo, sobre el tablonaje, además de perder la espada. Tenía encima al francés, que echando el brazo hacia atrás pretendía descargar un nuevo golpe, cuando de pronto cejó en el empeño y adoptó una expresión confundida. Entonces basculó el peso del cuerpo a un lado, a punto de caer sobre Hayden. Una espada le atravesaba el cuello, de modo que la punta sobresalía a la altura de la nuez, mientras otra hoja le había ensartado el corazón. Hayden se dio cuenta de que lo habían salvado Wickham y Gould. De hecho, este último soltó la empuñadura y sacó una segunda pistola del cinto, con la que encañonó al enemigo en la sien y abrió fuego a una distancia de quince centímetros. El francés se desplomó cuan largo era y yació totalmente inmóvil mientras un penacho de humo se elevaba de su cabeza. Gould y Wickham ayudaron a Hayden a levantarse y le pusieron la espada en la mano.
—¿Está usted herido, capitán? —gritó Gould, con el rostro colorado y sin sombrero.
—No… —respondió vacilante, pues notaba el hombro izquierdo entumecido—. No, creo que no.
Wickham y Gould recuperaron sus respectivas espadas y en ese instante los tres fueron acosados por todos los frentes. Hayden no supo si estaban ganando o perdiendo. Fue un combate desesperado y la cubierta no tardó en cubrirse de sangre, al punto que se vieron luchando medio subidos a los cadáveres.
Con el rabillo del ojo reparó en que a su espalda estaba librándose una considerable pelea, al tiempo que se preguntaba de dónde habrían salido esos franceses. Un hombre con una pica de abordaje intentó ensartarlo en dos ocasiones, lances que logró evitar por los pelos. Luego se propuso alcanzar a Hayden en el cráneo, lo que de nuevo el capitán consiguió eludir, y si bien la punta le cortó el abrigo y la piel, Hayden aprovechó para dar un paso al frente y clavar su espada en el pecho del enemigo.
Reculó un paso y se llevó la mano al abdomen con la sensación de que iba a dejarse las entrañas en cubierta. Sangraba, pero el corte no era profundo.
—Por poco —masculló.
Entonces recibió un golpe en un hombro y cayó postrado. Cuando se levantó, vio que había dos hombres enzarzados en la cubierta, luchando y gruñendo, pero a aquella escasa luz no supo distinguir el francés del inglés. El que estaba debajo quedaba medio oculto en las sombras, mas ¿tenía el rostro tiznado? ¿Acaso era uno de los suyos? Hayden llevó hacia atrás la espada, dispuesto a dar un estocazo.
—¿Qué barco? ¿Qué barco? —bramó, pero ninguno de ellos respondió o dio muestras de haberle oído—. Quelle fregate? —gritó.
—Minerve —respondió entre jadeos el tipo que estaba sobre el otro.
Entonces Hayden le atravesó el corazón con la espada y el enemigo se desplomó inerte sobre su adversario. Al apartar el cadáver descubrió debajo a Childers.
—¡Santo Dios, Childers! —exclamó el capitán de la Themis mientras ayudaba a levantarse al timonel—. Casi le mato…
—Ese francés estaba… asfixiándome —jadeó Childers.
Hayden se hallaba tan exhausto que apenas se tenía en pie, cuando a su alrededor los franceses empezaron a arrojar las armas y pedir cuartel. No tardaron en agruparlos. Algunos estaban tan malheridos que no podían aguantar erguidos sin ayuda. Hayden se acuclilló para recuperar el aliento, pero enseguida hizo el esfuerzo de incorporarse a fin de evaluar la situación. De la Fortunée, cuyos cañones guardaban silencio, se elevaba un penacho de humo. Nadie peleaba ya a bordo de aquella fragata ni había rastro de ingleses o franceses.
También el fragor del combate había cesado en el reducto, para trasladarse a las baterías emplazadas en torno a la torre que se alzaba al sur de la bahía Fornali.
—Están disparando contra el reducto de la Convención, señor —dijo Wickham, a un metro de distancia; con la mano derecha se sujetaba la parte superior del brazo izquierdo.
—¿Está herido, señor Wickham?
—No, señor. Bueno, no es más que un rasguño. Ni siquiera hará falta que moleste al doctor. El señor Ariss podrá vendarme cuando tenga un respiro.
—¿Dónde está Gould? —preguntó en voz alta Hayden, mirando en derredor, con el temor de descubrirlo tendido en cubierta.
—Aquí, capitán —respondieron algunos miembros de la tripulación, y Gould se destacó ileso del grupo.
—Eche un vistazo al brazo del señor Wickham, señor Gould —ordenó Hayden—. No puede decirse que vaya sobrado de tenientes. —Miró de nuevo alrededor—. ¿Dónde está el señor Hawthorne?
—Llevó algunos hombres bajo cubierta, capitán —le informó Wickham—, en persecución de unos franceses.
—Bien. ¿Quién está lo bastante repuesto para acudir en ayuda de Hawthorne?
Los hombres, apenas capaces de tenerse en pie debido al agotamiento, dieron un paso al frente y Hayden los puso bajo el mando de un infante de marina y los envió en pos de Hawthorne.
—¿Qué ha sido del señor Ransome?
—Está con nosotros —respondió un marinero—. Si es tan amable, capitán. Aquí.
Hayden encontró al teniente tendido junto a la cureña de un cañón, medio incorporado con ayuda de Freddy Madison y alguien más, mientras otro hombre le ceñía un pañuelo en torno al muslo.
—Está herido, señor Ransome.
El joven asintió con expresión algo descompuesta.
—Un francés me atravesó la pierna, capitán. Es una herida limpia y sangra poco. —Apretó los párpados y gruñó de dolor.
—Lo lamento mucho. Embarcadlo en la falúa. Enviaremos de vuelta a la Themis a quienes revistan mayor gravedad. Usted no se preocupe —dijo a Ransome—, el doctor no tardará en atenderlo. —Y volviéndose, añadió—: Señor Gould, cuando haya terminado con el señor Wickham, atienda a los heridos, por favor. Habrá que conducirlos hasta el doctor en la falúa.
—A la orden, capitán.
—Y usted, señor Madison, hágase con el control de los pañoles de la pólvora, si es que encuentra usted algo dentro. Es posible que haya algunos franceses escondidos abajo.
—Capitán Hayden —dijo un marinero que asomó procedente de la cubierta principal—, el señor Hawthorne le ruega que se reúna con él de inmediato.
Hayden lo siguió escala abajo hasta reunirse con unos hombres que sostenían las linternas tan apartados de un tonel como les era humanamente posible. El tonel se hallaba en mitad de la cubierta; el olor a aceite y grasa hizo que le escocieran los ojos.
—¡Apagad esas linternas! —ordenó Hayden—. Situad a los hombres en los accesos. Que no entre aquí nadie con una. Y no disparéis un arma bajo ninguna circunstancia.
Los marineros se dispusieron a seguir las instrucciones y apagaron las linternas, pero, antes de que todo quedara a oscuras, Hayden había distinguido en el interior del barril tela de lona empapada y desgarrada, y parte de una mecha.
—Hay pólvora en cubierta, señor —le informó un marinero.
—¿Capitán? —dijo el mismo hombre a quien Hawthorne había enviado a buscarlo—: El señor Hawthorne está en la bodega.
—Vaya usted delante. —Hayden se dijo que aquel tonel, preparado por los franceses para prender fuego al barco, era la causa de que lo hubieran avisado—. ¡Vosotros, arrojadlo por la borda! Quiero todas las linternas apagadas hasta que no quede un solo grano de pólvora a bordo. Antes humedecedlo.
Conforme bajaba e iba adentrándose en la absoluta negrura, empezó a temer que los franceses pudieran acechar en la oscuridad. Una vez en la cubierta inferior, pasó a la plataforma de proa, donde vio una lámpara encendida. Hawthorne y algunos de los marineros estaban empujando un barril, mientras otro de los hombres se hallaba en la sentina a cuatro patas, tanteando el fondo.
—Es posible que hayan abierto una vía de agua, señor Hawthorne —dijo el marinero, cuya voz reverberó en la bodega.
—¡Una vía! —repuso burlón uno de los gavieros—. Pero ¿qué insensatez es ésa? —Y también se introdujo en la sentina.
—¿Embarcamos agua?
—Eso parece, capitán —repuso Hawthorne alzando la vista hacia Hayden—. Ha subido quince centímetros en cuestión de minutos, se lo prometo.
Hayden profirió una maldición.
Uno de los marineros que se encontraban en la sentina golpeó un barril.
—Hay que mover éste.
Buscaron un mazo, le dieron a la tapa y los pedazos de ternera en salmuera flotaron en el agua que cubría la sentina. Hayden se sumó a los hombres para ayudar a apartar el tonel.
El marinero volvió a tantear el casco, agachado y con el agua a la altura de la barbilla.
—No estoy seguro, capitán, pero creo que estamos embarcando agua. ¡Mire cómo sube! Si levanta la vista verá algunos cortes. Tal vez la hayan emprendido a hachazos y luego hayan cubierto la sentina con barriles para impedirnos localizar rápidamente los agujeros.
El agua entraba a tal velocidad que Hayden apreció a simple vista cómo subía el nivel. Algunos marineros aparecieron en la plataforma, atentos a lo que sucedía.
—¿Eres tú, Dryden?
—Presente, capitán.
—Hemos de tapar bien la vía, si es que damos con ella. ¿Tienes experiencia en estos asuntos?
—En efecto, señor. —Y sin esperar nuevas órdenes, subió por la escala.
Hayden tiró del brazo de uno de los marineros. Como había poca luz y tenían el rostro tiznado, no pudo reconocer de quién se trataba.
—Reúne a unos cuantos hombres para dar a la bomba de achique. Perderemos nuestra presa si no impedimos que se inunde.
—A la orden, señor. —Salió con prisa del agua y, al poco, se oyó en la bodega el triquitraque de la cadena del pozo de las bombas.
Hayden se volvió hacia los hombres que chapoteaban desesperados en aquel agua cada vez más abundante, tanteando los tablones sumergidos.
—¿Habéis localizado la vía? —quiso saber, pero casi de inmediato cayó en la cuenta de que el agua había alcanzado tal altura que sería muy difícil evitar que entrase, por mucho que localizasen las brechas en el casco—. Que sigan hasta que puedan —ordenó a Hawthorne, para a continuación subirse a un barril y saltar a la plataforma. Ascendió la escala a buen paso dejando tras sí un reguero de agua. Ya en la cubierta principal vio a los hombres asignados a la bomba deslomarse y jadear faltos de aire. No tenían planeado ganar una batalla para perder la siguiente, por no mencionar el dinero del botín, a pesar de lo cual fue consciente de que serían incapaces de mantener aquel ritmo mucho más tiempo.
Arriba, al salir a la fría noche, se enfrentó a la terrible visión de la Fortunée en llamas, que ya devoraban el aparejo embreado y prendían la lona aferrada de las vergas mayores. Desde el combés, una columna de fuego y humo negro se alzó en la noche, emborronando las estrellas y extendiéndose sobre la bahía de San Fiorenzo.
—Sálvanos —murmuró Hayden, invocando al santo. Y volviéndose hacia el hombre que tenía más cerca, ordenó—: Ve a buscar a Madison. Lo envié bajo cubierta a hacerse cargo de los pañoles de pólvora y tengo que saber de inmediato si la desembarcaron o sigue a bordo. —Miró de nuevo el barco incendiado. Todos sabían lo que sucedería si explotaban los pañoles de pólvora de la Fortunée. Quienes no estaban llevando a cabo ninguna tarea se habían situado tan a popa como les permitió la longitud de la eslora.
Dryden estaba arriando una vela por la amura de babor con la ayuda de algunos marineros que la arrastraban hasta el pie de la botavara y, de allí, a la batayola de estribor.
—Déjame esto a mí, Dryden —le ordenó Hayden—. Toma un bote y sonda a popa. Vamos a tener que remolcarla tan lejos de la Fortunée como nos sea posible. Si no podemos impedir que embarque agua, al menos haremos que embarranque en los bajíos.
Dryden se llevó rápidamente los nudillos a la frente.
—A la orden, señor. ¿La bodega está a tres metros y medio, capitán?
—Eso creo. Tocará el fondo en menos de cuatro brazas de agua, aunque sería preferible que fuesen tres, si es que pretendemos de veras repararla y reflotarla de nuevo.
—A la orden. —Dryden empezó a pronunciar los nombres de los remeros, quienes se apresuraron a popa a los botes.
En ese momento asomó Madison.
—Ah, señor Madison. ¿Qué pasa con la pólvora?
—No hay un solo barril, señor, aunque sí cierta cantidad para los mosquetes y pistolas, además de algunos cartuchos para los cañones.
—Recemos para que adoptasen la misma medida a bordo de la Fortunée —comentó Hayden, un poco más aliviado. Las baterías costeras necesitarían aquella pólvora y, además, de haberla dejado a bordo habrían puesto en peligro la seguridad de las posiciones francesas situadas cerca de las embarcaciones, en caso de que éstas explotaran.
—Tendremos que lastrar esos cabos para hundirlos o tardarán una eternidad en irse al fondo —dijo entonces Wickham.
—Vamos a ver, señor Wickham, ¿acaso no lo envié de vuelta a la Themis con los demás heridos? —inquirió Hayden al oírlo.
—No, señor. Perdón, capitán, lo que quería decir era que no me había dado cuenta de que lo había ordenado. No he sufrido más que un rasguño, señor. —Llevaba el brazo en cabestrillo, pero lo levantó un poco como para demostrar que estaba perfectamente.
—¡Capitán! ¡Hemos localizado la vía! —anunció Hawthorne, que llegó corriendo a la cubierta—. Mejor dicho, las vías, señor. Esos condenados franceses hicieron agujeros en el tablonaje y luego los taparon. Tiene que haber cientos de ellos. Supongo que cuando abordamos la embarcación quitaron los tapones.
—Pues tendremos que encontrarlos y taparlos de nuevo. —Pero como el teniente de infantería permaneciera inmóvil, disgustado y titubeando, Hayden insistió—: ¿Señor Hawthorne?
—El agua ha alcanzado la bodega…
—Iré a verlo yo mismo. ¿Señor Wickham? Deje de darle a la bomba; no creo que sirva de mucho. —Hayden meditó unos segundos el problema al que se enfrentaba—. Hay que relevar a los marineros que achican agua. Que se sitúen en el pasamano para ayudar cuando haya que remolcar la fragata. Tengo intención de llevarla a aguas poco profundas, siempre y cuando sea posible.
—Sí, señor.
Ya en la bodega, comprobó que la situación había empeorado más de lo que esperaba. Los marineros se sumergían en el agua en busca de los agujeros, pero era en vano. Sus rostros al salir a la superficie resultaban más elocuentes que las palabras.
—Que esos hombres suban a cubierta —ordenó volviéndose hacia Hawthorne—. Al fin y al cabo, aún es muy probable que tengamos que abandonar este barco.
Cuando regresó a cubierta, encontró a los prisioneros franceses sentados en grupo, rodeados por los infantes de marina de Hawthorne, que los encañonaban con los mosquetes. En ese momento, una bala de la batería de Fornali pasó zumbando sobre ellos y fue a impactar con gran estruendo contra las fortificaciones del reducto de la Convención. A proa, la Fortunée seguía envuelta en llamas; las perchas se precipitaban en cubierta y el resplandor del incendio iluminaba la bahía.
Se encaminó apresuradamente al coronamiento de popa.
—¿Dryden? —llamó, y por un instante fue incapaz de distinguir la posición del bote, hasta que por fin lo localizó: una sombra bañada en parte por la luna y las llamas.
—Señor —respondió Dryden—, el ancla de popa está en aguas muy poco profundas. En unas sesenta yardas embarrancaremos el barco si se sirven de ella.
—¡Gente a popa! —gritó Hayden, que se dirigió a toda prisa a la escala para repetir la orden de modo que pudieran oírla los hombres que se encontraban bajo cubierta—. Señor Wickham, dé el ancla de proa y mantenga tenso el cable. Enseguida nos serviremos de él para remolcarnos a popa.
—A la orden, capitán. Casi hemos armado el virador del ancla. Y por favor, señor, necesitaré hombres para el cabrestante.
Hayden reunió a todos los marineros sanos que pudo encontrar y los envió a la cubierta principal.
—¡Eh, tú! —llamó a uno de los hombres situados a proa—. No puedes llevar allí esa linterna, a menos que desees hacernos saltar por los aires. Señor Hawthorne, ordené apostar guardias en los accesos. No quiero ni una sola linterna ahí abajo.
—A la orden.
En la confusión, Hayden temió haber dado orden a los guardias de apostarse bajo cubierta. En la cubierta principal, todos se manejaban casi en una completa oscuridad, ya que si bien habían arrojado el barril por la borda, aún quedaban restos de aceite, grasa y pólvora que limpiar a conciencia y cualquier chispa bastaría para hacer saltar el barco por los aires.
—Señor Madison, que algunos marineros suban al aparejo con baldes de agua. Humedeceremos las lonas y la cabuyería, y luego la cubierta superior. Si rola el viento cabe la posibilidad de que nos lluevan ascuas de la otra fragata.
Hayden permaneció inmóvil en la cubierta iluminada por la luz de la luna, apoyado contra el frío pasamano, contemplando la costa oscura y el cable que se tensaba a popa. El leve calor que notaba a la espalda lo provocaba el fuego que estaba devorando la Fortunée.
Durante unos segundos no vio indicios de movimiento. Se disponía a pedir una sondaleza para sondar a popa, cuando reparó en que el navío marchaba de empopada. Tan cristalina era el agua que el movimiento resultaba imperceptible.
La fragata reculó lenta, muy lentamente, mientras el agua borboteaba a los costados. Tomando como referencia algunos fuegos que ardían en la costa, Hayden calculó la velocidad. Al cabo, la Minerve se detuvo con suavidad.
—Informe al señor Wickham que hemos embarrancado —avisó Hayden al hombre apostado en el acceso a la cubierta principal—. Gracias a Dios.
—A la orden, señor.
—Señor Madison, en cuanto humedezcan a conciencia la cubierta, ordene a todos los hombres que bajen a la cubierta inferior. Aquí arriba únicamente deben permanecer algunos centinelas —dictaminó, pues si la Fortunée explotaba, quería a sus marineros resguardados de la explosión.
En ese instante se oyó un fuerte crujido procedente de la fragata que ardía, y una parte de su alcázar se combó unos pocos metros hacia fuera provocando un estruendo de tablonaje quemado.
«Acaba de explotar otro pañol —pensó Hayden—, y eso que no tenía mucha pólvora».
Mientras contemplaba el incendio, incapaz de apartar la vista, el mastelero de mayor, con su verga y demás, cayó arrastrando a su paso la cabuyería. El barco, convertido en un infierno, empezó a alejarse a la deriva de la bahía, quemados los cables del ancla. La fragata Fortunée, pura conflagración, giró lentamente a babor, mientras las llamas resplandecían en el mar calmo. La mesana se precipitó a popa y destrozó el coronamiento. El palo mayor se derrumbó torpemente a babor. Al cabo de unos instantes se vio arrastrada fuera de la bahía y dobló la punta, donde siguió iluminando la noche.
Hayden se volvió hacia la bahía, cuya forma de uve bañaba la luna. La ondulante línea de oscuras colinas impedía ver las estrellas más bajas. Distinguió los destellos de las armas ligeras, mientras los franceses se retiraban hacia Fornali, perseguidos, sin duda, por los vengativos corsos. Incluso cuando la metralla pasó zumbando sobre su cabeza, se sintió muy sereno. La carta que había escrito (pero no enviado) a Henrietta podía esperar. Ahora escribiría otra para contarle que habían apresado la fragata, sin mencionar un combate cruento, ni los hombres muertos en ambos bandos. Aspiró con fuerza un soplo de aire mientras el fragante céfiro recorría el contorno de las colinas, húmedo a su paso sobre la bahía.
Una sombra se proyectó a su espalda en el pasamano.
—Ah, está usted ahí, señor Gould. ¿Han transbordado a la Themis a todos los heridos?
Hayden distinguió perfectamente el gesto afirmativo del joven. Su anterior arrojo se había desvanecido y parecía a punto de llorar.
—Todos, excepto unos pocos franceses que no están tan malheridos, capitán —respondió con voz ronca—. Los enviaré en cuanto regrese el bote.
—¿Y usted? Espero que no esté herido.
—Sólo algunos rasguños, señor.
—Es uno de los afortunados. No le he dado las gracias por salvarme la vida, ni a usted ni a Wickham.
Primero Gould se mostró confundido, sentimiento que dio paso a la sorpresa.
—Supongo que ambos… —Por un instante, un bendito instante, ninguno dijo nada—. Hemos perdido un montón de buenos elementos, capitán… y yo he enviado de vuelta al barco a muchos de los míos… —Siguió moviendo los labios, pero no brotó una palabra de su boca—. No estoy seguro de que sobrevivan, señor —dijo al fin.
—En pocas semanas, señor Gould, ha vivido usted buena parte de las peores experiencias que puede ofrecer la Armada real. Si mi introducción al servicio hubiese sido similar, no estoy muy seguro de cómo me habría sentido.
—Tampoco estoy muy convencido de que esté hecho para esta profesión, capitán —confesó bruscamente el joven, que se volvió un poco para ocultar su rostro.
—Toda esa brutalidad, las muertes… —enumeró, sin saber muy bien qué decir a Gould ni cómo continuar—. No todo el mundo puede asumirlo. Ni siquiera yo estoy seguro de haberlo logrado, y eso que he visto lo suficiente como para saberlo.
—Es… difícil, señor —respondió el joven, esforzándose por dominar la emoción que delataba su tono—. Que un completo desconocido esté dispuesto a matarme, y que yo esté igualmente decidido a matarlo a él, a pesar de que no me haya hecho nada malo, ni yo a él… —Calló un instante para humedecerse los labios—. Parece una… locura.
Hayden se mostró de acuerdo. A veces parecía una locura… que un extraño pudiera poner fin a su vida por motivos que a menudo carecían de sentido.
—Si es tan amable, capitán… —dijo alguien a su espalda. Al volverse, Hayden vio a uno de sus marineros a dos pasos de él—. Se trata de uno de los franceses, señor. Se le ha abierto la herida y se ha desmayado.
—Yo me encargaré —decidió Gould adelantándose a Hayden. Y volviéndose hacia él, añadió—: Si no se le ofrece nada más, señor…
Bajo la luna distinguió la mal disimulada congoja que traslucía la expresión del muchacho.
—En absoluto, vaya a echar un vistazo a ese hombre.
Wickham asomó por la escala, echó una ojeada a la cubierta y se apresuró en dirección a popa.
—Creo que lo hemos solucionado, capitán. Ya no embarcamos agua.
—Diría que tiene usted razón, señor Wickham. ¿No se da cuenta en la diferencia del movimiento, o lo que es lo mismo, que ya no nos movemos?
Wickham se quedó inmóvil, algo no muy habitual en él. Durante unos segundos llegó incluso a cerrar los ojos.
—Bueno, el agua de la bahía está muy calma, señor.
—Sí, pero la cubierta se halla en pendiente hacia la proa, como apreciaría usted a plena luz del día. Tenemos algunos marineros franceses heridos que me gustaría que atendiera el doctor Griffiths.
Y deberíamos aparejar cables hasta el tope de mayor. Lleven en bote el anclote a estribor y un cable a la costa a babor. No creo que nos movamos, pero nunca hay que fiarse del fondo y no estoy dispuesto a correr riesgos.
—A la orden, señor. ¿Puedo encargárselo a Dryden? Ya está en un bote.
—Claro. —Hayden formuló por fin la pregunta que siempre lo horrorizaba—: ¿Tenemos ya la cuenta del carnicero?
—Quince muertos, señor —respondió el joven con un hilo de voz—. Y muchos más heridos: veintidós según mis cuentas.
—Más de los que me temía —respondió el capitán en funciones de la Themis en un susurro.
—No nos fue tan mal como a los de la Foxhound, señor. Los franceses cebaron los cañones con metralla cuando abrieron fuego sobre sus botes a distancia de tiro de pistola. —Respiró hondo—. No me gustaría averiguar cuántos han perdido o sobrevivido muy malparados.
—Sí, a saber qué se les habría perdido tan cerca de la Fortunée, antes de que nosotros alcanzásemos la Minerve.