Desde el mar, Córcega se veía verde y hermosa, y los picos de sus montañas estaban espolvoreados de nieve que reflejaba el coral y el dorado del cielo al amanecer. La fragata Lowestoffe navegaba con viento franco rumbo a la costa septentrional de la isla, y Hayden se encontraba solo en el pasamano, sintiendo un extraño vacío en el estómago. Si hubiesen sido tiempos de paz, aquella isla le habría parecido idílica, romántica incluso, vista con las primeras luces de la mañana. Pero aquel día a lo sumo se le antojó enigmática, amenazadora si uno sopesaba las peores posibilidades.
—¿En qué piensa, capitán Hayden? —preguntó Moore, cuya casaca roja hacía juego con los tonos del cielo, situándose a su lado.
—No esperaba encontrar nieve.
—Tengo entendido que sólo nevó en los picos más elevados de las montañas del interior. No debería preocuparnos.
—Eso supone cierto alivio.
—¿Ha estado estudiando las cartas y los mapas?
Hayden asintió.
—Puesto que necesitamos un fondeadero desde el cual desembarcar nuestras tropas, tengo la impresión de que San Fiorenzo serviría. La costa occidental de la bahía está bien fortificada, pero una vez que los franceses sean expulsados de allí, creo que la fortaleza en la orilla oriental capitulará tras una breve resistencia.
Moore asintió agradecido.
—Sí, Bastia y Calvi serían más difíciles de bombardear, pero San Fiorenzo requerirá de los esfuerzos coordinados del ejército y la Armada. —Titubeó antes de proseguir—: ¿Cree usted que nuestros superiores serán capaces de hacer causa común? ¿O tomará este asunto el derrotero de tantos otros en los que nuestros cuerpos se vieron obligados a colaborar? —preguntó, sin negar el motivo de tales dificultades, algo que Hayden aprobó.
—Confiemos en que podamos hacer causa común, Moore, sin discutir ni estorbar los esfuerzos de la otra parte.
—Sí, por supuesto. Veamos qué pasa. —Moore se volvió hacia él—: Es importante evitar por todos los medios que nuestros amigos se nos pongan en contra.
—En tal caso, estrechémonos la mano por ello.
Y ambos se dieron la mano con firmeza.
—¿Le había contado que Graham, mi hermano, pertenece a la Armada? —preguntó Moore.
—No, no me había comentado nada. ¿Graham Moore?
—El mismo.
—Nos conocimos hace unos años en Halifax. Creo que me contó que tenía un hermano llamado Jack.
—Así se me conoce en la familia —afirmó el otro, sonriendo—. La Armada es amplia y pequeña a la vez, ¿no le parece?
—En efecto. —Que tuviera un hermano en la Armada lo explicaba todo. Hayden sintió que la leve desconfianza que le había inspirado aquel hombre se esfumaba por completo, como si ambos fuesen casi hermanos.
La falúa del capitán surcó un oleaje que no impedía apreciar el fondo marino a través de sus aguas cristalinas. Île Rozza, que de hecho era una península, se extendía entre las posiciones francesas de Calvi y la bahía de San Fiorenzo, y al parecer se hallaba bajo el control del general Paoli. Tanto Moore como Hayden esperaban que así fuera, porque también cabía la posibilidad de que el anciano general hubiera descrito engañosamente hasta qué punto controlaba la isla, para que expulsar a los franceses pareciera más sencillo de lo que en realidad sería. Lo cierto es que sin la ayuda británica, que se traducía en la aportación de cañones, pólvora y soldados, jamás lo lograría.
En la costa se sucedían los acantilados erosionados, los bancos de rocas y las playas de arena, playas que, junto a la embocadura de los ocasionales arroyuelos, constituirían puntos de desembarco ideales, y si el mar estaba en calma, algunos bajíos de piedra monolítica les serían de ayuda. Las mareas del Mediterráneo son casi inapreciables, lo que simplificaba considerablemente la situación. Cuántas veces había oído hablar de ejércitos que pedían ser desembarcados en momentos propicios, pero habían visto arruinados sus planes a causa de fuertes mareas.
El barco dobló una punta rocosa, y una pequeña bahía se abrió ante ellos, justo el punto de desembarco que habían escogido. Hayden divisó una multitud congregada en la playa, pero la distancia no permitía vislumbrar los detalles.
—Wickham, ¿tiene a mano el catalejo?
—Lo siento, señor —respondió el joven—, pero está empaquetado.
Cuando Moore, sir Gilbert, el mayor Kochler, Wickham y él mismo se habían acomodado en la falúa, a nadie se le había ocurrido tener un catalejo a mano, descuido que casi resultaba más gracioso que desconcertante.
—Y nosotros nos consideramos soldados profesionales —dijo Moore sonriendo y negando con la cabeza.
Los remos se hundían en la mar cristalina, y al emerger trazaban sendos arcos en el aire mientras las ondas concéntricas se extendían en la superficie. La falúa avanzaba rítmicamente, era empujada y se deslizaba, era empujada y se deslizaba.
Wickham se levantó de pronto para otear la costa.
—Señor… Esos hombres parecen vestir el uniforme nacional francés.
—¿Está seguro? —Hayden se puso de pie también, pero no poseía una vista tan aguda como Wickham.
Kochler rebuscó en el equipaje y sacó un catalejo con que encaró la costa. Hayden supuso que no era alguien muy dado a blasfemar, pero se le escapó un juramento antes de tender el catalejo a Moore, que a su vez se lo ofreció a sir Gilbert. Ambos confirmaron que Wickham se hallaba en lo cierto. Antes de que sir Gilbert pudiera pasar el catalejo a Hayden, Kochler pidió que se lo devolviera.
Hombres que vestían de forma similar empezaron a aparecer a lo largo del risco a su derecha, para alarma de todos los de la falúa, puesto que aquéllos además empuñaban mosquetes.
—Pero teníamos que reunimos aquí con los representantes de Paoli… —protestó sir Gilbert.
—Ya es tarde para intentar algo —aseguró Moore con notable ecuanimidad—. Si nos damos la vuelta estaremos a su merced.
Puesto que la retirada resultaba imposible, nadie disintió.
Wickham dirigió una mirada inquieta a Hayden, como si su mitad francesa pudiese permitirle interceder en su favor.
—¿Qué cree usted que nos harán? —preguntó en voz baja.
—Los franceses no son salvajes. No nos maltratarán —contestó Hayden, que aunque creía que probablemente fuese cierto, al imaginarse prisionero durante meses, años incluso, lo embargó una incontenible frustración. Justo acababa de topar con un oficial superior que parecía dispuesto a creer en sus habilidades, cuando casi de inmediato iba a encontrarse encerrado en una prisión francesa. ¡Menudo fiasco!
Los ingleses guardaron silencio mientras la embarcación se acercaba a la playa. Hayden observó a los hombres de la orilla, en busca de indicios de sus intenciones, pero éstos ni mostraban hostilidad ni daban muestras de darles la bienvenida. Su opaca actitud resultaba exasperante. Moore miró a Hayden, sin duda pensando lo mismo.
Antes de alcanzar la orilla, Hayden se acercó a la proa, pasando junto a los remeros, esperando que este acto no fuese malinterpretado por los franceses, pero a éstos no pareció importarles en ningún sentido. Cuando la proa del bote encalló en la arena, saltó por la regala al agua, que le llegó a los tobillos.
—Viva Paoli, la patria e la nazione inglese! —gritó entonces uno de los supuestos franceses levantando el mosquete y efectuando un disparo al aire. Los demás lo imitaron, prorrumpiendo en vítores. Y el aire se colmó de un humo acre.
Hayden se volvió hacia sir Gilbert y los demás, que suspiraron aliviados. Sir Gilbert se soltó de la regala y, procurando que nadie se percatara de ello, flexionó los dedos entumecidos.
Los corsos se acercaron y los ayudaron a arrastrar la falúa unos metros playa adentro, para que sir Gilbert y el resto pudieran desembarcar en la arena. De pronto, los corsos, que tan serios se habían mostrado, eran pura animación, sonrisas y parloteo. Dispararon de nuevo al aire y pronunciaron hurras como solían hacerlo los ingleses. Unos lugareños llevaron el equipaje de los recién llegados tierra adentro, y ninguno de ellos quiso ayuda de los ingleses.
—El señor Leonati viene hacia aquí para recibirlos —informaron.
—¿Quién es el señor Leonati? —preguntó Hayden, complacido al comprobar que entendían su italiano y, también, que él comprendía la mayoría de lo que le decían, siempre y cuando su interlocutor no hablase atropelladamente.
—El sobrino del general. Del general Paoli.
—¿Y dónde está el general? —quiso saber sir Gilbert, cuya soltura con el italiano rivalizaba con su dominio del francés.
—No muy lejos. No demasiado lejos.
Aunque el general Paoli se encontraba «no demasiado lejos», lo cual en millas inglesas era cierto, tardaron en reunirse con él lo que quedaba de aquella jornada, así como la siguiente y la mitad del tercer día. La dificultad del terreno era una constante, y Hayden tuvo la impresión de que recorrían una isla polvorienta, seca, salpicada de matorrales y árboles retorcidos; un terreno aliviado en ocasiones por valles profundos donde los riachuelos reverdecían el paisaje reseco con serpenteantes y angostas franjas. Se preguntó si habría un lugar en toda la isla donde la roca no asomase por la tierra. Al comentárselo a sir Gilbert, le sorprendió la respuesta.
—En la costa oriental hay un llano muy fértil. Y en lo alto de las montañas se encuentran zonas donde el terreno es húmedo y se halla cubierto de helechos muy altos, y también de pinos. Se trata de un paisaje mucho más variado de lo que nos revela nuestra limitada visión.
Durante el viaje, las serpientes asomaban silbando entre las matas y, con idéntica rapidez, desaparecían, pero los lugareños aseguraron a los visitantes que no eran venenosas, y lo cierto es que apenas les prestaban atención. Más numerosas que las serpientes eran las salamandras, más pequeñas que la mano de un hombre, que tomaban el sol en los salientes rocosos y de las que Hayden pensó que no tardarían en caer presa de las sierpes.
—¿Por qué irán vestidos de franceses? —inquirió Wickham, y Hayden se volvió hacia el corso que tenía más cerca para resolver la duda.
—¡Ah! —respondió al joven—. La mayoría de la gente llevaba el uniforme nacional francés cuando los franceses controlaban la isla, y para economizar siguen haciéndolo, a pesar de que me han dicho que no es una buena idea, pues más de una vez, en las escaramuzas, tomaron a alguien por un francés y el pobre incauto fue víctima del fuego amigo.
—¿Siguen los franceses campando a sus anchas por la isla? —preguntó Wickham—. Me explicaron que se habían visto obligados a refugiarse en un puñado de plazas fuertes repartidas a lo largo de la costa.
—Eso nos han contado también a nosotros. Pero no sabemos si es del todo cierto… —respondió con tono discreto Moore, que había escuchado la conversación, y se encogió de hombros.
Hayden reparó en que durante el trayecto habían ido despachándose constantemente avanzadillas que, en ocasiones, regresaron para informar de lo que encontraban en el camino. También se habían desplegado modestas compañías en las alturas, de modo que condujeron a los visitantes por senderos que serpenteaban a través de los valles. Se veían a menudo al descubierto, expuestos en lo alto de las colinas o los riscos, y cuando eso sucedía, los corsos apretaban el paso.
A Hayden le preocupaba que el terreno fuese demasiado escabroso para sir Gilbert Elliot, el cual debía de superar en dos décadas la edad del resto. Sin embargo, no tardó en olvidar sus aprensiones, pues Elliot había asegurado que a menudo daba largos paseos, lo que resultó cierto. Al igual que sucedía con John Moore, los modales del diplomático eran muy refinados y era un hombre muy leído. Mientras caminaban fue pronunciando los nombres de las plantas que veía, tanto en su nomenclatura latina como en la común, y de vez en cuando arrancaba alguna hoja para examinarla y mostrarla a sus acompañantes.
—¿Ven? Juniperus oxycedrus. —Partió la hoja en dos e insistió en que los demás inhalasen el aroma—. Y esto es arrayán —comentó, arrancando una hoja para que todos la vieran—. La torre francesa que hay en la bahía de San Fiorenzo se alza en punta Mortella, que en nuestra lengua equivaldría a punta Arrayán.
Si algo enturbiaba el excelente carácter de sir Gilbert era que sentía que sus conocimientos eran superiores a los del prójimo, lo cual disimulaba haciendo gala de unos modales impecables y una modestia que cultivaba con denuedo.
Poco después del mediodía de la tercera jornada en la isla, llegaron al Convento de los Recoletos, abandonado desde la Revolución y cuyos muros, con centinelas corsos apostados en gran número, asomaban tras los árboles. En cuanto supieron de la llegada de los ingleses y su escolta, vitorearon con fervor. Era el mayor edificio que había visto Hayden en Córcega, antiguo pero bien conservado, a pesar de los años que llevaba en desuso. Los visitantes confiaron las mulas a mozos bien dispuestos, cuyos ojos oscuros miraron de hito en hito a la comitiva. Hayden tenía la sospecha de que nunca habían visto un inglés.
Les ofrecieron vino y las frutas más diversas para comer, pero todos ansiaban reunirse con Paoli, de modo que decidieron rechazar la oferta momentáneamente y presentarse de inmediato ante el general.
Los condujeron escaleras arriba a través del antiguo convento, a una pequeña celda donde Paoli se hallaba sentado junto a la ventana, con un libro inclinado hacia la luz. En cuanto entraron en la estancia se levantó, con cierta dificultad, para saludarlos con gran cordialidad. Hablaba bien el inglés, aunque con un leve acento, y su complexión, en tiempos fuerte, acusaba ya cierta fragilidad. Tanto su voz como sus modales traslucían un aire de pesadumbre, como si estuviera de luto. Sir Gilbert les había contado que el general había perdido a un hermano suyo el año anterior, pero, aunque no supo por qué, Hayden no creía que aquélla fuese la causa de su tristeza. Paoli había dedicado su vida a luchar por la independencia de Córcega y sus habitantes; a pesar de lo logrado, dicha libertad se antojaba tan lejana como siempre.
—¿Se acuerda usted de lord Arthur Wickham? —preguntó sir Gilbert al general.
—En una ocasión usted me propuso llevarme de caza a las montañas si visitaba Córcega —se apresuró a intervenir Wickham al reparar en la perplejidad del anciano.
—Mucho me temo que me he vuelto demasiado viejo para cumplir mi promesa —sonrió Paoli—, pero me encargaré de que alguien lo haga en mi lugar.
Ofreció sillas a las visitas, que junto con varios de Paoli atestaron la angosta estancia. Algunos tuvieron que apoyarse en las paredes de piedra encalada. Sir Gilbert sacó una carta de puño y letra de lord Hood que ofreció al general, quien la miró con suspicacia o desagrado. Tras abrirla con un abrecartas, la leyó con ceño. Por un instante contempló la hoja con expresión consternada. Luego la dejó con mano temblorosa en una mesa donde reposaban unos libros y unas lentes, y acto seguido volvió a centrar su atención en Moore, Kochler y Hayden. Empezó a hablar acerca del terreno y del tipo de ataque que creía que resultaría exitoso para asaltar las fortificaciones cercanas.
—Debo señalarle, general Paoli, que el mayor Kochler, el capitán Hayden y yo estamos a las órdenes de sir Gilbert, el principal cónsul del rey en el Mediterráneo —lo interrumpió Moore en cuanto se le presentó la ocasión—. Hasta que mantenga usted una conversación con sir Gilbert, nosotros no podremos ponerle al corriente de nuestra misión.
Eso no complació al general.
—Me he cansado de ministros y negociaciones —declaró sin disimular su decepción. Después de pedir a algunas personas que abandonaran la estancia, se volvió hacia Elliot—. Me duele leer en esta carta que lord Hood sigue mostrándose poco explícito y huraño conmigo. En asuntos de esta índole, he descubierto que lo mejor es comportarse abiertamente. Ser franco. —A medida que hablaba, su tono se veía enturbiado por la emoción—. Hace mucho tiempo escribí a su rey y a sus ministros —prosiguió con voz entrecortada—; también escribí repetidas veces a lord Hood que mi pueblo y yo deseamos ser libres, ya sea como súbditos de Gran Bretaña, que sé que no quiere esclavos, o libres bajo la protección de los ingleses, lo que el rey y sus súbditos consideren más conveniente. Dicho esto, no sé qué podría añadir. Por tanto, ¿por qué su señoría me incomoda con nuevas negociaciones? ¿Acaso no me ha perjudicado ya lo bastante con tanta promesa de ayuda que siempre ha acabado demorando? Si es necesario incluir a mes compatriotes en cualquier acuerdo que más adelante pueda establecerse con los Borbones, no puedo entrometerme. Debo retirarme. Cuanto deseo antes de morir es que mi patria vuelva a la normalidad y viva en paz tras una lucha que dura ya trescientos años. Ya sea bajo la protección o bajo el gobierno del pueblo británico, creo que mis paisanos disfrutarán de la libertad que merecen. Eso les he explicado, y tienen tal confianza en mí que me creen y desean llevar a cabo este experimento.
Nadie había interrumpido el parlamento del general, a pesar de que algunos de sus comentarios relativos a lord Hood no habían sido precisamente halagüeños. Estaba claro que se sentía dolido, pero Hayden supuso que ansiaba tanto la libertad para su pueblo que la emoción le hacía perder la templanza.
—Mi querido general —empezó sir Gilbert—, estoy seguro de que lord Hood nunca tuvo intención de aprovecharse lo más mínimo de usted o de sus compatriotas. Me han enviado para averiguar si existe alguna manera de obtener el consentimiento del pueblo para lo que usted tan elocuentemente atribuye a la voluntad corsa. Quizá baste con reunir a los propietarios de las principales fincas, por ejemplo.
—¿Cómo podemos estar discutiendo todo esto mientras los franceses siguen presentes en la isla? —replicó un enardecido Paoli—. Primero tendríamos que echarlos de aquí; luego tengo la intención de convocar a todos los estados. Hasta que llegue ese momento, sé qué desea mi pueblo y puedo hablar en su nombre.
El comentario no se le antojó una solución perfecta a sir Gilbert, al menos a juzgar por su expresión avinagrada.
—Entonces expulsemos antes a los franceses —aceptó, alzando ambas manos en señal de resignación.
En ese momento se anunció que la mesa estaba puesta, y todos los presentes se dirigieron al refectorio. Sirvieron platos sencillos pero sabrosos, como si los alimentos que crecían en aquella reseca isla tuviesen su esencia concentrada, no diluida por un exceso de humedad.
Tras rogar que lo disculparan, alegando que su anciano cuerpo necesitaba reposo, el general se retiró pronto tras finalizar la cena. Las celdas del convento estaban preparadas para los visitantes, de modo que podrían disponer de camas separadas, aunque hubiera dos por celda.
—El general me ha parecido muy cansado desde la última vez que lo vi —comentó Moore sentado en la cama, el rostro iluminado por la vela—. Leonati me contó que hace unos meses sufrió un ataque, y que su salud se ha resentido aún más tras enterarse de lo sucedido en París. Eso fue lo que lo llevó a rebelarse contra los franceses. Esperemos que viva cuando llegue el día en que su pueblo alcance la libertad.
Hayden confió la casaca al colgadero que había en la pared.
—Sí, a mí también me gustaría verlo. Según parece, los corsos tienen motivos de peso para ansiar la independencia, pero no poseen la fuerza militar para lograrla, o al menos para mantenerla. —Hayden se interrumpió, mientras recordaba la conversación de la velada—. No creo que sir Gilbert y Paoli hayan congeniado…
—Yo he pensado lo mismo —coincidió Moore, un poco preocupado—. Esperemos que puedan superar pronto las divergencias fruto de su primer encuentro. Obviamente, Paoli piensa que lord Hood lo ha perjudicado, pero el almirante tiene la responsabilidad de considerar antes los intereses de Inglaterra, no los de Córcega, por respetables que puedan ser sus habitantes. —Dobló el chaleco, lo dejó en la silla y dio los tres pasos que permitía la reducida estancia—. Espero que mañana podamos iniciar el reconocimiento de las posiciones francesas. No estoy hecho para misiones diplomáticas.
—Ni yo. Preferiría llevar a cabo un bloqueo, y eso es decir mucho.
La conversación pareció concluir, pero, cuando Hayden iba a desear las buenas noches a su compañero, Moore habló de nuevo:
—Capitán, le ruego que me disculpe por la descortesía del mayor… Es una actitud muy arraigada en nuestro servicio, y lo lamento mucho. Tengo entendido que Kochler es un excelente oficial, y espero que dentro de muy poco cambie significativamente la opinión que le merece la Armada tras ser testigo de la capacidad y el celo de sus integrantes.
—No tiene usted que excusarse. Soy consciente de que también en la Armada se da esa misma actitud. Los celos y la antipatía hacia el ejército son dos de los sentimientos que mantienen unidos a los marineros. Creo que es algo muy lamentable.
—A veces esta carrera nuestra me desespera —prosiguió el coronel, que se había tumbado en la cama y contemplaba el techo con las manos entrelazadas en la nuca—. Es como si siempre estuviésemos atrapados en la adolescencia y nunca alcanzáramos la mayoría de edad. ¿Cómo vamos a crear un mundo si nos hemos quedado en la infancia?
A Hayden le sorprendió el tono melancólico de Moore, y pensó que tal vez sólo se sentía así al concluir la jornada, cuando el cansancio se apoderaba de él.
—Sé a qué se refiere. Puede que algunos de nosotros nunca alcancemos nuestra mayoría de edad —bromeó Hayden, haciendo un juego de palabras con el rango de Kochler.
—Dios santo, Hayden, no tiene usted vergüenza —rió el coronel—. Incluso aunque sea usted un marino.
Hayden despertó temprano y abandonó su celda antes del amanecer. Bajaba por la escalera con la intención de disfrutar de la templada brisa matutina, cuando se encontró al general Paoli sentado a una mesa donde ardía una vela, desayunando pan y queso con leche caliente.
—Como dicen ustedes los ingleses, es salubrious, salubre. —Una arruga se marcó entre las pobladas cejas—. Viene del latín salubris. Esa es una de las grandes ventajas de la lengua inglesa: adaptar palabras de cualquier otro idioma sin hacer distinciones. —Sonrió, quizá algo incómodo—. Mi estómago no es tan resistente como en el pasado —explicó, invitando con un gesto a Hayden a acompañarlo. Con una cuchara untaba la mermelada de higo en un pedazo de queso y, a un gesto del general, Hayden no tardó en imitar su ejemplo—. ¿Qué barco manda usted, capitán? —preguntó Paoli.
Hayden estaba seguro de que el general había pasado en compañía de ingleses el tiempo suficiente para percatarse de que su invitado no llevaba uniforme de capitán de navío.
—No soy más que un simple comandante —aclaró—, y tengo el mando temporal de una fragata de treinta y dos cañones, la Themis.
—La diosa del orden —comentó Paoli, asintiendo con la cabeza—. ¿Qué será de usted cuando el Almirantazgo nombre un capitán para ocupar su puesto?
—Lord Hood tenía que hacer precisamente eso cuando llegué aquí procedente de Inglaterra, pero de momento ha preferido mantenerme en el cargo.
Hayden reparó en que la expresión del anciano se ensombrecía un poco al oír el nombre del almirante, pero su voz no lo delató.
—Quizá su señoría decida confirmarlo en el mando de ese barco. ¿Acaso el Almirantazgo no respaldaría su decisión?
Aquello habría sido un lujo que iba más allá de lo que podía permitirse desear. Como comandante en jefe, lord Hood podía ascenderlo a capitán de navío y asignarle el mando de la Themis, o para el caso de cualquier otra embarcación. En tales ocasiones, a pesar de que Hayden había oído mencionar algunas excepciones, el Almirantazgo se limitaba a confirmar la decisión del almirante.
—Tal vez, pero debo reconocer que no soy precisamente un favorito del Almirantazgo.
—¡Ah! Me contaron que su actuación reciente fue ejemplar.
Por lo visto, el general había estado recabando información acerca de los hombres que Hood había enviado a negociar con él. Desde luego, Paoli no habría sobrevivido tanto tiempo en el mundo de la política si fuera un hombre obtuso.
—Cumplo con mi deber en la medida de mis posibilidades. —No se sentía cómodo hablando de sus propios logros, así que optó por cambiar de tema—: ¿Hasta qué punto podrán los franceses oponer resistencia, general?
El anciano extendió con pulso tembloroso la mermelada en el queso.
—Podrán decirse muchas cosas relativas a los franceses —señaló en voz baja—, pero no puede tachárseles de cobardes. A pesar de ello, a nadie le gusta dar la vida por una causa perdida. Córcega está perdida para los jacobinos, a menos que puedan desplegar aquí un ejército, lo cual impide en este momento la Armada Real. A los franceses no les faltará coraje, pero creo que su compromiso sufrirá menoscabo a medida que vayan cayendo las plazas fuertes que ocupan en la isla. Se parece a empujar un carro por el fango; al principio cuesta, pero en cuanto empieza a rodar se hace más fácil. No me importa que dure el tiempo que sea necesario. Ese es uno de los grandes beneficios de la edad; la vida nos da muchas lecciones, pero es la paciencia la que nos las recuerda a menudo. Desde joven he luchado para que llegue el día en que mi pueblo y mi patria sean libres de dominio extranjero, así que no me importa esperar un poco más. Los franceses llevan veinte años aquí. Antes disfrutamos de una década de libertad, de autogobierno. Los norteamericanos están tan orgullosos de su república y su democracia que parece que las hayan inventado ellos. No, nosotros, la gente sencilla que habita esta modesta isla, logramos ambas cosas antes que ellos. ¡Lo único que tuvimos que hacer fue pasarnos trescientos años expulsando a los genoveses! Pero, en mil setecientos sesenta y nueve, los Borbones enviaron sus ejércitos y nada pudimos hacer para rechazarlos. Eran imponentes. Fue en ese momento cuando se frustró nuestro experimento de autogobierno. Por eso nos vemos obligados a aliarnos con Inglaterra; Córcega no es lo bastante fuerte para resistir sola. Esa es nuestra tragedia. He ahí la otra gran lección de la edad: el compromiso. Como no tenemos la fuerza necesaria para resistir solos, debemos unirnos con el país que es más probable que respete nuestra independencia. Me refiero a su nación, capitán, donde pasé exiliado veinte largos años.
Hayden no supo qué decir.
—Quizá pueda lograrse ese sueño suyo de alcanzar la independencia, con la garantía inglesa —comentó al fin.
—Antes de morir, me gustaría mucho ver resuelto el destino de mi país —repuso el anciano, encogiéndose de hombros—. Que la siguiente generación de corsos pueda vivir en pos de los placeres que nos son comunes a todos en esta existencia: el amor, los hijos, el aroma del macchia, el monte bajo, que arrastra el aire matutino, en lugar de tener que combatir constantemente contra el enemigo. Llevamos tantos años luchando que ya le pedimos poco a la vida. No queremos riquezas, un imperio o la gloria militar. Sólo la paz y tomar nuestras propias decisiones… Y un poco más de mermelada de higo —añadió, rebañando los restos del tarro. Entonces hizo una pausa y dirigió una mirada sombría a Hayden—: A mi pueblo le basta con eso.
—A cualquier pueblo tendría que bastarle con eso —opinó Hayden, conmovido por la sinceridad de su interlocutor.
Paoli sofocó una sonrisa y agarró del brazo a Hayden. Tenía la mano grande, propia de un cantero.
—En ese caso, vayamos a buscar más mermelada, capitán. —Se levantó algo envarado y se acercó a un armario, cuyo interior revolvió murmurando—. ¡Ah! —exclamó, mostrándole con aire triunfal un tarro. Volvió a la mesa y se sentó pesadamente en la silla, como si sus piernas lo traicionaran en el último momento—. ¿Tiene usted hijos, capitán?
—No, general, pero espero tenerlos algún día.
—A la mayoría de las personas suelo aconsejarles que no se apresuren, pero a los militares les digo que nunca es demasiado pronto. La nuestra, la vida que hemos escogido, se caracteriza por la incertidumbre. He tenido la inmensa fortuna de sobrevivir mucho tiempo, pero la mayoría de mis compañeros dieron su vida por la causa. Un sacerdote me dijo una vez que Dios me conservó vivo para que pudiera ayudar a mi pueblo a alcanzar la independencia. No creo que a Dios le preocupe tanto el destino de Paoli, ni que cualquier otro no hubiese podido hacer, o pueda hacer, lo que yo. No, Paoli no es tan importante para que Dios haya reparado en él. —Levantó la copa, pero antes de llevársela a los labios miró a Hayden a los ojos—. ¿No le parece agradable estar aquí solo, mientras los demás duermen? Madrugo para eso, sólo para eso, porque disfrutamos de muy pocos momentos de paz.
—Espero no haberle estropeado el desayuno, general.
—En absoluto. Es un placer hablar en inglés con un inglés. Ahora que estamos solos, le confesaré que hay veces en que desearía que mi pueblo fuese tan práctico, tan… ¿cuál es la palabra? Tan pragmático como ustedes. Pero no: los corsos somos apasionados, impulsivos, muy dados a ofendernos y enfadarnos. Esa es nuestra maldición, capitán, aunque admito que considero mucho peor la falta de pasión.
A Hayden no le dio tiempo de responder a ese comentario, que pensó que quizá iba dirigido a los paisanos de su padre, debido a que los demás visitantes bajaron en ese momento por la escalera, precediendo a los seguidores de Paoli. Estos llegaron con comida, y saltaba a la vista que habían estado esperando el instante de interrumpir el descanso del general. El desayuno no tardó en convertirse en todo un evento social, al que acudieron muchos partidarios del general. Hayden compadeció al anciano corso, que cargaba sobre sus hombros con las aspiraciones de su pueblo.
Quizá sir Gilbert había percibido la creciente impaciencia de sus jóvenes acompañantes, porque en cuanto se vio a solas con ellos propuso un cambio de planes.
—Creo que lo mejor es que pase el día conversando a solas con el general Paoli —les dijo—. He solicitado y obtenido permiso para que usted, coronel, el mayor Kochler y el capitán Hayden visiten la zona de San Fiorenzo, donde los franceses ocupan varias plazas fuertes. Los acompañará un hombre de Paoli.
—¿Yo no iré? —preguntó Wickham, cuyo tono dejó traslucir su decepción.
—A usted, joven lord Arthur, hoy mismo van a llevarlo de caza. El general en persona lo ha dispuesto así.
—¡De caza! —resopló Wickham, desanimado.
—Así es. Pero que los corsos no reparen en ese tono —advirtió en voz baja—. El general está mostrándole una gran deferencia, y eso lo es todo para su gente.
—No quiero parecer desagradecido —replicó Wickham, cabizbajo—. Pero esperaba poder ayudar a los demás oficiales, en la medida de mis posibilidades.
—Hoy puede usted ayudarlos yendo a cazar. Y luego puede ayudarme volviendo a la hora de cenar, para poder contarle al general qué tal le fue la jornada, pues Paoli está convencido de que llegará usted a convertirse en un gran almirante.
Los militares no demoraron los preparativos. Reunieron enseguida todo aquello que pudieran necesitar y bajaron al patio. Allí conocieron al joven a quien Paoli había encargado que les hiciera de guía e intérprete, llamado Pozzo di Borgo.
Al inicio de la Revolución, Pozzo di Borgo había sido elegido diputado de la Asamblea Nacional de París, donde debía representar a su pueblo, así que tenía mucho que contar acerca de cuanto había presenciado en esa ciudad. Aquélla había sido la primera vez en su vida que abandonaba la isla.
Mientras se alejaban a caballo, les habló de los recientes sucesos que habían empujado al general Paoli a romper relaciones con la República francesa.
—Ya era bastante desalentador que los jacobinos gobernasen en París, pero el Comité de Seguridad Pública… Ésa era una locura aún mayor, si cabe. Lo que más descorazonó al general fue que los corsos, principalmente Saliceti, conspiraran en su contra y ensuciaran su nombre ante la Convención hasta acusarlo de traidor. Entonces invitaron al general a ir al continente para «tratar» la situación en Córcega, aunque éste no se forjó ilusiones respecto a la verdadera intención de los franceses. Muy sabiamente, no rechazó la invitación de los jacobinos, sino que se limitó a escribir para informarles que su salud no le permitiría llevar a cabo semejante viaje. La violencia en nuestra isla se recrudeció, varias facciones riñeron por el control, todas ellas con fines propios. Sólo el general Paoli antepuso Córcega a sus propios intereses. La ruptura con la Francia jacobina se convirtió en algo inevitable.
Mientras charlaban y cabalgaban, Hayden reparó en que su escolta se adelantaba para ocupar los puntos elevados antes de que ellos pasaran por allí, y que también se enviaban avanzadillas para mantener la vigilancia.
—¿Hace tiempo que conoce al general? —preguntó Moore.
—No tanto como querría. Incluso en el exilio supuso una inspiración para nuestro pueblo. Es triste verlo regresar con la salud tan mermada. —Negó con la cabeza—. Aunque puede que ahora, con la ayuda de su nación, tal vez logre ver cómo nuestro pueblo alcanza la libertad y le sea posible retirarse de la vida activa, como me consta que desea. Todos nuestros paisanos le desean felicidad y descanso. Nadie lo merece más que él.
Hayden pensó que Pozzo di Borgo se mostraba muy ferviente, puede incluso que ansioso, en su deseo de ver retirado al general, a pesar de sus palabras apesadumbradas y respetuosas. No era nada nuevo encontrar a los jóvenes cachorros esperando de pie, impacientes, cuando el viejo león mostraba indicios de debilidad. Paoli había sido líder de la revuelta corsa desde hacía tanto tiempo que la destreza y la ambición de los jóvenes habían pasado décadas a su sombra.
—Tras la evacuación de Tolón, descubrimos que el general que recuperó la plaza era de origen corso —comentó Moore.
—Bonaparte —apuntó Pozzo di Borgo como si escupiese tierra.
—¿Ha oído hablar de él?
—No nos es desconocido. En tiempos sirvió como teniente coronel de los voluntarios corsos, pero su falta de templanza, y también su arrogancia, casi llevaron a la insurrección de Ajaccio. El padre de Bonaparte ejerció hace tiempo de secretario del general Paoli, que le presentó a la mujer que se convertiría en su esposa, Laetitia. Pero los hermanos Bonaparte seguirán intrigando mientras les quede aliento. No es un secreto que el general consideró a Napoleón Bonaparte una persona carente de principios y sumamente ambiciosa. Paoli siempre antepuso Córcega a cualquier consideración personal, de modo que busca a gente de carácter afín al suyo. Al verse amenazado aquí, Bonaparte ofreció sus servicios a los jacobinos. Ahora se dice que éstos podrían enviarlo a invadir nuestra nación y encerrar en prisión al general. Me avergüenza admitir que los Bonaparte cuentan aquí con partidarios, aunque todo aquél que ame a Córcega los tiene por lo que son: una familia de oportunistas.
Habían cabalgado cerca de tres leguas cuando les dispararon con mosquetes desde lo alto. Di Borgo intentó que volvieran grupas para guiarlos en la retirada, pero en cuanto se oyeron gritos de «¡Los franceses, los franceses!» y «Jacobinos!», tanto Moore como Kochler desmontaron de las mulas y, mosquete en mano, se dispusieron a ascender por la escarpada ladera. Hayden empuñó el arma y fue tras ellos. La colina estaba alfombrada de zarzas y enormes bloques de piedra, lo que dificultó el avance. Puesto que los del ejército no se veían confinados durante meses en un barco, no se cansaron tan pronto y no tardaron en sacarle cierta distancia a Hayden. Para cuando alcanzó la cresta, le preocupaba que la escaramuza hubiese terminado, aunque, en realidad, cuanto más subía más disparos se oían.
Cuando coronó la colina, encontró a los del ejército agazapados tras una roca y recargando los mosquetes. En torno a ellos, los corsos mantuvieron un fuego errático.
—Qué amable por su parte unirse a nosotros, Hayden —ironizó Kochler, con lo que se ganó una mirada desabrida por parte de Moore.
Dadas las circunstancias, Hayden prefirió no hacer caso del comentario, aunque le dolió más de lo que debía. Abajo, en un valle angosto, casi una quebrada, una compañía de soldados franceses avanzaba de roca en roca, respondiendo con un fuego disciplinado primero desde la derecha, cuando los soldados avanzaban por la izquierda, y luego desde la izquierda para poder seguir por la derecha. Los dispersos milicianos corsos efectuaron fuego a discreción, a menudo no contra los hombres que avanzaban, sino contra quienes los cubrían.
—Esto no va a servirnos de nada —aseguró Moore, que se retiró unos pasos para apartarse de la línea de fuego. Empezó a exhortar a los corsos a fin de que concentrasen el fuego y no desperdiciasen munición.
Leonati tradujo las palabras del coronel y al cabo de unos instantes, bajo la dirección de Moore, obligaron a los franceses a retirarse ladera abajo. Los corsos hubiesen salido a terreno descubierto para perseguirlos, de hecho algunos saltaron con esa intención, pero Moore logró impedirlo, y en su lugar movió sus fuerzas colina abajo de un modo ordenado, sin permitir que se extendieran demasiado ni se vieran separados.
Durante cerca de una hora persiguieron a los franceses que huían hasta que, finalmente, el enemigo logró distanciarse lo suficiente de los milicianos. Los corsos sólo tuvieron que contabilizar a un herido, y los ingleses lograron evitar las heridas, a excepción de algunos rasguños que la isla infligió a los visitantes.
Moore estaba examinándose un feo corte en el dorso de la mano cuando Hayden llegó a su altura.
—Los lugareños no parecen haber sufrido tanto como nosotros —comentó, inspeccionándose sus propios rasguños.
—Creo que saben cuáles son los arbustos con espinas. Mire qué me he hecho… —Moore levantó la mano—. Una bayoneta no podría causar una herida semejante.
A seis metros de distancia, los corsos se habían puesto a saquear el cadáver de un soldado francés, incluido el uniforme. Puesto que la mayoría de los habitantes del lugar no llevaban más que escopetas de caza, el mosquete del soldado muerto constituía un botín considerable que, por desgracia, fue reclamado por más de un miliciano. Di Borgo se vio obligado a intervenir y confiscar el arma hasta que se decidiera a quién asignársela, pues varios aseguraban haber efectuado el tiro mortal.
En el preciso instante en que se había iniciado la disputa, los corsos habían formado dos grupos, cada uno de los cuales apoyaba a un contendiente. La discusión no había tardado en volverse acalorada.
Echaron a andar de vuelta al lugar donde habían dejado las mulas. Un frustrado Pozzo di Borgo se les acercó.
—Siempre sucede lo mismo —se quejó en francés, lo bastante bajo a fin de que sólo los ingleses pudiesen oírlo—. Por mucho que le hayan jurado lealtad al general y a la causa de la independencia corsa, en cuanto se produce una disputa o hay indicios de conflicto, forman clanes, y las antiguas rencillas y disputas que se remontan a generaciones afloran como si esas cosas hubiesen sucedido ayer. Mis paisanos me avergüenzan. En estos asuntos se comportan como niños.
En su ira y frustración dejó atrás a los visitantes. Hayden miró en derredor y observó que los milicianos ya no se mezclaban unos con otros, sino que caminaban separados en aquellos dos grupos rivales formados hacía apenas un cuarto de hora. Hablaban en murmullos y cruzaban miradas resentidas. Tuvo la sensación de que si Pozzo di Borgo no hubiese sido alguien tan próximo a Paoli, no habría sido capaz de poner fin a aquella disputa. Quizá se hubiese llegado al derramamiento de sangre, todo por un mosquete. ¿Cómo iban a expulsar los ingleses a los franceses con la ayuda de unos aliados así?
«¡Maldición sobre las dos casas!», pensó Hayden, parafraseando a Shakespeare.
Los franceses operaban en la isla como colonias de hormigas, anidaban y cavaban en la tierra parda. A doscientos metros de altura y a unos ochocientos de distancia, los oficiales británicos, tanto de la Armada como del ejército, encararon los catalejos para observar las fortificaciones que se llevaban a cabo debajo.
—Lo llaman el reducto de la Convención —comentó Pozzo di Borgo.
—Puesto que los franceses decapitan a todo el que no se muestra lo bastante ferviente para apoyar la Revolución, no podrían haberle puesto mejor nombre —opinó Moore escudriñando la escena con el catalejo, sin apartar la vista de la labor que llevaba a cabo el enemigo—. Eso de ahí, a la derecha, ¿es la bahía de Fornali?
—Sí —respondió Pozzo di Borgo—. Hay otra batería justo detrás de los árboles. —Y señaló la ladera al pie de la cual se extendía la ensenada.
La bahía de Fornali formaba un triángulo irregular y angosto que cortaba la isla entre dos colinas, y luego se abría para formar una ensenada más extensa. Ancladas a proa y popa, cerca de la costa septentrional, había dos fragatas, ambas al amparo de los cañones de la batería costera. A la derecha en la colina, o al sur de la bahía, se alzaba una modesta torre de piedra por la que únicamente asomaba la boca de un cañón. Al pie de ésta, a la izquierda, apenas visible a través de una arboleda, había otra batería emplazada en un estrecho saliente. A la izquierda de la primera bahía los franceses se afanaban en construir su reducto con el ánimo de quien espera un ataque inminente. Todas estas posiciones estaban distribuidas para rechazar incursiones procedentes del mar y abiertas a retaguardia, detalle que no escapó a los miembros del ejército que contemplaban la escena desde lo alto. Hayden comprendió que los franceses confiaban en que no pudieran transportar los cañones a la cima de las colinas que tenían detrás, y era fácil imaginar el porqué.
Al otro lado de la bahía más extensa, a dos kilómetros y medio de distancia, se alzaban unos edificios grises recortados contra el sol que correspondían a la población de San Fiorenzo y a la antigua fortaleza de piedra donde, según los corsos, se acuartelaba la mayoría de las tropas.
Hayden giró sobre sí para encarar el norte con el catalejo, siguiendo la ondulante línea costera hasta que topó con la torre de punta Mortella, totalmente distinta de la torre más próxima, la cual en realidad no era más que una atalaya. Chata y redonda, decían que la torre de Mortella tenía paredes de cuatro metros de grosor. El capitán Linzee había llegado a tomarla el pasado octubre sirviéndose de una sola fragata, pero los corsos, a quienes les fuera confiada, habían sido incapaces de mantener la posición y los franceses habían acabado por recuperarla.
—Así que ésa es la torre de Martello —dijo Kochler, mirando con el catalejo en la misma dirección que Hayden.
—Mortella —lo corrigió el oficial de la Armada, que no pudo morderse la lengua.
—¿No dijo lord Hood que se llamaba Martello? —protestó Kochler, volviéndose hacia su camarada.
—Así es —admitió Moore—, pero a ver quién es el valiente que corrige al almirante.
—Lo que no puede decirse de un simple mayor del ejército —replicó Kochler, indignado.
Hayden se habría disculpado si Kochler no se hubiese mostrado constantemente descortés con él. Alzó la vista hacia Hayden, manifestando su silenciosa afrenta, y luego volvió a mirar con el catalejo.
—Me han contado que la torre de Martello cayó fácilmente ante una fragata. Debían de defenderla marineros franceses.
—No sé quién la defendía —replicó Hayden—, pero el capitán Linzee la tomó tras una lucha encarnizada.
—¿Encarnizada? —repitió Kochler, mirando de nuevo a Hayden y señalando con un gesto el reducto de la Convención—. Va a enfrentarse usted a soldados de la infantería regular francesa, capitán, no a simples marineros. No espere que echen a correr en cuanto se abra fuego. Tendrá que luchar contra ellos.
Antes de que Hayden pudiera responder al insulto, Moore se interpuso literalmente entre ambos.
—¿No tenemos suficiente con que nuestros superiores sean incapaces de entenderse? Quienes vamos a librar de verdad estas batallas no podemos permitirnos tales mezquindades. Les pido que recuerden que esta antipatía no hace más que ayudar a nuestros enemigos y fomentar el malestar entre nuestras filas.
—Nosotros no fuimos quienes originamos ese posible malestar —respondió Kochler, cuya cólera no hacía sino ir en aumento. Volvió la mirada hacia Hayden, y la ira le nubló el juicio—: Su almirante ha aprovechado la menor oportunidad para empañar la reputación del ejército. Nos culpó por la pérdida de Tolón, a pesar de que el general advirtió a Hood que no podría defender la plaza. Y ahora, si no expulsamos de Córcega a los franceses, y enseguida, el ejército estará condenado, mas si lo logramos será la Armada la que reclame la victoria para sí.
—¡Mayor! —exclamó Moore enérgicamente—. ¡Esto es inaceptable! El capitán Hayden no ha escatimado esfuerzos para trabar amistad con usted. Sus protestas están fuera de lugar. No permitiré esto entre los hombres bajo mi mando. Si no puede colaborar de buena gana con la Armada, dígamelo y ordenaré que lo lleven de vuelta a Gibraltar.
A Hayden se le aceleró el pulso. Lo habían ofendido tanto las palabras y los modales del militar que estuvo a punto de exigirle una satisfacción. Moore, no obstante, siempre se erigía en la voz de la razón, y estaba en lo cierto, y la parte de Hayden que no era presa de la ira lo sabía.
Kochler no respondió a Moore, ni ofreció por el momento una disculpa al capitán de la Themis, aunque cedió un poco.
—Por el bien de esta empresa, evitaré decir la verdad sin importar cuál sea el tema. Acepte mi arrepentimiento, señor Hayden. Es obvio que no se trata del momento más adecuado para exponer estos asuntos. —Saltaba a la vista que no estaba arrepentido.
—Escoja usted el momento que más le convenga para exponerlos, mayor, y para mí será un placer responder a todo aquello que pueda generarle dudas —repuso Hayden, que estaba dispuesto a intentar cooperar con el ejército, pero no a soportar semejantes ofensas sin más.
Kochler le dedicó una leve inclinación de la cabeza.
—Tenemos mucho trabajo por delante —señaló Moore, exasperado y visiblemente descontento con ambos—. Bajemos a la torre de punta Mortella. Me gustaría verla de cerca y averiguar si hay un lugar donde el mayor considere que podría emplazarse una batería.
En un ambiente tenso, los oficiales británicos caminaron en dirección nornoroeste, escoltados por la guardia de honor corsa, hacia la embocadura de la extensa bahía de San Fiorenzo. La caminata no fue fácil, triscando por laderas rocosas, y Hayden no tardó en sudar debido al esfuerzo.
La línea de colinas discurría más o menos en paralelo con la costa cercana, y a su izquierda se extendía un profundo valle con un arroyo estrecho oculto al fondo. Tanto Moore como Kochler habían comentado, incapaces de disimular su preocupación, que mover los cañones por semejante terreno resultaría arduo, si no imposible.
—Podríamos arrastrar aquí arriba uno o dos pequeños obuses —comentó Kochler, a pesar de que no sonaba muy convencido. Giró sobre los talones para examinar el terreno, con los labios fruncidos y la mirada medio extraviada.
—¿Qué opina usted, capitán? —preguntó Moore.
—Estoy bastante seguro de que los marineros podrían apañárselas —respondió Hayden, y al punto se sintió pueril e insensato.
—Pues yo estoy seguro de que ustedes serían capaces de meterse en el bolsillo un par de obuses y subir andando hasta aquí dando un agradable paseo matinal —terció Kochler.
—Mayor Kochler… —advirtió Moore.
—Estaba bromeando, señor, para quitar hierro a los malentendidos habidos con el capitán —se defendió el del ejército—. No me cabe duda de que los marineros superarían todas las dificultades habidas y por haber hasta emplazar los cañones en los puntos designados. Nadie cuestionaría su entrega. Sus oficiales no tienen parangón.
—Entiendo el desprecio que le inspiran los oficiales de la Armada, mayor —replicó Hayden—. Está claro que somos un hatajo de estúpidos. ¿De qué otro modo definiría usted a alguien que pasa diez años en el mar, sea cual sea la estación, solamente para convertirse en comandante? Cualquier hombre con dos dedos de frente se limitaría a invertir seis mil quinientas libras para obtener un mando en algún regimiento exitoso, se trasladaría a Londres y, mientras estuviese allí destinado, pasaría las veladas alternando en White’s.
Kochler se alejó sin responder, deteniéndose de vez en cuando para encarar con el catalejo la costa y el terreno, observando hasta el último arbusto, cada piedra erosionada por el viento. Si había oído a Hayden, y era obvio que sí, no dio muestras de ello, aparte del envaramiento de su postura y su negativa a mirar en dirección al marino. Por lo visto, la réplica de Hayden había dado en el clavo; era sabido que los jóvenes caballeros adquirían cargos en el ejército y luego pasaban poco tiempo, incluso ninguno, con sus regimientos, y que anteponían al deber las veladas en los clubes londinenses o en establecimientos de dudosa reputación.
Hicieron un alto para descansar y beber agua, contemplando la bahía azul que se extendía hasta la población y las colinas situadas en el extremo opuesto, y luego se volvieron hacia las altas montañas que tenían detrás, envueltas por unas nubes que parecían incapaces de encontrar su lugar entre los picos escarpados.
—Aquí el desembarco de tropas no tendría que suponer un problema. ¿Me equivoco, capitán Hayden? —preguntó Moore, más interesado en conversar que en obtener información.
—Estas playas son perfectas para nuestras necesidades —confirmó Hayden, y empezó a lamentar la respuesta dada a Kochler. La profesionalidad de Moore lo avergonzaba—. Más allá de la torre de punta Mortella hay una playa tan extensa que podríamos desembarcar todo el ejército inglés a la vez. Además ese lugar disfruta de un excelente fondeadero. Las baterías francesas dominan las playas que hay a este lado de punta Mortella, así que no podemos utilizarlas, excepto de noche, e incluso entonces sería peligroso.
—¿Sabe usted, mayor? Con la mayoría de los franceses encerrados en sus torres, creo que tomar San Fiorenzo no será muy difícil —dijo Moore a Kochler, intentando levantar el ánimo del oficial—. Con la ayuda de la Armada será coser y cantar.
—Eso dijeron todos al principio de la guerra americana —gruñó Kochler antes de levantarse y alejarse.