Capítulo 13

Al alba, una fragata inglesa asomó a barlovento. Intentaba desesperadamente orzar hacia la Themis, a la cual hizo señales para que mantuviera la posición.

Hayden y Hawthorne estaban en el pasamano, viéndola cabecear iluminada por el sol. Les daba en la espalda un viento del este que hacía flamear con fuerza los gallardetes que ondeaban en lo alto. Ninguno de ellos había dormido tras la huida de Tolón. Habían estado a punto de perder el barco y dar con los huesos en una prisión francesa, lo cual los había agitado tanto que no habían podido pegar ojo.

—Creo que ése es el barco encargado de impedir que otras naves inglesas entren ingenuamente en el puerto de Tolón —aventuró Hayden.

—Pues menuda mierda de trabajo hicieron —comentó Hawthorne roncamente, con la voz tomada por el cansancio.

—Y no me morderé la lengua cuando llegue el momento de echárselo en cara.

En menos de una hora ambas fragatas se pusieron a la voz, al pairo, momento en que sus comandantes pudieron hablar a través de la bocina. Hayden evitó regañar a su colega en presencia de ambas dotaciones, aunque mencionó que era un milagro que hubiesen escapado de Tolón con una sola baja, la pérdida de tres embarcaciones auxiliares y daños sin importancia. El capitán de la fragata se sintió tan culpable que ofreció a Hayden un cúter, que éste aceptó agradecido, si bien más tarde Gould señaló que aquella fragata disponía de cuatro cúteres, además de la habitual provisión de embarcaciones auxiliares, de modo que podían permitirse perfectamente aquel gesto de generosidad.

Hayden supo entonces que las huestes republicanas habían forzado al almirante lord Hood a abandonar Tolón junto a sus diversos aliados, y aunque la dotación de la Themis era consciente de ello tras los altercados de la noche anterior, escucharlo ahora, con todo detalle, arrancó un gruñido a los presentes. La flota inglesa había cambiado ese fondeadero por bahía de Hyères, situada a poca distancia de allí. El viento, fresco, soplaba de nordeste cuarta norte y no les permitiría seguir el trazado de la costa, sino que les dictaba un rumbo este cuarta sudeste, que no era tan adverso, pensó Hayden, a pesar de que no darían con el almirante ese mismo día. Lo peor era que seguramente se habrían cruzado con la flota inglesa de noche, a suficiente distancia para no percatarse de su presencia.

Como tal vez aquélla era su última noche como capitán de la Themis, pensamiento que le causó una mezcla de preocupación e inquietud por el futuro, decidió convidar a algunos de sus oficiales e invitados a una cena para no pensar en ello. Esta pérdida inminente del mando lo libró de parte de su sentido del deber como oficial superior, así que decidió no invitar a Worthing, en favor de su otro invitado eclesiástico, el reverendo Smosh, un desaire imperdonable que a Hayden no pudo importarle menos. Worthing no sólo había hecho lo posible para minar su ascendencia entre sus hombres, sino que se había comportado de igual modo en Gibraltar. No le cupo la menor duda de que perseveraría en su actitud en cuanto se reunieran por fin con lord Hood. Invitar a ese hombre a la mesa iba mucho más allá del sentido del deber de Hayden. Sin embargo, cuando se presentaron los invitados, Worthing se contaba entre ellos, pues había dado por sentado que la invitación a Smosh también lo incluía a él y, a pesar de que prácticamente podía decirse que odiaba a Worthing, Hayden no se sintió capaz de rechazarlo. Se añadió otra silla a la mesa, además de un servicio, y nadie dio muestras de que se hubiese efectuado un cambio inesperado.

El reverendo Smosh, Hawthorne, Archer, Wickham, Barthe y el doctor Griffiths se hallaban presentes, como también los guardiamarinas Madison y Gould (Hobson era el oficial de guardia, pues el barco andaba falto de oficiales superiores), Ariss, el ayudante de cirujano, y Franks, el contramaestre.

Se respiraba una cordialidad forzada, aunque Hayden no sabía el porqué. Quizá porque la noche anterior habían estado a punto de perder el barco, o a la retirada inglesa de Tolón. Se preguntó qué habría sido de los miles de habitantes de esa población que apoyara la entrada de los ingleses en la ciudad, porque lord Hood no podría haberlos evacuado a todos.

—¿Qué cree usted que será de ellos, capitán? —preguntó Barthe, refiriéndose a la misma gente que no abandonaba el pensamiento de Hayden.

—Sería de esperar que se celebrase un juicio, pero por lo visto el país pasa por un período… convulso —repuso, viéndose obligado a negar con la cabeza.

—¡Un juicio! —exclamó Worthing—. ¿Celebra juicios el lobo? ¿No nos hemos hartado de leer las noticias de lo que sucede en ese condenado país? ¿De la guillotina, que no cesa día y noche? Ejecutaron a la reina. Ejecutaron al duque de Orleans. Ejecutaron a los cabecillas girondinos. Asesinaron a Marat. A Madame Roland, Bailey, Barnave… Los franceses no son personas. Son animales.

Quien más quien menos, todos los presentes se removieron incómodos en sus asientos, pero, antes de que Hayden pudiera responder, Griffiths levantó la vista de su plato y clavó una mirada desabrida en el clérigo.

—Una vez, el hombre que me enseñó cirugía y anatomía me llevó a presenciar una ejecución en la horca, doctor, una ejecución inglesa. El criminal era una joven menor de veinticinco años. La habían sometido a juicio, o eso tengo entendido, acusada de robar unas hogazas de pan. Como no había guillotina disponible, la llevaron al cadalso, ebria, en un carro; imagino que la emborracharon por piedad. Había un chiquillo con ella —añadió señalando a Wickham—, media docena de años más joven que el señor Wickham, al que iban a ajusticiar por ciertos crímenes.

»La mujer trastabilló al subir al cadalso, en presencia de la habitual turba compuesta por civilizados ciudadanos y ciudadanas ingleses, además de infinidad de nobles sentados en sus carruajes, con las damas vestidas con elegancia para la ocasión. Vitorearon sin reserva cuando las jóvenes lanzaron besos a los jóvenes que habían acudido a presenciar la ejecución, y luego consintieron en mantener una charla ebria con el verdugo que ejecutó a la mujer entre risotadas.

»Seguidamente arrastraron al rapaz al cadalso. Lloraba y suplicaba que no lo ejecutaran, súplicas y lloros que fueron respondidos por los presentes con gritos que lo conminaban a avergonzarse por semejante muestra de cobardía. ¡No habían acudido a ver ningún lloriqueo! El verdugo arrojó al muchacho al suelo, se agachó y le puso una rodilla en el pecho, luego le pasó la soga por el cuello y lo estranguló hasta dejarlo inconsciente. Cuando el criminal yació inmóvil, le quitó la soga y lo devolvieron a este mundo tras verterle encima un cubo de agua fría. Luego lo arrastraron, callado y estupefacto, hasta el carro, donde lo desnudaron de cintura para arriba y lo ataron a la parte trasera para azotarlo por toda la ciudad por el crimen cometido, que había sido el de mendigar. Entonces averiguamos que la mujer a quien habían ahorcado era su madre, y muchos de los presentes opinaron que sin duda aquello constituiría una lección para el muchacho. El cadáver de la mujer fue entregado entonces a su padre, que aguardaba junto a una carretilla. Cuando el hombre se llevó a su hija empujando la carretilla, tuvo la mala pata de que un hombre, acompañado de su mujer, le estorbase el paso con el carro, y la mujer se llevó tal berrinche que empuñó el látigo y atacó al padre de la joven ejecutada, volcándole la carretilla en el fango. —Griffiths tomó un sorbo de vino con pulso tembloroso, antes de continuar—. Pero estoy explicándolo como si yo no hubiese participado en lo sucedido, como si no hubiese sido más que un simple espectador. Sin embargo, dos días después mi profesor nos envió, de noche, a mí y a dos de mis compañeros, además de su ayudante, a recuperar el cadáver de la joven, para que pudiéramos disponer de un cuerpo reciente en nuestra clase de anatomía. Determinamos al azar quién se encargaría de cada parte, y me tocó la cabeza y el cuello roto. En mi opinión, muy pocas lecciones podemos dar nosotros a los franceses, o a cualquier otro pueblo, por cierto.

Se impuso el silencio.

—No estoy muy seguro de qué pretende señalar, señor Griffiths —repuso Worthing, quien no parecía muy impresionado por el relato—. Esa mujer era una criminal, juzgada y declarada culpable. Fue castigada de acuerdo con la legislación vigente, la misma que se nos aplica a usted y a mí. En lo único que difiero con usted es en eso de que la gente honesta creía que el muchacho aprendería del castigo ejemplar. Le aseguro que no lo hará; puede que lo hayan azotado a los diez años, pero lo ahorcarán antes de que cumpla los veintidós. He visto casos similares, demasiados para recordarlos todos, familias enteras sin principios morales que las guiasen. Pero medio asfixiar y azotar a ese joven fue el esfuerzo que llevó a cabo nuestra sociedad a fin de ahorrarle lo que lo aguarda si insiste en seguir el camino materno. ¿Qué supone la asfixia y los azotes si lo comparamos con el tormento de la condenación eterna? Son una nimiedad. Sin duda, el buen juez que presidió el jurado confiaba en que el recuerdo de la soga en el cuello del muchacho, y el hecho de verse privado poco a poco de conciencia, le impedirían robar pan la próxima vez… o robarle a usted el abrigo o las botas. Fue una inmerecida muestra de compasión.

—Lo cierto es que azotamos a los hombres en nuestro propio barco —intervino Franks, que era evidente que coincidía con Worthing, por mucho que dicha coincidencia no fuese de su agrado—. Y de todos es sabido que en más de una ocasión he tenido que descargar un rebencazo sobre algún que otro marinero. Los hombres no trabajarían con tanto ahínco, y ni siquiera obedecerían las órdenes de los oficiales, si no fuese por dichos incentivos.

—Eso será verdad, señor Franks —opinó Wickham—, pero muchos de nuestros tripulantes no son marineros por voluntad propia. No es la vida que escogieron —hizo un gesto con la mano para abarcar toda la mesa—, al contrario que nosotros, que sí lo hicimos.

Worthing reprimió una sonrisa afectada.

—Cuando sea capitán de su propio barco, lord Arthur, espero tener ocasión de comer de nuevo en su compañía, para que me cuente el punto de vista que tiene al respecto. El tiempo podría llegar a cambiar mucho sus opiniones.

—Es posible, doctor Worthing —replicó Wickham, a quien era obvio que no le gustaba que lo tratasen con paternalismo—, pero dudo que la naturaleza humana se transforme de forma apreciable en tan poco tiempo.

—¿Debo entender, teniente en funciones, que cree usted que ascenderá a capitán de navío en muy «poco tiempo»? —preguntó Hawthorne.

—¡No he pretendido dar a entender nada semejante! —protestó Wickham, sonrojándose.

—Aún tiene que aprender algunas materias —añadió Barthe—. Debe dominar la trigonometría esférica, fondear en condiciones adversas, predecir la marea…

—Y afeitarse —apuntó Hawthorne con sonrisa burlona, lo que dio pie a muestras de algarabía.

—Brindo por que el señor Wickham sea nombrado capitán de navío —propuso Madison alzando la copa.

—¡Por el capitán Wickham! —añadieron los invitados.

El joven rió y se puso colorado.

Hayden pensó que la afirmación de Wickham no era tanto una baladronada como una muestra de sinceridad: lord Arthur probablemente ascendería a capitán de navío antes que él, en vista de cómo progresaban las cosas. Temía presentarse ante lord Hood, quien sin duda habría recibido informes relativos al carácter de Hayden redactados por el capitán Pool, al reunirse éste semanas antes con el almirante.

—Creo que tendríamos que proponer un brindis por el capitán Hayden —sugirió Smosh—, por habernos traído tan lejos a través de tormentas, ataques del enemigo, abandono de nuestros camaradas, epidemias y, recientemente, por habernos librado de acabar en una prisión francesa.

—Por el capitán Hayden —respondieron los demás—. ¡Por el capitán Hayden!

A pesar de que era consciente de que habían propuesto aquel brindis de buena fe, sin que tuviera que ver el hecho de que se hallase a punto de perder el mando, Hayden prefirió cambiar de tema.

—Me parece que tendríamos que homenajear a los señores Ariss, Gould y Smosh, quienes salvaron muchas vidas gracias a sus incansables esfuerzos. Saint-Denis estaba convencido de que tanto el doctor como él habrían muerto de no haber sido por ustedes —añadió Hayden, inclinando la cabeza en señal de respeto ante Gould y Ariss, para después levantar la copa—. Brindemos por su incansable labor.

Y así lo hicieron. Pero a continuación se impuso el silencio en la mesa, y Hayden pensó que aquélla sería su última comida con esos hombres, puesto que al cabo de un par de días lo relevarían del mando y, probablemente, tendría que esperar barco para regresar a Inglaterra.

Guardaba un parecido considerable con los grabados que Hayden había visto de George Washington. La misma nariz e idéntica barbilla alargada. La frente alta, la mirada inteligente, bondadosa. Hayden no iba a permitirse el lujo de dejarse engañar por aquellos ojos; lord Hood era el comandante en jefe de la flota de Su Majestad en el Mediterráneo, cargo que no había alcanzado precisamente haciendo gala de amabilidad. El lord almirante se hallaba sentado en un sillón grande que recordaba a un trono. No llevaba la casaca puesta, y el chaleco de seda era tan blanco como la espuma de mar en una jornada estival. Su rostro alargado, melancólico, lucía el bronceado propio de un labrador; incluso sus manos remitían a un hombre que trabajaba con ellas. Por un instante miró con fijeza a Hayden, y sus ojos parecieron entristecerse, lo cual no pudo alarmar más al capitán.

—Capitán Hayden —saludó Hood con voz potente y sorprendentemente melódica—. He recibido varias cartas, enviadas a Gibraltar por el reverendo doctor Worthing, y otra del capitán Pool, todas las cuales lo mencionan a usted en términos no muy benévolos. Las remitidas por el doctor Worthing son en especial incapaces de contener el veneno que destilan.

En su conversación con el almirante Brown había aprendido que uno nunca puede estar seguro de quién conoce a quién en la Armada, así que Hayden decidió mostrarse circunspecto.

—Señor, lamento mucho cualquier molestia que puedan haberle causado esas misivas.

El almirante optó por no responder, aunque sí enarcó ambas cejas. Tomó la taza de café de la mesilla, la encontró vacía o no del todo a su gusto, y con una mirada desabrida devolvió al platillo la pieza de porcelana.

—¿Debo entender que asumió usted el mando del convoy, tras verse Pool separado de él?

—En efecto, señor. Según parece, el capitán Pool no dio con nosotros.

—No puedo afirmar que me sorprenda, dado lo pronto que llegaron a Gibraltar. —Hood volvió la mirada hacia Hayden—. Me gustaría conocer su versión de lo sucedido, capitán. Sea usted franco conmigo, la modestia me importuna tanto como la vanidad.

Hayden no estaba seguro de si realmente podía mostrarse sincero, y tampoco lo estaba de que Hood quisiese oír la verdad. Sin embargo, el modo en que el almirante había desaprobado a Pool le permitió concebir cierta esperanza que lo ayudó a narrar el relato del paso del convoy por el golfo de Vizcaya. Únicamente se reservó ciertos detalles relativos a Worthing. Por lo visto, fue un relato apresurado, porque Hood no dejó de interrumpirlo con preguntas aclarativas, lo cual condujo finalmente a Hayden a repasar hasta el último detalle: la escuadra francesa, la gripe, el abordaje accidental del navío francés de setenta y cuatro cañones, el hundimiento de la Syren y el desdichado extravío de Pool. Concluyó con el episodio de Tolón, donde a punto había estado de perder la Themis. Hood consideró en silencio sus palabras, como si repasara mentalmente los sucesos que Hayden había narrado.

—El doctor Worthing menciona que lo encerró usted en su camarote.

—Eso es verdad, lord Hood. Debo disculparme por haber tratado a su sacerdote de ese modo.

—El doctor Worthing no es mi sacerdote —especificó Hood—. Apenas lo habré visto en tres ocasiones, en casa de un amigo, pero, entiéndame, es el mando lo que lleva a los demás a pedirnos favores… que luego nunca nos son devueltos. Un pariente de Worthing, un cirujano, ayudó en el parto a una sobrina mía en las peores circunstancias que quepa imaginar, tanto para la madre como para el niño, y logró que ambos sobrevivieran. De resultas de ello, prometí encontrar una posición para Worthing a bordo de un barco. —Se encogió de hombros como si quisiera decir: «¿Qué otra cosa podía hacer?»—. Parece que ha pasado usted mil y una aventuras, aunque a duras penas pueda considerarse la gripe una aventura. Jamás, en los años que llevo de servicio, había oído que esa enfermedad se enconara de tal manera. ¿De veras se trataba de gripe? ¿No se equivocaría su cirujano en el diagnóstico?

—Es un doctor muy competente, señor, y no fue la primera vez que se enfrentaba a los síntomas de la gripe. Me sorprendería mucho que errara en su apreciación.

Lord Hood hizo un pequeño movimiento con los hombros que vino a decir «quizá».

—El almirante Cotton me pidió que buscara un capitán para la Themis, un barco que por desdicha se relaciona con la infamia. Tendré que meditarlo cuidadosamente, pero de momento, Hayden, voy a dejarle al mando. Tengo entendido que anda falto de oficiales.

—Así es, señor. Mi primer teniente murió en la embocadura del puerto de Tolón, y tan sólo dispongo de un teniente y un guardiamarina que ejerce de teniente en funciones. Es un joven guardiamarina muy precoz, señor, pero únicamente lleva dos años sirviendo en la Armada.

—También pensaré en ello. Podría conseguirle a alguien. Está a bordo de mi barco y espera un ascenso, pero creo que uno o dos años a bordo de una fragata lo beneficiarían mucho. —El almirante volvió a sumirse en sus pensamientos.

Dado lo ocupado que estaba, a Hayden le sorprendió que Hood dedicase tanto tiempo a un simple capitán como él, a un oficial que aún no había ascendido al cargo de capitán de navío.

—Worthing escribió que uno de sus guardiamarinas es judío, o eso asegura. ¿Es eso cierto?

—Su padre lo es, señor. Se trata de un comerciante de Plymouth, un hombre de confianza. Pero su madre es cristiana. El muchacho fue educado en la Iglesia de Inglaterra, como podrá atestiguar el reverendo Smosh, el otro sacerdote de quien le hablé.

—Ya. ¿Conoce usted al capitán Schomberg? ¿Isaac Schomberg?

—Sólo por su reputación, señor. —Hayden sabía que los Schomberg eran una importante familia judía afincada en Londres y se decía que los hijos habían sido educados fuera de su fe.

—Se trata de un marino muy capacitado. Si lo cree usted necesario, el capitán Schomberg no pondría reparos en aceptar a ese muchacho. Yo mismo se lo pediré en su nombre.

—Creo que Gould se ha ganado el respeto de la dotación, señor. De momento está donde debe.

—Como prefiera. —Hood lo miró y estuvo a punto de sonreír—. Tengo entendido, capitán, que posee usted don de lenguas. Recuerde que no me gusta la modestia.

—Hablo bastante bien varios idiomas, señor.

—¿El italiano?

—Existen numerosos dialectos, señor. Me desenvolvería con soltura en Génova.

—Creo que con eso bastará. ¿Habla usted francés?

—Sí, señor.

—Voy a encargarle que acompañe a varios oficiales del ejército. Todos viajan con sir Gilbert Elliot a Córcega para negociar con el general Paoli. ¿Lo conoce?

—Sé a quién se refiere, señor. Uno de mis guardiamarinas, lord Arthur Wickham, tuvo la oportunidad de conocerlo en Inglaterra. Según parece, el general prometió llevarlo de caza si alguna vez lo visitaba en esa isla.

Hood rió entre dientes.

—Ese joven… ¿puede decirse de él que se trata de alguien… pragmático?

—Por supuesto, señor. Es mucho más maduro de lo que se esperaría por su edad, y creo que lo aguarda un brillante futuro en la Armada.

Hood meditó unos segundos el asunto.

—Me pregunto si su presencia complacería al general Paoli, que, si quiere que le sea sincero, es un anciano muy testarudo.

—Wickham arrastra a todo el mundo con su entusiasmo, señor. No sé si sería muy diferente con el general Paoli.

—Haga que el joven lo acompañe a usted en calidad de ordenanza. No podemos confiar en expulsar a los franceses de Córcega sin tener de nuestro lado a los partidarios de Paoli. —Hood guardó silencio unos instantes para ordenar sus pensamientos—. Habremos de transportar y desembarcar tropas en la isla, Hayden, y quiero asegurarme de que los oficiales del ejército no preparen un plan que dependa de que nosotros tengamos que desembarcar tropas en una situación insostenible. Espero que usted intervenga y se asegure de que dichos puntos de desembarco sean aceptables para la Armada.

—A la orden, señor.

—He logrado que Dundas envíe al coronel John Moore. —Una sonrisita afloró a los labios del almirante—. Es don perfecto, uno de los oficiales más capacitados que he conocido, capaz de hacerse cargo de la situación y trazar un plan sin fisuras. Uno de esos hombres decisivos. En eso ambos se parecen, Hayden. O bien se llevan como hermanos, o el desprecio que sentirán el uno por el otro será absoluto. —Este último comentario hizo sonreír de nuevo al almirante, quien volvió a perderse en sus pensamientos.

Siguió callado un largo instante. En una ocasión, Hayden creyó que iba a hablar, pero Hood cambió de idea.

—¿Hay alguna otra cosa en la que pueda ayudarle, lord Hood? —preguntó finalmente.

—No —respondió en voz baja el almirante, negando con la cabeza. Cuando Hayden se puso en pie, el almirante preguntó—: ¿Qué edad tendría ahora su padre?

El joven no podría haberse llevado mayor sorpresa, tanto que tardó unos segundos en responder.

—Habría cumplido cincuenta y un años, señor, este próximo junio —logró contestar.

—Imagino que a estas alturas ya habría enarbolado la insignia de almirante —comentó lord Hood, concentrado en sacudirse una mota de polvo que tenía en los calzones—. ¿Y su madre, capitán? Confío en que se encuentre bien.

—Muy bien, señor. Se trasladó a Boston.

—¡Boston! —exclamó Hood, visiblemente sorprendido—. Ha heredado usted gran parte de las facciones de su madre, pero el porte, incluso los gestos son paternos. —Alzó la vista hacia Hayden—. Supongo que no será la primera vez que oye usted este comentario.

Hayden asintió.

—En más de una ocasión me han dicho que tengo la voz y el modo de hablar de mi padre.

—Así es. Resulta un tanto inquietante para todo aquél que lo conociera. Buena suerte en Córcega, capitán.

—Gracias, señor.

Hayden se dio la vuelta para dirigirse hacia la puerta, pero, cuando asió el tirador, el almirante habló de nuevo:

—Me pregunto si no debería asignar a Worthing al barco del capitán Pool. ¿Qué opina usted? ¿Cree que harían buenas migas?

—Creo que se llevarían estupendamente —respondió Hayden, haciendo un esfuerzo hercúleo para no sonreír.

—Entonces démoslo por hecho. Y ese otro sacerdote… ¿cómo se llamaba?

—Smosh, señor.

—¡Menudo apellido! Me pregunto quién podría merecérselo a bordo…

—Si no tiene usted un barco que necesite contar con un clérigo, señor, de momento podría mantenerlo en la Themis. Nosotros lo acogeremos de buen grado.

—Pues es todo suyo, Hayden. —Y alzando un dedo, añadió—: Ah, casi lo olvidaba. Esta noche he invitado a cenar a los capitanes de la flota. Espero contar con su presencia.

—Será un honor, señor.

—Y que lo acompañe ese guardiamarina que vamos a enviar con Paoli. Hasta luego, pues. Que pase usted un buen día.

—Lo mismo le deseo, señor.

Hayden salió del camarote algo conmocionado. La mayoría de las entrevistas que había realizado en circunstancias similares lo habían puesto tan furioso que el hecho de que lo hubieran tratado con amabilidad y justicia se le antojaba una sensación absolutamente extraña. Después de todo, sólo había tenido que alejarse unos cuantos miles de millas de Inglaterra para encontrar ambas cosas. ¡Lord Hood había conocido a su padre! Lo había conocido y respetado, puede incluso que sintiera afecto por él. Un extraordinario golpe de suerte… para variar. Salió al sol mientras seguía dando vueltas a estos pensamientos.

En la cubierta del Victory, Hayden se topó con la misma escena que a su llegada: familias francesas reunidas en corrillos, haciendo lo posible por mantenerse al margen de las tareas que llevaban a cabo los marineros. Los oficiales del ejército británico formaban sus propios grupos. Los niños jugaban a perseguirse en torno al cabrestante, y reían como si se hallaran inmersos en una aventura, sin saber que sus padres lo habían abandonado todo para huir de Tolón. Y a juzgar por las expresiones de los adultos, Hayden comprendió que los mayores no compartían esa inocencia.

Un caballero bien vestido, inglés a pesar del excelente dominio del francés que tenía, se hallaba rodeado por personas que le suplicaban, y Hayden llegó a oír una y otra vez promesas de que los ingleses no los abandonarían. Confiaba en que fuera cierto, porque esos pobres refugiados se habían puesto de parte de los ingleses y en contra de los excesos de la Convención. La pérdida de Tolón los había dejado sin patria.

«Como a mí», pensó, y esa idea repentina le causó gran aflicción.

Se detuvo junto al pasamano para observar un instante su propio barco. Hasta ese momento no había saboreado la sensación de alivio, provocada no sólo porque Hood no lo hubiera relevado del mando, sino también por conservar el barco, aunque el puesto fuese temporal. Aun así, tenía mucho por lo que sentirse agradecido, a pesar de que no había modo de saber si el almirante decidiría reemplazarlo por otro oficial. Siempre vivía sumido en la incertidumbre. Esta pendía sobre el horizonte como una indecisa tormenta que podría abatirse sobre él en cualquier momento, sumiéndolo en el desastre.

Cuando se dio la vuelta para cruzar la cubierta, topó con una niña que corría en dirección contraria y que cayó sobre el tablonaje con expresión confundida. El joven se agachó junto a ella.

—¿Te has hecho daño? —preguntó en francés.

La niña, de unos cinco años, lo miró sorprendida.

—¿Vas disfrazado? —susurró en la misma lengua, en la que mantendrían su conversación.

—¿Disfrazado? —repitió Hayden, sin entender.

—No te delataré —dijo ella, incorporándose y susurrando aún más bajo—: Soy la princesa Marie y huyo de los jacobinos. ¿Me ayudarás?

—Por supuesto, alteza. Soy el conde de Le Coeur, y me han enviado a buscaros.

—Sabía que vendrías —susurró ella en tono apasionado—. ¿Iremos en barco? —Se puso en pie y lo miró a los ojos.

—Sí. En un barco inglés, el Victory. Ya lo he organizado todo. El almirante es de los nuestros.

—A eso se debe que te vistas de oficial inglés. Muy astuto, monsieur le comte. Cuando llegue el día en que pueda volver a sentarme en mi trono recompensaré tu valentía y lealtad.

Hayden se levantó, se quitó el sombrero y dedicó a la niña una ceremoniosa reverencia.

—No merezco tanta generosidad por vuestra parte, mi princesa. El almirante tiene preparado un camarote para vos y os recibirá durante la cena esta misma noche. Pero yo debo partir. He de rescatar a tantas personas…

—Sí, sí. Rescata a tantos de mis súbditos como puedas. Mi pueblo ha sufrido terriblemente bajo el yugo jacobino.

Hayden reparó en que dos mujeres estaban observándolos, ambas con una sonrisa. Parecían encantadas ante aquella singular representación teatral, a pesar de que sus rostros sonrientes no lograran disimular por completo la tristeza.

—Habla usted perfectamente el francés, monsieur —comentó la mayor con un inglés marcado por un fuerte acento. Las dos eran tan hermosas que, por unos segundos, Hayden no atinó a articular palabra. Sin duda eran madre e hija, pues las facciones de la más joven y el parecido que guardaban no daban pie a otra posibilidad, todo ello a pesar de que la mayor no aparentaba superar la treintena. Parecía imposible, ya que la hija se encontraba en la flor de la juventud, unos veintiún años, calculó Hayden.

—Gracias, madame —respondió Hayden, y dedicó a ambas una leve reverencia—. Mi madre es francesa. —Las encontraba tan hermosas que hizo un esfuerzo por no mirarlas fijamente.

—Discúlpeme, monsieur, ¿de qué región?

—París y Burdeos.

—Nosotras somos de Tolón, como habrá supuesto usted.

—Sí. Lamento mucho que se hayan visto obligadas a abandonar sus hogares. —Sintió una punzada de culpabilidad por el hecho de que los ingleses no hubiesen conservado Tolón, un poco como si hubieran actuado de mala fe con los ciudadanos de esa ciudad.

La mujer apretó sus hermosos labios e inclinó la cabeza para darle a entender que se mostraba de acuerdo. El desánimo que traslucían sus rostros y su porte le partió el corazón a Hayden.

—Perdóneme, capitán —prosiguió la mujer, que insistió en hablarle en inglés a pesar de lo dificultoso que le resultaba—. ¿Sabe usted qué planes tiene lord Hood para… nosotros?

—Lo siento, madame —respondió él en francés—, pero el almirante no compartió esa información conmigo.

—Tememos que lord Hood pueda… recolocarnos. ¿Es correcto? —preguntó la mujer, en inglés.

—Sí.

—Que pretenda recolocarnos en Génova o Nápoles, lo cual no servirá de nada, porque el ejército que nos expulsó de Tolón no tardará en partir hacia el sur, al menos eso asegura todo el mundo. Nos veremos de nuevo obligados a huir, a riesgo de caer en sus manos y acabar guillotinados por haber prestado auxilio a los ingleses. Tienen que llevarnos a un lugar seguro, a Inglaterra o Canadá.

Hayden se dijo que aquellos temores eran fundados. Había oído comentar a los oficiales británicos que el ejército jacobino presionaba ya sobre los estados italianos septentrionales, y que tarde o temprano lograría abrirse paso.

La mujer le dedicó una leve reverencia.

—Perdóneme, monsieur. Soy madame Bourdage, y ésta es mi hija Héloïse.

—Charles Hayden. Enchanté.

La mirada de madame Bourdage se desvío a la izquierda de Hayden, y su hija y ella hicieron una reverencia.

—Sir Gilbert —saludó la dama.

Al volverse, Hayden reparó en el inglés a quien con anterioridad había visto rodeado de gente. El hombre inclinó levemente la cabeza ante él, pero se dirigió a las mujeres.

—Madame Bourdage, mademoiselle. Como ya he comentado a los demás, aún no puedo darles una respuesta respecto al lugar de destino. Pronto podré, espero. Muy pronto. Les aseguro que no nos hemos olvidado de ustedes. —Sir Gilbert tenía unos modales refinados y encantadores. Era obvio que la belleza de ambas mujeres no le había pasado inadvertida. Hayden había observado en diversas ocasiones que la edad no afecta a los hombres a la hora de apreciar esa cualidad en particular.

Ambas mujeres se sumaron a la estela de personas que seguían a sir Gilbert por cubierta, tras despedirse con premura de Hayden dedicándole una rápida reverencia.

Hayden permaneció allí unos instantes más, mientras las veía alejarse.

—Es sir Gilbert Elliot —le informó una voz.

Al volverse, Hayden se topó con un joven oficial del ejército que le sonreía al tiempo que señalaba con un gesto al caballero inglés, quien de nuevo estaba rodeado por una marea de huérfanos abandonados.

—¿El amigo de Burke? —preguntó Hayden.

—El mismo. —El joven lo saludó con una leve inclinación de cabeza—. Soy el coronel John Moore.

—Charles Hayden, capitán de la fragata Themis.

—Ya me pareció. ¿Va usted a acompañarnos a Córcega?

—Sí, y me alegra mucho hacerlo. Acabo de entrevistarme con lord Hood, quien me ha comunicado su decisión, pero reconozco que no sé mucho más al respecto.

Una sonrisa cómplice confirió a Moore un aspecto si cabe más juvenil.

—Es una suerte que yo haya mantenido varias conversaciones acerca de este asunto con sir Gilbert, el general Dundas, mi superior, y lord Hood. —Señalando al frente, propuso—: ¿Qué le parece si damos una vuelta por cubierta y lo pongo al corriente de lo que he averiguado?

Hayden aceptó sin vacilar. A menudo existía desconfianza, si no rivalidad, entre ambos cuerpos, pero, a juzgar por la actitud de Moore, éste no daba muestras de ello; claro que acababan de conocerse y podía tener motivos personales para dirigirse con tanta amabilidad a un hombre de la Armada. Hayden estaba convencido de que no tardaría en averiguarlo. En apariencia, por su cabello rubio y los ojos azules, Moore era la otra cara de la moneda respecto a Hayden; sin embargo, tenían la misma estatura y similar complexión. Si la calma y la vivacidad podían combinarse en una misma persona, Moore parecía ser esa persona. La impresión inmediata que extrajo Hayden era que se trataba de un hombre muy satisfecho consigo mismo, algo inusual teniendo en cuenta su juventud.

—Sin duda sabrá usted que estalló una revuelta en Córcega contra los franceses —empezó a explicar Moore—, y que el general Paoli y sus partidarios acorralaron al enemigo en algunas plazas fuertes situadas a lo largo de la costa septentrional.

—Pues no lo sabía.

Moore se volvió hacia Hayden, algo consternado quizá por su falta de información.

—Llegué hace poco de Inglaterra —especificó Hayden a modo de disculpa—, y pasé varias semanas en Gibraltar sometido a una cuarentena estricta, debido a una gripe que se abatió sobre mi barco en alta mar.

—Las noticias no viajan con la suficiente rapidez, a menos, claro está, que sean malas —comentó Moore.

—Incluso las malas viajan lentamente. Descubrimos que Tolón había caído cuando nos adentramos en plena noche en el puerto, del cual logramos escapar por los pelos.

Moore se apartó un poco de él y lo observó como si lo viera por primera vez.

—¿Ese es su navío? —preguntó—. He oído decir a varios oficiales de la Armada que el capitán de esa fragata tiene que ser muy buen marino.

—Más bien diría que se trata de alguien muy afortunado. El viento nos favoreció o habríamos acabado convirtiéndonos en invitados de los franceses. —Evitó a un niño que corría distraído y que estuvo a punto de topar con él; quizá se tratara de otro noble en miniatura que huía de los jacobinos—. Pero se refería usted a Córcega…

—Ah, sí. Según parece, ese Paoli ha escrito varias cartas a lord Hood, solicitando ayuda inglesa o incluso una alianza. Sir Gilbert especula que los corsos podrían poner su isla bajo protección inglesa. Un apostadero naval tan próximo a los estados septentrionales de la península Itálica serviría a nuestros intereses, sobre todo ahora que se ha desplegado un considerable ejército republicano en Tolón, a tan sólo unos días de marcha de las fronteras. —Hizo una pausa, como si esperase un gesto afirmativo por parte de Hayden, y cuando éste reparó en ello asintió.

«Moore subestima la importancia de un apostadero naval en Córcega», pensó Hayden. Los ingleses necesitaban desesperadamente disponer de un puerto seguro al este de Gibraltar, cerca de los estados italianos. El Mediterráneo era muy extenso y Gibraltar se encontraba aislado en el extremo occidental. Un puerto corso podría emplearse para reaprovisionar los barcos que bloqueaban los puertos franceses, no muy lejanos, o para prestar ayuda a los numerosos estados italianos que podían encontrarse, más pronto que tarde, combatiendo contra los franceses.

—Nos envían a Córcega para averiguar si es cierto que los franceses se han refugiado en unos cuantos puertos y torres de que disponen y, en tal caso, si sería posible desalojarlos, así como la mejor manera de hacerlo. Puesto que esta empresa requerirá de los esfuerzos conjuntos de la Armada y el ejército, es necesario enviar representantes de ambos cuerpos —puntualizó señalándose a sí mismo y luego a Hayden—. Me han dicho que nos acompañará el mayor Kochler… ¿Le sorprende?

—Si quiere que le sea sincero, estoy asombrado. Lord Hood no sabe nada acerca de mí. Se me antoja un verdadero misterio que no escoja a un oficial con quien esté más familiarizado, o en cuyas aptitudes tenga depositada más confianza.

—Por lo visto, no le falta confianza en las suyas, capitán —aseguró Moore—. Lord Hood se tomó la molestia de mostrarme un mapa… —Miró a Hayden y sonrió antes de corregirse—. Me refiero a que me mostró una carta náutica, que así lo llaman ustedes. En ella figuran los alrededores de la bahía de San Fiorenzo y las supuestas posiciones francesas. Tenemos que inspeccionar la zona más de cerca y recomendar un plan de operaciones. Voy a confiar en su pericia para determinar el modo más adecuado de emplear los efectivos de la Armada a efectos de hostigar a las baterías francesas. En San Fiorenzo hay al menos dos torres fortificadas y fortines importantes. Tengo entendido que la ciudad de Bastia cuenta con grandes fortificaciones, y también Calvi. Hay que determinar los puntos más adecuados para llevar a cabo posibles desembarcos… En fin, estoy seguro de que no hace falta que me extienda sobre tales asuntos, capitán. —Se habían detenido en el pasamano, donde aguardaba el bote de Hayden—. Debemos presentarnos al capitán Davies a bordo de la Lowestoffe mañana por la mañana, al amanecer. Hasta entonces, pues.

Hayden descendió por el costado, pensando que Moore era un consumado actor, un político o un espécimen particular de oficial terrestre. Que estuviese tan dispuesto a cooperar con la Armada resultaba inusual. Aquella misma mañana, cuando Hayden apenas había fondeado, lo habían hecho partícipe de la información de que Hood no congeniaba con los oficiales superiores del ejército, a quienes consideraba unos indecisos, cuando no directamente unos cobardes. Moore no le había parecido a Hayden ninguna de ambas cosas, aunque el tiempo podría hacerle cambiar de opinión.

Hayden envió a Wickham a informar al doctor Worthing de su nueva situación, porque estaba decidido a librarse de aquel agitador cuanto antes. Redactó una apresurada nota y ordenó a su timonel que la llevase sin demora al barco de Pool, para informar al buen capitán de que su nuevo sacerdote estaba a punto de llegar. Se ordenó a Worthing recoger sus pertenencias, incluidos los palos de golf, y prepararse para transbordar al Majestic en cuanto se le notificara. Hayden no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción derivada del giro de los acontecimientos. No había nadie, a excepción de cierto capitán Hart, ahora retirado del servicio, a quien hubiera preferido encasquetar al buen clérigo.

Hawthorne interceptó al capitán cuando éste subía a la cubierta principal. También su expresión era de satisfacción mal disimulada.

—He oído que a partir de ahora el buen doctor Worthing ejercerá el sacerdocio en el barco del capitán Pool.

—Lord Hood considera que Pool podría beneficiarse de los particulares… talentos del doctor Worthing.

—Me pregunto cómo se le habrá ocurrido una idea semejante a lord Hood —observó Hawthorne, cuya sonrisa adoptó un matiz claramente burlón.

—No tuve nada que ver —protestó Hayden—. La idea, por espléndida que pueda parecer, se originó en la mente del almirante. Es cierto que me preguntó mi opinión y que me mostré entusiasta a la hora de apoyarla, pero sería falso inferir que presioné para que se produjese este feliz desenlace.

Hawthorne rió, incapaz de disimular por más tiempo la alegría que le causaba la noticia.

—Voy a acercarme a la cámara de oficiales y le preguntaré si necesita mi ayuda para recoger sus pertenencias. Soy capaz de subir personalmente su equipaje a cubierta, aunque imagino que seré el único dispuesto a echarle una mano cuando tenga que abandonar el barco.

—No creo que nosotros seamos los únicos que se alegren de librarse de él.

—¿Adónde van a enviar al pobre Smosh? —preguntó a continuación Hawthorne, cuya mueca irónica dio paso a una expresión preocupada—. Imagino que lo confiarán a un capitán más capacitado que Pool.

—No puedo opinar respecto a lo capacitado que pueda ser o no su capitán, pero Smosh seguirá a bordo de la Themis hasta que se le asigne un destino más apropiado. Lo más curioso es que conservaré el mando del barco, mientras lord Hood encuentra también a un capitán más apropiado. Sin embargo, debo cumplir con mi deber lejos de la embarcación por un tiempo, ignoro por cuánto. Dejaré al señor Archer al mando. Lord Hood dijo que me enviaría a un teniente de quien por lo visto puede prescindir. No creo que pueda anteponerlo a Archer, quien a lo largo de estas últimas semanas ha demostrado un interés renovado en su oficio.

—Todos a bordo han demostrado un interés renovado en su oficio desde que se marchó el capitán Hart. Es digno de mención lo mucho que nos había desalentado estar bajo la bota de ese pequeño tirano. —Hayden asintió con aire ausente—. ¿Y adónde va usted? ¿O se supone que no debería preguntarlo?

—Aunque no tardará en saberse, prefiero que por el momento esta información no salga de la cámara de oficiales. Debo marchar a Córcega, donde espero conocer al general Paoli. Enviarán allí a sir Gilbert Elliot para negociar con el general, y he de acompañarlo junto a dos oficiales del ejército, para averiguar si es posible expulsar de allí a los franceses.

—Oficiales del ejército… —repitió Hawthorne—. Me compadezco de usted.

—En absoluto. He conocido a uno, y puedo asegurar que posee un gran sentido común y que ni siquiera parecía consciente de que mi casaca fuese azul, y no roja.

—Ya veremos si durante los próximos días sigue así. La experiencia me demuestra que la Armada y el ejército siempre han tenido intereses encontrados.

—También lo creía yo, Hawthorne, aunque debo puntualizar que, según me parece, ninguno de ambos cuerpos entiende el campo que abarcan las operaciones del otro. Los oficiales del ejército no comprenden por qué los barcos no hacen avante en medio de una tormenta, o por qué no podemos desembarcar sus tropas en una costa a sotavento con mar encrespado. Tampoco los marinos entendemos por qué los ejércitos se emplean mejor en según qué terrenos, o por qué marchan con tanta parsimonia.

—En tal caso, espero que no se produzcan malentendidos.

Poco después, Hayden y Hawthorne se situaron junto al pasamano mientras el reverendo doctor Worthing observaba cómo bajaban sus pertenencias al bote. Sin dirigir ni una sola mirada al capitán ni pronunciar una despedida, se limitó a descender por el costado. Cuando la cabeza estaba a punto de desaparecer bajo la batayola, se detuvo, incapaz de marcharse sin haber dicho la última palabra.

Miró a Hayden con odio y los labios prietos le dibujaron una expresión desabrida.

—Puede que haya sido fácil convencer a lord Hood de su inocencia en mi maltrato, pero no le resultará tan sencillo engañar a Dios Nuestro Señor, pues lo lleva usted escrito en el alma. —Y desapareció.

—Bueno, ahí lo tiene —dijo Hawthorne esbozando una amplia sonrisa de incredulidad—. Dios lo castigará por haber confinado en un camarote a uno de sus pastores. Sin duda, todos los problemas que nos causó fueron por voluntad de Nuestro Señor.

La tripulación no se mostró tan amable como Hawthorne y rió abiertamente ante aquella última amenaza, sin reprimir el tono burlón. Incluso los remeros de la falúa que lo alejó de la Themis, sentado y tieso como un palo en la bancada de popa, sonreían sin disimulo. Algunos hombres empezaron a meterse con él, pero Hayden había ordenado a Franks poner fin a las bromas por respeto al cargo de Worthing, no a su persona. A lo largo de su carrera en la Armada, había visto hacerse justicia tan pocas veces, que apenas podía apartar la mirada de Worthing, transportado por la abierta bahía hasta el navío Majestic, al mando del capitán Pool. Era inapropiado regodearse, así que adoptó una expresión impenetrable, o eso pretendía, aunque en su fuero interno el solo hecho de pensar en la de problemas que no tardarían en abatirse sobre aquel capitán que lo había maltratado le hizo experimentar más que una simple satisfacción. Aquello bastó para que Hayden se dijera que tal vez Dios intervenía a veces en los asuntos de los hombres para disponer una forma superior de justicia.

Algunas gaviotas volaban en círculo sobre la falúa que se alejaba con la figura erguida del insufrible clérigo. Hayden pensó que le graznaban burlonas. Worthing les dedicó un gesto desdeñoso que no hizo más que reavivar su malicia.

Incapaz de contenerse por más tiempo, el capitán rompió a reír.

El camarote del almirante a bordo del Victory se le antojó un palacio a Charles Saunders Hayden, el cual apenas unas semanas antes se maravillaba ante la amplitud del suyo en la Themis. La mesa, cuya anchura casi igualaba la manga del barco, hacía que la propia mesa de Hayden palideciera en comparación, no sólo por la extensión, sino por la majestuosidad. Veintidós hombres estaban sentados sin estorbarse lo más mínimo unos a otros, y sobre el tablero, de casi dos metros de ancho, reposaba un conjunto de candelabros y bandejas de plata que el exiguo salario de Hayden no hubiese podido afrontar ni tras varios años de ahorros. El techo pintado de blanco reflejaba la luz de las velas y la nívea mantelería, así como los chalecos de los oficiales sentados a la mesa parecían ingeniados para hacer juego con el azul marino de las casacas de excelente corte que vestían.

Hayden ocupó un poco incómodo un asiento separado de lord Hood sólo por otro invitado, mientras que a la izquierda tenía a lord Arthur. Muchos oficiales que lo superaban en antigüedad estaban sentados más lejos del almirante, y tuvo la sensación de que lo observaban, preguntándose de quién se trataría para que lord Hood le dedicase tantas atenciones. No era una situación a la que Hayden estuviese precisamente acostumbrado.

A la izquierda del almirante se hallaba sir Gilbert Elliot, a quien había visto aquel día con anterioridad, y a su derecha el general Dundas. Justo delante de Hayden se encontraba el almirante Hotham, a quien no había conocido hasta ese momento pese a estar al corriente de su reputación, aunque lo mismo podía decirse de más de una de las personas que habían sido invitadas a cenar aquella noche con lord Hood.

Como había dejado patente el traslado de Worthing al barco de Pool, el almirante tenía un retorcido sentido del humor, aunque también podía mostrarse gracioso. Dado que jamás reía sus propias bromas, los capitanes más jóvenes, o aquellos que no estaban familiarizados con esta peculiaridad de su carácter, no sabían si reír o guardar silencio.

—Almirante Hotham —dijo Hood, después de que diese por iniciada la cena con los brindis de rigor—, ¿no le resulta familiar el rostro del joven oficial que tiene delante?

—Me atrevería a decir que, en efecto, así es, lord Hood —repuso Hotham tras contemplar a Hayden un instante—. Hace muchos años conocí a una persona muy parecida. Un joven y prometedor oficial, cuya carrera se vio truncada prematuramente. Espero que de tal palo, tal astilla.

—Almirante Hotham, ¿conoció usted a mi padre? —preguntó Hayden.

El almirante, cuya actitud era tan severa como formal, daba una impresión diametralmente opuesta cada vez que abría la boca, ya que su conversación resultaba amena y muy agradable. También era tenido por el cauto segundo al mando de lord Hood, cuya reciente toma de Tolón era un ejemplo de la audacia de su señoría.

—Pues claro que sí, capitán Hayden. Yo acababa de aprobar el examen de teniente cuando él se alojaba en la camareta de guardiamarinas del viejo St. George. Lo traté durante toda su vida y sentía un gran aprecio por él. Claro que usted habrá oído a menudo comentarios de este tenor.

—En absoluto, señor. Empezaba a pensar que todos los hombres que habían servido con mi padre se habían retirado del servicio, debido a los pocos que he conocido.

—Aún quedamos unos cuantos a quienes no han convertido en simples pontones —repuso Hotham, riendo. Miró a Hood y pareció a punto de guiñarle un ojo. Luego centró su atención en Hayden, antes de añadir—: Lord Hood me ha contado que su adorable madre se trasladó a Boston… Dígame, se lo ruego, ¿qué puede haberla llevado tan lejos?

—Volvió a casarse, señor, con un importante armador bostoniano —explicó Hayden, a quien no le sorprendió que cualquiera que hubiese tratado a su padre recordase a su madre, pues era conocida en toda la Armada por su gran encanto.

—Dele recuerdos de mi parte la próxima vez que la vea. Le deseo toda la felicidad del mundo. Cuando perdimos a su padre no hubo forma de consolarla, se lo aseguro. Si no hubiese tenido que educar a un excelente muchacho, mucho me temo que el dolor podría habérsela llevado consigo. —Hotham trato de sonreír, pero no pudo—. Pero aquí está usted, con ese parecido tan asombroso que guarda con ambos progenitores, un parecido que me alegra el corazón y me hace pensar que su padre no abandonó del todo este mundo. —Y a continuación guardó silencio, afligido.

Un hombre muy delgado que vestía uniforme de capitán llamó la atención de Hayden. Le recordó un poco a Landry, por la barbilla huidiza y la frente hundida. No era un hombre atractivo, pero había tal animación en su rostro que Hayden no pudo evitar sonreírle a su vez.

—¿Fue usted, capitán Hayden, quien logró escapar recientemente de Tolón? —preguntó.

—En efecto, aunque he oído que otros no fueron tan afortunados.

—Sí, algunos transportes entraron en puerto y fueron apresados. Mala suerte. Pero bien hecho por su parte. —Levantó la copa de vino y ambos brindaron—. Contará usted con una dotación de primera para haber logrado semejante hazaña.

—Sí, es justo decir que los hombres se esforzaron mucho. No hubo uno solo que no se emplease a fondo, y nadie se arrugó. —Hayden estaba tan acostumbrado a oír hablar mal de su tripulación, originalmente la del malvado Hart, que sintió una inusual gratitud hacia aquel oficial—. Lo siento, señor, pero no nos han presentado… —observó.

—Soy Nelson. Horatio Nelson.

—¿Del Agamemnon?

Nelson asintió.

—¿Y quién es este joven guardiamarina que ha acabado viéndose rodeado por tanto capitán y almirante?

—Lord Arthur Wickham, capitán, quien a pesar de ser guardiamarina sirve de momento en calidad de tercer teniente en funciones.

—Un placer, teniente en funciones lord Arthur Wickham.

—Es un honor, señor —se apresuró a responder Wickham, visiblemente impresionado por el oficial—. He oído hablar mucho de usted, capitán Nelson.

Este miró a Hayden, a punto de sonreír.

—Nunca se crea las historias que oiga usted en la Armada, teniente. En lo que concierne a nuestros propios logros somos unos mentirosos de tomo y lomo.

—Capitán Nelson, ¿acaba usted de acusar de mentirosos a todos los hombres sentados a esta mesa? —terció entonces lord Hood.

—Oh, a nadie de esta mesa, señor. De todos es sabido que somos los caballeros más modestos de la Armada. Nunca escribimos acerca de nuestras hazañas, ni siquiera en nuestros diarios personales. No, lord Hood, fomentar nuestros intereses jamás entra en nuestros planes. Por ejemplo, ¿me ha oído usted mencionar alguna vez mis recientes éxitos en aguas de Cerdeña?

—No en más de una docena de ocasiones —respondió Hood, moviendo a risa a quienes escuchaban la conversación.

—Ya ve usted, lord Arthur, lo inapropiado que resulta hacer partícipe, más de una docena de veces, a los superiores de uno de las propias hazañas. No olvide eso y su futuro en la Armada estará asegurado.

—Nunca olvidaré ese consejo —aseguró el joven—. No pronunciaré una palabra relativa a los detalles de nuestra reciente huida de Tolón, aunque debo mencionar que el papel que desempeñé en ella es merecedor del título de caballero, o eso aseguran los presentes.

El comentario dejó a Nelson encantado, y cada vez que alguien se dirigió a Wickham durante el resto de la velada lo hizo llamándolo «sir Arthur», lo cual complació e incomodó al joven a partes iguales.

Fue una cena agradable, sobre todo teniendo en cuenta que los allí reunidos acababan de verse expulsados de Tolón. No obstante, unos pocos oficiales no parecieron participar de la alegría general, entre ellos el general Dundas, que cruzó las menos palabras posibles con los presentes, especialmente con el anfitrión. Y para satisfacción de Hayden, el capitán Pool, sentado al extremo opuesto de la mesa, no pudo evitar mirarlo con una mezcla de envidia y mal disimulada indignación.

No faltaron algunos asuntos espinosos en la conversación, puesto que se trató, con todo lujo de detalle, la reciente evacuación de Tolón, así como la supervivencia de buena parte de la flota francesa, hecho que disgustaba y preocupaba a todos los presentes.

—Si llego a imaginar que los españoles nos traicionarían, habría disparado sobre una docena más de barcos —aseguró un atractivo y joven oficial—. Sin la menor duda, los españoles firmarán la paz con los jacobinos y revelarán sus verdaderas intenciones.

A Hayden no se le escapó la reacción de Nelson ante aquel comentario, la mirada que cruzó con otro capitán y cómo ambos hicieron un esfuerzo para controlar la ira o quizá el desprecio.

—Sydney Smith —susurró Hotham al reparar en la expresión intrigada de Hayden.

Smith era otro oficial a quien Hayden conocía por su reputación. Recientemente había servido en calidad de asesor naval del rey de Suecia, por lo cual éste le había concedido el título de caballero. Desde ese instante, insistía en que todo el mundo se dirigiera a él como sir Sydney. Aunque conocido por su coraje e iniciativa, Sydney era un fanfarrón y, llegado el momento de promocionar su carrera, era capaz de hacerlo en menoscabo de los demás, razón por la cual contaba con muchos enemigos. Quizá por ese motivo había quienes menospreciaban sus verdaderos logros por considerarlos exagerados. También se sabía que nunca se mostraba indeciso a la hora de arrogarse poderes que sus superiores no le habían otorgado. La expresión «elemento peligroso» no iba muy desencaminada cuando se aplicaba al jactancioso sir Sydney.

Los oficiales del ejército, de los cuales había unos cuantos presentes, incluido el teniente coronel Moore (a quien Hayden había conocido recientemente), así como el mayor Kochler, que también debía acompañarlos a Córcega, guardaron de pronto silencio cuando salió a colación el asunto relativo a la pérdida de Tolón. Hayden había oído de diversas fuentes que el general inglés de mayor antigüedad había aconsejado a lord Hood en contra de la toma de Tolón, pues estaba convencido de que la plaza no podría defenderse. Por su parte, los oficiales de la Armada insistían aún en que su defensa hubiera sido factible, siempre y cuando los mandos del ejército se hubiesen volcado en el proyecto. No era un secreto que Hood consideraba al general Dundas apocado e indeciso, dos atributos ausentes en el carácter del almirante.

Hayden se preguntó si habría alguna manera de convencer a Moore de que expresara su propia opinión al respecto, porque el capitán, aun predispuesto a creer en el punto de vista naval, hacía tiempo que pensaba que Tolón no podría aguantar un asedio decidido por parte de un contingente militar numeroso y bien pertrechado.

No tardó en darse cuenta de que sir Gilbert Elliot era un hombre de mundo, que hablaba varias lenguas con fluidez, y de carácter reflexivo. Tal vez fuera incluso un idealista, pero Hayden consideraba que en el mundo había un lugar para los idealistas, personas que establecían los objetivos que los demás se esforzaban en alcanzar.

—¿Ha visitado Córcega alguna vez? —le preguntó sir Gilbert.

—No, señor, pero estoy ansioso por verla con mis propios ojos. Sus habitantes han ido en pos de su libertad durante tanto tiempo, que confieso que la perspectiva de ayudarlos se me antoja muy gratificante.

Sir Gilbert sonrió para mostrarle que apreciaba su opinión, asintiendo con vehemencia.

—Tiene razón, y la tiene en ambos aspectos. Confío en que podamos proporcionarles una estructura política no muy distinta de la nuestra, pero con ciertas modificaciones que encajen mejor con el carácter corso, pues Dios sabe que nuestro propio sistema no es perfecto. Mas quizá en este caso podamos dar un nuevo paso hacia la perfección.

—Si el buen Dios hubiese querido hacernos surcar el cielo, sir Gilbert, nos habría dado alas —intervino lord Hood, que había estado atento a la conversación de ambos con expresión pensativa, puede incluso que divertida—. Pero no lo hizo. Estamos destinados a permanecer en tierra y abrirnos paso con dificultad lo mejor que podamos. La perfección no forma parte de la naturaleza humana. Lo que hoy nos presta mejor servicio no nos servirá el día de mañana, pero intentaremos seguir como estábamos, sin apartar aquello que en tiempos nos ayudó pero que ya no lo hace. Quizá, si somos sabios, podremos modificar las ideas e instituciones del pasado para que funcionen a medias. O podríamos prescindir totalmente de ellas y adoptar algo que no sea mejor, pero tampoco necesariamente peor. No, la perfección, si la alcanzamos siquiera un instante, sería cuestión de buena suerte, no de una correcta planificación, estoy seguro. Creo que en la vida, al igual que en los asuntos militares, las cosas cambian con mayor rapidez de lo que podemos entender, y que por tanto nuestro conocimiento de los hechos siempre resulta inadecuado. Tomamos nuestras decisiones basándonos en rumores y suposiciones. A veces las cosas salen bien, a veces se tuercen.

—En fin, no voy a perder la esperanza de que en lo concerniente a Córcega las cosas salgan bien.

—¡Ni yo! —exclamó lord Hood sorprendido de que alguien esperase que pudiera pensar lo contrario—. ¿Cómo no iba a hacerlo? Los sucesos de este mundo dependen de fuerzas que tan sólo percibimos vagamente. Tolón pudo haberse convertido en el epicentro de una revuelta que quizá se hubiera extendido por todo el sur de Francia, lo cual no podría haber redundado más en nuestro beneficio. No se trataba de un imposible, sino de algo improbable. Pero no sucedió así. Quizá nunca alcancemos a comprender el porqué. Córcega será algún día una provincia próspera y pacífica del Imperio británico, o puede que forme causa común con nuestros enemigos, a pesar de nuestras mejores intenciones. —Alzó las manos abiertas—. Todo es posible.

—Procuraré, por todos los medios, hacer de Córcega una tierra próspera y pacífica, y confío en que bien dispuesta con los nuestros.

—Mientras no intentemos convertir a los corsos en pequeños ingleses… —intervino John Moore—. Es una equivocación que nosotros, los ingleses, cometemos a menudo.

Sir Gilbert asintió como si estuviera de acuerdo, pero no dijo nada, y luego preguntó:

—Capitán Hayden, ¿fue usted a quien oí conversar hoy con madame Bourdage? —Hayden asintió—. ¿Cómo es posible que tenga usted un dominio tan perfecto del francés? Le confieso que no he conocido a un solo inglés que lo hable tan bien.

—Mi madre es francesa, sir Gilbert. De niño pasé una temporada en ese país.

—Debe de resultarle muy difícil, capitán, hacer la guerra contra los paisanos de su madre.

—Soy inglés, sir Gilbert —respondió Hayden, consciente de que había otras personas atentas—. Sé dónde reside mi lealtad.

No reparó en que algunos oficiales intercambiaban una mirada, como si compartieran un lenguaje secreto y mudo, un lenguaje que los demás, incluido Hayden, ignoraban.

Cuando concluyó la velada y los oficiales e invitados se levantaron de sus asientos, dispuestos a marcharse, Hayden reparó en que John Moore se acercaba para disponerse a interceptarlo. A remolque llevaba a otro oficial del ejército que contrastaba con el alto y rubio Moore, pues aquél era de tez morena y algo grueso, aunque no mucho más bajo que Hayden o Moore.

—Ah, aquí está usted, capitán —lo saludó Moore—. Permítame presentarle al mayor Kochler. Este es el capitán Charles Hayden.

Kochler respondió a la leve inclinación de la cabeza con un gesto tan breve como impaciente.

—A su servicio.

—Puesto que mañana partimos hacia Córcega, me pareció que sería conveniente presentarlos.

El mayor respondió con lo que pareció más una mueca que una sonrisa. Daba la impresión de estar más interesado en los oficiales que salían a empellones del camarote.

—No veo el momento de coordinar nuestros esfuerzos del modo que sirvan mejor a la expulsión de los franceses —respondió Hayden, intentando salvar la situación y no incomodar a Moore, quien a todas luces no había esperado tal descortesía por parte de su compañero.

—No me cabe duda de que todos nosotros compartimos ese sentimiento —aseguró Moore al ver que Kochler no tenía intención de añadir nada. Miró a su compañero, que había vuelto a distraerse—. Hasta mañana.

Hayden se dejó llevar por la marea de oficiales que abandonaba el camarote y salió a la cubierta principal; hacía una noche otoñal, para ser invierno. Los miembros de la Armada formaron corrillos conversando amistosamente, mientras que los oficiales del ejército se dirigieron hacia un rincón del castillo de proa, donde nadie pudo oír una charla que mantuvieron con tono discreto.

Por el orden que establecía la antigüedad de los oficiales, llegaron los botes para llevarse a los almirantes y capitanes. Puesto que Hayden no era más que un simple comandante, su falúa sería de las últimas en abarloarse al costado del Victory, así que dio con un tramo del pasamano donde apoyarse y allí aguardó a que llegara su turno. La noche era cálida a pesar de la estación.

—Ah, capitán Hayden… —Sir Gilbert apareció recortado por la luz de una linterna—. Creía que se había escabullido. ¿Podemos hablar?

—Por supuesto, señor.

Elliot lo tomó del brazo y ambos hallaron una zona aislada en cubierta, donde empezó a hablarle en un tono tan bajo que el joven oficial experimentó dificultades para escucharlo.

—Hoy tuvo usted la gran fortuna de conocer a madame Bourdage y su hija…

—Conversé brevemente con ellas, sí.

—Esta noche se me ocurrió que usted debe de tener familia en Francia… por parte de su madre.

Hayden no estaba muy seguro de qué rumbo podía tomar aquella conversación, y asintió con cautela.

—Quería comentarle que si hallase usted algún familiar entre los refugiados de Tolón —perseveró sir Gilbert— podría enviarlos a Inglaterra, donde estarían a salvo. No sé si Bourdage es un apellido que figure en su árbol genealógico… Claro que ahora eso no puede saberlo nadie. Desde luego, a mí no se me ocurriría discutírselo.

—Estoy bastante seguro, sir Gilbert, de que Bourdage no es un apellido que pueda encontrarse entre los miembros de mi familia.

—Ah —dijo sir Gilbert, más sorprendido que ofendido ante la respuesta de Hayden—. Si tras reflexionarlo llega a la conclusión de que se ha equivocado, ya que la memoria nunca es infalible, no dude en informarme. No puedo ni imaginar la alegría que supondría para sus familiares verse a salvo en Inglaterra. Si alguien me hiciera un favor así, yo no dudaría en mostrarle una gratitud extraordinaria…

Cuando Hayden descendió finalmente al bote, mientras lo llevaban por la bahía de Hyères en dirección a la Themis, el único suceso de la velada al que no dejó de darle vueltas fue esta conversación privada con sir Gilbert Elliot. ¿Acaso sería madame Bourdage, o su hermosa hija, la amante de Elliot? ¿O existía algún motivo, aparte del obvio, para hacer aquella propuesta a Hayden? También se preguntó si no estaría siendo demasiado escrupuloso en lo relativo a ese asunto. Si estaba en su mano salvar a dos refugiados, abandonados por el fracaso británico en Tolón, ¿acaso no debía hacerlo? Pensar que aquellas dos hermosas mujeres podían ser descubiertas y ejecutadas por el ejército francés resultaba de todo punto perturbador.

Al llegar a la Themis, se retiró a su camarote. Se quitó la casaca y el pañuelo en torno al cuello. No se había privado de nada durante la cena, y su desdichado estómago no iba a permitirle tumbarse. También era cierto que el vino lo había confundido un poco, así que se sentó en el banco del ventanal de popa, incómodo a pesar de haberse recostado en cojines y mantas dobladas.

El silencio prácticamente absoluto que reinaba en el navío se vio interrumpido por un centinela que dio el alto a un bote que se había acercado demasiado, seguido por pasos que descendieron la escala a toda prisa. Una conversación susurrada ante la entrada del camarote precedió a los discretos golpes que dio el centinela en la puerta.

Hayden, que pensó que nunca lo dejarían en paz, fue a abrir. Eran dos infantes de marina, uno de ellos su centinela.

—Discúlpeme, señor, pero me ha parecido ver que aún tenía la luz encendida. Dos señoras preguntan si tendría usted la amabilidad de recibirlas… Madame Bourdage y su hija, creo.

—¿A estas horas? Bueno, supongo que no me queda más remedio.

—Sí, señor.

Poco después, las damas fueron conducidas al interior del camarote.

—Mil disculpas, capitán Hayden —se excusó madame Bourdage—. Me informaron que podría usted hacerse a la mar al alba.

Era la viva imagen de la aflicción. Tenía los ojos enrojecidos por un llanto reciente. Hayden las invitó a sentarse, pero madame Bourdage no podía estarse quieta, tal era su agitación, de modo que se levantó, tomó a Hayden del brazo y le apretó la mano con fuerza.

—Como puede ver, nuestra supervivencia depende de la buena voluntad de los demás —le dijo en francés—. De hombres que hace años que consideran enemigo a nuestro pueblo. Sé que sir Gilbert ha hablado con usted y le ha pedido un gran favor. Lo cierto es que le ha pedido que comprometa su honor y que mienta… para que ambas podamos salvarnos. Yo jamás se lo pediría por mi bien… —Hizo un gesto, lleno de ternura, para señalar a su hija, momento en que sus ojos se humedecieron—. Pero se lo ruego por mi hija. Por favor, monsieur, si pudiese encontrar un modo de ayudarnos… Estaríamos en deuda con usted por toda la eternidad. Poseo un collar… No vale una fortuna, pero bastará para pagarnos el pasaje a Inglaterra. Tenemos amistades en Londres que huyeron de aquí cuando empezaron los problemas. Estoy segura de que no nos darán la espalda.

Hayden se volvió hacia la hija, la cual le devolvió la mirada con tal mezcla de esperanza y temor en su hermoso rostro que quedó absolutamente deslumbrado.

Titubeó un instante y empezó a pasearse por el camarote. Ambas mujeres contuvieron el aliento.

—Debo informar a sir Gilbert que usted es prima de mi madre.

Madame Bourdage se deshizo en un mar de lágrimas y empezó a besarle la mano.

—Oh, monsieur, monsieur —repitió una y otra vez, mientras su hija le tomaba la mano derecha e imitaba el ejemplo materno.

Merci, monsieur. Merci beaucoup.

—¿Quién es esa niña… con la que me topé en la cubierta del Victory? —preguntó Hayden cuando ambas recuperaron la compostura.

—La hija de monsieur y madame Mercier —respondió Héloïse en francés.

—¿Tienen dinero para viajar a Inglaterra?

Madre e hija cruzaron una mirada y se encogieron de hombros.

—No lo sé a ciencia cierta —respondió la mayor—, pero es posible.

—Informaré a sir Gilbert que también ellos están emparentados con mi madre… y con usted, si no le parece mal.

—No, claro que no —repuso la dama, entendiendo—. Cuidaremos de ellos en Inglaterra, capitán Hayden. No sé cómo, pero lo haremos. Aunque son cinco en total, encontraremos el modo.

Hayden las acompañó a la cubierta y, a continuación, al pasamano, donde habían armado una silla para bajarlas al bote que las aguardaba. Se despidió de ellas con la sensación de que jamás había mentido por una causa más noble. Después se tumbó en el coy con esa tibieza en el corazón que siente quien está orgulloso de sí mismo, una sensación que lamentó no sentir lo bastante a menudo en aquella condenada guerra, capaz de destrozar el alma de cualquiera.