Capítulo 16

Perdieron dos días mientras Dundas tomaba una decisión. Frustrado, Moore le escribió una carta rogándole que le dejara intentar transportar las piezas de artillería necesarias a las alturas. Al final, el general cedió y dio el visto bueno. Hayden no supo si habrían informado a Hood, pero al no tener noticias de su oficial al mando aceptó la labor de transportar los cañones, puesto que las anteriores órdenes recibidas lo conminaban a prestar apoyo al ejército en la empresa corsa. Sin embargo, la perspectiva no le complació lo más mínimo, y no sólo debido a la dificultad.

En ese momento contaban con una ventaja que no se había dado antes, ya que era posible desembarcar los cañones en una playa mucho más cercana al objetivo, gracias a la rendición de la torre de punta Mortella, cuya artillería había defendido el sur de la playa. Llevarían a cabo el desembarco de noche, pues las baterías de Fornali se hallaban lo bastante cerca para alcanzar la playa, pero, en cuanto lograsen transportar las piezas menos de un centenar de metros tierra adentro, quedarían a resguardo del fuego enemigo.

Cuatro piezas de dieciocho libras, un mortero de diez pulgadas y un único obús de ocho libras fueron embarcados en botes y preparados para su transporte a la orilla. En cuanto lo lograron, Hayden visitó la torre de piedra de punta Mortella, donde encontró a un edecán del general Dundas trazando un plano del fuerte y tomando medidas. Mostró a Hayden por qué la torre había provocado aquella humareda. Por lo visto, habían forrado el parapeto con restos de algo que se había prendido fuego cuando los ingleses lo habían alcanzado con bala roja. La torre no artillaba más que un cañón, y sólo contaba con un modesto hornillo para calentar los proyectiles. Los muros tenían posiblemente un grosor de cuatro metros, y no había sino un acceso solitario situado en lo alto de la pared. Su punto débil consistía en la incapacidad de disparar desde allí en todas direcciones y únicamente cubrir el mar y las playas cercanas. La batería emplazada tierra adentro había sido capaz de llevar a cabo un cañoneo con impunidad.

—Las defensas costeras parecen contar con una excelente distribución —comentó Hayden—. ¿Erigieron los corsos la torre?

—No creo que fuera cosa suya, aunque no sabría decirle si fueron los genoveses u otros.

Ya próximo el anochecer, Hayden regresó al barco del que habían desarmado los cañones y, en cuanto consideró que la oscuridad era total, regresó con ellos a la costa. La playa era la misma sobre la que tanto especularan Moore y Kochler desde la cima de las colinas, y contaba con una pequeña laguna. Hayden tenía intención de desembarcar las piezas de la manera habitual, mediante trípodes, y luego deslizarías por la arena sobre unos tablones. Después los botes embarcarían de nuevo las piezas en la laguna, a través de la cual las transportarían. Volverían a desembarcar en dos puntos distintos: dos cañones de dieciocho libras y el mortero de diez serían arrastrados por la rampa hasta la posición más próxima al punto de desembarco, mientras que llevarían el obús de ocho pulgadas y las otras dos piezas de artillería valle abajo, siguiendo la senda que Hayden había recorrido con anterioridad, para luego transportarlos a la cresta situada justo detrás del reducto de la Convención. En teoría, parecía coser y cantar.

Los botes avanzaron con lentitud a la tenue luz de unas estrellas que apenas emitían un débil resplandor. Cada pieza de dieciocho libras equivalía al peso de veinticinco hombres, así que los botes con sus dotaciones y una única pieza se hundían hasta la regala. Las cureñas iban en botes propios, de modo que era necesaria una flotilla de embarcaciones auxiliares para transportar toda la artillería, la pólvora y la bala. Una oscura línea desigual emborronaba las estrellas y trazaba el contorno de la cresta. Con tan poca luz las colinas parecían más altas de lo que recordaba, como si sólo la oscuridad fuera capaz de revelar su verdadera naturaleza.

Los botes alcanzaron la orilla en silencio. Milicianos corsos y una compañía del regimiento real habían ocupado previamente la playa. Armar los trípodes no les llevó más que unos minutos, pero para suspender los cañones necesitaron más tiempo. Antes de izarlos, de las alturas les llegó el petardeo de los mosquetes y empezaron a llover balas de plomo en la playa. Alcanzaron en la pantorrilla a un hombre situado cerca de Hayden, que se desplomó en la arena entre aullidos de dolor.

—¡Apagad antorchas y lámparas! —ordenó Hayden, esforzándose por mantener la compostura entre los hombres que flaqueaban.

Los corsos partieron a la carrera para enfrentarse a los franceses, y los del regimiento real se dispusieron a responder al fuego. Al cabo de cinco minutos, los franceses, que habían efectuado la incursión desde una de las baterías, emprendieron la huida.

Moore, que los había acompañado para observar el desembarco de los cañones, localizó a Hayden en la oscuridad.

—¿Algún herido? —preguntó.

—Le dieron en la pierna a uno de los míos y a otro a través del sombrero. No estoy seguro de que éste sobreviva, pero creo que el otro sí. ¿Y sus hombres?

—Gracias a Dios no ha habido heridos. ¿Cree que los franceses nos dispararán con los cañones?

Hayden se había preguntado lo mismo. La playa se encontraba lejos de sus baterías, pero no había que descartar dicha posibilidad. Tenía la esperanza de despejar la orilla antes del amanecer para refugiarse en las colinas.

—Confiemos en que lo hagan, porque su esfuerzo será en vano. Cuantas más pólvora y bala utilicen, de menos dispondrán para defenderse.

Tras el ataque francés, los ingleses no encendieron más que las linternas, que escudaron en la medida de lo posible para que la luz alumbrase sólo el camino que necesitaban recorrer.

Izaron los cañones, retiraron por popa las embarcaciones y luego arrastraron las cureñas a los tablones, para a continuación descender con mucho cuidado las piezas sobre aquéllas. Para cruzar el trecho de arena habían dispuesto una pasarela de tablones por los que deslizarías y también se aseguraron mediante cabos de los que se hicieron cargo los marineros. Era difícil confiarse dado el peso de una pieza de dieciocho libras, pero lentamente lograron tirar de ellas por los tablones hasta la orilla de la laguna, donde de nuevo se llevó a cabo el proceso, mas en orden inverso: se armaron los trípodes, se izaron los cañones de las cureñas y luego se depositaron lentamente las piezas en los botes.

Las aguas de la laguna eran tan poco profundas que, con tal peso, las quillas de las embarcaciones dieron con el fondo antes incluso de que los hombres pudiesen embarcar. Fue necesario empujar los botes, unos centímetros por cada empellón, hasta que estuvieron a flote, y los marineros tuvieron que tirar de la regala por la oscura superficie de la laguna, todo ello sin dejar de mirar en derredor, atentos al menor ruido y temiendo oír de nuevo el triquitraque del fuego de armas ligeras.

Apenas cruzaron palabra, pues tenían orden de guardar silencio, y lo poco que hubo que decir se susurró. El propio Hayden atravesó la laguna con las manos en la regala de una falúa; el único marinero que llevaba una antorcha marchaba en punta, y sólo rompía el silencio el chapoteo de sus pasos en el agua fría. En menos de media hora alcanzaron los puntos de desembarco y concluyó la parte fácil de la empresa. Entonces volvieron a izar los cañones, que depositaron sobre unos tablones, y enseguida oficiales y contramaestres supervisaron poleas y aparejos, pues cuatro mil libras de peso bastaban para matar o lisiar a cualquiera. Arrastraron los cañones un poco hacia dentro para evitar que algún despiste pudiera dar con las piezas en el agua, y luego se ordenó a los hombres que descansaran lo que restaba de noche. Los corsos y algunos soldados al mando de Moore montaron guardia, y Hayden se arrebujó entre las mantas y se sumió en un sueño extraño en que unas manos salían del suelo para aferrarle los pies mientras andaba, a tal punto que dar un solo paso exigía mayor fuerza de la que poseía.

Antes del amanecer, se reunió a los hombres, que recibieron permiso para desayunar. De haberse podido alzar un cañón de dieciocho libras sin ayuda mecánica, habrían sido necesarias cuarenta personas, algo imposible por falta de espacio, de modo que arrastraron los cañones, a veces por el suelo, otras por los tablones que iban tendiendo. Siempre y cuando el terreno lo permitía, por corta que fuera la distancia que hubiese que recorrer, armaban aparejos para servirse de ellos, compuestos por los mayores motones que Hayden había podido obtener. Con barras de hierro y gran esfuerzo transportaron las piezas centímetro a centímetro por una superficie abrupta, por rocas y zanjas, y los hombres pusieron tanto empeño que las venas se les marcaban y sus rostros adquirían una tonalidad carmesí. A dos marineros hubo que llevarlos de vuelta al campamento de la playa, establecido más allá de punta Mortella, ambos aquejados de lo que Hayden supuso que serían hernias. A mediodía, un tercero cayó de bruces en el suelo, donde se retorció llevándose las manos a la espalda, de modo que también fue necesario conducirlo en camilla para que lo reconociera el cirujano.

A pesar de la brutalidad de la labor, nadie se quejó. Había circulado la noticia de que el ejército pensaba culpar a los hombres de la Armada por el fracaso en la toma de las posiciones francesas si no podían transportarse los cañones a las alturas, así que ningún marinero estaba dispuesto a permitirlo, por mucho que pudieran herniarse o lastimarse la espalda.

Después de acompañar el cañón hasta que emprendió el camino del valle, Hayden fue rápidamente a la rampa donde todo estaba listo para izar un segundo grupo de piezas de dieciocho libras. Esa ladera, a pesar de que desde lejos parecía pronunciada, no lo era tanto. Sin embargo, era mucho más accidentada de lo que habían observado, aunque contaba con la singular ventaja de permitir armar aparejos y servirse de cabos y motones para tirar de los cañones buena parte de la distancia que los separaba de la cima. Era necesario trenzar cables muy gruesos y armar un aparejo con enormes motones de barco. Los hombres iban desbrozando el terreno de arbustos y arbolitos en línea recta colina arriba, al tiempo que discutían sobre la mejor forma de superar las rocas que se interponían. Hayden subió con esfuerzo por la colina para cerciorarse de que los motones se asegurasen bien en la cima, donde encontró a Wickham supervisando a los hombres que afianzaban el cabo alrededor de las rocas.

—¿Cómo va la labor por aquí, teniente? —preguntó.

Wickham siempre se sonrojaba un poco de satisfacción cada vez que alguien se dirigía a él como «teniente». Se había quitado la casaca, y se hallaba inmerso en plena labor, con el pelo pegado a la frente perlada de sudor.

—Bastante bien, señor. No creo que podamos reducir el peso más de la mitad, pero prefiero subir dos mil libras que cuatro mil, así que tendremos que apañarnos.

—Podemos poner a tirar del cabo a tantos hombres como sea posible, de modo que imagino que sí.

—¿Cómo va usted con lo suyo, señor?

—Lentamente, Wickham. Pero, si no podemos hacerlo metro a metro ni centímetro a centímetro, tendremos que conformarnos con avanzar milímetro a milímetro. Quizá los franceses se queden sin suministros antes de que logremos llevar los cañones a la cima.

—No se preocupe, capitán —repuso el joven sonriendo—. Los echaremos de su reducto, créame, estoy seguro.

Hayden observó el lugar que había propuesto Kochler para emplazar los cañones. A la izquierda de la rampa por donde los subirían, una cresta desigual de piedra quebrada se inclinaba bastante sobre la playa, y aunque proporcionaba cierta protección, tanto de las miradas de los franceses como de sus cañones, habría que asomar las piezas en la cima para poder emplearlas con eficacia, lo cual, pensó Hayden con desespero, podía constituir una tarea imposible. El ascenso era difícil, y en una ocasión Hayden se descubrió no sólo incapaz de seguir avanzando, sino inseguro de dónde poner el pie para descender.

Al tantear en busca de un asidero, sintió que le temblaban las piernas debido al esfuerzo y tenía calambres en los dedos. Presa del pánico, tanteó con el pie en busca de un saliente.

—Esta maldita isla acabará matándome —masculló.

Pero entonces dio con un pequeño saliente, apoyó el peso en él y encontró asideros desde los cuales pudo descender rápidamente.

Descansó un rato contemplando la pared rocosa, hasta que divisó lo que le pareció una ruta de ascenso más sencilla. Templó los nervios y volvió a trepar; en esta ocasión tardó unos instantes en llegar a la cima, donde encontró a un oficial de ingenieros acompañado por una cuadrilla dedicada a nivelar el terreno para el emplazamiento de la batería. Al menos había otra persona que consideraba posible que los cañones pudiesen transportarse hasta allí, y Hayden estaba convencido de saber quién era.

Al cabo de una hora, regresó junto a los demás cañones, que encontró en posición más avanzada de lo esperado. El progreso siempre se veía frustrado en aquel difícil camino de cabras. Le vino a la mente la imagen de soldados ingleses al cargar sobre las posiciones francesas, que respondían al avance con salvas de metralla. La sola idea se le antojó tan terrible que no pudo evitar dar un respingo, e hizo un esfuerzo por pensar en otra cosa y volver a concentrarse en los cañones que yacían, enormes e indiferentes, en el terreno allanado por las pezuñas del ganado.

En invierno los días eran muy cortos, y el sol no tardó en ocultarse tras el banco de nubes que cubría el horizonte, tiñéndolas de fuego. Encendieron las antorchas y los hombres siguieron pendientes de su labor. La conversación se hizo menos frecuente y más concisa. Finalmente, a las once menos cuarto, fue evidente que los marineros estaban demasiado cansados para continuar, así que Hayden decidió dar por concluida la jornada.

Los hombres se tumbaron y taparon con mantas en torno a las hogueras en el campamento preparado a tal efecto, mientras los corsos vigilaban atentamente el perímetro. Todos sin excepción se durmieron enseguida. Incluso Hayden cayó rendido y se sumió en un sueño profundo al cabo de unos instantes.

Bien entrada la noche, abrió los ojos y vio que la luna estaba en lo alto, flotando a la deriva en un mar neblinoso de estrellas borrosas. De las hogueras apenas quedaban los rescoldos y el frío lo había despertado. Siguió tumbado un momento, esperando que otra persona se levantase a avivar las llamas, pero como nadie lo hizo al final fue él quien se dispuso a alimentar con leña las brasas. Permaneció de pie, rodeado por los hombres tumbados y cubiertos de mantas, mientras la madera húmeda empezaba a humear y luego prendía crepitando. Aprovechó para entrar en calor, pues se sentía entumecido y dolorido tras aquella dura jornada. Estaba exhausto.

—¿Señor?

Al volverse, vio que uno de los hombres se había levantado y se le acercaba.

—Señor Wickham, ¿le he despertado?

—No creo, capitán. Estaba medio despierto —repuso el joven ajustándose la manta sobre los hombros.

Hayden, que había pasado el tiempo suficiente en compañía de Wickham para conocerlo bien, se sintió intranquilo ante el tono empleado por el guardiamarina.

—¿Le preocupa algo, señor Wickham?

El muchacho se limitó a adelantarse para situarse cerca del fuego y entrar en calor.

—Mantuve varias conversaciones con el general Paoli cuando usted se ausentó, señor —dijo por fin—. Y también unas cuantas con sir Gilbert…

—¿Acaso son esas conversaciones el motivo de sus desvelos? —aventuró Hayden.

—Así es, señor, aunque no sé muy bien por qué. —Guardó silencio antes de decidirse a añadir—: A la larga no albergo muchas esperanzas en esta empresa, capitán.

—¿Se refiere al transporte de los cañones?

—No, señor… a nuestra presencia en Córcega, a la presencia británica en la isla.

—¿Y eso por qué?

Wickham consiguió pasarse la mano por el cabello sin sacar el brazo de la manta.

—Sir Gilbert es un hombre inteligente, y es cierto que piensa en lo mejor para los intereses corsos, pero no parece entender cómo… se manejan las cosas en esta isla. No se asemeja en nada a Inglaterra, señor, ni los corsos a nosotros. Están muy divididos en clanes… y las lealtades que los unen exceden con creces los lazos que nosotros podamos establecer con la familia y las amistades. Aunque el general Paoli ha procurado acabar con ello, los corsos se matan entre sí por el más leve insulto, lo que conlleva rencillas que se perpetúan a veces durante generaciones. Cuando un clan obtiene un puesto político, todo el mundo espera que cuide de los suyos en detrimento de los demás. Ni siquiera se considera que sea algo malo. La idea de que pueda nombrarse a la persona más capacitada para desempeñar un trabajo es totalmente ajena a ellos, igual que la idea de que la justicia debería impartirse con equidad. Leonati me contó que, cuando el general se hizo por primera vez con el poder, uno de sus parientes fue arrestado, y aunque todo el mundo dio por sentado que Paoli se encargaría de que le perdonasen los crímenes, no se opuso a que el hombre sufriera el destino decretado por el tribunal. Era la primera vez que se hacía justicia. Aquí no entienden nuestro concepto de lo que es justo, de la equidad. Paoli mantiene unidos a todos los clanes porque los entiende, y ellos lo respetan, pero no estoy seguro de que sir Gilbert lo comprenda. Da la impresión de que considera a Paoli un impedimento a la creación de un Estado ideal. Creo que, en este aspecto, sir Gilbert se parece un poco al señor Aldrich; está convencido de que, si él opina que algo es razonable, por fuerza todo el mundo deberá opinar igual. Sin embargo, en Córcega lo razonable es que cuides de los tuyos… porque así ellos cuidarán de ti cuando llegue el momento. Sólo Paoli y unos pocos más comprenden la necesidad de imponerse a esto y piensan que los corsos también aprenderán esta lección con el tiempo, no de la noche a la mañana. Me temo que sir Gilbert tiene tanta prisa por crear algo perfecto que intentará hacer a un lado al general Paoli. Si tal cosa sucede, no tardará en perder la confianza de los corsos. No se halla al tanto de la historia de alianzas entre los diversos clanes, de las rencillas existentes entre unos y otros. No podrá mitigar el odio que se profesan algunos clanes, porque para empezar no entiende la fuente de dicho odio. Aquí somos extranjeros. Es como si hubiéramos llegado a un lugar donde las leyes de la naturaleza fueran distintas de las nuestras. La gravedad no tira hacia abajo de los cuerpos cuando se precipitan al vacío… sino que los levanta o tumba de lado.

Hayden quiso protestar, pues después de todo sir Gilbert Elliot era un hombre muy viajado y conocedor de numerosas culturas; sin embargo, lo argumentado por Wickham le había parecido cierto, por mucho que le costara admitirlo. Era como si el muchacho hubiese prestado su voz a los temores que anidaban en Hayden, pero que éste no se había atrevido a reconocer. Sin embargo, al haberlos expuesto en voz alta, todo el esfuerzo que en ese momento estaban llevando a cabo se le antojaba inútil.

—Lo único que podemos hacer, Wickham, es expulsar a los franceses y confiar en que Paoli y sir Gilbert resuelvan sus diferencias. —Incapaz de fingir neutralidad y esperanza, exhalando un hondo suspiro añadió—: Lord Hood tampoco confía en Paoli; parece considerarlo una vieja sabandija.

Wickham se volvió hacia él y su rostro se iluminó al resplandor de la hoguera.

—Oh, no, señor. El general Paoli es un hombre muy sabio. Con todos mis respetos, lord Hood y sir Gilbert están muy equivocados, pues es una persona de gran integridad y con un amplio conocimiento de la situación. Es cierto que no siempre revela abiertamente todas sus intenciones, pero después de haber pasado la vida entera lidiando en política ha aprendido algunas lecciones dolorosas, y sabe lo que significa la traición.

—Sin duda, Wickham, sin duda. No nos permitamos el lujo de traicionar su confianza. Expulsaremos a los franceses como prometimos; ésa será nuestra parte del trato. Si los demás fracasan, al menos nosotros podremos decir que fuimos leales.

—A la orden, señor. Si somos capaces de llevar esos cañones a las colinas, los franceses no lograrán permanecer al pie de sus baterías.

—Por supuesto. Los franceses, los corsos y el ejército inglés no confían en que puedan transportarse piezas de artillería a tales alturas, pero no me cabe duda de que demostraremos lo contrario.

—A mí tampoco, señor. Y después… —sonrió— habrá que bajarlas.

—Podría usted haber sido un verdadero dandi en los círculos londinenses, señor Wickham —repuso Hayden soltando una risita—, pero tomó la temeraria decisión de enrolarse en la Armada. Nuestras labores son propias de un Prometeo, y nuestras recompensas, intangibles…

—¡Y nuestras botas humean!

—¡Ah, demonios! ¡Mire qué hemos hecho! Nos hemos cocido las botas al servicio de Inglaterra. ¿Qué más puede pedírsenos, Wickham? ¿Qué más?

Tras mantener esta conversación con el joven, Hayden apenas logró pegar ojo pues enseguida fue hora de levantarse, formar a los hombres y desayunar. El sol ni siquiera había despuntado cuando volvieron a echar mano de los cañones y tirar de los cabos. Hayden seguía con la sensación de que, efectivamente, había recaído sobre ellos una maldición y habían emprendido una labor imposible. Los rostros ojerosos de los hombres, sudorosos y mugrientos, resultaban espectrales a la luz de las antorchas.

El sol anunció sus intenciones al iluminar la cara interior de una nube que pendía baja sobre las montañas orientales, una nube que fue tiñéndose de tonalidades rojizas antes de que un haz de luz se filtrase entre dos picos.

—¡Es una señal del Todopoderoso! —bromeó un marinero.

—¡Nos avisa de que todos hemos de volver a casa a tomar el té, muchachos! —terció otro.

Aquél era uno de los rasgos de los marineros que hacía que Hayden sintiera cariño por ellos; los había oído bromear, a veces haciendo gala de un humor muy negro, en momentos en que cualquier otro hombre se habría quedado paralizado por el terror o enmudecido de cansancio. Siempre lograban mantener la moral alta en cualquier circunstancia.

En cuanto hubo bastante luz, dejó a su aire a los marineros a su cargo para reunirse con Wickham. Habían asegurado con cabos el primer cañón de dieciocho libras, sobre los tablones correspondientes, y los hombres se disponían a descender por la ladera opuesta a fin de hacer todo el contrapeso posible y acabar de subirlo.

Encontró al joven guardiamarina junto a la pieza, pistola en mano.

—¿Acaso van a amotinarse los hombres, señor Wickham?

—No, capitán, pero se han alejado tanto que no pueden oír mis órdenes, así que hago señales con la pistola y las banderas. Cuando efectúo un disparo tienen que dejar de tirar del cabo y esperar nuevas disposiciones.

—Muy ingenioso, teniente. Procure no matar a nadie.

—La pistola no está cargada con balas, señor.

—Era una broma, Wickham.

—Por supuesto, señor.

El guardiamarina levantó una bandera, los hombres empezaron a tirar del cabo y el cañón logró ganarle unos centímetros al camino que le habían preparado. Al cabo de tres metros y medio los tablones alcanzaron una brecha entre rocas demasiado estrecha para permitir el paso, momento en que Wickham efectuó un disparo al aire. Dejaron de tirar y el cañón se detuvo por completo, como esperando nuevas órdenes.

—Habrá que construir un puente sobre esas rocas —comentó Wickham al teniente de ingenieros, que se le había acercado a buen paso.

—Encárguense ustedes —dijo Hayden, y partió para reunirse con la cuadrilla que mandaba.

Recorrió la cresta de la colina y no tardó en ver abajo a sus hombres, arracimados en torno a los demás cañones como depredadores sobre la presa. A lo largo de los promontorios a su izquierda, distinguió a los milicianos corsos y a las compañías del 51º de Moore, asegurándose de que los franceses permanecían en su reducto y no atacaban a los marineros, temor que albergaban todos los de la Armada.

Descendió por la colina hasta reunirse con sus hombres.

—¿Cómo va? —preguntó al contramaestre de la Juno, un hombre callado y competente llamado Germain.

—El asno que va en cabeza siempre nos retrasa, pero los demás avanzan sin mayores problemas.

—¿El asno que va en cabeza?

—Los hombres han puesto nombre a los cañones, bautizándolos con barro, señor —explicó el contramaestre, riendo un tanto incómodo—. El cañón de dieciocho libras de proa se llama «Veloz» porque… bueno, es como si siempre fuera por delante de los demás. La otra pieza de dieciocho es «El asno que va en cabeza», y el obús se llama «El amorcito de Bill» porque… —El hombre se sonrojó y guardó silencio.

—No tiene que darme explicaciones.

Se concentró de nuevo en acelerar el avance, pero prácticamente en vano. Lograr que el asno que va en cabeza avanzase veinte metros podía costarles una hora. ¡En ocasiones, ni siquiera una hora bastaba para que los cañones recorriesen una veintena de metros!

Pero, a pesar de los esfuerzos de aquella isla por desanimar a Hayden y sus hombres a cada paso, al concluir la jornada los tres cañones se encontraban al pie de la ladera. El ánimo de los marineros había mejorado notablemente y desde la playa se les llevó bastante grog para que todos pudieran tomar su ración antes de cenar. ¡Era lo mínimo que se merecían!

Antes del anochecer, Hayden había vuelto a la posición que ocupaba Wickham, para comprobar cómo le iba con el teniente de ingenieros. Para alivio suyo, descubrió que la primera pieza de dieciocho libras descansaba en lo alto de la cuesta, lista para que la alzaran a la cima, aunque la segunda, a medio camino de la rampa, descansaba sobre los restos de los tablones que habían utilizado para arrastrarla hasta ahí. Se acercó a la altura del cañón, donde encontró al guardiamarina rodeado de su cuadrilla.

—Señor Wickham, su cañón parece haberse trabado en Córcega.

—Así es, señor. Cuando estábamos tirando de él para que pasara por encima de esas rocas, gracias a un puente de madera, la estructura se quebró bajo el peso. Dentro de un rato lo tendremos listo.

Hayden reparó en los hombres que subían la cuesta cargados de tablones, mientras otros preparaban los cabos necesarios para izar el cañón del trípode, en cuanto fuera posible armarlo en aquel terreno tan irregular. Dos horas después vio de nuevo el cañón posado sobre los tablones y conducido por encima de las rocas que le habían obstaculizado el paso, tarea que se ejecutó con gran eficacia. Para entonces era noche cerrada.

—Aposté todos mis ahorros a que una montaña no podrá frustrar su empeño —dijo una voz en la oscuridad—. Después de todo, apenas es más que una colina.

—¡Señor Hawthorne! —exclamó Hayden volviéndose, contento de ver al oficial de infantería de marina, que le sonreía a la luz de la antorcha—. ¿Cómo ha llegado usted aquí?

—Ya sé que ha estado muy ocupado para darse cuenta, así que le comunico que su barco fondea en la bahía, tras punta Mortella.

—¿La Themis?

—La misma que viste y calza. Pedí permiso al señor Archer para desembarcar y velar por mis ahorros. Si esos cañones no coronan la cima de alguna montaña, pasado mañana a lo sumo, me convertiré en un mendigo, y también mis descendientes.

—Usted es un hombre fuerte, señor Hawthorne, así que sea bienvenido aquí. ¿Qué tal les va a nuestra dotación y a los oficiales? ¿Cree usted que nuestro nuevo teniente se las arregla bien?

—¿Ransome, señor?

—¿Ransome?

—Sí, el pobre hombre se llama William Albert Ransome, William Albert Ransome segundo, como hemos descubierto —comentó el teniente de infantería, riendo—. Aparte de llevar el curioso apellido de «Rescate», da la impresión de ser un excelente oficial, si bien algo excéntrico.

—¿Excéntrico? ¿En qué sentido?

—Tiene algunas creencias raras, capitán. La transmutación de las especies es una de sus diversas aficiones. Y hace dos noches nos contó durante la cena que algún día los barcos navegarán sin viento y que las armas de los marinos se reducirán al manejo de palancas, aunque dudo mucho que leer la carta y la navegación pasen de moda. Es un hombre muy peculiar, pero hemos llegado a apreciarlo como se aprecia al tonto del pueblo.

De pronto, Hayden sintió la necesidad de ver su barco y, al cabo de unos instantes, Hawthorne y él ya caminaban por la playa en dirección a punta Mortella. Poco más de una hora después subían a bordo de la Themis, que fondeaba en un mar calmo.

Gould, que era el oficial de guardia, saludó a Hayden con afecto sincero no exento quizá de cierto alivio, de modo que el capitán comprendió que el muchacho aún no se sentía a gusto en su puesto en el barco y se alegraba de ver, de nuevo a bordo, al primer oficial que lo había respaldado.

Barthe lo saludó al cruzarse con Hayden cuando éste bajaba a su camarote.

—Capitán, señor, ¿logró subir los cañones a lo alto de las colinas? —preguntó el piloto de derrota.

—Aún no, señor Barthe. Espero que no haya apostado usted también —bromeó—. Ya sabe qué opina su esposa al respecto.

Barthe, cuya pasión por el juego había estado a punto de arruinar a su familia, adoptó una expresión disgustada y miró a Hawthorne.

—No tiene de qué preocuparse, capitán —replicó—. No volveré a mis antiguas costumbres. No flaqueo.

Pero tal vez debido al hecho de que Barthe no hubiera negado que había estado apostando, Hayden sintió una inquietud creciente, aunque para no avergonzarlo decidió no insistir en el asunto en presencia de los demás. Barthe había logrado librarse de su deuda de juego gracias al dinero del botín obtenido durante su última travesía. La posibilidad de que pudiese volver a arrastrar a su familia a circunstancias parecidas hubiera alterado bastante a Hayden, por no mencionar que el juego estaba prohibido en los barcos de la Armada. Así que dio por sentado que Hawthorne había estado alardeando de sus propias apuestas.

Apareció Archer, que con Barthe le informaron de todo lo sucedido a bordo de la Themis. Mientras hablaban, Griffiths llamó a la puerta del camarote y fue invitado a entrar. Despacharon rápidamente los asuntos médicos, se sirvió el oporto y todos los oficiales se sintieron complacidos de verse reunidos allí. A Hayden se le ocurrió compartir con los presentes lo afortunado que se sentía de contar con oficiales y compañeros tan excelentes, lo cual fue celebrado con un sincero brindis.

—No le hemos hablado aún de nuestro párroco, que se ha ausentado recientemente —intervino Hawthorne, y exhibió una sonrisa burlona.

—Ah, ¿acaso el señor Smosh ya no se encuentra a bordo?

—No, no; está aquí, y encantado de ello. Pero el doctor Worthing, sin embargo… Esa es otra historia. —Los presentes rieron y aguardaron a que Hawthorne prosiguiera—. Nuestro querido sacerdote ni siquiera llevaba una semana a bordo del Majestic cuando se enfrentó a Pool, su nuevo capitán. Lord Hood recibió varias cartas al respecto, remitidas tanto por uno como por otro. Worthing pidió que su capitán fuese reemplazado por incompetencia, y Pool rogó a Hood que lo librase de aquel fastidioso siervo de Dios. Nos enteramos de todo esto gracias a un amigo de Ransome, que sirve de teniente a bordo del Majestic. Lord Hood, no obstante, se negó a satisfacer ambas demandas, y pidió a ambos caballeros que no lo molestaran más con asuntos tan nimios. —La sonrisa de Hawthorne se ensanchó—. Tan sólo lamento no poder observar esos sucesos más de cerca ni disfrutar de la diversión que se derive de semejante relación tempestuosa.

—Si la contemplara usted más de cerca, señor Hawthorne, sería el teniente de infantería de marina a bordo del Majestic… Y no creo que eso le proporcionara tanta «diversión».

—Que Dios me guarde de algo semejante.

Entonces guardaron silencio; probablemente tenían tanto que decirse que nadie sabía por dónde empezar.

En ese instante hizo su aparición el nuevo teniente. Por sus modales desenvueltos, provenía de mejor familia que cualquiera a bordo, exceptuando a Wickham. A pesar de no ser guapo, sí era un joven agradable de unos veinte años, piel clara y una dentadura desigual que de algún modo daba gran encanto a su sonrisa.

En cuanto los presentaron, el teniente miró a Hayden a la luz de la lámpara.

—¡Pero si tiene usted los ojos de distinto color! —soltó de buenas a primeras, lo cual movió a la risa a los presentes. Ransome miró en derredor, algo incómodo—. Lo siento, capitán. Creí que me tomaban el pelo cuando me contaron que tenía usted un ojo azul y otro verde.

—No, mucho me temo que le dijeron la verdad. ¿Le apetecería beber un oporto con nosotros?

—Será un honor.

La conversación prosiguió sin rumbo, como si no encontrase el viento adecuado.

—Tengo entendido, capitán, que posee usted un don para localizar franceses y trabar combate con ellos —comentó Ransome al cabo.

—En eso sí le tomaron el pelo —repuso Hayden, riendo—. Y, para ser honestos, a mí trabar combate no me parece algo por lo que uno deba sentirse afortunado —sentenció, al tiempo que se preguntaba qué dirían de él sus hombres en su ausencia.

—No creo que usted sea consciente de ello, pero nunca había conocido a alguien más complacido ante la perspectiva de combatir —intervino Griffiths.

—A todos nos complace hacer aquello por lo que nos enrolamos en la Armada de Su Majestad —protestó el capitán—, que es trabar combate. Pero creo que los capitanes afortunados son aquéllos que nunca tienen la oportunidad de enfrentarse al enemigo. Piense en las escasas veces que se ven obligados a escribir a una familia para informarles que su hijo, o marido, o padre, abandonó este mundo. No tengo palabras para expresar cuánto desearía librarme de esa labor en particular.

—Es raro, ¿verdad? —reflexionó Barthe, pensativo—. Me refiero al hecho de que algunos capitanes parecen encadenar los combates, mientras que otros se pasan la guerra sin avistar un barco francés.

—No puede achacarse únicamente a la suerte —opinó Ransome, mirando alrededor, como si pidiese el beneplácito de los presentes.

—Lo cierto, teniente, es que creo que ha de atribuirse precisamente a eso: al azar y nada más que a él —señaló Hayden.

—Pero no en su caso, capitán —protestó Hawthorne, de pronto muy serio—. Usted comprende mejor que nadie al enemigo, puesto que convivió con él. Quizá no se dé cuenta, pero de forma instintiva sabe qué van a hacer los franceses, incluso dónde estarán. Conoce su mentalidad.

—¡Ah, señor Hawthorne! —protestó Hayden—. Sé dónde estarán los franceses a la hora de comer, ante la mesa, pero, por lo demás, encontrar un barco francés es tan predecible como hallar uno inglés. Hay que tener en cuenta el oleaje, el viento y la proximidad de las amenazas y los peligros; si unimos eso a una atenta observación de las motivaciones del enemigo, cualquiera sabría tanto de la mentalidad francesa como yo.

—Proteste cuanto desee, capitán —insistió Hawthorne—, pero usted supo que la fragata francesa hacía señales a un barco situado más allá del horizonte, al contrario que Pool y Bradley, lo cual le costó la vida a éste. Supo que la fragata y el navío de línea franceses acechaban en la bruma, y cómo sacarlos de ahí, lo que trajo como consecuencia la destrucción del navío. Proteste cuanto quiera, capitán, pero nosotros sabemos de lo que hablamos.

Los presentes asintieron en señal de conformidad, lo cual desconcertó a Hayden, ya que estaban atribuyéndole habilidades que no poseía.

—¿Cómo se adapta usted a la vida a bordo de la fragata? Supongo que esto es algo distinto del Victory —preguntó de pronto volviéndose hacia Ransome, y este repentino cambio de tema hizo que sus compañeros sonrieran.

—Encuentro este lugar muy de mi agrado, capitán. ¿Cree posible que nos envíen de nuevo de travesía?

—Las intenciones del Almirantazgo constituyen un misterio para mí, teniente. Me mandaron a este lugar para entregar la Themis a lord Hood, a fin de que éste pudiera asignarle un capitán. Me sorprende, sin embargo, que aún no lo haya hecho.

—Entonces, ¿está usted bajo el mando de lord Hood? —inquirió Ransome—. Cuando habló conmigo, tuve la impresión de que usted no…

—Según parece, nadie desea el mando de la Themis. A veces, me da la sensación de que podríamos pasarnos la guerra navegando sin órdenes o propósito, mientras los almirantes se deshacen de nosotros y vamos de puerto en puerto —comentó Hayden tratando de bromear, pero sus palabras silenciaron a los presentes, cuyas expresiones, exceptuando a Ransome, se ensombrecieron.

—Bueno, si carecemos de órdenes, supongo que podríamos considerarnos corsarios, en todo menos en el nombre —apuntó el nuevo teniente cuyo rostro, de hecho, se había iluminado. Y frotándose las manos en un gesto no carente de comicidad, añadió—: Piensen en las presas que nos aguardan.

Este comentario arrancó una carcajada general y todos brindaron a la salud de los nuevos corsarios.

La reunión no se alargó mucho más, pero, antes de regresar a tierra, Hayden quiso charlar en privado con algunos oficiales, empezando por el teniente de mayor antigüedad.

—Es cierto lo que ha dicho usted, señor —convino Archer algo desanimado—. Lord Hood no tiene la menor prisa por asignarnos ninguna labor, a pesar de que, por lo que me han informado, ha escrito frecuentemente al Almirantazgo solicitando fragatas. Se me ordenó fondear aquí y ofrecer nuestro apoyo, pero no se me explicó a quién debía apoyar.

Hayden tuvo la sensación de precipitarse al vacío y el estómago se le contrajo. El Mediterráneo era un inmenso teatro de operaciones, por lo que a Hood no debía faltarle trabajo para todas las fragatas de las que dispusiera. Dejar a la Themis sin misión se le antojó cuando menos una decisión extravagante.

—Ignoro qué tendrá en mente lord Hood, pero estoy seguro de que no tardará en surgir algo en lo que podamos servirle de ayuda. Por fuerza ha de ser así.

Archer no se mostró muy convencido ni esperanzado, pero asintió.

El doctor fue el último oficial con quien conversó Hayden. Aunque el sol mediterráneo había oscurecido la rosada piel de Griffiths, aún se lo veía frágil y enfermizo. A Hayden le preocupaba que el cirujano hubiese vuelto al trabajo demasiado pronto, sin haberse reestablecido lo bastante para ejercer sus tareas. Griffiths respondió, sin explayarse, a todas las preguntas que le formuló acerca de su salud, asegurando que su recuperación era buena y que no había de qué preocuparse. Pero, como seguía inquieto, Hayden decidió preguntar a Ariss por el particular en cuanto se le presentara la primera ocasión.

Según le informó Griffiths, las condiciones sanitarias de la dotación eran óptimas. Casi todo el mundo se había recobrado por completo de la gripe, y, aparte de cierto desarreglo intestinal que se había propagado entre la tripulación la semana anterior, los hombres se encontraban en perfecto estado. No obstante, sí hizo más comentarios acerca de un hombre, pero no precisamente de naturaleza médica.

—Mostró un interés particular por nuestras presas recientes y también por la cantidad de dinero que obtuvimos de resultas de ello —explicó Griffiths, refiriéndose al nuevo teniente Ransome—. Averiguamos que Hood llevaba meses intentando asignarlo a una fragata, convencido de que ello supondría un gran impulso para su educación como oficial, pero Ransome siempre se las apañaba para hallar alguna excusa o argumento que lo dejaba en tierra. Tampoco parecía muy convencido de unirse a la dotación de la Themis… hasta que se enteró de lo relativo a nuestras recientes capturas. Por lo visto, a nuestro nuevo teniente le gusta tanto el dinero que a duras penas puede disimularlo. El año pasado su familia intentó casarlo con una heredera londinense, pero según parece sus motivos se hicieron tan evidentes que esa posibilidad se desvaneció. Aunque no puede decirse que la avaricia sea un rasgo infrecuente, hace apenas un día que reparé en ella. ¿Le suena el nombre de Samuel Albert Ransome? ¿No? Pues bien, en tiempos fue un hombre extraordinariamente rico, a quien una inoportuna inversión en la Compañía Comercial de los Mares del Sur lo llevó a una humillante y absoluta ruina. No tardó mucho en morir y, como se sospechaba, a pesar de que su familia siempre lo negó, fue por su propia mano. El teniente Albert Ransome es nieto de este desdichado caballero. —El doctor se rebulló incómodo en la silla—. Ésa es la primera parte de la historia. Desde que llegó a Córcega está muy pendiente de… cierta empresa en la que ha enredado a algunos miembros de la tripulación. Al parecer ha estado circulando un rumor entre los hombres del ejército de que un tal capitán Hayden, un oficial joven más bien arrogante, había asegurado al ejército que, si los soldados no eran capaces de transportar los cañones a lo alto de las colinas, él sí podría. Este rumor provocó no poco resentimiento entre los del ejército, lo cual dio pie a una fiebre por apostar que ha contagiado a algunos oficiales de este barco. Y el compinche del teniente Ransome en todo este embrollo no es ni más ni menos que nuestro querido piloto de derrota, un jugador empedernido al que se suponía reformado. Ransome anda por ahí calentando los ánimos de los soldados y luego el señor Barthe se deja caer para sugerir una apuesta amistosa. Estoy seguro de que han aceptado apuestas que no podrán saldar si al final se les tuerce el negocio.

—¡Condenados insensatos! —exclamó Hayden—. Está claro que, antes de dar comienzo a tal desatino, no se tomaron la molestia de desembarcar y analizar el terreno con el que nos las estamos viendo y deseando. De modo que si ahora fracaso desencadenaré la ruina de la señora Barthe y sus encantadoras hijas. ¡Voy a desollar vivo a Barthe!

—Esperemos que ninguno de esos oficiales del ejército caiga en la cuenta de que les tomaron el pelo como a idiotas, porque no quiero ni pensar en lo que supondría eso para Barthe, y tampoco sé si lo superaría. Además, hay que tener en cuenta el hecho de que Ransome lo arregló para no ser él quien aceptaba las apuestas, de forma que Barthe parezca el responsable de todo.

—Quizá es a Ransome a quien debería desollar vivo. ¿Y ése es el teniente que Hood me ha enviado? Por un instante llegué a pensar que la amistad que mantuviera el almirante con mi padre lo había predispuesto a mi favor. —Negó con la cabeza, desilusionado—. Precisamente yo tendría que haberme dado cuenta de que no era así.

A bordo de la embarcación auxiliar que lo llevaba a tierra, lo embargó el desánimo. Había fantaseado con la idea de que, después de todo, había encontrado padrino en la Armada, y uno muy bien situado. ¿Y qué había hecho lord Hood, sino asignarle un teniente intrigante, ansioso de enriquecerse a cualquier precio? El propio Hayden no dejaba de ser ambicioso, y de desear mejorar las circunstancias materiales personales, pero jamás engañaría a incautos soldados con tal fin. Si la labor asignada no era ya lo bastante difícil, ahora tenía a dos oficiales que se saltaban las ordenanzas alegremente. Ransome no le preocupaba lo más mínimo, pues pagaría el precio por su insensatez, pero Barthe había respaldado a Hayden casi desde el principio, incluso bajo el mando del tirano de Hart, y no deseaba verlos a él y su familia en la ruina por segunda vez. Lo apenaba verse obligado a disciplinar a uno de sus partidarios más leales. Sin embargo, era necesario meter a ambos en cintura.

En realidad, la sensación de que había malinterpretado las intenciones de lord Hood lo inquietaba tanto como la recaída de Barthe en el juego. De un modo extraño, se sentía humillado por lo sucedido.