Capítulo 12

Soplaba una brisa de finales de diciembre procedente del este, que arrastraba consigo una flota de afligidas gaviotas que se lamentaban y graznaban sobre los restos de la reciente tormenta.

—Jodido Levante —desafió Barthe al viento. A pesar de apartar del ojo el catalejo nocturno, siguió contemplando la oscuridad—. ¿Distingue algo, señor Wickham?

Éste, que apoyaba a proa los brazos en la batayola, encarando la distancia con un catalejo nocturno, respondió en voz baja, como si se acercasen al puerto de Tolón a hurtadillas:

—No hay barcos en la rada.

—¿Qué ha dicho?

—No creo que haya barcos anclados en la rada, señor Barthe —repitió Wickham, apenas elevando el tono.

—Señor Wickham, o yo me estoy volviendo sordo o usted está susurrando.

—No hay… —dijo otra vez, alzando aún más la voz.

—… barcos en la rada. Sí, sí, ya lo he oído. Ah, capitán. —El piloto de derrota saludó formalmente cuando vio a Hayden subir al castillo de proa—. Según parece no hay barcos…

—… en la rada, eso he oído. Sin duda, la tormenta habrá empujado a los navíos a abandonar el fondeadero. Habrán anclado en el puerto interior.

—Si algo he aprendido del condenado Mediterráneo en invierno es que este tiempo aún no ha terminado con nosotros —comentó Barthe—. Esta calma sólo puede preceder a la tempestad. Estoy convencido de que podremos entrar, señor. El viento es el adecuado y hay luna de sobra.

—Si está tan seguro, señor Barthe… Con otra tormenta a punto de desencadenarse y estas corrientes contrarias que nos arrastran a un lado y otro, no hace falta insistirle en cuánto me gustaría poder fondear esta misma noche.

—En ese caso así será, capitán. El señor Wickham se ha prestado voluntario para otear en la oscuridad y ante nosotros se extiende una excelente y espaciosa franja de agua. Dentro de una hora estaremos todos durmiendo como lirones, señor. Espere y verá.

—En tal caso voy a nombrarlo piloto, señor Barthe. Fondéenos.

Sin embargo, no resultó tan simple llevar a cabo tan sencillo propósito, ya que el viento del este y las corrientes contrarias aunaron fuerzas, el viento cayó hasta no poder considerarse más que una suave brisa y la corriente los arrastró en la misma dirección. Tardaron varias horas en doblar punta Sepet, e incluso tuvieron que echar el ancla en una ocasión para impedir verse arrastrados a la orilla cuando la brisa amainó por completo. Casi era medianoche cuando desde el este arrancó a soplar un viento modesto pero perseverante. Al mismo tiempo, la corriente perdió fuerza, la Themis largó vela y se deslizó lentamente por un mar oscuro y espejado, proa a la embocadura del puerto de Tolón.

Cuando cruzaron la rada exterior dieron las ocho campanadas, que reverberaron distantes en la cercana población: doce campanadas en tierra.

—Medianoche —anunció Hawthorne—. ¿Cree usted que este viento nos llevará a puerto, o nos dejará aquí en la rada?

Hayden se encogió de hombros.

—A pesar de las apariencias, señor Hawthorne, no soy precisamente el dios del mar. Lo que los vientos puedan o no hacer es tan misterioso para mí como para usted.

Hawthorne soltó una risita.

—Mis disculpas, capitán. En la oscuridad lo confundí a usted con Neptuno.

—No se preocupe, Hawthorne. No hay necesidad de pedir disculpas… excepto, quizá, a Neptuno.

Toulon, capitaine? —preguntó Rosseau, el cocinero, que se había situado a la izquierda de Hayden.

Oui, monsieur. Toulon.

—Si… si caemos en manos de los… nuestros, capitaine, ¿tendría usted la amabilidad de decirles que soy prisionero y no su cocinero? —preguntó, titubeando, en francés.

—Así lo haré, monsieur —respondió Hayden en la misma lengua—, pero no se preocupe. Tolón sigue en manos de lord Hood.

A la tenue luz de la luna, Hayden pudo distinguir a aquel hombre, incluso percibir su inquietud. Hacía unas semanas, la administración de Tolón había invitado al almirante lord Hood a asumir el control de la ciudad, el puerto y la flota francesa del Mediterráneo allí fondeada. Al igual que sucedía en otras zonas del territorio francés, los ciudadanos se habían levantado en armas. Le habían contado que lord Hood había exigido a los próceres de la ciudad que jurasen fidelidad a los Borbones, lo cual habían hecho a regañadientes. Por lo visto, los ciudadanos de Tolón se habían revelado contra los excesos de la Convención Nacional y el Comité de Seguridad Pública, y no porque respaldaran a la antigua familia real. Hayden pensó que se habían arriesgado mucho, aunque era imposible pasar por alto el tremendo beneficio obtenido por Inglaterra: ¡nada más y nada menos que toda la flota francesa del Mediterráneo, servida en bandeja de plata! A pesar de las evidentes ventajas para los ingleses, no pudo evitar sentirse preocupado por los habitantes de Tolón. No obstante la guerra, sentía un gran cariño por los franceses. Si el gobierno revolucionario recuperaba la ciudad habría represalias, y todos, incluido el cocinero, eran conscientes de la eventual naturaleza de éstas.

Hayden y Barthe regresaron al alcázar, dejando a Wickham en el castillo de proa, atento a la negrura.

—Prepare a los marineros, señor Franks —ordenó el capitán—, hay que aferrar toda la lona, exceptuando las gavias, y luego disponernos a echar el ancla.

La dotación tomó la cubierta a la carrera, pues la entrada de un barco en un puerto nuevo siempre constituía motivo de interés, y en esa ocasión lo era doblemente debido a que se trataba de un puerto francés en manos inglesas, lo que no se veía a menudo.

A estribor podía distinguirse la Gran Torre, erguida sobre la entrada. Había algunas luces que probablemente pertenecían a la ciudad, que quedaba más o menos al norte. El viento siguió rolando hasta que sopló el terral procedente de Tolón.

—¿Lo huelen? —Barthe aspiró con fuerza—. Es un hedor acre a madera quemada y humo de pólvora. Diría que han sufrido un asedio terrible.

Hayden era perfectamente capaz de olerlo, pues la lluvia había intensificado el olor a madera quemada. Pensó de nuevo con aprensión en los habitantes de Tolón: si el ejército revolucionario había recuperado la ciudad, Hood nunca sería capaz de expulsarlos de ella.

Dejó a Barthe en el alcázar y se dirigió hacia la proa. A pesar de ser consciente de que Wickham gozaba de mejor vista que él en la oscuridad, la situación empezaba a ponerlo nervioso.

—¿Por qué guardan silencio los cañones de la ciudad? —se preguntó mientras recorría el portalón a paso vivo.

—Hay barcos fondeados cerca de los embarcaderos, capitán, y una corbeta no muy lejos, por nuestra proa —informó Wickham—. No hay forma de evitarla, señor.

—Pasemos por su popa, señor Wickham, y acerquémonos a la ciudad, frente a la cual fondearían los nuestros. —Hayden se volvió hacia Gould, el cual, como de costumbre, era la sombra viviente de Wickham—. Señor Gould, ¿irá usted a avisar al señor Barthe de que maree trinquete y cangreja? Viraremos al pasar de largo por ese buque de dos palos.

—A la orden, señor —respondió el muchacho, y se apresuró hacia la popa.

—¡Eh, los del barco! —gritó alguien desde la corbeta en francés.

¡Themis, fragata de Su Majestad británica! —respondió Hayden en la misma lengua a la oscuridad.

Se oyeron voces que hablaban en su lengua materna, pero la brisa transformó las palabras en una maraña de sílabas tan ininteligible que el capitán fue incapaz de entenderlas.

Barthe llegó a buen paso por el callejón de combate, dando órdenes para largar velas. A Hayden no le tranquilizó precisamente el tono del piloto, que de pronto daba la impresión de haber perdido su aplomo habitual.

—¿Qué pasa con ese francés…? Oh.

—¿Dónde fondea el almirante inglés? ¿Dónde está lord Hood? —preguntó Hayden en francés cuando fue capaz de distinguir mejor la popa de la corbeta.

Pero la discusión proseguía a bordo de la nave francesa.

—¿Es un barco inglés? —preguntó alguien. Hayden distinguió el contorno del coronamiento.

Oui, une frégate anglaise.

Y siguieron la conversación, incomprensible para Hayden.

—¿Entiende usted algo de lo que dicen? —preguntó Barthe, intentando disimular su creciente inquietud.

—No. ¿Y usted, señor Wickham?

—Creo que se refieren a enviar un bote al almirante, señor. Amiral debe de ser almirante, ¿no?

—¡Orza! —se oyó la voz, procedente de la corbeta francesa—. ¡Orza!

—¡Timón a la orza! —ordenó Hayden, gritando hacia la cubierta—. ¡Con alma, Dryden! A ver si ganamos andadura antes que ellos.

La Themis inició la virada con la ayuda del suave céfiro. Hayden creyó notar cómo los hombres contenían el aliento a bordo e inclinaban el cuerpo levemente a la derecha, como si el gesto pudiese ayudar a que la proa cruzara el ojo del viento.

—No va a virar con el poco viento que sopla, señor —susurró Barthe.

—Ponga a fachear el trinquete cuando vire —ordenó Hayden; sin embargo, mientras pronunciaba estas palabras el viento cayó casi por completo.

Antes de que el piloto de derrota pudiese repetir la orden de Hayden, el barco sufrió una sacudida, tumbó un poco a estribor y perdió de pronto toda su andadura.

—¡En mi carta no figura ningún bajío! —exclamó Barthe tras soltar un acre juramento.

—Envíe a la gente al aparejo —ordenó Hayden—. Que aferren la lona. No habremos embarrancado mucho con la velocidad que llevábamos. ¡Señor Franks! Eche por el costado dos cúteres, si es tan amable. Señor Landry, el anclote y dos cabos gruesos para los botes. Tendremos que llevar la fragata a aguas más profundas, remando si hace falta.

Los hombres empezaron a afanarse de un lado a otro, y Hayden observó complacido que el pánico no empañaba sus actos. Primero prestaban atención a las órdenes y seguidamente ponían manos a la obra.

—La corbeta ha echado un bote al mar, capitán.

—Quizá vayan por ayuda —comentó alguien, inmediatamente silenciado por Archer, que acababa de llegar a proa.

—El anclote y el cabo están en camino —informó—. Los botes estarán a flote dentro de un instante.

Hayden miró hacia el aparejo. Los tripulantes se habían concentrado en la labor de aferrar las velas sin perder el tiempo, preocupados por la situación en que se hallaban: embarrancados de noche y en puerto extraño. Un gallardete izado a proa empezó a flamear en ese momento.

—Sopla algo de viento del puerto, señor —informó Barthe, con tono levemente esperanzado.

Hayden fue a la batayola de proa y se apoyó en ella para mirar hacia abajo, al agua.

—Suelta el ancla hasta el fondo y dime si reculamos —ordenó al hombre situado en la cadena del ancla.

Tan sólo tuvo que aguardar un instante la respuesta.

—Andamos de reculada, capitán.

—Ice el estay de perico y la cangreja, señor Barthe. Mantenga las escotas a barlovento para que nos empuje lejos del bajío.

Los marineros aferraron las drizas antes de que se dieran las voces de rigor, y la lona flameó en lo alto, iluminada por una luna que permanecía oculta tras la bruma. El viento aguantó unos instantes, revolviéndole el cabello a Hayden.

—Mejor será que no demos con otro bajío. Suelte la mejor ancla de proa que tengamos, señor Archer, a ver si averiguamos cuál es nuestra situación aquí.

—A la orden, señor.

Los hombres del castillo de proa se apresuraron a ocupar sus puestos y soltar el ancla.

—Señor Archer. No tenemos tiempo de andarnos con remilgos. Suelte la boza de uña de cadena. Más tarde nos encargaremos de hacer las reparaciones necesarias.

La soltaron, y el ancla se deslizó con violencia rascando la madera de la parte superior del casco, lo que provocó en los hombres una mueca, como si les doliera a ellos. El cable del ancla asomó a través del escobén, mientras un miembro de la dotación lo humedecía para evitar que la fricción produjese chispas. Pero, antes de que el cable hubiese descendido unas cuantas brazas, el ancla tocó fondo. Hayden no permitió que largasen mucho más cable antes de dar la orden.

—Cinco brazas y media, señor Archer —informó el encargado sondeando la profundidad desde la proa.

Un murmullo de alivio generalizado se extendió por cubierta, aunque el comportamiento del navío no alentó precisamente a su capitán.

—Será mejor que sonde a popa —le ordenó Hayden, y Archer cobró rápidamente la sondaleza y echó a correr hacia el alcázar, con el escandallo zarandeándose del puño derecho.

—Señor, el timón no responde —dijo Gould, que se acercaba por el callejón de combate procedente del alcázar—. Está atascado, capitán.

Barthe profirió un juramento.

—Estoy seguro de que hemos embarrancado a popa, señor Archer —anunció Hayden. Se dirigió al pasamano de estribor para ver si ya habían embarcado el anclote y el cabo grueso en las embarcaciones auxiliares—. Señor Archer, vaya usted con los botes, si es tan amable. Arroje el ancla allí —señaló al noroeste— para que podamos salir de este bajío. No olvide ir sondando a medida que se desplace, para que sepa cuánto cable va a necesitar. El ancla tiene que aguantar, señor Archer. Como mínimo cinco veces nuestra profundidad en cable, aunque lo ideal serían siete.

—Sí, señor —respondió Archer, y descendió por el costado a tal velocidad que no parecía muy preocupado por su seguridad.

—¡Larga botes!

Los botes se adentraron en la fría oscuridad. En ese momento, procedente de esa misma dirección, apareció un bote que los saludó dirigiéndose a ellos como la « frégate anglaise». Inmediatamente se abarloó y un puñado de hombres ascendió a la Themis por el costado. Dos de ellos eran oficiales de la Armada, aunque en la oscuridad costaba cerciorarse de ello.

Las presentaciones fueron breves, y la mayoría de los franceses se mantuvieron en un segundo plano. Como ninguno hablaba inglés, se sintieron visiblemente aliviados cuando Hayden se dirigió a ellos en un francés impecable, idioma en el que mantuvieron la conversación.

Capitaine Hayden —saludó uno de los oficiales—, por orden del oficial al mando tiene usted que observar diez días de cuarentena. Nos acompaña un piloto que lo guiará hasta el fondeadero destinado a tal efecto.

—¿Es una orden de lord Hood?

—Se trata del procedimiento habitual para cualquier barco que entre en Tolón. Siento que pueda causarle algún inconveniente.

—¿Entregaría usted de mi parte una carta a lord Hood? Debo advertirle en cuanto sea posible de nuestra llegada.

—Por supuesto. Será un placer.

—Capitán —susurró Wickham, dando un leve tirón a la manga de Hayden—. Mire sus sombreros, señor. Estoy seguro de que llevan la escarapela nacional.

Hayden se volvió de nuevo hacia los franceses, los cuales parecían algo incómodos o inquietos, a pesar del esfuerzo que hacían por disimularlo. La escasa luz reducía los colores a tonalidades grisáceas, pero al cabo de un momento comprobó que Wickham estaba en lo cierto y que los franceses llevaban la escarapela nacional. Lo que sintió en ese instante no fue muy distinto del sentimiento que había experimentado cuando su madre lo había puesto al corriente de la muerte de su padre: una aflicción sobrecogedora, capaz de dejarlo agarrotado.

—Creo que prefiero enviar uno de mis botes con un mensaje para lord Hood —anunció Hayden, atento a la reacción de los visitantes.

Los dos oficiales franceses cruzaron la mirada y asintieron.

Soyez tranquil —dijo uno—, les anglois sont des braves gens, nous les traitons bien; l’amiral anglois est sortie il y’quelque temps.

Wickham maldijo entre dientes, y Hayden cayó en la cuenta de que rara vez hacía tal cosa.

Los hombres situados en el cabrestante se detuvieron en ese momento, sosteniendo el cable tenso del anclote.

—¿Qué han dicho, señor? —susurró Hawthorne inclinándose sobre Hayden.

—Somos sus prisioneros. Tolón ha caído —respondió Hayden, adoptando ese mismo tono bajo. Una brisa fría le alcanzó en el rostro—. Reúna a su gente, señor Hawthorne. Me las ingeniaré para sacarnos de este aprieto.

Algunos de los visitantes, al ver que la situación no evolucionaba como habían esperado, empezaron a desenvainar la espada cuando se vieron rodeados por varios marineros, muchos de los cuales empuñaban cabillas con expresión fiera. Los infantes de marina de Hawthorne encañonaron con el mosquete a los franceses.

—Llévenlos bajo cubierta, señor Hawthorne, si es usted tan amable —ordenó Hayden—. Señor Barthe, que la gente suba al aparejo. Dispóngase a dar la vela.

—A la orden, señor. ¡Gente al aparejo! ¡A menos, claro está, que queráis dar con los huesos en una prisión francesa!

Los hombres corrieron a los obenques como si esperasen encontrar en lo alto una olla repleta de oro. A los marineros que servían en el cabrestante se les marcaba la vena del cuello debido al esfuerzo que hacían por empujar las barras y arrancar el barco de la posición en que se encontraba, en una mezcla de fuerza física y voluntad.

—Señor Saint-Denis, escoja a dos hombres para cortar el cable del anclote. Cortaremos el ancla de proa cuando dé la orden —añadió Hayden, al tiempo que dirigía una plegaria a ningún dios en particular para que el timón no estuviese dañado.

—A la orden, señor.

Barthe estaba mandando bracear las vergas y repartiendo a la tripulación para largar la lona tan rápido como fuera humanamente posible.

Hayden, al tomar como referencia la posición de la corbeta para calcular el avance de la Themis, reparó en que había ajetreo a bordo de la embarcación francesa; de hecho, estaban preparando los cañones.

—Señor Barthe, no vamos a poder halar mucho más del cabrestante. Dé la voz de marear las velas.

—¡Marea juanetes y cangreja! —ordenó Barthe—. ¡Gente a las drizas y escotas de juanete!

—Teniente, que corten el cabo del anclote —ordenó Hayden—. Si este viento aguanta no tardaremos en ganar andadura.

Las velas se precipitaron al vacío en una demostración de pericia marinera que cualquier oficial habría admirado. Cuando se hincharon, el barco respondió de inmediato, tumbó un poco a sotavento y luego cobró velocidad.

—Señor Wickham, ¿ve usted nuestros cúteres?

El joven titubeó antes de responder mientras inspeccionaba la franja de mar que se extendía al nordeste.

—¡Allí! —exclamó levantando el brazo—. No están muy lejos, y bogan como si los persiguiese la Armada francesa al completo.

—¡Teniente Saint-Denis! —llamó Hayden, al ver al primer teniente en el saltillo de proa, agachado, asegurándose de que el cabo del ancla de proa no se trabase.

—Señor —respondió Saint-Denis, y trepó con dificultad por la batayola, aún debilitado por la enfermedad.

—En cuanto los marineros desciendan de las vergas pitaremos a zafarrancho. La corbeta nos atacará cuando pasemos por su lado. Me gustaría poder devolverle el fuego. —Levantó la vista al cielo, que parecía prácticamente libre de nubes por primera vez en tres días—. Maldita luna —masculló—, va a acabar con nosotros. —Se volvió lentamente, examinando las posiciones francesas en el puerto. En unos instantes, la Themis se pondría bajo fuego enemigo desde ambos lados de la embocadura. Si el viento caía en ese momento, como había sucedido repetidas veces durante esa misma noche, estarían a merced de los cañones franceses—. Tenga la amabilidad de desamarrar el bote francés, señor Gould —ordenó al joven guardiamarina.

Antes de que asomasen los cañones de Hayden, la corbeta efectuó una modesta andanada con sus cañones de seis libras, que apuntaron al aparejo con la esperanza de estorbar o detener por completo el avance de la Themis. Se desató también el fuego de mosquete, buena parte del cual se concentró en el alcázar de la fragata.

—¡Señor Hawthorne! —gritó Hayden al ver que el teniente ordenaba a una brigada de soldados que respondieran al fuego subidos a la cofa—. De momento deje a sus hombres en cubierta. La corbeta se ha propuesto desarbolarnos. —Hayden ya había perdido suficientes tiradores encaramados al aparejo, y no podía permitirse perder más.

—A la orden, señor —dijo Hawthorne, que no pudo disimular su decepción—. ¿Respondemos al fuego desde cubierta?

La corbeta efectuó otra salva, justo cuando se abrieron las portas de la Themis.

—Hágalo, señor Hawthorne.

La Themis abrió fuego y los cañones sacudieron la corbeta sin piedad, puesto que no distaba ni cuatro cables. La embarcación enemiga no respondió al ataque.

Los botes de Archer alcanzaron la Themis y los hombres subieron por el costado que daba a la batería enemiga, para caer cuerpo a tierra en cubierta, tan exhaustos tras bogar que apenas podían tenerse en pie. Incluso Archer estaba agotado; saltaba a la vista que había estado remando.

—Será mejor no arrastrar los botes —ordenó Hayden a los timoneles—. Soltad amarras. Que nada impida nuestro avance.

La batería costera emplazada en la punta oriental efectuó un disparo, y al sumergirse en el agua cerca de la Themis se oyó un fuerte chapoteo.

Navegaban apenas sin estorbo, cuando el viento cayó hasta convertirse en un céfiro, pero las velas estaban hinchadas y Hayden, gracias a la referencia que le proporcionaba el terreno próximo, comprendió que avanzaban, aunque muy lentamente. Si el viento aguantase al menos media hora podrían alejarse. Si…

Estaban navegando muy cerca de la corbeta, a la cual rebasarían en poco rato. El fuego de mosquete los alcanzó con fuerza renovada y las balas impactaron en las carroñadas, atravesando el aire con un mortífero silbido.

Gould, situado a un par de pasos de distancia, miró desesperado a los demás y Hayden temió que el joven perdiese el temple. Entonces Saint-Denis, en una muestra de compasión muy poco propia de él, puso la mano en el hombro del muchacho y dio un paso al frente y a un lado para interponerse entre el fuego de mosquete y el guardiamarina. Cuando acababa de apoyar el peso del cuerpo en la pierna, fue impelido hacia atrás como por una mano invisible y cayó con expresión desconcertada sobre Gould, que intentó sin éxito sostenerlo, tirando a medias de su casaca y contrarrestando en parte la caída.

De inmediato, Gould se inclinó sobre el teniente, que yacía en cubierta y pestañeaba mirando al cielo como si viese a través de un velo. Asió del brazo al joven y le dijo algo que éste no logró oír debido al estruendo de los cañones. Luego escupió un poco de sangre.

—¡Capitán Hayden! —gritó Gould—. El teniente ha sufrido un… un percance.

Wickham se acercó al oficial caído y le bastó con reparar en la mancha oscura que se extendía por el chaleco para comprender lo sucedido.

—Llevadlo con el doctor Griffiths —ordenó Wickham a tres marineros, que levantaron al oficial malherido—. Tú sostenle la cabeza. Así. Ahora con cuidado.

En medio del fuego de mosquete, que siguió incesante, los oficiales observaron cómo llevaban bajo cubierta a Saint-Denis, a quien le colgaban los brazos y arrastraba las manos por cubierta.

—Dios mío, señor —dijo Gould—, el teniente ha sobrevivido a la gripe y ahora recibe un disparo. ¿Morirá?

Antes de que alguien pudiera responderle, la Themis efectuó una segunda andanada y el costado quedó cubierto por el humo de los cañones. El fuego de mosquete procedente de la corbeta cesó. Entonces, en diversos puntos de la costa los cañones empezaron a escupir fuego y las pesadas balas surcaron el cielo en dirección a la fragata.

—Señor Archer, dirigiremos el fuego hacia las baterías costeras a medida que podamos apuntar nuestros cañones. Quizá logremos impedir que alguna que otra bala nos alcance.

—A la orden, capitán.

Cuando pasaron bajo la Gran Torre, la leve brisa que los había empujado hacia ese lugar lanzó un suspiro y expiró por completo. Las velas colgaron sin vida de las vergas, pero el barco siguió deslizándose sobre un mar que reflejaba las estrellas.

—¡Espero que este viento arda en el infierno! —bramó Barthe—. Si no podemos navegar tendremos que quedarnos aquí sentados y esperar a que nos hagan picadillo.

Hayden maldijo entre dientes por no haber conservado los botes.

—¡Señor Franks! —voceó—. Arroje la falúa por el costado. Si es necesario habrá que remolcar la fragata lejos del alcance de esas baterías.

—A la orden, señor —respondió Franks—. ¡Gente al aparejo! ¡Vamos a echar la falúa al mar!

Espoleados por el fuego de las baterías enemigas, los hombres pusieron manos a la obra sin perder un instante, y la falúa, con dos hombres embarcados disponiéndolo todo a bordo, fue izada por el costado en un tiempo récord. Hayden notó cómo la fragata perdía andadura, como cuando los pescadores arrastran la barca en la orilla.

El viento hinchó las velas de juanete un instante, pero al cabo volvieron a colgar inertes.

—No nos queda más remedio que aguantar aquí, capitán —dijo el piloto, muy serio y a punto de perder los nervios.

Hayden no respondió, sino que se volvió hacia Archer.

—Apaguen todas las luces… y recemos para que una nube oculte la luna.

Pero las pocas masas nubosas que había en el cielo nocturno no parecían muy interesadas en la luna o en la fragata inglesa en plena encalmada en medio del puerto de Tolón.

Cuando no pasaron silbando sobre la embarcación, las balas llovieron a su alrededor. Justo en el instante en que Franks ordenaba echar la falúa al agua, una bala alcanzó el través, destrozó el costado de babor y escupió astillas sobre los hombres.

—¿Childers? ¿Price? —se oyó gritar a Franks en el silencio que siguió. El contramaestre dirigió la mirada hacia el casco destrozado.

Childers asomó por la regala de la falúa. Dio dos pasos hacia la popa y se arrojó al aparejo del que colgaba la embarcación auxiliar, y allí se quedó aferrado como si creyera que la falúa iba a partirse en dos. El otro hombre, que aún estaba más asustado, asomó por el costado, arrojó un cabo al vacío y se descolgó hasta la cubierta.

—Será mejor que devuelva esa falúa a cubierta, señor Franks, porque no creo que sirva para nada tal como ha quedado —ordenó Hayden—. Y arroje al agua la lancha, ¡deprisa! Que alguien suba el anclote pequeño de la bodega, señor Madison.

La falúa, con un costado hecho pedazos, cayó en cubierta. Sin perder un instante, se aprovechó rápidamente el mismo aparejo para arriar la lancha.

—Si esos condenados franceses no se las ingenian para destrozarnos ésta… —gruñó Barthe sin apartar la vista del bote que colgaba del aparejo.

Todos contuvieron el aliento cuando descolgaron la lancha, que a continuación bajaron con chirrido de motones hasta la mar calma. El anclote fue lo siguiente que descolgaron, seguido del cabo grueso y el resto de la dotación. Archer y Childers, este último aún conmocionado, se situaron en la popa. De inmediato apartaron la embarcación auxiliar del casco de la fragata, y entonces sopló un poco el terral procedente del puerto, que hinchó las velas y empujó a la Themis. Mientras, las balas no habían dejado de llover y su silbido espectral tenía tensos a todos los hombres a bordo. Dos pesadas balas se hundieron en el casco, a proa, pero el barco cobró andadura mientras respondía al fuego. Una densa nube de humo envolvió el navío y quedó suspendida sobre él, arrastrada por el mismo viento. Wickham se encaramó al extremo del botalón para apartarse del humo y poder valorar la situación.

A medida que la Gran Torre fue cayendo a babor, Hayden experimentó una sensación de alivio que se extendió por los tensos músculos de su cuerpo.

—Estamos fuera de su alcance, capitán —aseguró Hawthorne, que levantó una mano como si fuera a darle una palmada en la espalda a Hayden, pero, al recordar cuál era su rango, convirtió el gesto en una torpe despedida dirigida a la costa.

—Arroje un cabo a la lancha para que podamos remolcarla —ordenó Hayden—. No quiero que nos pongamos al pairo para subirlos a bordo mientras siga soplando el viento.

Cuando franquearon el puerto interno, la brisa, que había estado soplando del nornordeste, roló al este.

—No doblaremos punta Sepet en esta bordada, capitán —comentó Barthe, y se acercó a la bitácora para comprobar el rumbo que llevaban—. Si nos vemos obligados a dar varias bordadas para doblar ese cabo, los franceses aún podrían animarse a darnos caza.

—El viento no se ha entablado, señor Barthe. Esperemos que, al alejarnos de la costa, role un poco más.

—Bien podría suceder, capitán —admitió Barthe—; después de todo, no nos ha ido tan mal esta noche. Recemos para que nos empuje un poco más allá.

Las baterías costeras emplazadas a lo largo de la península abrieron fuego, al que los hombres de Hayden replicaron a su vez. A veces el barco apenas cobraba velocidad para responder al timón, y luego el débil viento los recogía y los llevaba con fuerza hacia un rumbo más favorable. Amarraron al costado y recuperaron a la dotación embarcada en el bote de Archer, pues Hayden no podía perder otra embarcación auxiliar. Luego la llevaron a remolque, a pesar de que redujo un poco la velocidad de la fragata.

El alcázar se había convertido en un lugar muy silencioso. Aunque las baterías costeras se habían esmerado, pocas balas habían logrado su objetivo. Barthe y Franks tenían gente reparando los daños sufridos por el aparejo, y los servidores de los cañones se mantenían ocupados respondiendo al fuego, aunque su objetivo principal consistía en ocultar la Themis tras el humo. El sondador siguió cantando la profundidad del fondo marino, lo que contribuía a que se incrementara entre los hombres la impresión de cierta seguridad, hasta que informó que el fondo se componía de arena.

—¿Señor Barthe? —llamó Hayden al piloto—. ¿Cómo progresan las reparaciones? Creo que no tendremos más remedio que virar.

—Entonces será mejor que nos vayamos preparando.

Antes de que pudiera darse la orden para ejecutar la virada, el viento roló una vez más, y luego lo hizo un poco más, y el sondador comprobó que la sonda alcanzaba enseguida el fondo. La oscura sombra de punta Sepet cayó más a estribor cuando corrigieron el rumbo del barco, y por el momento decidieron retrasar la virada.

El sondador echaba una y otra vez la sonda al agua y cantaba el brazaje, imponiendo su voz al estampido de los cañones franceses, mientras la Themis bordeaba el banco de arena. Entonces Griffiths apareció en cubierta, agotado, ojeroso y muy serio.

Hayden, a quien le lloraban los ojos por el humo, vio al cirujano borroso y distorsionado, como a través de un cristal defectuoso.

—Doctor —lo saludó al verlo acercarse.

—Lamento mucho tener que comunicarle, capitán, que Saint-Denis nos ha abandonado —informó el cirujano con tono titubeante—. La bala de mosquete se alojó junto a su corazón y el paciente se desangró. —Se interrumpió y Hayden se preguntó qué más tendría que decirle—. Al acercarse el final pidió papel y pluma, pero no tuvo fuerzas para escribir. El señor Ariss se ofreció a tomar nota de cuanto pudiera decir, creyendo que se trataría de una carta a su familia, o quizá de su última voluntad. —Hizo otra pausa como si se planteara cómo continuar—. En cambio, era una carta dirigida al señor Gould, a quien Saint-Denis deseaba dar las gracias por haberle salvado la vida cuando estuvo enfermo… También pidió que lo perdonase por haberlo incordiado. Debo decir que me sorprendió. Muy cerca del final, Saint-Denis se preguntó en voz alta si había desaprovechado su vida. El señor Ariss le aseguró que ése no era el caso, pero Saint-Denis pareció no oírlo. «Quizá algún día Gould llegue a ser alguien, al contrario que yo», observó, y ésas fueron sus últimas palabras.

—Por lo visto, Saint-Denis era un hombre mucho más recto de lo que yo creía —observó Hayden, incapaz de disimular su sorpresa.

—Es sumamente extraño —opinó Griffiths, cuya expresión resultaba de todo punto impenetrable—. Saint-Denis me desagradó desde que nos conocimos, pero a lo largo de estas últimas semanas fui cambiando de opinión. No cabe duda de que su devaneo con la muerte lo empujó a reexaminar su lugar en el mundo, a convencerse de que no ocupaba un puesto tan elevado como creía. Si se me permite decirlo, creo que fue como si se humillase ante Dios. Tal vez, situándose ante el fuego de mosquete para proteger al joven Gould, antepuso los intereses ajenos a los propios por primera vez en su vida. —Reflexionó un instante, y luego se alejó sin saludar o pedir permiso para retirarse.

Hayden se quedó en el pasamano de estribor, contemplando la sombría costa francesa, un mundo lejano, dividido por un estrecho brazo de mar, y el estruendo de los cañones de pronto se le antojó un saludo, como si alguien importante acabase de morir y fuese homenajeado y llorado.

Wickham se le acercó a paso vivo y lo saludó llevándose la mano al sombrero.

—El señor Barthe dice que con esta bordada deberíamos doblar el cabo, capitán.

—Sí, no me cabe duda de que se halla en lo cierto. Saint-Denis acaba de fallecer.

—Que Dios se apiade de su alma —murmuró el guardiamarina cuando fue capaz de responder—. Lo lamento mucho.

—¿Cree usted que el señor Gould acusará alguna reacción… particular al respecto? ¿Eran Saint-Denis y él amigos?

—Dado que Saint-Denis estuvo hostigándolo sin cesar tras averiguar que era judío, diría que no, pero el primer teniente experimentó un cambio después de que Gould cuidara de él hasta su recuperación. ¿Si se hicieron amigos? Creo que Gould tiende a pensarlo mejor de todo el mundo. Perdonó a Saint-Denis los excesos, pero… En fin, capitán, prefiero no hablar en nombre del señor Gould.

—Claro, por supuesto.

Las baterías costeras les dieron unos minutos de respiro, y también a bordo de la Themis se guardó silencio. A menudo, después de que los cañones de gran calibre disparasen, Hayden reparaba en el hecho de que el silencio subsiguiente era más hondo, más lleno y absoluto. La noche los envolvió mientras el avance prácticamente silencioso del barco los llevaba a mar abierto. Lo embargó una intensa melancolía, cuyo motivo no acertó a explicarse. Quizá fuera porque Saint-Denis había llevado una vida descarriada, y porque ésta se había visto interrumpida antes de que tuviera ocasión de redimirse. Quizá se la provocara el alivio que experimentaba al haber escapado por los pelos de Tolón. De haber estado a solas se habría echado a llorar.

—Faltan unas horas para el amanecer, capitán —comentó Wickham.

—No amanecerá para todos. Pida al señor Smosh que celebre un servicio fúnebre cuando entreguemos a Saint-Denis al mar.

—A la orden, señor. —Wickham saludó y se dio la vuelta para cumplir las órdenes.

—Ah, señor Wickham…

—¿Capitán?

—A partir de ahora es usted segundo teniente en funciones.

Wickham asintió al tiempo que saludaba de nuevo.

—Sí, señor. Gracias, capitán —dijo con un hilo de voz. Por un momento pareció a punto de añadir algo, pero enseguida se dirigió a proa como si estuviera aturdido.