Hayden llegó a la hora convenida al Victory, en cuyo portalón lo recibió un infante de marina que lo condujo bajo cubierta, lejos del desapacible tiempo atmosférico. Se quitó el capote encerado y tomó asiento junto a la puerta que daba a la cámara del almirante, dispuesto a esperar.
—Lord Hood está con el general Dundas —le informó el secretario—. No creo que tarden mucho.
Hayden, con el oído libre del eco de los cañones, distinguió la voz del almirante, que conversaba en el interior de la cámara. Aunque se notaba que Hood se esforzaba para contener el tono, tuvo la impresión de que no se dirigía a su invitado con cordialidad.
—Estos tres últimos días faltaba artillería. Ahora son los pertrechos para montar el campamento. Mañana será que la estación no acompaña.
La voz de Dundas era tan suave como la de Hood, pero reflejaba mayor resentimiento.
—No enviaré a mis hombres al campo de batalla sin el respaldo de la artillería necesaria, sólo para saciar su sed de fama —masculló, delatando la cólera que lo embargaba—. Ni pienso enviarlos sin comida o ropa adecuada. Procederemos con la rapidez que nos sea posible, pero la atropellada retirada de Tolón nos ha desorganizado: tenemos las piezas en un barco, la infantería en otro, y los pertrechos… Dios sabe dónde.
—Entérese usted de que no sirvo a mi rey por la gloria que eso pueda reportarme, señor —replicó Hood, cuya ira era igual de palpable, a pesar del tono comedido—. En este momento, mi único objetivo consiste en expulsar a los franceses, antes de que tengan ocasión de fortificar sus posiciones. Me pregunto cuántos hombres perderemos debido a estos retrasos.
—Es más complejo que estibar unos muebles, echar abajo unos mamparos y asomar las bocas de los cañones por el costado —replicó Dundas, alzando un poco la voz.
—¡Desde luego que es mucho más complejo! Tendría preparados a mis marineros para emprender esta expedición en una décima parte del tiempo que le ha llevado al ejército.
—¡Y mire qué resultados dio tanta impulsividad!
—¡No sé a qué se refiere, señor!
—De ningún modo hubiésemos podido defender Tolón. Fue una locura pensar lo contrario.
—Hubiera sido una locura no aprovechar la oportunidad, después de que la flota francesa nos pusiera la plaza en bandeja.
—¡Una flota que sigue surcando los mares y que opera bajo directrices jacobinas!
La discusión se volvió más acalorada, se alzaron las voces, y al final Dundas salió por las buenas de la cámara, se abrió paso entre el espantado personal que atendía al almirante y desapareció. Desde dentro cerraron la puerta con suavidad, y Hayden aguardó. Nadie se atrevía a anunciar su presencia. Transcurrió una hora antes de que el secretario reuniese el valor suficiente para llamar a la puerta.
Cuando acompañaron a Hayden dentro, lord Hood, que se hallaba con las manos cogidas a la espalda mirando el mar incierto por el ventanal de popa, se volvió. Aún parecía enardecido tras la reciente discusión.
—Capitán Hayden —murmuró, contemplando al joven oficial como si fuera de todo punto incapaz de recordar por qué había mandado llamarlo. De pronto se acercó al escritorio y tomó varias hojas de encima—. Me gustaría saber qué opinión le merece esto —dijo, tendiéndoselas. No escapó a Hayden el detalle de que, para tratarse de un hombre de edad avanzada que seguía presa de la ira, lord Hood mantenía el pulso considerablemente firme—. Es del coronel Moore. Léalo con atención; querría que me diera usted su más sincera opinión al respecto.
Hayden se tomó unos instantes para ordenar sus ideas y procedió a la lectura.
Lord Hood:
Según lo ordenado por su señoría, he desembarcado en Córcega y visitado al general Paoli. Lo que sigue es mi informe relativo a los diversos puntos de interés que me fueron confiados por el teniente general Dundas. El primero parece ser la posesión de la bahía Martello, la cual facilitará la seguridad de la flota, y también posibilitará una efectiva cooperación con el ejército cuando se proceda al desembarco de las tropas. Entre las fortificaciones que defienden la bahía figuran una torre de piedra con dos o tres piezas ligeras (de cuatro libras) en punta Martello, y otra similar en Fornali. El fuerte de Fornali consta de una potente batería, situada justo al pie de la torre, y un reducto abierto por la retaguardia, erigido recientemente en una elevación ubicada entre las torres de Martello y Fornali. En dicho reducto hay cuatro cañones de distintos calibres, y 152 hombres de la guarnición de San Fiorenzo protegen la posición. El objetivo de estos cañones es actuar contra los barcos, a pesar de que no tienen la retaguardia cubierta. Si las alturas desde las cuales se domina esta posición fueran ocupadas por piezas enemigas, la posición tendría que ser abandonada. El camino que lleva a esa altura se ha considerado impracticable para los cañones. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de piezas más ligeras u obuses. Adjunto un plan detallado, consensuado con el general Paoli, para efectuar un ataque sobre la posición defensiva de Martello, según el cual se desembarcaría primero a unos quinientos hombres con piezas ligeras de artillería en la punta norte de la bahía, que luego marcharían por un sendero que ya ha sido reconocido, a resguardo de las colinas, hasta un lugar llamado Vechiagia, desde el cual se domina el nuevo reducto y la torre de Fornali, apenas a unos centenares de metros. Una vez la flota garantice la posesión de esta bahía, el general Paoli señala las bahías de Vechia y Nonza, en la cara Este del golfo de Fiorenzo, como puntos adecuados para el desembarco de tropas, provisiones, munición, etcétera.
Nada más desembarcar, el ejército tendrá que avanzar, junto a unas pocas piezas ligeras, una legua tierra adentro.
Seguía una relación detallada de cómo atacar las ciudades de Bastia y Calvi, las cuales Hayden pensaba que caerían con relativa facilidad. Hacia el final del informe, extenso y repleto de detalles nada desdeñables, leyó la opinión que los corsos merecían a Moore, la cual difería por completo de la del general Dundas:
Los franceses y los pocos corsos que los apoyan se ven limitados en sus movimientos a los lugares que he mencionado, debido al cerco que les imponen los habitantes partidarios del general Paoli, los cuales se hacen llamar a sí mismos «patriotas» y tachan a los demás de «jacobinos». Los hombres de Paoli están armados mayoritariamente con piezas de caza, y aportan provisiones y sirven a cambio de nada. Cuando las provisiones se les agotan regresan a sus casas, y son sustituidos por otros que proceden de igual modo. Por tanto, aunque los individuos fluctúan, persiste una fuerza suficiente para interrumpir las comunicaciones del enemigo por tierra. El general Paoli puede mandar en cualquier momento una cantidad considerable de corsos para un servicio particular, aunque él cree que bastaría con dos mil para formar un cuerpo sólido que podría actuar con el ejército. Para que pueda llevarse esto a cabo, necesita que se le proporcionen de inmediato cuatro mil libras, cien barriles de pólvora, además de piedra y munición, y, si es posible, mil mosquetes con sus correspondientes bayonetas. El se encargará de las provisiones, y únicamente desea que cuando se destaque a sus hombres se les entreguen de vez en cuando provisiones, aparte de las fuerzas británicas.
En general, los corsos parecen un pueblo recio y aguerrido, son excelentes tiradores y están muy adaptados al terreno donde deben actuar. Se revelarán particularmente útiles a la hora de ocupar las alturas, desde las cuales podrán vigilar los campamentos e impedir que el enemigo nos sorprenda.
Hayden devolvió la carta a lord Hood, que lo observó con sus ojos tristones.
—¿Qué le parece el plan de Moore?
A pesar del respeto que le inspiraban tanto Moore como Paoli, tenía una objeción que hacer.
—Creo que se trata de un plan excelente, señor, y habría servido a la perfección dado el ambiente que se respiraba en San Fiorenzo la última vez que estuvimos allí.
Hood asintió como si hubiera esperado que Hayden dijese justo eso.
—Hubo retrasos inevitables, algunos al menos: el tiempo, encontrar los cañones, que se estibaron a toda prisa en Tolón, pero también se produjeron muchas… demoras que uno no puede justificar con tanta magnanimidad. ¿Qué cree usted que encontraremos cuando se proceda finalmente al desembarco de las tropas de Dundas?
Al recordar la afirmación de Kochler de que la Armada nunca dejaba pasar la ocasión de dañar la reputación del ejército, Hayden escogió con cuidado la respuesta.
—Los franceses estaban al corriente de la presencia militar inglesa en la isla, señor, así que no creo que dejasen de preguntarse a qué se debía. Habrán reforzado todas sus fortificaciones, para evitar que resulte tan sencillo atacarlos por la retaguardia. Eso es lo que yo hubiera hecho.
—Entonces, este plan, que tanto esfuerzo ha costado a Paoli, Moore y Kochler, no nos asegura la toma de la bahía.
—No, siempre y cuando los franceses hayan procedido como sugiero. El plan ha de ser modificado de algún modo, aunque tengo una fe ciega en Moore. Y no puede decirse que el general Paoli sea precisamente ajeno a los asuntos militares. Esa impresión nos causó a todos.
—¿A que sí? —Hood dio unos pasos, cabizbajo, y luego se volvió hacia Hayden—. Ese viejo canalla sería capaz de apartar a una víbora de su nido. Nunca había conocido a alguien como él. Pero manda la milicia corsa, así que no podemos prescindir de él. Le confieso que tengo escasa fe en estos hombres del ejército, y menos aún en Paoli. Si queremos que los franceses sean expulsados de Córcega, y que no vuelvan en mucho tiempo, la Armada podría verse obligada a entrar en combate… y será mejor que eso suceda antes que después.
Hayden pensó que se trataba de una escena de gran eficacia y orden. Los botes de los barcos transportaban soldados, provisiones o equipajes hasta la costa. Se procedía al desembarco con un suave oleaje y sin adversidades. Tras armar trípodes a modo de grúas, suspendieron los cañones fuera de los botes y los depositaron en carros que recorrían los caminos improvisados con leños tendidos en la blanda arena. Los regimientos 25º y 51º y el real se hallaban al mando de su amigo el coronel John Moore, que procuró recibir a todos los botes a medida que iban llegando a la orilla, así como dirigir el cargamento hacia el lugar asignado en la playa. Setecientos hombres, ciento veinte de ellos marineros al mando de Hayden, formaron ordenadamente por compañías.
El brillante sol del Mediterráneo dominaba el panorama, aunque, al este, un frente nuboso descargaba lluvia sobre las verdes laderas de las montañas. Habían pasado tres semanas desde que abandonase Córcega, acompañado por Moore, para informar a Hood y Dundas, pensó Hayden asombrado. La Armada estaría lista para un ataque en cuestión de horas, si era necesario, aunque había que admitir que todo estaba preparado en los barcos de la Armada Real para pitar el zafarrancho de combate y despejar las cubiertas en un abrir y cerrar de ojos. El ejército no contaba con el lujo de distribuir cada una de sus brigadas en sus respectivos barcos, en lo cual acertaba Dundas.
Entre aquel caos ordenado surgió el mayor Kochler, en el cual la escena no parecía despertar la misma reacción que en Hayden. Se irguió con los brazos en jarras, juzgando el desembarco con evidente severidad. Entonces miró a su izquierda y reparó en la presencia de Hayden.
—¿No sería posible desembarcar en un punto concreto a los hombres y los equipajes en otro? Me gustaría que las brigadas encargadas de desembarcar los cañones no tropezasen cada dos por tres con quienes se ocupan de las vituallas.
Hayden lanzó un suspiro que le sirvió de escaso alivio.
—Sólo ha sido un bote —explicó, señalando un cúter que había en la orilla—. Todos los demás han desembarcado en el punto acordado con anterioridad. —Le disgustó que criticasen su buen hacer. ¡Caramba, Kochler había tenido que reparar en el único bote que había arribado fuera de lugar!
El mayor no pareció impresionado por aquella respuesta, de modo que se puso de nuevo a observar el desarrollo de las labores de desembarco con aparente desaprobación.
—Me contaron que estuvo usted haciendo compañía al general Paoli —comentó Hayden, recordando su decisión de seguir el ejemplo de Moore e intentar cooperar con todos los oficiales del ejército.
—Acabo de llegar… y me acompaña el señor Wickham —respondió Kochler tras haber guardado silencio durante un instante. Miró en derredor y, encogiéndose de hombros, comentó—: No sé adonde ha ido. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Preparado para transportar nuestros cañones colina arriba?
—Uno en cada bolsillo, señor.
—Menudos bolsillos tiene usted, capitán —repuso Kochler, volviéndose hacia él. Y a continuación se alejó caminando por la playa.
—¡Ah, está usted ahí, Wickham! —exclamó Hayden al reparar en el joven, que se apartaba del camino de los marineros que transportaban la bala rasa para los cañones de dieciocho libras—. ¿Qué tal fue la jornada de caza con el general?
Wickham se mostró muy complacido de ver a Hayden y esbozó su característica sonrisa juvenil.
—Muy bien, señor. Siempre agradeceré haber disfrutado de la oportunidad de pasar un tiempo en compañía de ese gran hombre.
—Pues su jornada de caza ha terminado. Voy a ponerlo al mando del desembarco de la pólvora. Procure no saltar por los aires y echar por tierra la elevada opinión que tiene todo el mundo de usted.
—A la orden, señor —respondió el guardiamarina, reprimiendo una sonrisa—. En cuanto la reputación de un hombre se ve dañada, restituirla resulta casi imposible.
A pesar de los esfuerzos de coordinación que hicieron ambos cuerpos, necesitaron la mayor parte de la jornada para llevar a todos los hombres y equipajes hasta la costa. Frustrado, el coronel Moore ordenó a los militares dormir aquella noche con el arma a mano. No había tiendas (pues o bien las habían abandonado en la apresurada retirada de Tolón o bien extraviado), de modo que los hombres durmieron al raso, y afortunadamente hizo una noche muy benigna.
Hayden cenó en compañía de los oficiales del ejército y luego tomó asiento junto al fuego para beber oporto y maldecir entre dientes el humo, que parecía perseguirlo allí donde se sentase.
—Al menos estamos en tierra, preparados para marchar en cuanto amanezca —comentó Moore.
Hayden reparó en que el coronel era incapaz de caer presa del desaliento, pues enseguida hallaba algún motivo que le levantara el ánimo.
Tras excusarse momentáneamente para atender un asunto, a su vuelta captó una charla entre los militares.
—¿Cuenta nuestro plan con el apoyo incondicional del general Dundas? —preguntó Kochler a su compañero bajando el tono, pero traicionado por la quietud de la noche, que permitió que sus palabras llegasen hasta Hayden.
La leña crepitó con fuerza y las chispas se alzaron hacia las frías estrellas. Al comprender que no le habían oído acercarse se dispuso a hacer algún ruido, pero cambió de opinión, consciente de que esto constituía una imperdonable falta de modales.
A la luz de la hoguera, Hayden vio a Moore coger una vara para recolocar algunos leños. Con aquella luz temblorosa, la expresión del coronel se le antojó sumamente pensativa.
—Eso pensaba yo hasta el último momento —respondió al fin, y bajó el tono—, pero anoche, y de nuevo esta mañana, tuve que presionarlo para desembarcar las tropas, porque esgrimía cualquier excusa para evitarlo. Que si el tiempo no era el adecuado, que si había que reconsiderar el plan, que si estábamos seguros de a cuántos hombres ascendía el contingente francés… —Negó con la cabeza—. Pero aquí nos tiene, en tierra. Ahora confiemos en llevar a cabo nuestros asuntos sin mayores demoras.
Hayden pensó que Kochler parecía bastante preocupado por lo que había oído, y también Moore. A pesar de lo mucho que le hubiese gustado revelar la conversación escuchada tras la puerta entre los dos oficiales superiores de los respectivos cuerpos, no se atrevió. No obstante, sintió una leve satisfacción al descubrir que tanto Moore como Kochler compartían la percepción que Hood tenía de Dundas. Cuando se retiró a descansar, cayó en la cuenta de que Moore tenía mayor necesidad de su ayuda de lo que pensara en un principio. No sólo Dundas no apoyaba sus esfuerzos como hubiera debido, sino que, a juzgar por lo oído, se oponía a ellos.
Al amanecer, Moore y Kochler marcharon en avanzada con los regimientos 25º y 51º y el real, mientras en Hayden recaía la labor de dirigir el transporte de las piezas de artillería. El sendero que tomaron los hombres de la Armada, ayudados por el conocimiento del terreno que poseían los corsos, no dejaba de ser un camino de cabras que discurría tortuoso entre bloques de roca irregular y árboles chaparros. Dado que no había manera de lograr tirar de las piezas atalajadas, Hayden se vio obligado a confiar a los carpinteros la labor de improvisar unos tablones a modo de trineos, de los que tirarían los hombres tras ponerse unos arneses, afianzada la posición por barras de metal, de tal modo que avanzaban quince centímetros de distancia, o treinta en el mejor de los casos, por cada tirón. El sendero era tan sinuoso que únicamente unos pocos hombres podían tirar de los cañones a la vez, pues nunca contaban con espacio suficiente para más. No fue posible emplear poleas, a pesar de que de vez en cuando aprovecharon alguna que otra roca para ganar más terreno, lo que facilitaba brevemente aquella labor tan frustrante. Una brigada se adelantó para despejar los arbustos y árboles ayudados de hachas, así como para rellenar las hondonadas y nivelar el terreno donde fuera preciso. Hayden fue de un grupo a otro para dar las instrucciones necesarias, meditar una solución a los problemas que pudiesen surgir y conversar con sus oficiales. Quería que sus hombres se desempeñaran muy bien, para que la reputación de la Armada no sufriese menoscabo alguno. Sin embargo, a la isla de Córcega no parecía importarle lo más mínimo dicha reputación, y amenazaba a cada paso con ponerla en jaque.
Si el sendero se estrechaba entre las rocas, era necesario pasar el trineo por encima de éstas y servirse de recios tacos para tender puentes. Aquí y allá las piedras superaban la altura de un hombre y había que buscar una manera de sortearlas.
Hayden tomó personalmente una barra cuando fue necesario arrimar el hombro.
—Uno, dos, tres… ¡Levantad! —El cañón ganó al terreno unos siete centímetros—. ¡Otra vez!
Cuando Hayden se disponía a meter la barra bajo la pieza, se oyó el estampido de un cañonazo lejano, seguido de un fuego constante.
—Son las baterías de los barcos —dijo uno de los hombres—. Supongo que están atacando la torre de Martello.
Wickham se volvió hacia Hayden y su mirada inquisitiva formuló una pregunta muda.
—Creo que tiene razón. Pero no es asunto nuestro. Ya tenemos una labor de la que ocuparnos.
A última hora de la tarde, Hayden recibió una petición de parte de Moore para reunirse con él en la avanzadilla. Tras confiar los cañones al mando de Wickham y de un teniente de mayor antigüedad, tomó el mosquete y un zurrón y se apresuró a reunirse con el coronel.
No lo encontró con sus hombres, quienes habían alcanzado el lugar previsto para montar el campamento cerca del monte Rivinco, sino, como le señalaron, en una colina cercana, donde él y Kochler escudriñaban las posiciones francesas en la bahía Fornali a través de sendos catalejos.
Pero no fue en eso en lo primero que reparó un sorprendido Hayden, que no pudo evitar mirar hacia la bahía situada ante la torre de piedra de punta Mortella, donde divisó un navío de setenta y cuatro cañones, además de una fragata, que creyó identificar como el Fortitude y la Juno, fondeados de tal forma que pudiesen disparar sin interrupción contra la torre, la cual, con una cadencia muy inferior, respondía al fuego de ambas naves. A esa distancia, no apreció daños en la plaza francesa, y los barcos estaban tan envueltos por el humo de sus propios cañonazos que no había forma de saber hasta qué punto se hallaban tocados. Contempló unos instantes la escena que se desarrollaba en la distancia, incapaz de apartar la vista.
No necesitaba el catalejo para darse cuenta de que las dudas que había expresado a lord Hood habían acabado siendo más acertadas de lo que hubiera deseado. Los franceses no habían desaprovechado las tres semanas de ausencia inglesa, sino que habían reforzado sus posiciones. La pequeña torre que se alzaba sobre la bahía Fornali contaba con aspilleras que miraban en todas direcciones, además de una batería situada a cierta distancia de la edificación. La batería que había al pie de la torre disponía de un mortero y varias piezas nuevas de artillería. Quizá las defensas más cambiadas eran las del reducto de la Convención, emplazado al otro lado de la bahía Fornali, mirando desde la torre, pues tenía la retaguardia protegida y estaba mejor armado. Distinguió a los hombres que trabajaban en la fortificación ante la atenta mirada de los oficiales británicos.
Moore apenas le dirigió más que un escueto saludo. Apretaba la mandíbula con fuerza y estaba muy tenso. Hayden encaró las fortificaciones con el catalejo para verlas con mayor detalle. A cada instante su frustración iba en aumento, y el hecho de haber acertado de pleno en sus previsiones no le supuso el menor consuelo. Sus planes, cuidadosamente trazados, habían quedado obsoletos, debido al tiempo que habían necesitado para organizar el ataque y también dada la energía desplegada por los franceses. Sentía la irrefrenable necesidad de hacer algún comentario acerca de la incapacidad de Dundas.
—Voy a confiar en sus opiniones, más versadas en la guerra terrestre, materia que no es mi especialidad, pero da la impresión de que nuestros planes no van a ofrecer los resultados previstos. ¿Me equivoco? —preguntó a Moore.
—Está totalmente en lo cierto. Estas posiciones son demasiado fuertes para nuestras escasas fuerzas, un obús y una pieza de seis libras. ¿Qué opina usted, Kochler?
El mayor se sentó en una piedra y bebió un trago de agua.
—Tendría que maldecir a estos condenados franceses, pero en este caso nosotros somos los únicos culpables —admitió, alzando la vista hacia Moore con frustración contenida, puede incluso que cólera—. Necesitaremos de todos nuestros hombres, y aun así no sé cómo lo haremos.
—Escribiré al general Dundas para ponerlo al corriente.
—Sería preferible que desembarcara y pudiera apreciar la situación en persona, siempre y cuando podamos convencerlo de ello —sugirió Kochler, incapaz de disimular su preocupación—. Quizá eso le sirva de acicate.
—Le escribiré a tal efecto en los términos más duros posibles. No contamos con las provisiones necesarias y habrá que desembarcar y transportar más alimentos.
—Me encargaré de ello —atajó Kochler.
—Ya no será necesario adelantar los cañones a posiciones avanzadas, donde no servirían de nada —dijo Moore a Hayden.
—¿Ordeno llevarlos de vuelta a la playa?
—Me temo que debo responderle afirmativamente. Sin embargo, sepa usted que no es nuestra intención mostrarnos desagradecidos ante sus esfuerzos, Hayden.
Antes de regresar junto a sus piezas de artillería, encaró con el catalejo la torre y las dos embarcaciones inglesas. Más allá distinguió los transportes y los demás barcos fondeados, ocupados aún en el desembarco de hombres y equipajes. Hubiese preferido hallarse a bordo de su fragata, disparando a la torre, pero recordó que al menos en aquel puesto tenía cierta capacidad de decisión, lo cual no podía decirse de muchos oficiales de marina.
Anduvo de vuelta junto a sus hombres, preguntándose por la aparente renuencia de Dundas a desembarcar. Estaba acostumbrado a las tradiciones y deberes de la Armada, de modo que esa aversión se le antojó peculiar. Era evidente que tanto Moore como Kochler se hallaban capacitados, pero aun así, cuando las flotas batallaban, los almirantes formaban con sus barcos parte de la línea de combate y se situaban de pie en el alcázar, en compañía del resto de los oficiales.
Lo que quedaba de la jornada lo dedicaron a cargar los «condenados» cañones de vuelta a la playa, adonde lograron llegar Hayden y sus marineros pasada la medianoche. Una vez allí, se sentaron en la arena y no tardaron en quedarse dormidos. El propio Hayden cayó presa de un estupor que le impidió despertar hasta que el sol estuvo en lo alto, y en sueños oyó el lejano estruendo de los cañones.
Se apoyó en un codo y, con las manos sucias, se frotó los ojos, lo que le provocó un intenso escozor que por suerte no duró más que unos instantes. El ejército se había puesto en marcha, se preparaba los alimentos y se consumían de forma ordenada. Sus propios hombres no se mostraron tan ufanos, y para ser honestos se los veía exhaustos y faltos de sueño. Sin embargo, formaron por brigadas y se dispusieron a romper el ayuno, mientras tenientes y guardiamarinas se esforzaban por poner un poco de orden en lo que de otro modo se hubiese convertido en un caos. Fuera del barco y de las rutinas conocidas, los marineros parecían extraviados.
—Hay noticias, señor —anunció Wickham, que se presentó con una taza de un líquido oscuro que olía vagamente a café—. El Fortitude y la Juno se vieron obligados a alejarse de la torre, capitán. El Fortitude sufrió un incendio a bordo debido a una bala al rojo, y ha perdido a más de sesenta hombres. La Juno no sufrió tantos daños, pero también se alejó del alcance de las defensas enemigas. En cambio, la torre apenas ha sufrido menoscabo. —Wickham tomó asiento en un taburete—. No contaba con que tendrían un hornillo para calentar la bala, señor, pues antes no se había producido en la isla algo semejante.
—Está claro que los franceses se hallaban mejor pertrechados en esta ocasión —comentó Hayden, mirando a los soldados, algo incómodo ante el fracaso de la gente de la Armada. Luego tomó un sorbo de café, que se le antojó más amargo de lo que esperaba.
Tras un desayuno espartano, recuperó el catalejo y se apresuró en dirección a la colina desde la cual se divisaban las posiciones enemigas. Como había previsto, encontró a Moore y Kochler, acompañados por algunos oficiales, atentos todos a la torre de Mortella. El humo se alzó desde una colina baja situada tras la edificación, y un fragmento de piedra y yeso saltó por los aires en la fortaleza.
—Han emplazado una batería en tierra —dijo Hayden, y al punto cayó en la cuenta de que había manifestado una obviedad.
—Sí, y la verdad es que no sirve de mucho —comentó Moore—. Nuestra única ventaja reside en el hecho de que, aunque nuestros cañones apenas infligen daños, los franceses no pueden apuntar sus piezas para responder al fuego, lo que supone cierto consuelo.
—¿Accedió el general Dundas a desembarcar? —preguntó Hayden.
—Esperamos que llegue esta misma mañana —respondió Kochler—. Si le mostramos a usted una posición no muy alejada de este lugar, capitán, ¿sería capaz de decirnos si cree que podrían subirse allí cañones de gran calibre?
—¿Qué entiende usted por «gran calibre», mayor?
—Dieciocho libras.
—¿Cañones de la Armada de dieciocho libras? —inquirió un sorprendido Hayden.
—El ejército no cuenta con estas piezas en su arsenal —le recordó Kochler.
—Andar a cuestas con un obús y un cañón de seis libras en un terreno tan escabroso y olvidado de la mano de Dios nos resultó una labor casi imposible. —La idea de transportar siquiera al pie de la colina una pieza de dieciocho libras, por no hablar de subirla a la cima, le parecía absurda, dado su enorme peso. No obstante, su orgullo profesional acalló las objeciones más obvias que se le ocurrieron—. Pero no perdemos nada por echar un vistazo.
Aunque no fue una caminata larga, lo escarpado del terreno dificultó el avance, así que tardaron un rato en cubrir los ochocientos metros que los separaban del lugar. Un risco de piedra parda era el lugar escogido para emplazar la batería.
—Es perfecto —murmuró Moore.
Tras haber cargado con las piezas el día anterior por el sendero que había tras el risco, Hayden no ignoraba que las cuestas eran muy pronunciadas, escabrosas, y si ya suponían un obstáculo arduo para cualquiera que se dispusiera a ascenderlas sin ir cargado, era impensable conseguirlo con piezas que pesaban cerca de cuatro mil libras inglesas. Un fuego graneado dirigido desde esa posición no tardaría en ahuyentar a todos los franceses del reducto de la Convención o las baterías de Fornali. Costaba imaginar que pudiesen elevar los cañones para responder al ataque, pero, aunque lo hicieran, las piezas inglesas los destruirían en un abrir y cerrar de ojos.
—Ochocientos metros —calculó Moore, contemplando el reducto con el catalejo—. ¿Está usted de acuerdo, Hayden?
—Sí.
Hayden dio la espalda al paisaje de la bahía de San Fiorenzo y anduvo hasta la cresta. Al norte encontró un promontorio desde el cual pudo inspeccionar la mayor parte del extenso y curvo lomo de la colina. A ese lado de la bahía el terreno era uniforme, formado por una ubicua piedra parda y gris salpicada de liquen, buena parte de ella desgajada de la madre roca y esparcida en bloques. Por encima se extendía aquí y allá una capa de arrayán y otros arbustos. No era de extrañar que los franceses, y también los genoveses antes que éstos, hubiesen cedido las montañas interiores y la costa occidental a los lugareños. Mover tropas en un terreno tan escarpado resultaba prácticamente imposible, y las emboscadas estaban a la orden del día.
Habría sido mejor si la cuesta hubiese sido más pronunciada, porque en tal caso podrían haber largado cables para halar de los aparejos y los cabos y subir las piezas, igual que hicieran sus hombres el día anterior. Sin embargo, aquella pendiente no permitiría repetir la operación, puesto que cualquier aparejo que armaran no disfrutaría de la altura necesaria para que los cañones no se arrastrasen por tierra en todo momento.
—¿Qué opina, capitán? —preguntó Moore, acercándose al promontorio en que se encontraba acuclillado Hayden.
—Ahí abajo, a la izquierda, hay una hondonada poco profunda y ancha —dijo, señalando—. ¿La ve? Quizá «hondonada» no sea el término adecuado. Es el único sitio que no es claramente impracticable; mejor dicho, que probablemente no lo sea. Me acercaré a comprobar qué puede verse desde allí. —Se volvió hacia Moore—. ¿Podría hacerse sin cañones?
—¿Ha visto los efectos de la metralla a corta distancia? —repuso el coronel tras reflexionar un instante.
—Sí.
—Entonces sabrá que las pérdidas de vidas serían considerables, pero aun así no estoy seguro de que sea posible conquistar las posiciones francesas.
Hayden asintió.
—Iré a echar un vistazo. Si está dentro del alcance de nuestras fuerzas y nuestra resistencia, se intentará.
—Gracias, capitán. Lord Hood no se equivocó con usted —repuso Moore, dedicándole una leve reverencia—. Hablaré con el general.
Cuando se quedó a solas, Hayden bajó a buen paso la pendiente en dirección a la hondonada. A izquierda y derecha el terreno era intransitable. No había forma humana de subir por ahí una pieza de cuatro mil libras de peso. Los hombres carecían de la fuerza necesaria y correrían el grave peligro de que el cañón se les escapara de las manos.
Bajó la pendiente en zigzag, examinando cada palmo de terreno. El barranco propiamente dicho era una torrentera muy poco profunda, de unos treinta metros de anchura, y, aunque cubierto de vegetación rala, no resultaba más impracticable que cualquier otra parte de Córcega que conociera. Si bien no dio con el nombre de la roca que formaba esos cerros, estaba claro que había sufrido la erosión del paso de los años al punto de que había salientes dentados y todas las superficies mostraban indicios de desgaste. Se volvió hacia la ladera, momento en que su ánimo desfalleció.
—Malditas sean estas condenadas colinas, ¿por qué los del ejército insisten tanto en cargar con los cañones? —murmuró.
Siguió descendiendo, lo que incluso sin llevar carga resultaba arriesgado, tanto que se vio obligado de vez en cuando a sujetarse con las manos. La vegetación era tan firme que la usó de asidero sin que le preocupase lo más mínimo la posibilidad de arrancarla.
Cuando llegó al fondo de la hondonada, se volvió de nuevo para contemplar la ladera. Entonces vio a Moore a mitad de descenso entre las rocas con la mirada clavada en el terreno que pisaba. Al cabo de un cuarto de hora alcanzó a Hayden, que se había sentado en una piedra y escudriñaba catalejo en mano la cara posterior de las colinas.
—¿Qué le parece, capitán? —preguntó Moore en cuanto se reunió con él—. ¿Lo ve factible?
—Debo serle sincero, coronel. No creo que pueda hacerse. —Hayden se quitó el sombrero y se enjugó con un pañuelo el sudor de la frente—. Sin embargo, estoy dispuesto a intentarlo, a pesar de que dudo mucho que sirva de algo. —Moore tomó asiento a su lado y contempló la ladera—. Hay un motivo que explica el hecho de que los franceses no hayan ocupado las colinas —comentó Hayden—, ni hayan construido sus fortificaciones de tal modo que estén protegidas de ese flanco; creen que ningún ser humano sería capaz de transportar los cañones a tales alturas.
Moore lo miró con expresión de absoluta sinceridad.
—Espero que pueda demostrar usted lo errado de su opinión, capitán. Salvaría muchas vidas entre mis hombres, por lo cual le quedaría eternamente agradecido.
—Le diré algo, Moore: conozco a mi tripulación. Se partirá la espalda antes de ceder.
Moore volvió a esbozar un gesto de agradecimiento.
—Vamos a buscar a Kochler. Cree que podría haber encontrado una segunda posición para emplazar los cañones. No es tan perfecta como ésta porque se halla más alejada, pero es de más fácil acceso.
—Querría examinar antes esta ladera. Estoy seguro de que descubriré más impedimentos al subirla que al bajarla.
—Lo acompañaré para que pueda contar con una segunda opinión.
El ascenso no sirvió para hacerle cambiar de parecer. Cada metro recorrido se antojaba más intransitable que el anterior. Para cuando alcanzó la cima, tuvo la sensación de haber mostrado un exceso de confianza en sus propios cálculos. Únicamente un milagro les permitiría salir bien parados.
Recorrieron la cresta siguiendo los pasos de Kochler, cuya casaca roja distinguieron en la distancia, recortada contra el polvoriento paisaje.
—Este terreno es muy escabroso. Lograr que los hombres se desplacen por él de forma ordenada constituirá uno de nuestros mayores problemas —aseguró Moore—. Orquestar un ataque sorpresa, moviéndose tan despacio, será prácticamente imposible.
—He observado que los corsos no acusan esta desventaja tanto como nosotros —comentó Hayden, sin saber si estaba en lo cierto o tan sólo se trataba de una falsa impresión.
—También yo lo he visto —admitió el coronel—. Tengo que hablar con ellos para que me expliquen cómo lo hacen, ya que nos sería de gran ayuda.
Alcanzaron a Kochler en la irregular cresta de una colina. Se disponía a descender al valle, donde un arroyo penetraba en una pequeña ensenada, separado del mar por una playa de arena.
—Ahí casi tenemos una rampa natural de la que servirnos —dijo Moore, señalando colina abajo.
Kochler asintió.
—He pensado lo mismo. —Se volvió para mirar las fortificaciones que había en torno a la bahía Fornali—. Está claro que no nos hallamos a más de mil metros, y a esta altura los cañones de dieciocho libras podrían cubrir esa distancia.
—¿Está de acuerdo, capitán? —preguntó Moore.
Era difícil calcularlo. A Hayden se le daba mucho mejor medir la distancia en el agua, a pesar de que la cifra de Kochler le pareció bastante aproximada.
—Sí, no más de un kilómetro.
Moore miró la ladera que había a sus pies. Un triángulo verde de vegetación se extendía abruptamente desde la ensenada. A la derecha había un risco escarpado.
—Si fuésemos capaces de traer los cañones a esta altura, no sé dónde podríamos emplazarlos, y resultaría difícil superar este último trecho aun sin ir cargados con piezas de artillería.
—Los ingenieros tendrían que construir una plataforma… aquí —señaló Kochler—. ¿Ése de ahí es el Viejo Pivote? —preguntó, llamando a Dundas por su apodo, al tiempo que encaraba con el catalejo un punto no muy lejano.
Una compañía compuesta por corsos y soldados ingleses recorría a paso vivo el mismo sendero por el cual Hayden transportara los cañones el día anterior. Le sorprendió lo rápido que se desplazaban libres de semejante carga.
Moore confirmó que se trataba de su oficial al mando, y los tres echaron a andar para reunirse con Dundas, que sin duda había desembarcado a petición del coronel. No había un camino directo para descender desde aquella altura, de modo que fue una suerte que uno de los miembros de la escolta de Dundas reparase en su presencia.
Al cabo de una hora caminaban de nuevo colina arriba, con el teniente general David Dundas a remolque. A sus cincuenta y nueve años, a pesar del pelo entrecano y el evidente cansancio, remontó la colina a paso lento pero constante hasta la cima. Allí, sin aliento, necesitó un momento para recuperarse, y luego siguió a los demás al punto ideal para el emplazamiento de los cañones. Moore le expuso los motivos por los cuales podía considerarse que la situación había cambiado en los alrededores de Fornali, todo ello mientras las baterías inglesas retumbaban en la distancia y continuaba el cañoneo de la torre Mortella.
Hayden, al observarlo encarar cada saliente o aspillera, cada batería, una tras otra, tuvo la impresión de que Dundas estaba enfermo. Una vez completada la inspección, contempló las posiciones francesas sin decir una palabra, mientras los oficiales bajo su mando aguardaban su opinión.
—¿Quizá podríamos bombardearlos desde el mar? —preguntó finalmente con escasa convicción.
—Coincidimos con el capitán Hayden en que las baterías están bien fortificadas para defenderse de un ataque naval y podrían soportar un fuerte castigo, sin que eso les impidiese responder al fuego y causar más daño del que recibieran. Ayer pudimos apreciar los daños sufridos por el Fortitude y la Juno.
Dundas asintió, consciente de que su propuesta no era nada excepcional, a pesar de que quizá hubiera contado con que sus dos oficiales compartiesen su criterio, aunque Hayden sospechaba que ambos estaban cada vez menos dispuestos a confiar en su general.
—Hemos hallado dos posiciones excelentes en las alturas, puntos ventajosos donde podríamos emplazar nuestras baterías —sugirió Moore.
—¿Y hay algún camino por el que transportar sus cañones hasta dichas posiciones elevadas, coronel Moore?
—No, señor, pero el capitán Hayden cree que podría lograrse, a pesar de todo —repuso el coronel mirando al marino, algo incómodo por haber tergiversado un poco la opinión del oficial de la Armada.
Sin embargo, a Hayden no le cupo duda de que Dundas jamás permitiría que el intento se llevase a cabo, salvo que se le asegurara repetidas veces las posibilidades de éxito.
El general siguió escudriñando la costa, donde la bandera tricolor ondeaba a merced de la suave brisa. Hayden pensó que Moore iba a repetirse, creyendo quizá que Dundas no lo había escuchado, cuando éste asintió y dijo:
—En tal caso, echemos un vistazo a esas posiciones.
Por segunda vez aquel día ascendieron por las colinas hasta la primera de las posiciones propuestas.
—Sin duda se trata de una ubicación excelente —admitió Dundas—, pero estamos hablando de piezas de dieciocho libras… —Obviamente dudaba de la viabilidad del proyecto.
Después lo acompañaron por la ruta propuesta para el transporte de los cañones hasta la cresta, lo cual lo exasperó un poco.
—En el transcurso de diversas campañas he presenciado intentos de subir piezas de artillería a semejantes alturas, muchas de las cuales no tenían un acceso tan difícil. Casi sin excepción tales esfuerzos fracasaron. —Se volvió hacia sus oficiales—. Lo que me proponen es sencillamente inviable, Moore… Eso motivó a los franceses a no ocupar estas colinas. Es imposible emplazar cañones aquí.
—Señor, ya ha comprobado usted cuánto han reforzado los franceses sus posiciones —observó Moore, tratando de razonar con su superior—. Un asalto frontal supondrá un coste elevado en vidas, y el éxito no está asegurado. Podríamos fracasar en nuestro empeño de emplazar aquí las piezas, pero al menos eso no conllevará bajas humanas, tan sólo nos retrasaremos un poco mientras la Armada lo intenta.
—No ha compartido usted su opinión con nosotros, mayor —comentó Dundas, volviéndose hacia Kochler con aire muy poco complacido, en lo que Hayden supuso que no era más que un modo de postergar la toma de decisión.
Kochler titubeó. Hayden pensó que se mostraría de acuerdo con Dundas, debido a la escasa fe que tenía en la capacidad de los hombres de la Armada.
—Opino que deberíamos permitir que la Armada lo intentara —respondió—, pero que habría que responsabilizarles enteramente tanto del éxito como del fracaso de la empresa. Es necesario que el almirante lord Hood sea consciente de ello.
La sorpresa de Hayden se vio enturbiada por el resentimiento y el disgusto. Por un instante se había preguntado si Moore había conspirado con Kochler al respecto, pero se resistió a creer tal cosa del coronel. De hecho, Hayden había comprometido a la Armada en una tarea prácticamente imposible, y el éxito de las operaciones en la bahía de San Fiorenzo dependía de ello. Si fracasaba en llevar los cañones hasta aquellas posiciones elevadas, el ejército podría alegar que las posiciones francesas no podían ser asaltadas sin apoyo artillero, de modo que toda la culpa recaería en la Armada… De hecho, en el propio Hayden, lo que malograría la buena opinión que Hood tenía de él.
—Si la Armada ha aceptado la responsabilidad… —repuso Dundas visiblemente animado ahora, a pesar de que ni siquiera así estuvo dispuesto a pronunciarse.
—Quizá deberíamos dejar que el capitán Hayden evaluase las posibilidades, mientras nosotros comentamos a solas las actuales circunstancias —sugirió el coronel.
Los oficiales se retiraron al campamento de Moore, mientras un Hayden enfadado permanecía en la cima. Frustrado, se dispuso a examinar de nuevo la ladera por la cual había propuesto subir los cañones.
—Bueno, ya está —se dijo. Si fracasaba, sus esperanzas de que Hood le concediese un ascenso a capitán de navío se verían truncadas. Entonces se preguntó si estaría convirtiéndose en una de esas personas que anteponen el éxito de su carrera por encima de todo. ¿Y Córcega y las esperanzas de Paoli? Pero el ejército había dado pie a una situación en que fracasaría casi con toda certeza, dando al traste así con todas sus expectativas, tanto las inglesas como las corsas—. Malditos sean —masculló, pensando en Kochler y Dundas.
Emprendió lentamente el camino de vuelta al campamento, deseando por encima de todas las cosas que Dundas no permitiese llevar a cabo la empresa, al mismo tiempo que se preguntaba si su nuevo «amigo» Moore lo habría traicionado astutamente.
En ese momento, el cañoneo, incesante a lo largo de toda aquella jornada, cedió de pronto a un ominoso silencio. Volviendo sobre sus pasos, encaró con el catalejo la lejana torre. Una densa nube de humo se alzaba hacia el cielo azul.
—Es una torre de piedra —murmuró—. ¿Es posible que esté ardiendo?
No parecía haber otra explicación que justificara tal humareda, y obviamente los hombres que había en el interior tendrían que rendirse o asfixiarse. Al empezar a bajar la ladera, vio a Moore subiendo apresuradamente.
—Han cesado el fuego —dijo el coronel con un tono que amagaba una interrogación.
—Sí —afirmó Hayden, que aunque seguía molesto trató de mostrarse cortés—. Parece que la torre, o algo que haya dentro, se ha prendido fuego. —Y señaló el humo que se alzaba sobre la loma.
—¡Cualquiera diría que estaba llena de paja! No imagino por qué arde de esa manera.
Hayden asintió, a pesar de que cada vez se sentía más resentido.
—Quiero que sepa, capitán, que el hecho de que Kochler depositara toda la responsabilidad del éxito o el fracaso de nuestra empresa en hombros de la Armada constituyó para mí una sorpresa, tanto como para usted, y créame si le digo que deploro lo sucedido —dijo el coronel, dando la espalda a la torre y mirando fijamente a Hayden, con tal sinceridad que éste pensó que aquel hombre decía la verdad.
—Nunca fue mi intención comprometer los recursos de la Armada Real en esta empresa, pues sólo lord Hood tiene potestad para ello. Únicamente me limité a señalar mi predisposición para intentarlo. Si Dundas transforma mi disponibilidad en una oferta, me veré en un auténtico brete ante mi oficial al mando.
—Hablaré con el general y expondré su situación de modo inequívoco. Es muy injusto depositar el éxito de nuestra empresa sobre sus hombros, pues es un peso que debemos repartirnos entre todos.
—Gracias, Moore.