Dormir cuatro horas fue lo máximo que pudieron permitirse los marineros. Hayden ni siquiera eso. Los motones que debían halar de los cañones eran de tal tamaño que un hombre solo no se bastaba para levantarlo, y los cabos tenían un diámetro proporcional. Para cargar con ellos, una cuadrilla de marineros los llevaban a hombros, como si les hubieran puesto grilletes y formado en línea, bajo el peso de cables propios de gigantes.
El contramaestre y sus ayudantes se ocupaban de empalmar cabos y colocar los motones.
—No me apostaría la paga a que pasará por el motón y a que podremos servirnos de un cabo tan grueso, señor —informó Germain a Hayden, sentado en una piedra, pasador en mano—. He intentado comprimirlo tanto como he podido, capitán. Pero mire… —Y le mostró una sección de unos centímetros—. Es como una boa constrictor, señor.
—Si no pasa por el ojo del motón, lo desharemos, reharemos y volveremos a intentarlo.
El contramaestre asintió, a pesar de que no parecía muy complacido con la idea.
En lo alto de la colina, algunos hombres habían empezado a desbrozar el terreno de vegetación y piedras. Sin embargo, quedaban algunas rocas demasiado grandes para moverlas, muchas de ellas mayores que cualquier embarcación auxiliar.
Al amanecer, habían preparado el cabo para llevarlo hasta el motón situado en lo alto, el cual habían asegurado con una correa a una roca enorme. Enviaron a los hombres colina arriba hasta que un centenar de ellos se situaron en cadena, momento en que abajo entregaron el extremo del cabo al primero de los hombres, que a su vez lo pasó al segundo, y así sucesivamente. Cuando el extremo alcanzó la cima, los hombres empezaron a tirar de él a un tiempo, mientras el contramaestre se situaba a media altura, bocina en mano.
—¡Halar! —aullaba—. ¡Halar!
Diez veces halaron los hombres antes de descansar. Luego otras diez más. Cuando el cabo pasaba por una roca, los ayudantes del contramaestre lo forraban para reducir el roce.
Hubo que asegurar arriba el extremo del cabo, introducirlo por el motón asegurado al saliente y bajarlo, y luego subirlo de nuevo por el motón superior. Serpenteaba ladera abajo, justo donde los marineros tendrían que halar de él.
En cuanto hubo suficiente luz para ver sin la ayuda de las antorchas, Hayden confió la labor a su teniente y el contramaestre, y echó a andar hacia la ladera, donde Wickham forcejeaba con los cañones a su cargo. Hayden ya conocía el camino más rápido, de manera que incluso el corso que lo escoltaba tuvo que esforzarse para no quedar rezagado. Por el camino vio en la ladera a Moore y varias compañías del 51º, salpicaduras de pétalos rojos que se recortaban contra el verde deslucido. Tras estudiar la soltura con que se movían los corsos en la campiña, el coronel estaba adiestrando a sus hombres para que los imitaran. A Hayden no le cabía duda de que jamás había conocido a un oficial más diligente y concienzudo que Moore.
A medida que el cielo clareaba al este, asomó por la ladera donde halló a Wickham y al teniente de ingenieros a un centenar de pasos. Notando los muslos doloridos, se encaminó hacia ellos. Cuando Wickham reparó en su presencia lo saludó con la mano.
—Es como lo habíamos imaginado, capitán —explicó cuando los alcanzó—. La ladera resulta tan pronunciada que no podemos subir los cañones atados a un cabo y con la ayuda de un motón, pues el cabo se estiraría tanto que no trabajaría con eficacia. —El joven contempló el escabroso risco—. El aparejo que podemos armar no bastaría para levantar el cañón desde el pie de la colina; nos separa mucha altura.
Hayden observó también la caída.
—Tendremos que izar los cañones como cuando los desembarcamos, señor Wickham —concluyó Hayden tras observar asimismo la caída—. Aseguraremos un cabo con polea al cascabel del cañón, y ataremos la boca a una roca que nos parezca conveniente. Hay muchas, no creo que nos cueste dar con una adecuada. Luego lo alzaremos poco a poco, tirando de un extremo y después del otro. —Hayden se volvió hacia el teniente—. ¿Será suficiente?
—Puede que baste, señor. Nunca vi alzar un cañón de ese modo, pero no se me ocurre un motivo por el que su plan no surta efecto, si todo el mundo es consciente de lo que se hace.
—Entonces será mejor ir mentalizándose. Enviaremos primero las cureñas, lo que familiarizará a los hombres con lo que se les avecina sin tener que levantar el mismo peso. No permita que las cureñas golpeen la piedra; perderíamos un tiempo precioso si hubiéramos de traer otras de los barcos.
Se despidió de ellos para que se encargaran de armar los aparejos, y se alejó por donde había llegado.
Cuando regresó a su puesto, el cabo aún no había recorrido el sendero en forma de ene mayúscula de la ladera, pero casi había cubierto una parte, de modo que únicamente tenían que dejar caer el extremo.
Hayden vio al teniente coronel John Moore por las inmediaciones, hablando con algunos hombres; cuando el oficial reparó en su presencia se le acercó de inmediato. Hayden pensó que Moore se hallaba siempre absorto en los preparativos de la inminente batalla, pero muy optimista, nunca preocupado. A juzgar por cuanto había dicho, el capitán de la Themis sospechaba que su único temor consistía en cometer un error de cálculo que pudiera causar la derrota inglesa o que los suyos sufrieran un número innecesario de bajas. Si había un hombre al que pudiera considerarse un héroe, ése era John Moore.
Hayden albergaba también miedos; en su caso, temía el fracaso. Además, la idea de su propia muerte lo acechaba de continuo, y tenía que esforzarse por apartarla, pues corría el riesgo entorpecer el desempeño de sus funciones. En momentos así, el desobediente estómago de Hayden también decidía a menudo protestar, a veces con tales rugidos que los demás no podían evitar oírlo, lo cual era un motivo nada desdeñable de turbación, sobre todo si uno estaba en el alcázar.
Moore le hizo un gesto al acercarse, y el de la Armada cambió de dirección para reunirse con él, lo cual les permitió cierta privacidad.
—Veo que los cañones están listos para subir —observó Moore.
—Si esta isla lo permite —repuso Hayden, que no quería dar nada por sentado hasta que las piezas estuviesen emplazadas en la cima y apuntaran hacia el reducto de la Convención.
—Córcega está tan deseosa de librarse de los franceses como los corsos, así que no dudo que lo permitirá.
—Para tratarse de una nación tan deseosa de librarse de los franceses, se ha mostrado muy obstinada, pero teníamos que demostrarle que éramos dignos de ella.
—Confiemos en que no todos nosotros debamos probar tal dignidad —replicó Moore. Observando a los oficiales del ejército reunidos en lo alto, quienes al parecer estaban midiendo el avance de los cañones con un interés inusitado, añadió vacilante—: Capitán, se me ha informado de que uno de sus oficiales… uno de sus oficiales ha estado hablando últimamente con hombres del ejército para desacreditarlo a usted.
—Ya, Ransome.
—Entonces, ¿usted se halla al corriente? No tengo la menor idea de cómo se le ocurrió a ese hombre. Sin importar lo que pudiera haber sucedido entre usted y él…
—No sucedió nada entre nosotros. Anoche mismo me lo presentaron.
—Pues este asunto parece muy raro… —reconoció Moore, confundido.
—Le habrán informado también que, después de que Ransome hablase con sus oficiales y fomentara cierto grado de resentimiento hacia ese arrogante capitán de la Armada que se cree capaz de trasladar los cañones allí donde el ejército no puede, otro hombre, también de mi barco, se hizo el encontradizo y se presentó a sus oficiales para que apostaran por mi fracaso, o al menos eso tengo entendido.
—¡De modo que ésa es la explicación! —Moore negó enérgicamente con la cabeza, sin dar crédito—. Y ese hombre, Ransome, ¡se dedica a ir por ahí criticándolo en provecho propio!
—Sí, y resulta ser el teniente que lord Hood asignó a mi barco tras partir rumbo a Córcega.
Moore dio una patada a un guijarro sin dejar de negar con la cabeza, incrédulo.
—¿Cómo piensa solucionar el asunto?
—Cuando lo averigüé anoche no estaba muy seguro, pero ahora he trazado un plan. ¿Me permitiría pedirle el gran favor de asistir a una breve reunión que mantendré con Ransome y su compinche sobre el particular?
—Sí, por supuesto. Pero dígame, ¿cuál será exactamente mi función?
—Bastaría con que se pusiera usted a mi lado, ceñudo y desaprobador.
—He observado a conciencia a oficiales que dominaban todos los matices posibles de la desaprobación —aseguró Moore, sonriendo—. Puede contar conmigo para dicha tarea.
—Excelente. Enviaré a un marinero con una nota en la que solicitaré a los dos caballeros en cuestión que se presenten ante mí en tierra. ¿Podría usted reunirse conmigo dentro de dos horas donde los otros cañones?
—Allí estaré, puntual.
Poco después, Hayden envió la nota, para a continuación concentrarse en subir los cañones a lo alto de la colina. Durante una hora, la considerable angustia que le provocaba el asunto relativo al juego quedó relegada al tener que solventar los obstáculos que surgían, pero, en cuanto se dirigió a ver cómo le iba a Wickham con los cañones y enfrentarse a Ransome y Barthe, se dio cuenta de que su cólera se incrementaba con cada paso que daba.
Al llegar a la ladera donde Wickham se afanaba con los cañones de dieciocho libras y el solitario mortero, lo encontró dispuesto a subir la segunda cureña. Barthe y Ransome estaban charlando amistosamente con él, cuando repararon en que Hayden y Moore se dirigían hacia ellos desde direcciones distintas. Barthe se mostró avergonzado, lo que alivió un poco a Hayden, pero Ransome disimuló todo indicio que perturbara su total serenidad.
Dirigió un leve saludo a Wickham, prometiéndole supervisar la operación de subida de la cureña en cuanto cruzase unas palabras con Barthe y Ransome. Moore siguió a Hayden en silencio, representando su papel a la perfección.
—Señor Ransome —dijo el capitán en cuanto se hubieron alejado de los demás—, me decepciona mucho enterarme de que han estado calumniándome entre los oficiales de las compañías del coronel Moore…
—Señor… —protestó Ransome.
—No deseo pedir al coronel Moore que averigüe los nombres de los oficiales en cuestión —lo interrumpió Hayden alzando una mano—, pero sí quise que me repitiera cuanto ustedes dijeron, lo que no desearía tener que volver a escuchar. —Sin permitir que Ransome replicara, se volvió hacia Barthe, cuya tez había adquirido un tono tan rojizo con su pelo—: Y usted, señor Barthe, ha estado aprovechándose del resentimiento provocado por el señor Ransome para inducir a los oficiales del coronel Moore a apostar por que fracasaré en mis esfuerzos por llevar los cañones a lo alto de esas colinas.
—Pero capitán… —intentó protestar de nuevo Ransome.
—Es cierto —lo interrumpió Barthe, silenciando al teniente, que pestañeó como si le hubiesen dado un golpe y hubiera quedado aturdido—. Y me avergüenza profundamente el papel que desempeñé en ello… papel que adopté por propia elección. Nadie más cargará con mi culpa.
—Espero que todo el dinero sea devuelto a los oficiales del coronel Moore mañana por la tarde a lo sumo, por orden expresa del coronel Moore y mía. Quedan suspendidas todas las apuestas. —Hayden miró de hito en hito a ambos escarmentados: aunque Barthe estaba visiblemente avergonzado, como había reconocido, Ransome tan sólo parecía disgustado, quizá incluso no hiciera sino reprimir su ira, pero en absoluto contrito.
—Tras tantos años en la Armada, señor Barthe, tendría usted que saber cómo comportarse. Y usted, señor Ransome… ¿cómo prevé castigar a miembros de la tripulación por jugar, vicio con que se halla usted tan familiarizado?
—Estoy seguro de que la dotación ignora por completo este asunto, señor —respondió Ransome.
—Y estoy igualmente seguro de que es usted incluso más inocente que corrupto. Lord Hood me aseguró que era un joven oficial prometedor, ¿qué pensará ahora?
Con ese comentario Ransome se hizo cargo por fin de la magnitud de la ofensa, pues lord Hood, el mismo hombre de quien dependía su futuro en la Armada, se enteraría de lo sucedido.
—Ambos pueden regresar a la Themis y recoger el dinero para devolverlo. Eso es todo.
Piloto y teniente descendieron por la ladera, ante la atenta mirada de Hayden y Moore.
—Será mejor que vigile a ése —aconsejó en voz baja Moore, señalando con la cabeza al nuevo teniente de la Themis.
—Por supuesto. No sabría decirle cuántas veces he visto combinarse en un mismo carácter la astucia y la insensatez. El plan que concibieron es artero, por mucho que el desenlace sea incierto. Pero ¿cómo va a apañárselas ahora Ransome para gobernar a los hombres, habiendo quebrantado la misma ley que tiene que imponer?
—Andar por ahí difamando a su propio oficial al mando… Semejante zote no tendría que haber aprobado el examen de teniente.
—Me pregunto si lord Hood tiene la más remota idea de la clase de hombre que me envió.
Ambos permanecieron inmóviles un instante más y luego caminaron de vuelta junto a los hombres que se disponían a alzar la cureña. El teniente al mando había puesto a los marineros a tirar de los cabos que pasaban por los motones en lo alto de la cima. Una segunda cuadrilla se encargaba del motón de la cureña. Ambas cuadrillas tuvieron que colaborar estrechamente en sus respectivas posiciones: la situada en lo alto levantaría la cureña, mientras la que se hallaba al pie de la ladera mantendría tensa la pieza para evitar que ésta rozase el terreno rocoso, al tiempo que facilitaba la labor de los compañeros. Se trataba de una coreografía delicada que por fuerza se llevó a cabo a tirones, pues el teniente daba órdenes a ambas cuadrillas para halar o tensar de forma sucesiva. Tuvieron la buena suerte de que la cureña lograse salvarse del desastre y llegar entera a la cima, donde una docena de hombres ayudaron a depositarla en el suelo y empujarla hacia la posición deseada.
El joven teniente no pareció complacido por el esfuerzo, o quizá se sentía un tanto frustrado en presencia de Hayden y Moore. El capitán no quiso frustrarlo aún más, pero como le preocupaba que un cañón levantado de ese modo pudiera sufrir daños, decidió intervenir.
—Bien hecho, teniente. Dejemos que esos hombres descansen; reemplacémoslos por otros.
Antes de que el teniente pudiese bajar de donde se había subido, a medio camino de la pendiente, Hayden ordenó retirarse a los hombres y se dispuso a señalar a quienes debían sustituirlos. El teniente había recurrido a hombres fuertes para tal labor, pero Hayden escogió principalmente a veteranos, en mayor proporción que a jóvenes, pues aquéllos, marineros de barco de guerra, habían colaborado cientos de veces en la labor de subir a bordo piezas de artillería, o de colocarlas en embarcaciones auxiliares, de modo que pensó que conocerían su trabajo.
Armada la primera pieza de dieciocho libras para alzarla, todo estaba listo para suspenderla de un motón. Los hombres tardaron unos instantes en ascender a la cima, pero, en cuanto llegaron arriba, Hayden voceó:
—¡Gente a los cabos! ¡Tensad! ¡Halad! —Y a quienes sujetaban los cabos del motón del cascabel—: ¡Bien tenso ahí! ¡Ahora soltadlo lentamente!
Los experimentados marineros sabían hasta qué punto debían tensar el cabo para que el cañón se mantuviese alejado de las rocas, de modo que Hayden apenas les dijo nada. A medida que se alzó el cañón aumentó la tensión que soportaba el aparejo, y entonces ordenó a más marineros que se prepararan en lo alto para suavizar la caída de la pieza. Se formó una disciplinada línea de hombres fuertes, con los pies asentados en el suelo y todo su peso inclinado hacia atrás. Hayden cayó en la cuenta de que, si el cabo se partía, acabarían aplastados bajo el cañón.
La pieza subió trazando un lento arco perfecto, el motón crujió y el cabo se tensó con fuerza. Las dos perchas que formaban la ancha uve invertida del aparejo se doblaron perceptiblemente. El pie de aquella especie de grúa se sujetaba encajado en determinado ángulo bajo una enorme roca colocada detrás, de tal manera que las perchas se inclinaban respecto a la vertical.
Hayden subió un poco por la ladera, hasta alcanzar un punto desde el cual calcular mejor la altura del cañón.
—¡Ahí está bastante alto! —voceó cuando la pieza franqueó el borde del risco—. Amollad el cabo del cascabel… ¡Más aún!… ¡Basta! —Se desplazó a la derecha para hacerse oír mejor—. Que pongan la cureña bajo la pieza, por favor, señor Wickham.
La colocaron e inclinaron un poco a un lado ayudados de barras de hierro y fuerza bruta.
—Que bajen el cañón —ordenó Hayden, y entonces la pieza descendió poco a poco a medida que los hombres se desplazaban hacia delante, siguiendo las instrucciones de Wickham.
—Señor Wickham, vamos a aflojar el cascabel para que pueda usted alinear cañón y cureña. Tenga cuidado, ¿quiere?
—A la orden, señor.
Hayden mandó aflojar el cabo del cascabel, y varios marineros veteranos estabilizaron el cañón, intentando al mismo tiempo mantenerse fuera de peligro.
—Señor Wickham, que quienes no estén ayudando se aparten. ¡Ahí no pintan nada! —gritó Hayden, pues no le gustaba ver a tantos hombres apiñados cerca de un cañón, ya que en el caso de que el cabo se partiera les caería encima y aplastaría fatalmente. Además, era preferible dejar espacio por si los marineros se veían obligados a retirarse de un salto.
—¡Alto ahí! —ordenó de pronto el teniente en funciones—. ¡Disculpe, capitán, pero hemos de mover un poco más la cureña! —gritó hacia el pie de la colina.
—Adelante, señor Wickham. Mejor encárguese usted de dar la orden de amollar el cabo.
Movieron de nuevo rápidamente la cureña, mientras el cañón colgaba suspendido a medio metro de altura.
—Poco a poco, con cuidado —ordenó Wickham para suavizar la caída.
Finalmente, la pieza se posó en la cureña. El teniente en funciones se quitó el sombrero y lo agitó en el aire como cuando un barco enemigo ha arriado la bandera, gesto al que los hombres respondieron con vítores.
—¿Dónde están los cabrones que aseguraron que se trataba de una empresa imposible? —gritó uno, lo cual redobló los vítores. Hayden se preguntó qué opinarían de aquello los franceses.
—Aún tenemos que llevar allí otros dos cañones —advirtió Wickham.
—Se ocupará usted —dictaminó Hayden—, pues parece apañárselas bien solo.
—Gracias, señor. ¿Dejo que estos hombres descansen o los sustituyo?
—Que descansen, sí, pero esperaría a que se recuperaran. Conocen bien su oficio.
—A la orden, señor. —El joven oficial se situó en el lugar de Hayden.
Moore alcanzó al capitán y le estrechó la mano muy sonriente.
—¡Bien hecho, capitán! Sólo con eso acaba de salvar usted innumerables vidas británicas.
—Solas no se hacen las cosas —replicó Hayden esbozando un gesto con la mano para abarcar a todos los marineros—. Estos hombres se han dejado la piel para conseguirlo, coronel. No pocos han sufrido daños, tanto heridas graves como simples cortes.
—Y mis propios hombres han contraído una deuda de gratitud con ellos que me aseguraré de transmitirles con absoluta claridad. Nosotros se lo agradeceremos llevando a cabo nuestra parte, que es la de expulsar a los franceses de sus baterías y reductos.
El paseo de vuelta hasta su cuadrilla se le hizo a Hayden más llevadero, y sorprendentemente se vio aligerado de su cansancio. Mientras se preguntaba qué diría ahora Kochler al respecto, su afán por subir las piezas de la segunda batería cobró nuevos bríos.
En su descenso al fondo del angosto valle, se topó con un pelotón de corsos, todos armados y algunos a lomos de mulas. Entre estos últimos se hallaba, para su sorpresa, el general Paoli, que le sonreía con gran amabilidad.
—Capitán Hayden, ¡hemos oído un estruendoso hurra inglés! Espero que sea debido a que lograron subir un cañón a la cima.
—A eso precisamente obedecía, general —corroboró Hayden, satisfecho—. Ahora tenemos emplazada una pieza de dieciocho libras que apunta a los franceses en su reducto, lo cual les dará que pensar sobre su presencia continuada en esta preciosa isla de ustedes.
—Los franceses no creyeron ni por un instante que pudiese realizarse semejante hazaña —aseguró Paoli, riendo—, y debo confesarle, capitán, que mi gente compartía esa opinión. «Nunca subestimes a los ingleses», he dicho muchas veces, y ahora tengo otro motivo para repetirlo. Espléndido, capitán. ¡Bien hecho!
La escolta del anciano corso se apartó ante Hayden, dejándole un pasillo para que pudiera acercarse al general.
—No permita que lo distraiga de sus obligaciones, capitán —prosiguió Paoli, mirándolo sonriente desde lo alto de la montura—. Pero, si no tiene nada que objetar, querría observar qué método emplea para llevar a cabo su empeño, ya que en Córcega tenemos muchas colinas y uno nunca sabe cuándo habrá necesidad de volver a subir un cañón a algún lado. Quizá más tarde pueda acompañarme durante la cena o, al menos, tomarse una copa de vino conmigo.
Hayden aceptó encantado la propuesta y echó a andar. Comprendió que complacer al anciano general resultaba más gratificante de lo que había previsto. La sola presencia de Paoli irradiaba algo que hacía que uno deseara satisfacerlo. El capitán Bourne, uno de los antiguos comandantes de Hayden, también pertenecía a esa clase de personas. Los hombres eran capaces de involucrarse en las situaciones más azarosas con la esperanza de llamar su atención o contar con su aprobación. A pesar de que ese poder era muy evidente, Hayden no tenía la menor idea de cómo lo lograban.
Cuando alcanzó a ver a su cuadrilla, reparó en un grupo numeroso de soldados del ejército reunido al pie de la cuesta, que desde su posición observaban el progreso de la tarea de alzar las piezas de artillería, comentándolo entre sí.
Se preguntó si aquéllos eran algunos de los hombres que Barthe y Ransome habían embaucado para que apostaran, y entre los cuales Ransome había intentado menoscabar su reputación sin más motivación que ganar dinero, algo que lo molestaba enormemente. Trató de sobreponerse y se concentró en la tarea requerida, pero enseguida su pensamiento volvió a llevarlo de nuevo a Ransome en el momento menos adecuado, lo que de nuevo lo molestó. Fue avanzando la jornada, más cálida de lo habitual dada la estación, y sólo soplaba una suave brisa procedente del sudoeste que carecía de la fuerza necesaria para alentar al marino que llevaba dentro.
Despejar un sendero colina arriba resultó una empresa más ardua de lo que esperaba, y le llevó toda la mañana y buena parte de la tarde. Para supervisar los esfuerzos de quienes se atareaban entre los enormes motones, pasó todo ese tiempo subiendo y bajando la ladera, al punto que al final le dolían las piernas.
Wickham y el teniente de ingenieros habían demostrado que era posible alzar los cañones con el método de Hayden, pero la ladera a la que se enfrentaban en ese momento era notablemente más pronunciada, escabrosa y alta. Durante unas horas más no tuvo la certeza de que fuera posible llevar a cabo el empeño.
Alguien más razonable podría haber subido antes una cureña, o el obús, a modo de prueba, pero él llegó a la conclusión de que, si no transportaban los cañones de dieciocho libras a la cresta, no serviría de nada disponer de las cureñas, ni siquiera del obús. Por este motivo, decidió desde un principio intentarlo con una de las piezas grandes.
—Qué más da un cañón que otro —replicó Jinks cuando Hayden expuso su razonamiento, a pesar de que eran cuatro mil libras lo que le preocupaba.
En uno de sus diversos ascensos a la cresta, encontró a Moore esperándolo. A juzgar por su expresión, era obvio que aprobaba sin reservas los empeños que llevaban a cabo los marineros.
—Veo un cañón armado y preparado para subir a esa altura —comentó.
—Está listo, pero ¿lo estamos nosotros?
—De eso no me cabe duda, Hayden.
Ambos oficiales anduvieron unos pasos hasta reunirse con los ingenieros que preparaban las baterías, y desde allí contemplaron a los franceses que se encontraban abajo. Hayden estaba convencido de que Moore confiaba en que no tardarían en emplazar los cañones en ese lugar, pues aún estaba por verse la efectividad de una batería situada en un punto más alejado, batería que probablemente no alcanzaría a las piezas enemigas que rodeaban la torre que miraba sobre la bahía Fornali. Sin embargo, contar con cañones en aquella cima resultaría devastador para todas las posiciones francesas.
No por primera vez, le llamaron la atención las dos fragatas que fondeaban en la diminuta bahía entre la torre de Fornali y el reducto de la Convención.
—He reparado, capitán, en que no aparta usted la vista de los barcos franceses —comentó el coronel.
—Sí. Mucho me temo que habrá que desfondarlos o quemarlos cuando tomemos las fortificaciones.
—Mejor eso que permitir que huyan.
—Por supuesto. Pero andamos faltos de fragatas, aquí en el Mediterráneo casi más que en cualquier otra parte.
—¿Podríamos apresarlas? —inquirió Moore, que había levantado el catalejo y encaraba con él ambos navíos.
—No sería fácil. Han armado redes de abordaje y sin duda habrán cargado todas las piezas con metralla. Tendríamos que cortarles las amarras de noche, preferiblemente en el momento en que asaltemos las fortificaciones. No creo que los franceses estén dispuestos a quemar barcos valiosos hasta que sea evidente que no les queda opción.
—¿Ha compartido lord Hood con usted su opinión al respecto? —quiso saber Moore, bajando el catalejo con expresión reflexiva.
—No. Estoy pensando en pedirle permiso para que mi dotación intente tomar esas embarcaciones.
—Mi opinión es que sería una empresa excelente.
Cuando ambos regresaron al punto en que los motones se hallaban asegurados a las rocas, los marineros estaban llevando el cabo de vuelta al pie de la cuesta. Hayden voceó los nombres de dos de los hombres de la Themis; envió a uno a buscar un catalejo, y acto seguido ordenó a ambos que se apostaran a vigilar las fragatas francesas.
—Me interesa mucho averiguar si alguno de esos navíos cuenta con la dotación al completo —explicó a sus hombres—, o si llevan a cabo preparativos para atacar. No perdáis detalle. Turnaos.
Los marineros se alegraron de librarse de la pesada labor de levantar los cañones, y Hayden tuvo la certeza de que no quitarían ojo a los barcos enemigos a fin de que no los enviaran de vuelta a halar de los cabos.
—La hora de la verdad —anunció, volviéndose hacia Moore—. O quizá tendría que decir «las diversas horas de la verdad». —Levantó la vista al sol; la luz de la mañana parecía apagarse con mayor celeridad de lo habitual.
—Lo lograrán, Hayden, estoy seguro. —De pronto, el coronel adoptó una expresión muy seria—. Le confesaré que hice una pequeña apuesta respecto a este asunto: si consiguen llevar los cañones de dieciocho pulgadas a la cima, el mayor Kochler le pedirá perdón por su inaceptable trato y en adelante cambiará su punto de vista respecto a la Armada.
—¿Y si fracaso?
—Bueno, peor no puede tratarle.
—En eso no voy a llevarle la contraria —convino Hayden echándose a reír.
Al descender la ladera, hizo un alto para charlar con los hombres encargados del cabo, a fin de asegurarse de que pudieran continuar la labor y atender sus necesidades relativas al agua y la comida. Era un día cálido y, a pesar de que el calor no era asfixiante, el trabajo resultaba arduo, de modo que la falta de agua, incluso en una jornada templada como aquélla, no tardaría en hacerse notar.
El sol se ocultó tras las colinas situadas a poniente, proyectando una tenue e invernal luz en el mar azul y la isla parda. Faltaba una hora para el atardecer, así que Hayden mandó preparar las antorchas y las linternas.
Se acercó al cañón de dieciocho libras para comprobar que estuviera bien asegurado. En cuanto se sintió satisfecho, regresó junto a Jinks.
—Puedes dar la orden de empezar.
—Sí, señor. ¡Gente a los cabos! —gritó—. ¡Halad! —Bastó un leve tirón para que la pieza se alzase en el armazón de madera donde lo habían arrastrado—. ¡Halad sin miedo! ¡Con alma!
El cabo fue tensándose más y más durante un intervalo que se les antojó infinito. Después, con el cabo aún más tirante, el armazón de madera sufrió una sacudida, se deslizó hacia delante y a continuación inició un lento y torpe ascenso hacia la cresta. Hayden subió por la ladera a medida que lo hacía el armazón, guiándolo con una barra de hierro. A pesar del riesgo de la empresa, mantenerse al margen en instantes como aquél habría supuesto granjearse el menosprecio de los marineros. El tiempo que había pasado con el capitán Bourne le había enseñado que los oficiales siempre necesitan capear los mayores peligros a que se enfrentan sus hombres a fin de ganarse el respeto de éstos. No en todas las ocasiones se prestaba a ello sin miedo, o malos presentimientos, pero siempre se forzaba a dar un paso al frente.
El peso del cañón hizo que el armazón se encallase constantemente, tanto fue así que los hombres no dejaron de emplear las barras para impedir que la pieza quedara trabada. Eran conscientes de que cualquier parón podía romper el cabo, lo cual los obligaba a actuar sin perder un instante.
Ante el primer impedimento, Hayden voceó:
—¡Señor Jinks! Dentro de cinco metros ordenaremos un alto.
—¡A la orden, señor!
Una roca alargada, de más de un metro de altura, se interpuso en el camino. El avance cesó por completo, mientras Hayden examinaba el terreno circundante.
—¡Teniente! —llamó—. Creo que podríamos bascular a babor el armazón para superar el obstáculo.
Colocaron dos tacos de madera enfrentados en la ladera, hundidos con la ayuda de piedras pesadas.
—Han de soportar el peso de un cañón de dieciocho libras —explicó Hayden a los marineros—. No pueden ceder.
Utilizaron barras y palancas para mover el cañón de lado, centímetro a centímetro, hasta que el armazón descansó sobre ambos tacos, separados unos dos metros, que se apresuraron a engrasar. Hayden cogió la barra y la hundió bajo el armazón.
—¡A la una, alas dos y a las tres! ¡Ahora! ¡Con alma! ¡Otra vez!
El armazón se movió a un lado apenas cinco centímetros. Luego otros cinco. Hayden no tardó en quedar bañado en sudor y tendió la barra a un marinero mientras se despojaba tanto de la chaqueta como del chaleco. A continuación volvió a asir con fuerza la barra y la hundió en el terreno, al tiempo que arrimaba el hombro y el armazón se deslizaba apenas dos centímetros.
—Bastará con eso —dijo—. ¡Teniente! ¡Que empiecen a halar!
—A la orden, señor. ¡Gente a los cabos!
El armazón volvió a arrastrarse lentamente por la pendiente rocosa. Las piezas que lo encabezaban y remataban, dos maderos combados como las palas de un trineo, dejaron marcas y astillas a su paso. La roca se mostró sorprendentemente afilada, casi dentada, y produjo cortes en pies y manos, de tal forma que todos los hombres sufrieron heridas sin importancia, «medallas», las llamaban mientras buscaban al menos condecorado de ellos, al menos excoriado por no haber ayudado lo bastante y por no mostrarse dispuesto a derramar su sangre por la patria.
Llegó un hombre con un cubo, y Hayden, agradecido, tomó el cucharón y bebió un trago de agua tibia. En ese preciso instante el armazón se deslizó hacia atrás provocando un restallido que rasgó el aire. El cabo ascendió por la ladera, acompañado del ruido más horroroso que pueda concebirse. Los hombres que estaban halando del cabo se apartaron de un salto, a pesar de lo cual Hayden oyó gritar. El armazón reculó metro y medio, para detenerse de pronto al topar con una piedra, mientras el cañón hacía trabajar los cabos que lo aseguraban. Hayden dejó caer el cucharón y se dispuso a ascender la ladera tan rápido como sus cansadas piernas y brazos se lo permitieron.
Para su alivio, vio a Jinks asomar tras una roca, sin sombrero y desgreñado, pero por lo demás entero.
—¿Está malherido?
—No, señor, pero estuvo a punto de arrancarme la cabeza cuando me puse cuerpo a tierra. He perdido el sombrero… No sé dónde. —Fue entonces cuando los gemidos de los heridos llegaron a oídos de Jinks, que se volvió cuesta arriba y luego miró de nuevo a Hayden con expresión alarmada.
Cuando Hayden se reunió con él, ambos ascendieron juntos.
Oyó que llamaban a un cirujano.
Tres hombres yacían tendidos en el pedregal de la ladera corsa: uno tenía un corte profundo en el abdomen; otro, un feo verdugón púrpura, ancho como un brazo, en pecho y bíceps. Ambos padecían un terrible dolor que no se esforzaban por ocultar. El tercero había sufrido un golpe en la sien y yacía inmóvil como una piedra, respirando trabajosamente.
—Señor Jinks, baje y asegure el cañón —ordenó Hayden recuperando las riendas de la situación—. Envíe a un hombre a la playa en busca de un cirujano. Improvisaremos unas parihuelas para transportar a los heridos.
—¡Capitán Hayden! —llamó alguien.
Al volverse divisó a Kochler y algunos oficiales más, que habían estado observando el avance del cañón, precipitarse hacia ellos a la máxima velocidad que les permitía la dificultad del terreno.
—¡Hemos enviado a buscar a nuestro cirujano, que llegará lo más pronto posible!
Moore también estaba descendiendo por la ladera.
—Señor Jinks… —dijo Hayden en voz baja.
—Sí, señor. ¿Aun así quiere que avisemos al cirujano?
—No. Pero de todas formas necesitaremos las parihuelas.
Kochler llegó antes que Moore, seguido por unos cuantos oficiales de rango inferior. Se tomó un instante para recuperar el aliento, sin apartar la vista de los heridos.
—Estoy seguro de que nuestro cirujano no tardará ni veinte minutos —señaló, y dirigiéndose a Hayden, añadió—: Lo lamento, capitán. Se trata de un terrible revés. Pero nuestro cirujano es muy hábil. No tardará en atenderlos, ya verá.
Fue el cuarto de hora más largo de su vida. Sirviéndose de una camisa, los marineros trataron de detener la hemorragia del hombre que había sufrido el corte, pero el algodón no tardó en empaparse de sangre, y el herido perdió la conciencia. Cada vez que sus compañeros creían que había muerto, se recobraba y volvía a gemir.
Por fin el cirujano asomó por la loma, encabezando una cuadrilla de hombres cargados de literas. Instantes después ya estaba inclinado sobre los heridos, habiéndoles en voz queda y asegurándoles que se pondrían bien. A Hayden le pareció muy joven para el cargo, pero era un hombre firme, con gran confianza en sí mismo, que se movía por aquel terreno difícil con una agilidad de la que pocos hacían gala. Poco después había aplicado un vendaje que al cabo de un rato pareció haber detenido la hemorragia, momento en que montaron a los tres heridos en las literas, para ser transportados con cierta dificultad ladera arriba. A Hayden no le sorprendió ver que Moore echaba una mano siempre que era necesario y que atendía las necesidades de los heridos, pero comprobar que Kochler se prestaba voluntario a cargar con las literas en los trechos más dificultosos superó sus expectativas.
Mientras la luz del sol iba desvaneciéndose rápidamente, Hayden descendió por la ladera hasta reunirse con el contramaestre, que estaba punzando el grueso cabo con el pasador, al tiempo que mascullaba una sarta de improperios.
—Por dentro está podrido, capitán Hayden —explicó Germain, apartando la filástica para dejar al descubierto la oscura entraña—. Apenas un hilo. Sabe Dios cómo pudo aguantar tanto.
—Es increíble.
—Aquí acaba la cosa. Luego el cabo vuelve a ser firme como una piedra, señor. —Volvió la vista para mirar el cabo que sostenían dos marineros—. Unas siete brazas, capitán Hayden. Dispongo de una reserva de más de medio cable, así que no habrá problema en cortar éste y empalmarlo. Pero me temo que nos llevará un rato.
—Qué remedio. Empalmémoslo con la mayor prontitud posible. —Hayden se volvió en busca del teniente, a quien encontró junto al cañón—: Señor Jinks, empalmaremos el cabo. Busque tres marineros de primera y examinen el cabo de un extremo a otro. Que lo abran, porque el interior estaba podrido y no nos dimos cuenta.
—A la orden, capitán. Parte del armazón ha cedido, señor, pero creo que aguantará hasta que lo subamos.
—Tendré que bajar a comprobarlo personalmente.
Y así era: parte del armazón había sufrido daños, en concreto tres de los tablones que formaban la base (cuyos extremos remataban curvos), pero Hayden coincidió con Jinks en que tal vez aguantaría hasta que pudiera efectuarse una reparación en condiciones. No sucumbió al desánimo. ¡Apenas unas horas y habrían llevado los cañones a lo alto de la ladera! El cabo estaba podrido y por eso les había fallado, lo cual constituía un revés de todo punto imprevisible. No cabía duda de que el cable había tenido la fuerza necesaria para soportar el peso del cañón, pero, en opinión de Hayden, la inclinación de la pendiente y la fricción debida al terreno rocoso superaban con creces el obstáculo del peso.
Antes de que pudieran llevar a cabo los empalmes el sol se ocultó y el cielo se tornó opalescente. Jinks descendió la ladera en dirección a Hayden.
—El cable no podría ser más firme, señor, a excepción de esa sección. Hay algunas partes más castigadas que otras, pero ninguna lo bastante debilitada como para no trabajar adecuadamente.
—Esperemos que así sea. Si la podredumbre estuviese más extendida, tendríamos que enviar a buscar más cable. No me gusta solucionar este asunto a oscuras; es peligroso para los nuestros, pero no nos queda elección.
El crepúsculo cedió poco a poco paso a la noche a medida que el resplandor desapareció hacia el oeste. La palidez de los marineros que lo rodeaban casi se le antojaba espectral a la tenue luz. Estaban agotados.
«Nos queda tan poco para conseguirlo… —se dijo Hayden—. Apenas unas horas más de trabajo».
A pesar de que era consciente de que cogerían los cabos sin titubear cuando diera la instrucción, casi no se atrevía a ordenarlo. Incluso estaba seguro de que llevarían los cañones a la cima aunque tuvieran que cargarlos a espaldas.
El nuevo trecho de cabo discurrió por el motón asegurado al armazón, y después empezaron a empalmarlo al cable, y aunque para dicha labor no había nadie más capacitado que los marineros, no fue cosa de un rato, pues tampoco ayudaba la falta de luz. A pesar de que encendieron las antorchas, en ese breve y peculiar período de tiempo que se da cuando anochece, la luz de aquéllas no se antojaba suficiente. Sin embargo, el ojo acabó acostumbrándose a medida que avanzaba la noche, y también la antorcha ganó aparentemente en intensidad.
Al final, se hicieron los empalmes necesarios y el cable se tensó.
—¡Halen, señor Jinks! —ordenó Hayden desde el lugar que ocupaba junto al cañón.
El armazón sufrió una leve sacudida cuando el cabo se estiró, luego se deslizó dos centímetros, y empezó a alzarse vacilante por la ladera, cabeceando arriba y abajo al topar con las rocas. Hayden hundió la barra de hierro en el duro suelo y arrimó el hombro para que tumbase un poco a estribor. Dos hombres con antorchas se acercaron a fin de iluminar tanto el terreno como el armazón, cuidando a un tiempo de no prender fuego a la isla entera. Cuando las palas de trineo se trabaron en un saliente, Hayden y el hombre que tenía delante procuraron levantar la proa echando mano de las barras, aunque sin perder un instante para evitar que el cabo permaneciese mucho rato tenso. El armazón avanzaba apenas treinta centímetros, y a continuación volvía a rascar la piedra, como si el cañón fuera una negra y gigantesca larva que se arrastrara milímetro a milímetro hacia la cima.
A medio camino ladera arriba encontraron un punto donde apoyar el armazón, de modo que los hombres se tomaran un respiro. Con las manos en las rodillas, Hayden se inclinó tratando de recuperar el aliento, no por la velocidad del ascenso, sino por lo inclinado de la cuesta. La vida a bordo de un barco no propiciaba el desarrollo de la resistencia física necesaria para semejante labor.
Cuando los hombres se hubieron refrescado gracias a los marineros que les acercaron cubos y cucharones, Hayden voceó a Jinks que continuara. El armazón comenzó a avanzar de nuevo, al tiempo que los hombres con las antorchas se disponían a guiar el recorrido, proyectando la luz en el quebrado paisaje.
De repente apareció la cresta, tan inesperada como una ballena silenciosa que asoma en el oleaginoso y oscuro océano. Hayden se lo hizo saber a Jinks, proyectando la voz ladera abajo, y acto seguido se dejó caer exhausto sobre el cañón, aspirando bocanada a bocanada de cálido aire del Mediterráneo. El olor del mar llegó hasta ellos, y Hayden experimentó una inesperada sensación de añoranza: quería verse de nuevo en el barco y acabar de una vez con aquella guerra terrestre, para la cual no estaba adiestrado ni sentía la menor predisposición.
—Espero que Kochler se disculpe estando yo presente —dijo una voz.
Al volverse, Hayden se topó con Moore, que lo observaba con los brazos en jarras.
—Si quiere que le sea sincero, no estoy para disculpas, coronel. Además, haberlo logrado me parece en este momento recompensa suficiente.
Y así era. A pesar del cansancio, experimentaba una intensa sensación de júbilo, como si subir a la cima de la colina tan sólo hubiese sido el primer paso, y ahora flotara ingrávido en lo más alto.
—¡Quiero darle mis más sinceras felicitaciones, capitán! —exclamó Jinks al coronar la cima entre jadeos.
—Y yo a usted, señor Jinks. No sucede a diario que uno logre lo imposible, pues de tal se tachó esta empresa. —Dio unas palmadas en el cañón—. Sin embargo, aquí tenemos una de las piezas de dieciocho libras del señor Blomefield, encaramada a la cima de una montaña, donde no podría estar más lejos de su lugar habitual. —Con un ademán abarcó la ladera—. Todos estos hombres tienen mucho de lo que sentirse orgullosos.
—No más que usted, señor. —Jinks inclinó la cabeza ante Moore—. Coronel.
—Que los hombres descansen antes de bajar el cabo por la colina, señor Jinks. Más tarde ya amarraremos el segundo cañón de dieciocho libras. A ver si podemos acabar antes de medianoche, y mañana, en cuanto hayamos subido las cureñas y el obús, los hombres podrán descansar o distraerse como prefieran.
—A la orden, señor.
Hayden calculó que una braza del cabo empleado para subir los cañones pesaría unas setenta y cinco libras, y un cable constaba de un centenar de brazas, más o menos. Había sido necesario empalmar varios de ellos para lograr uno lo bastante largo y fuerte, de modo que el peso era considerable. En ese terreno tan accidentado, necesitaban un hombre por cada braza de cable a fin de moverlo con cierta rapidez, pero no disponía de tantos, ni siquiera después de reclutar forzosamente a los milicianos corsos. A pesar de ello, no estaba dispuesto a solicitar ayuda al ejército: Kochler y muchos otros habían vilipendiado de tal modo su empeño que Hayden antes se hubiera dejado arrancar la piel a tiras que permitir que el ejército pudiese atribuirse parte del éxito.
Así pues, haciendo un esfuerzo se incorporó y asió parte del cable. Todo marinero capaz de seguir en pie se sumó a la labor y, aun exhausto por la pesada tarea, Hayden también arrastró una braza de cable de vuelta al pie de la colina.
La última pieza de dieciocho cañones pareció haber doblado su peso. Hayden oyó a los hombres conversando mientras hacían una pausa a medio camino de la cima.
—Creo que alguien mintió respecto al peso de este cañón —sugirió uno.
—Seguro que falsificó el certificado de la aduana.
La oscuridad los obligó a reducir el paso, a tal punto que asentar bien los pies se volvió muy complicado. En el caso de aquellos que guiaban el armazón, entre los que Hayden se contaba, la luz de las antorchas no revelaba los cantos afilados que lo estorbaban, ni las raíces que lo trababan a su paso.
Antes de la medianoche, el cañón alcanzó la cima y, en cuanto se dio la orden de hacer un alto, los hombres cayeron redondos donde se encontraban, demasiado agotados siquiera para vitorear y con semblantes inexpresivos. Nadie lo felicitó ni aun masculló un «gracias»; simplemente se dejaron caer a un lado, allí mismo donde se habían sentado, presas del estupor.
—Capitán… —dijo Jinks al cabo de unos instantes.
Hayden se había derrumbado en el borde del armazón, con la espalda recostada en el cañón.
—Me temo que no tardará en refrescar, señor Jinks. Están agotados. Dejemos que descansen toda la noche. Creo que va a nevar, pero dado el cansancio ni siquiera se darán cuenta. Esperemos que no se vean perjudicados por ello.
Hayden sintió que se deslizaba hacia el sueño.
—Si me permite, señor —dijo alguien en voz baja.
Abrió los ojos y vio una figura inclinada sobre él. Creyó sentir una leve presión sobre su cuerpo, y comprendió que alguien estaba tapándolo con una manta. Vio las antorchas descender por la ladera, donde los marineros que habían levantado aquel enorme peso se habían tumbado desfallecidos sobre el inquebrantable terreno. A la tenue luz, unos hombres se movían entre ellos, como los sacerdotes que bendicen a los caídos en el campo de batalla.
—Nos han traído mantas, capitán —anunció Jinks, con una voz que parecía muy lejana.
—¿Quiénes?
—Los soldados, señor.
—¿Dónde las han encontrado? —preguntó Hayden, pero volvió a sumirse en un sueño profundo antes de oír la respuesta.