Capítulo 11

Bajaron lentamente el cadáver. La soga que había utilizado para ahorcarse seguía en torno a su delicado cuello. Dos de sus compañeros lo recogieron cuando se acercó a la cubierta y guiaron el cuerpo, no sin cierta ternura, hasta posarlo en el duro tablonaje. Allí yació tumbado, en una pose poco natural, con las extremidades rígidas, revueltos los cabellos sobre el rostro exangüe.

«No es más que un muchacho», pensó Hayden.

Los hombres, reunidos en silencio, se quitaron el sombrero y contemplaron la escena como si nunca hubiesen visto un cadáver. No recordaba al joven, pero en ese momento pensó que nunca olvidaría su imagen ya muerto, con la mandíbula floja, hinchada, los labios púrpura, las diminutas vetas carmesí de las mejillas, allí donde más se le habían hinchado las venas.

Griffiths se adelantó. Aún estaba muy débil y se ayudaba de un bastón, incapaz de sostenerse sobre una muleta. Al llegar junto al cadáver se acuclilló con torpeza a su lado. Aflojó el nudo de la soga, un nudo mal hecho que, sin embargo, había bastado para asfixiarlo. Tras examinar rápidamente las manos del joven así como su cuello, hizo una señal a los hombres que aguardaban de pie con un coy.

—Llevadlo a la enfermería —ordenó con voz ronca—. Que Dios se apiade de su alma.

—Que Dios se apiade de su alma —repitieron todos, y el eco reverberó a lo largo y ancho de la cubierta.

El cirujano asentó bien el bastón y apoyó ambas manos en la empuñadura para ponerse en pie con cierta dificultad. Miró a los ojos a Hayden, y éste se situó junto al doctor. Ambos caminaron poco a poco hacia el coronamiento.

—Por favor, señor, siéntese —insistió Hayden.

Ya sin resuello, un agradecido Griffiths se dispuso a complacer a Hayden y se dejó caer en el banco. Hayden se recostó en el pasamano de babor y aguardó.

—Debo efectuar un examen más concienzudo, pero estoy casi seguro de que se trata de un suicidio —dijo Griffiths, a quien le faltaba el aire al mínimo esfuerzo que hiciese.

Hayden negó con la cabeza, pues era la segunda muerte que se producía en esas circunstancias desde que subiera a bordo de la Themis. Le vino el recuerdo de la mirada angustiada de Giles Sanson cuando se arrojó al mar, otro rostro que jamás olvidaría.

—Yo… yo apenas lo había visto. Creo que era uno de los que nos trajo la brigada de leva… Me pregunto qué pudo empujar a alguien tan joven a llevar a cabo un acto semejante.

Griffiths cogió un pañuelo para enjugarse la frente. Aún se lo veía cadavérico debido a la reciente enfermedad sufrida.

—Intentaré determinar si fue perpetrado en su persona un acto… antinatural.

Hayden no pudo reprimir un juramento.

—Quizá los hombres que lo conocieron puedan arrojar luz sobre el asunto.

—Eso si lo conocía alguien. Aun así, dudo que averigüemos algo que pueda sorprendernos. Un joven, probablemente de carácter sensible, es reclutado en contra de su voluntad y obligado a vivir en un mundo duro que ni comprende ni conoce. Sirve a bordo en alta mar en pleno invierno, sometido a la amenaza de vientos y mares terribles, de un enemigo del que no sabe nada pero que hace lo posible por matarlo con sus cañones, e incluso sus propios compañeros se comportan con él de manera hostil, como mínimo no se preocupan por él, puede incluso que se muestren crueles. He visto cómo la melancolía clava sus garras en sujetos menos dispuestos. «Suicidio» es lo que anotará usted en el cuaderno de bitácora, pero el muchacho fue asesinado por la Armada Real. Esa es la verdad.

Griffiths estaba tan débil y se mostraba tan enojado desde que cayera enfermo, que Hayden prefirió no discutir. Pensó que lo más probable era que hubiesen atormentado al muchacho, que quizá alguien lo hubiese sodomizado, falta cuya responsabilidad corría de cuenta de los oficiales, los cuales eran pocos, y además de estos pocos tan sólo un puñado contaba con la experiencia suficiente en el mar para conocer a fondo su oficio. Se sintió avergonzado por el hecho de que algo así hubiese sucedido a bordo de su barco, que el muchacho, sin amigos, desesperado, se hubiese visto empujado a quitarse la vida. Sintió que el fracaso era suyo y solamente suyo.

—Las buenas noticias —prosiguió el cirujano—, si es que puede haberlas en semejante día, son que el doctor del puerto ha declarado que ya no tenemos por qué seguir en cuarentena y que nos hemos librado de la gripe. —Volvió la mirada hacia Hayden, al cual se le antojaba que el cirujano se había distanciado un poco de la vida desde que contrajera la enfermedad. Cuando uno lo miraba a los ojos parecía haberse hundido más en ellos, como si su esencia se hubiese precipitado al fondo de un pozo angosto y oscuro.

—Entonces vamos a arriar la bandera ahora mismo. —Hayden buscó con la vista al oficial de guardia—. ¿Señor Archer? Arríe la bandera de cuarentena, por favor.

—¡A la orden, capitán! —respondió el teniente, como si jamás hubiese recibido una mandato más gratificante.

—Cuénteme si descubre algo fuera de lo común en lo que concierne a… al cadáver del joven. —Hayden ya había olvidado su nombre, claro que tampoco él era el mismo desde que el Atlántico había estado a punto de arrastrarlo a las profundidades—. Debo desembarcar para presentarme ante el almirante. Espero que la reunión sea más productiva que la última que mantuve con un oficial superior.

Bajó rápidamente a su camarote y recogió los diversos documentos que iba a necesitar: la lista de quienes habían fallecido por la gripe, así como una relación de quienes habían naufragado a bordo de la Syren. Las peticiones relativas a los pertrechos y la aguada irían a parar directamente al encargado de satisfacerlas. No tardó en sentarse en la bancada de popa de la falúa, con Childers al timón, y en recorrer las aguas del puerto. A poca distancia, la luz del sol bañaba la pequeña ciudad de Gibraltar.

El almirante Joseph Brown permanecía sentado a su escritorio. Del ventanal de popa colgaban unas cortinas recogidas con gran esmero, de modo que el sol del Mediterráneo se proyectaba sobre la superficie de la mesa, dejando su considerable corpachón en sombras, a excepción de las manos blancas. Unas lentes gruesas y una mirada bizqueante hicieron pensar a Hayden que a su oficial superior empezaba a fallarle la vista.

—Además de usted, a cuántos hombres hallaron después de que se hundiera la Syren? —preguntó sin levantar la vista del informe que le había entregado el capitán de la Themis.

—A seis, señor… Aunque dos no tardaron en fallecer. —No mencionó que había estado a punto de contarse entre ellos, pues pasó horas suspendido entre la vida y la muerte, después de que el océano y el invierno privasen a su cuerpo de calor.

Esperó a que el almirante hiciese algún comentario, pero éste siguió leyendo como si el informe no llevase semanas sobre el escritorio, ya que la Themis había permanecido fondeada un mes entero en el puerto de Gibraltar, en cuarentena, con la tierra a la vista tentadoramente cerca. La gripe se había extendido por la dotación de Hayden como la pólvora, de marinero a marinero, derribando a uno y luego a otro. Veinte hombres en total se había llevado por delante, uno de cada diez, algo inaudito para tratarse de esa enfermedad. Los enfermos se habían recuperado poco a poco, a pesar de que por un tiempo sufrieron las secuelas: tos, falta de aliento y pérdida de cierto vigor. Pero, después de lo sucedido, la tripulación se mostraba ausente, silenciosa, como si el ángel de la muerte hubiese caminado entre ellos, invisible, despiadado, llevándoselos al azar. Incluso aquellos que habían logrado sortear por completo la gripe parecían, de algún modo, convalecientes.

Brown dejó la carta a un lado y se rebulló en la silla, moviendo los pies. Se quitó las lentes y, por un instante, contempló a Hayden.

—El único teniente superviviente de la Syren me informa que usted amenazó con abrir fuego sobre su barco. ¿Es eso cierto?

Hayden sintió que se le secaba la boca.

—El capitán Bradley parecía creer que poseía la autoridad suficiente para encargar a uno de sus tenientes el mando del convoy —respondió con voz ronca—. Lo cierto es que no era ése el caso. Como oficial de mayor antigüedad, dicha responsabilidad recaía sobre mis hombros, según las prácticas habituales de la Armada. Cole no podía no ser consciente de ello, de modo que sus acciones fueron fruto de una insubordinación rayana en el motín. Actué como lo dictaban las circunstancias con el objetivo de restablecer la necesaria cadena de mando.

—No mencionó usted este asunto en su informe…

—Cole ha muerto, señor, no vi motivo alguno para relacionar ese desafortunado incidente con su, por lo demás, buen nombre.

—¿Es su nombre lo que se propuso proteger? —preguntó Brown, cuyo tono sarcástico no se le escapó a Hayden.

—Por supuesto, señor. Así es.

—Pool me informó de las pocas esperanzas que tenía depositadas en usted.

Ahora fue Hayden quien se rebulló en la silla de respaldo alto.

—Le aseguro, almirante Brown, que no di motivo alguno al capitán Pool para hacerme merecedor de esa opinión.

Los dedos blancos del almirante tamborilearon sobre la mesa de caoba.

—La Armada es una comunidad pequeña, señor Hayden. Nuestra reputación nos precede.

—En mi caso concreto —replicó Hayden acalorado, sintiéndose enrojecer—, lo que me precede es la reputación de uno de mis antiguos oficiales superiores.

—¿Acaso sugiere usted, señor, que uno de sus capitanes es responsable del carácter que se le atribuye a usted en la Armada? —repuso Brown, interrumpiendo el tamborileo y ladeando ligeramente la cabeza a estribor—. ¿Acaso es ése su concepto de la lealtad?

Hayden cerró un instante los ojos. «Estúpido —se reprochó—. Hart cuenta con numerosas amistades tanto dentro como fuera de la Armada».

—No pretendía afirmar tal cosa, señor —se disculpó.

—Entonces no entiendo qué ha querido decir. —El almirante se miró la mano, que aún reposaba sobre el escritorio, flexionó los dedos y volvió a tamborilear—. El reverendo doctor Worthing me ha remitido… ¡tres cartas! En ellas se queja del trato que recibió por parte de usted. ¿Confinó a este caballero a su camarote?

—Así fue, señor. Estaba provocando gran desasosiego entre mi dotación y no cejaba en su empeño, a pesar de las diversas advertencias que le fueron dirigidas en varias ocasiones.

—Eso es lo que afirma usted. El doctor Worthing cree que carece usted de experiencia, lo que lo convierte en un peligro. Sospecha incluso que es posible que padezca delirios.

—Puede usted preguntar a mis oficiales, almirante. No creo que encuentre a uno solo que comparta la opinión del doctor Worthing. —Como si aquel clérigo fuese capaz de distinguir a un oficial bueno de uno malo… Pero ¡si nunca había subido a bordo de un barco!

Pero Brown no parecía muy interesado en interrogar a los oficiales de Hayden.

—Supongo que no negará usted lo siguiente: que, después de hacerse con el control del convoy contraviniendo los deseos expresos del capitán Bradley, confió usted su barco y el mando del convoy a un oficial subordinado, a fin de poder embarcarse en una misión de rescate improvisada. ¿No sabía usted cuáles eran sus responsabilidades?

—Por supuesto que sí, señor, pero mi primer teniente había contraído la gripe, mi tercer teniente era un guardiamarina de dieciséis años, cuyo ascenso tenía carácter temporal, y mi segundo teniente, aunque sea un excelente oficial, carecía de la experiencia necesaria. Corrían peligro doscientas almas, y no tenía a nadie a quien poder enviar a salvarlas.

Brown enarcó un poco sus cejas canas. Estaba claro que ese argumento tampoco lo convencía.

—Si se me permite, señor —pidió Hayden, esforzándose en templar la voz—, logramos llevar a puerto al convoy en circunstancias difíciles, rescatamos a buena parte de la dotación de la Syren y hundimos tanto una fragata como un navío francés de setenta y cuatro cañones…

El almirante golpeó la superficie del escritorio con la palma de la mano, antes de asir el borde con un pulgar artrítico.

—Señor Hayden, el navío francés se hundió como consecuencia de un abordaje fruto de la lamentable ejecución de un plan concebido con torpeza. La fragata se fue al fondo cuando estalló la santabárbara, lo cual, que se sepa, fue debido probablemente al deficiente uso que hizo la dotación francesa de su propio pañol de la pólvora. ¡No pienso darle crédito por los barcos que usted hunde con ayuda de la casualidad!

Se levantó de la silla y anduvo muy erguido hasta la galería de popa, de cuyo ventanal apartó la cortina para que la pura luz solar entrara a raudales. El haz luminoso se extendió por los tablones del suelo del camarote y envolvió a Hayden a tal punto que se vio obligado a levantar una mano para protegerse los ojos. El almirante permaneció inmóvil un rato, contemplando el exterior, y Hayden se dio cuenta de que trataba de dominar su ira.

—No dispongo de ningún capitán que pueda ocupar su lugar, me refiero a alguien que pueda asumir el mando de su barco —dijo Brown con calma y volviendo la cabeza un poco hacia Hayden—. Voy a enviarlo como escolta de algunos transportes que navegarán con destino a Génova y, de ahí, a Tolón. No se demore en Génova; en cuanto los transportes hayan llegado a salvo a puerto, no tiene usted ni que echar el ancla. El doctor Worthing y… ese otro clérigo lo acompañarán. Permítame darle un consejo al respecto de este asunto, Hayden. Sepa que encerrar a un clérigo en su camarote por sedición es probable que lo convierta a usted en objeto de… burlas en la Armada. Le sugiero que la próxima vez se abstenga de algo parecido. Que pase un buen día.

Instantes después, Hayden se encontraba bajo el cálido sol, preguntándose si alguna vez acabaría una entrevista con un oficial superior sin tener la sensación de que lo habían maltratado, insultado, de que habían puesto en tela de juicio sus motivos y malinterpretado todas sus decisiones. Pool había abandonado su propio convoy, dejando a Hayden sin los medios necesarios para rechazar una escuadra francesa, pero la decisión de aquél ni siquiera había sido motivo de censura. Pool, no obstante, había podido poner en entredicho el carácter de Hayden al tiempo que justificaba el modo como había abandonado sus responsabilidades. El era quien había llevado su convoy a puerto, ¡el convoy de Pool!, por todo el golfo de Vizcaya, en pleno invierno y en condiciones atmosféricas adversas; y también quien había rechazado a una escuadra enemiga que contaba con fuerzas superiores en número, hundido dos buques franceses, uno de ellos un navío de línea nada menos. Y a cambio de ello, ahora recibía burlas. ¡Y tenía que oír cosas como que su reputación lo precedía! Era más de lo que un santo podría haber soportado.

El viaje por el ajetreado puerto se llevó a cabo con lentitud, y Childers, consciente del humor de su oficial, sólo miró en su dirección de vez en cuando y no dijo una palabra. El estómago de Hayden, que no era precisamente su mejor aliado en circunstancias normales, gruñía ahora como un terrier. Cuando Childers abarloó la falúa a la Themis, Hayden puso el pie en la escala del costado y trepó rápidamente hasta cubierta, donde apenas hizo caso de los saludos del contramaestre y los infantes de marina. Poco después se hallaba en su camarote. Estampó las órdenes lacradas en el escritorio y echó a andar enfadado de un lado a otro.

Media hora de tan infructuosa actividad sirvió de muy poco para reducir la cólera que sentía, pero estaba seguro de que al menos sería capaz de ocultar su frustración en presencia de los demás. Envió a buscar a Saint-Denis.

El primer teniente se presentó poco después; estaba ojeroso, le raleaba el cabello y todo él era la viva imagen de la fragilidad. Pensó que Saint-Denis estaba debilitándose, que de hecho sufría una recaída. Aparte del aspecto físico, su carácter parecía haberse quebrado, al menos había dejado de mostrarse arrogante.

—¿Se encuentra usted bien, teniente? —preguntó Hayden.

—Bastante bien —asintió el otro, muy envarado—. Me recupero lentamente, señor.

—Según parece, lo mismo les pasa a cuantos cayeron enfermos. Me preocupa que la salud de Griffiths pueda resentirse de por vida.

—Es una ironía que llegase a acercarse más a la muerte que todos los que no sucumbimos a ella. De no ser por el joven Gould, creo que habríamos perdido al doctor. —Se llevó la mano a la sien con expresión pensativa—. Perdimos a unos cuantos, cierto. El joven cuidó de nosotros hasta que nos recuperamos. ¿Cómo iba yo a prever que alguien me daría de comer a estas alturas de la vida como a un bebé? Pues así fue.

—Todos estamos en deuda con Gould, Ariss y Smosh. Nunca podremos agradecérselo lo suficiente.

Saint-Denis asintió. En ese momento resultaba sencillo comprender sus emociones. Desde su recuperación parecía mostrarse confundido ante Gould, como si el desdén y la gratitud se hubiesen mezclado dando forma a una emoción extraña que escapara a cualquier intento de describirla.

—¿Cómo fue su reunión con Brown, señor? —preguntó el teniente, dominándose.

Hayden sintió que se abría de nuevo la herida que se le había infligido en el orgullo, aunque hizo lo posible por disimularlo.

—Tenemos que escoltar siete transportes a Genova y, desde allí, poner rumbo a Tolón. Se supone que Hood asignará un capitán para que asuma el mando de la Themis… y así todo el mundo estará contento.

—¿Cuándo nos haremos a la mar, señor?

—Dentro de unos días. Hemos de llevar a cabo la aguada, y subir a bordo pólvora y bala.

—De acuerdo, capitán.

Wickham organizó una competición de golf que se disputaría en unos pastos que se extendían justo al doblar el istmo. A Hayden le pareció una idea extraña, pero al darse cuenta de que la perspectiva animaba mucho a los oficiales, y teniendo en consideración el reciente estado que había alcanzado tanto el alma como el cuerpo de éstos, no le pareció mal. Los jugadores serían Saint-Denis, el doctor Worthing (a quien no podían dejar al margen puesto que los palos eran suyos y todos los utilizarían), el señor Smosh y Wickham. Hayden, que ni siquiera había visto disputar una competición de dicho deporte, declinó la invitación pero accedió a presenciar el encuentro. Buena parte de la dotación también tenía planeado asistir, así que se organizó rápidamente la comida y la bebida, y la empresa no tardó en adoptar cierto aire festivo. Ante la expectación generada, Hayden acabó sospechando que se habían cruzado apuestas, y lo único que esperaba era que ninguno de los miembros de su tripulación acabase arruinado, en vista del precario estado financiero de la mayoría de los marineros.

Llegó el día señalado, una jornada cálida y sin viento, con un cielo mediterráneo completamente despejado, azul y sin mácula. Los botes desembarcaron a los deportistas cerca de la población. Las bondades del día, la alegría de sus compañeros y las dificultades por las que habían pasado lo hicieron sentirse benévolo. Lo único que le faltaba para hallarse del todo en paz con el mundo era la presencia de Henrietta Carthew, y como eso era de todo punto imposible se permitió caer presa de breves ensoñaciones recordando a su amada, tan reales que recuperaba enseguida las emociones que lo embargaban en su presencia, proporcionando a sus sentimientos la reparadora serenidad del anhelo, la cual no le resultaba del todo desagradable.

El desfile de la tripulación de la Themis por las calles llamó la atención de algunos lugareños, que se les unieron: había jóvenes que buscaban diversión, pero también ciertas muchachas de ocupación dudosa, que inmediatamente se convirtieron en objeto de atención por parte de los varones. Para sorpresa de Hayden, Griffiths se mostró interesado en éstas, pero entonces el capitán reparó en la que había llamado la atención del doctor. Se trataba de una joven muy atractiva, de piel delicada y con un cabello cobrizo que resplandecía al sol. Su comportamiento resultaba tan recatado que se preguntó si no sería la hermana de uno de los jóvenes de la localidad que se habían mezclado con la comitiva, y también si dicho joven estaría en su sano juicio al dejarse acompañar por su pariente, teniendo en cuenta la cantidad de marineros que había. Entonces Hayden observó que la muchacha sólo tenía una mano, pues había perdido la izquierda. La cicatriz de la intervención quirúrgica aún conservaba un intenso tono rosáceo.

—¿Ve usted, doctor? —preguntó Hayden en voz baja—. Esa joven ha perdido la mano.

Griffiths asintió apartando la mirada, sonrojado un instante debido a la turbación.

—Sí, y el cirujano que la atendió no pudo hacerlo peor.

Siguieron caminando sin hacer más comentario al respecto. Hayden, Hawthorne y Griffiths pasearon juntos por las calles entre los marineros, lugareños y soldados. Los tres parecían disfrutar de su mutua compañía, como habían hecho cuando coincidieron en la cámara de oficiales. Esto alivió en parte la soledad que acusaba el capitán.

Esa dicha, sin embargo, se vio interrumpida con gran alarma desde el extremo opuesto de la calle. La gente empezó a entrar a toda prisa en las casas y a doblar corriendo las esquinas, y unos segundos después oyeron gritar: «¡Perro rabioso! ¡Perro rabioso!» En las ventanas de las plantas superiores asomaron algunas personas, que se inclinaban para contemplar el caos en que se había sumido la localidad.

Un perro negro callejero apareció entre la multitud asustada. Con el hocico lleno de babas, iba dando dentelladas a cualquiera que tuviese al alcance. Hawthorne miró rápidamente en torno y asió un rastrillo que había contra una pared. Se dirigió al centro de la calle, afianzó bien los pies y empuñó el mango como si de un hacha se tratase. Ante él, una marea de gente pareció separarse en un torbellino de faldas y faldones de casaca, mientras algunos introducían a los niños por las ventanas abiertas, para depositarlos en los brazos que los aguardaban. Sin previa advertencia, el perro amuró a estribor, persiguió a un hombre corpulento que, alarmado, echó a correr hacia la puerta cerrada más próxima, y luego cambió de dirección con cierta torpeza. El animal alcanzó a darle un mordisco en el amplio trasero, y de allí se dirigió hacia Hawthorne, que le bloqueaba el paso. Todo terminó en un santiamén cuando Hawthorne descargó un fuerte golpe con el rastrillo, se oyó un crujir de huesos y el perro quedó tendido en el empedrado, presas las extremidades de contracciones nerviosas. Hawthorne descargó dos golpes más en el cráneo del animal, hasta que el perro rabioso yació totalmente inmóvil.

—¡Me ha mordido! —voceó el hombre corpulento—. ¡Me ha mordido! —Bajándose los calzones, giró con torpeza sobre sí con intención de observar una parte de su cuerpo que hacía años que no se veía—. ¡Dios mío, el muy bestia me ha mordido!

Griffiths, llamado por la necesidad, se hizo cargo de la situación. Hawthorne y el doctor le bajaron los calzones a la altura de los tobillos allí mismo, en plena calle, mientras los de la Themis y algunos vecinos que salían de nuevo a la calle se congregaban alrededor.

—No es más que un rasguño —aseguró el cirujano, acuclillado junto al trasero del hombre—. La mordedura no ha llegado a penetrar la piel. —Se volvió hacia un grupo de lugareños—. ¿Hay algún herrero por aquí?

—Iré a buscarlo, señor —se ofreció un joven, que acto seguido se alejó corriendo.

El hombre recio se había puesto un poco pálido, así que Griffiths lo hizo sentarse en el suelo, y luego, cuando no mostró indicios de recuperarse, le pidió que se tumbara. El perro despertaba tanta curiosidad como el lugareño al que había mordido, pues la gente se le acercaba y permanecía a cierta distancia por temor a que pudiera seguir vivo. Un muchacho con el rostro picado de viruelas tanteó al animal con un bastón. La piel oscura se plegó al contacto de la vara, pero por lo demás el perro continuó totalmente inmóvil.

El herrero llegó corriendo por la calle con un par de tenazas. La multitud se apartó para abrirle paso, y al ver a la víctima del chucho rabioso se detuvo en seco.

—¿Quién es el doctor? —preguntó.

—Servidor —respondió Griffiths, y extendió el brazo para coger las tenazas.

El gesto bastó para que el hombre corpulento diese un respingo, pero Hawthorne y dos marineros se encargaron de mantenerlo inmovilizado en el suelo.

—¡No se mueva! —ordenó Griffiths y, tras tomarse un instante para apuntar, aplicó el pedazo de carbón ardiente en el trasero del tipo.

El siseo y el olor a carne quemada bastaron para que la gente se apartase. Algunos se taparon la nariz y la boca.

—Hecho —anunció el cirujano, devolviendo las tenazas a su propietario. Luego se dirigió a quienes parecían los amigos de la víctima—: Deben sumergirlo en agua mientras aguante la respiración, tantas veces como pueda soportarlo, y luego secarlo con toallas limpias. Creo que llegamos a tiempo de aplicar el carbón y que se librará de contagiarse de la rabia. —Y sirviéndose del bastón, se puso en pie—. ¿Proseguimos con el paseo? —preguntó, molesto por su debilidad física.

—Por supuesto —respondió Hayden.

Quizá el incidente había significado un incordio para Griffiths, pero era evidente que el resto de los tripulantes lo consideraron un suceso de lo más entretenido, así que no dejaron de hablar de ello mientras recorrían las calles y dejaban atrás la población. Se oyeron gritos aislados: «¡Perro rabioso, perro rabioso!», que alarmaron a todo aquel al que pillaron desprevenido, y que fueron seguidos de fuertes risotadas. Al menos así ocurrió durante un trecho hasta que pasó la novedad y cesaron las chanzas.

El grupo de golfistas y su séquito franqueó un portal practicado en la muralla de piedra para salir al terreno de pastos. Distinguieron a lo lejos al ganado, transportado desde Marruecos para alimentar a la flota inglesa, agrupado por los pastores y los perros. A Hayden le parecieron apropiadas las miradas confundidas de los animales mientras seguían las evoluciones de los golfistas, miradas que habitualmente traslucían una indiferencia total. En lo que respecta a las actividades humanas en general, tuvo la sensación de que el golf debía de ser una de las más extrañas. Circuló entre los marineros un vino atabernado que podía comprarse a cualquier comerciante de la ciudad, así que ya no había un solo tripulante que se tuviese de pie como un cristiano. A lo que también contribuía el haber pasado semanas en una cubierta que se balanceaba sin parar, peculiar fenómeno que conoce cualquiera que se haya hecho a la mar.

—Me recuerda a las pistas de Saint Andrews —comentó Worthing mientras inspeccionaba la zona—. ¿Ha jugado usted en ese antiguo campo? —preguntó a Saint-Denis.

—Sólo en dos ocasiones —respondió éste, para frustración del clérigo, que había confiado en superarlo en eso, al menos.

Worthing vestía casaca roja, prenda que habían adoptado los golfistas a fin de llamar la atención desde lejos y evitar que los grupos de paseantes pudiesen verse inmersos en un cañoneo de esféricos proyectiles. El corte era adecuado para alguien de menor corpulencia, aunque cabía la posibilidad de que la hubiese adquirido años atrás, cuando el buen doctor era más joven y esbelto, ya que parecía tirar hacia arriba de él, le apretaba en el estómago y lo obligaba a echar los hombros hacia atrás.

A unos pasos de distancia caminaba el sirviente de Worthing, un marinero particularmente devoto a quien la dotación había puesto el apodo de Johnny el Sombrío. Bajo el brazo derecho portaba varios palos, algún que otro con la pala levemente cóncava, sin olvidar los putters y otros utensilios sumamente curiosos, algunos de los cuales parecían hechos especialmente para cortar heno o azuzar al ganado.

La comitiva se detuvo al llegar al punto desde el que se efectuaría el golpe de salida. Todo el mundo miró alrededor, preguntándose qué sucedería a continuación; los marineros estaban divirtiéndose. Saint-Denis cogió un palo y lo sopesó como quien sabe lo que se hace. Flexionó la vara de fresno, miró a lo largo del palo y, después, asiéndolo con ambas manos por un extremo, lo sacudió de un lado a otro.

—Hummm, un palo excelente —aseguró—. ¿Quién se los confecciona, doctor?

—Jarvis, de Edimburgo —respondió Worthing, un tanto a la defensiva.

—¿Jarvis? No he oído hablar de él.

—No es tan conocido como puedan serlo otros, pero realiza un trabajo excelente y ha preparado varios palos especialmente diseñados por mí.

Saint-Denis llevó el palo lentamente hacia atrás y luego descargó un fuerte golpe que le hizo girar el cuerpo. El palo produjo un zumbido impresionante al trazar un arco que culminó con un movimiento ascendente tras barrer el terreno.

—¡Ah, ya decía yo! Varios de estos palos me resultan por completo desconocidos.

—A éste lo llamo «azadilla» —dijo orgulloso el reverendo, y tendió al teniente un objeto que parecía una versión en pequeño de una azada, cuya cabeza formaba un ángulo en el extremo de la vara de madera—. Es para sacar la bola de terrenos difíciles.

—Por supuesto —dijo Saint-Denis, sopesando el palo—. Basta con mirarlo para verle la utilidad.

—El «zanjero», para salir de zanjas —continuó Worthing tras coger otro palo.

Saint-Denis exhibió una amplia sonrisa al recibirlo de manos del reverendo, a quien devolvió la azadilla.

—Cuántas veces habré necesitado uno semejante y no lo habré tenido. —Se volvió hacia su pupilo en aquel juego de caballeros—. ¿Ve usted, Wickham? Para las zanjas o fosos donde pueda haber un poco de agua. Un zanjero —repitió con admiración—. Dispuse de un «fanguero» durante un tiempo, pero al final no me satisfizo mucho.

—Ah, sí, el fanguero no está muy bien diseñado y es muy decepcionante en todo aquello para lo que en teoría sirve. Descubrirá usted que el zanjero es muy superior para sacar la bola de las zanjas y devolverla a la calle. Más de un jugador que me ha visto con este palo a orillas de un riachuelo embarrado, sacando la bola de milagro, ha acudido a Jarvis para hacerse con un instrumento semejante. Espero que encontremos una zanja para que pueda demostrarle sus atractivas cualidades.

—También yo, también yo. ¿Lleva tres putters?

—Sí, a duras penas se las apaña uno con menos, y Dios es testigo de que lo he intentado. También tengo esto —señaló, cogiendo otro palo de los que llevaba el sirviente bajo el brazo—. Aún no lo he bautizado. De manera provisional lo he llamado «el nuevo», hasta que la inspiración me proporcione mejor nombre.

—Marquémonos como objetivo de la jornada dar con el nombre adecuado para su nuevo palo. —Saint-Denis lo empuñó para efectuar medio swing—. ¿«Hierba alta»?

—No…

—¿«Hoyos fangosos»?

—Tampoco. Sirve para sacar la bola de los excrementos de oveja, al tiempo que se protege la indumentaria del jugador. Ya verá que no salpica nada.

—¿Señor Smosh? —llamó Saint-Denis, mirando en torno.

El reverendo se hallaba en ese momento en compañía de varios marineros, dándole un trago a una botella de vino que ya casi había apurado.

—¿Lo ve usted? El doctor Worthing posee una carrera paralela como inventor de palos de golf.

—Créame, no he perdido detalle —respondió Smosh, que a pesar de la brevedad de la frase no pudo evitar trabarse—. No me cabe duda de que el zanguero demostrará su gran valía antes de que finalice la jornada. ¿Cuándo empezamos?

—No desperdiciemos esta mañana perfecta —pidió Saint-Denis—. Doctor Worthing… creo que recae en usted el honor de abrir con la primera bola.

Sacaron las bolas y los tees de madera de una bolsa de loneta, para distribuirlos entre los deportistas. Wickham sopesó la bola, presionándola y lanzándola hacia arriba como para calcular el peso o su eficacia para surcar el aire.

—Me sorprende que Worthing pueda permitírselas —susurró Hawthorne.

—¿Son muy costosas? —preguntó Hayden.

—Bastante. Y se necesitan varias por encuentro.

—¿De qué madera son?

—No, no son de madera. Es cuero relleno de pluma de ganso mojada, la cual se expande al secarse. Una vez terminado el proceso se pintan para conservar el cuero, y son muy duras.

El recorrido, que constaba de más de veinte hoyos, lo habían organizado el día anterior Wickham y Saint-Denis, quienes habían examinado una y otra vez el pasto, cuya forma recordaba a una ele. El terreno era principalmente llano, estaba bordeado por un muro de piedra y en diversos puntos mostraba más vegetación de la cuenta. Había algunos árboles desperdigados aquí y allá, y tras el muro crecía media docena de ellos cuyas copas daban sombra al césped.

Worthing escogió un punto nivelado, donde no hubiera excrementos recientes de vaca, y clavó el tee en la hierba. Con aire solemne, adoptó una postura extendida y llevó a cabo algunos swings de prueba, balanceando el palo arriba y abajo hasta que arrancó un trozo de hierba que rodó por el terreno.

—¡Maldición! —masculló.

Se dispuso a repetir el ejercicio, y en esta ocasión la cosa salió a su gusto. Se acercó a la bola, que encaró con su postura extendida y poniendo el palo detrás de aquel conjunto de plumas de ganso embutido en cuero. Tras un instante de indecisión, cuando echó el palo hacia atrás y se inclinó a la izquierda, dispuesto a iniciar el swing, la bola cayó del tee, con un leve bote, y rodó a quince centímetros de distancia.

—¡Espero que esta bola arda en el infierno! —maldijo el reverendo.

Se agachó con torpeza debido a lo prieta que le iba la casaca, recuperó la bola y la colocó con cuidado en la diminuta base.

Llevó a cabo los mismos movimientos, sacudiendo el palo, estómago fuera, hombros atrás. El palo inició el recorrido, permaneció un instante suspendido en alto y luego se abatió con fuerza para golpear a la confiada bola. La esfera salió disparada a no más de tres metros de altura sobre la hierba pisoteada, trazando una parábola baja en dirección al muro de piedra. Golpeó oblicua el terreno, dio un bote que incluso alteró el recorrido más a estribor y botó de nuevo en el suelo para acabar estampada contra el muro, en cuya superficie terminó su recorrido con un golpe seco.

Worthing golpeó la hierba con la cabeza del palo, y maldijo como un marinero. Luego se lo ofreció a Wickham, que era el siguiente en golpear, y se hizo a un lado. Cuando habían paseado el día anterior por lo que había de ser el trazado del recorrido, Wickham había recibido algunos consejos por parte de Saint-Denis y había tenido ocasión de efectuar unos golpes, así que no estaba del todo desprevenido. Hundió el tee en el suelo y colocó la bola sobre él. Wickham adoptó su postura, como le habían enseñado. Acercó con aire amenazador la cabeza del palo a la bola, y echó éste hacia atrás con la expresión concentrada del escolar que se dispone a recitar la lección. No efectuó un golpe tan rápido como el clérigo, pero fue más certero porque la bola salió disparada para recorrer a baja altura los pastos y caer en un ángulo tal que no dio un bote, sino que rodó más de treinta metros, momento en que se detuvo en un macizo de abrojo.

Saint-Denis felicitó a su pupilo, a continuación le dio algunas indicaciones para corregir ciertos aspectos de su técnica, y después insistió en que el señor Smosh fuera el siguiente en golpear. El clérigo tendió la botella a uno de los pajes del barco, se desabrochó la casaca, flexionó los brazos varias veces para relajar la musculatura, dio un paso al frente y plantó el tee. Se situó bien erguido, con las piernas cortas rectas, el labio inferior adelantado, el rostro casi enrojecido por el vino. Al parecer no necesitaba practicar el swing, puesto que fue derecho a resolver el golpe. Alineó el palo tras la bola, midiendo su posición precisa con un ojo cerrado, como si apuntara a una perdiz, y así estuvo un largo instante, alineando el palo para adoptar la colocación adecuada, hasta que llevó los hombros atrás. Con un movimiento peculiar, a medio camino entre la tala de madera y la siega del trigo, golpeó con fuerza la bola, que salió volando, silbando en el cálido ambiente mediterráneo, un punto blanco recortado contra el perfecto azul del cielo. Por un inverosímil instante dio la impresión de quedarse suspendida, como si le hubiesen crecido alas y flotara cual alcaudón. Entonces emprendió el descenso, cayó y cayó hasta dar contra el suelo cerca del hoyo; a continuación brincó como una rana y la perdieron de vista.

—Tiene usted un swing muy… peculiar —comentó Saint-Denis, el cual era evidente que no lo aprobaba, aunque quizá le había parecido divertido.

Smosh les dedicó una leve reverencia, tendió el palo a Saint-Denis y, mientras estallaba una ronda de aplausos y silbidos, recuperó su sitio entre los marineros, demostrando una absoluta indiferencia por el destino de la bola de cuero.

Saint-Denis asumió entonces protagonismo. Su habitual vanidad y fanfarronería habían sufrido un fuerte menoscabo tras la reciente enfermedad, pero era evidente que aún se enorgullecía de su destreza para el golf, pues había alardeado de ella en la mesa de oficiales, y ahora se veía obligado a actuar ante un público no compuesto exclusivamente por amigos suyos. Su postura era similar a la de Worthing, pero sus extremidades, frágiles tras la gripe, se antojaban tan delgadas como la vara del palo que empuñaba. A pesar de la buena ejecución, al golpe le faltó potencia y la bola salió despedida con mayor lentitud que las demás, se deslizó sobre la hierba y rodando fue a parar no muy lejos de la de Worthing, aunque lo hizo en terreno abierto.

Los golfistas echaron a andar, seguidos por el gallinero que reía y parloteaba como en un teatro. Puesto que la bola de Worthing era la más «alejada», fue el primero en jugar cuando la localizó entre un montón de malas hierbas junto al muro de piedra. Tras meditar unos instantes la situación de la pelota y calcular la distancia que la separaba del hoyo, Worthing escogió un palo cuya cabeza tenía forma de cuchara. Ensayó el swing para evitar que el palo diera en el muro al echar los brazos atrás, sobre todo porque no había nadie en Gibraltar capaz de arreglarle un palo roto, y adoptó su peculiar postura sobre terreno desigual. Se concentró y descargó un golpe que envió la bola botando por el terreno unos quince metros. En esta ocasión no profirió juramentos, limitándose a levantar la cabeza del palo e inspeccionarla con expresión desaprobadora.

—Maldito Jarvis —masculló, para arrojarlo después a Johnny el Sombrío.

Saint-Denis, con el orgullo herido, fue el siguiente. Había aprendido del ejemplo del doctor, así que escogió un palo distinto, lo flexionó y sopesó, y luego se acercó a la bola. Llevó el palo hacia atrás una vez, sucumbió ante la indecisión y volvió a situar la cabeza del mismo sobre la bola. A continuación inició de nuevo el movimiento, pero a la hora de dirigir la cabeza hacia la bola le titubeó el agarre. Para su sorpresa, el golpe bastó para enviar la bola directa al hoyo, a menos de cuarenta metros del palo vertical que señalaba el lugar.

—¿Ve usted, Wickham? Estoy recuperando el toque, a pesar del tiempo que llevo sin jugar.

—Me ha parecido un golpe perfecto —admitió el guardiamarina.

—¿Perfecto? De ninguna manera —replicó el teniente—. Pero ha estado cerca de serlo.

El desdichado Wickham se vio en la enojosa situación de llevar a cabo el golpe desde un macizo de abrojo, tarea sumamente difícil; sin embargo, Saint-Denis, animado por su reciente éxito, insistió en darle instrucciones precisas, y corrigió el agarre y la postura de Wickham, además de criticarle el swing con todo lujo de detalles.

Con tan exhaustiva tutela, en su mayor parte contradictoria, a Hayden le pareció increíble que Wickham pudiese golpear siquiera la bola. Pero lo hizo, e incluso logró un golpe decente que arrancó abrojo y dispersó sus puntiagudas hojas a diestro y siniestro. La pelota no voló muy lejos, mas cayó en buen lugar, en terreno abierto.

—¡Bien hecho, Wickham! —aplaudió Saint-Denis—. Señor Smosh. ¿Señor Smosh?

Varios miembros de la comitiva repitieron el nombre del sacerdote, y al cabo de un momento el clérigo se apartó con paso inseguro de los marineros. Llevaba el corbatín medio deshecho, estaba rojo como la grana y tenía los ojos prácticamente cerrados. Tomó un palo de un sirviente (pareció coger el primero que tuvo a mano) y se acercó a su bola. De nuevo adoptó su peculiar pose con ambos brazos en alto y le dio a la pelota un golpe seco que la hizo surcar los aires. Fue haciéndose más y más pequeña hasta convertirse en un puntito, diminuto, minúsculo… y se precipitó al suelo a mayor velocidad, instante en que volvieron a divisarla con claridad, justo antes de caer y dar un bote que la acercó a unos metros de la vara que señalaba el primer hoyo del recorrido.

La multitud prorrumpió en vítores y el golfista recibió más de una palmada en la espalda. Smosh fue rodeado por el gentío, que lo aclamó, abrazó y animó a brindar por su éxito.

Griffiths miró elocuentemente en dirección a Hayden, y ambos se entendieron sin palabras. El capitán pensó que era un día festivo, y que además Smosh no tenía deberes que cumplir a bordo. «Dejemos que disfrute», pensó.

Worthing fue el siguiente en jugar, ahora decidido a hacer un buen papel. Su disposición, sin embargo, incrementó su inseguridad y dio al traste con su capacidad de concentración. En dos ocasiones tiró el palo hacia atrás, pero le flaqueó la confianza, así que repitió el movimiento. Se sonrojó un tanto avergonzado, echó atrás el palo, rasgó el aire y ni siquiera rozó la pelota, aunque ésta cayó a tres centímetros del tee, como si quisiera defenderse del ataque del reverendo.

Siguió una ristra de juramentos que hubiera arrebolado de orgullo al señor Barthe y que sorprendió a los tripulantes de la Themis, que estallaron en carcajadas. De nuevo, el sacerdote puso la bola en el tee, echó atrás el palo con exagerado miramiento y golpeó, y en esta ocasión la pelota tuvo la decencia de permanecer en su lugar y encajar el golpe que le estaba destinado. Surcó el aire, apenas a sesenta centímetros de altura sobre la hierba, y luego inició una serie de largos botes bajos, casi rozando el suelo, hasta rodar y detenerse a unos diez metros a la izquierda del hoyo.

—Excelente golpe, doctor Worthing —celebró Saint-Denis, a pesar de la sombría expresión del clérigo.

La comitiva arrancó a caminar de nuevo, aunque algunos de sus componentes se fueron a buscar la sombra de los árboles que asomaban por encima del muro, sobre todo las jóvenes que se habían unido al cortejo de marineros, puesto que los placeres del golf no eran, por lo visto, la diversión que andaban buscando. A juzgar por los sonidos que se elevaron de tal grupo, a Hayden no le cupo duda que se había iniciado cierto tipo de intercambio comercial, y no precisamente en la debida intimidad, algo a lo cual estaban acostumbrados los marineros. Vio a lo lejos a la joven que había perdido la mano, no muy contenta con el derrotero que tomaba el asunto. Parecía asediada sin cesar por uno u otro marinero, mientras las demás mujeres se burlaban de sus remilgos.

—¡No me vengas con delicadezas, princesa! —gritó una de las furcias.

Los marineros empezaron a tirarle de los brazos y las mangas del vestido. Sin mediar palabra, Griffiths abandonó la compañía de Hayden y Hawthorne y se dirigió a paso vivo hacia los árboles bastón en alto, muy tenso, en apariencia colérico.

Hawthorne miró a Hayden, pero su sonrisa no tardó en transformarse en una expresión alarmada. Hayden se dispuso a seguir al doctor, pues los marineros ebrios eran capaces de todo, pero Hawthorne levantó una mano para impedírselo.

—Creo que habrá que dar menos azotes si el capitán no se mueve de aquí —observó—, si se me permite…

Hayden asintió y observó a Hawthorne alejarse en dirección a Griffiths, seguido por un puñado de infantes de marina. El cirujano llegó al lugar donde estaba la joven, sacudiendo el bastón ante los divertidos y enseguida indignados marineros, que se dispusieron a plantarle cara, pero entonces repararon en los infantes que se les acercaban. Hawthorne era muy admirado entre los marineros, pero también gozaba de la reputación de ser una persona con quien no había que cruzarse. Los marineros retrocedieron con aire ofendido, cediendo la presa, y Griffiths llevó aparte a la joven, en dirección a la ciudad.

—Qué propio de un cirujano encapricharse de una mujer a la que han amputado una mano —comentó Hawthorne cuando volvió junto a Hayden.

—Aunque no va mucho con su carácter. Claro que estoy seguro de que a este respecto el señor Griffiths no se distingue de cualquier otro hombre.

—Por supuesto. ¿A quién le toca golpear la bola?

—A Wickham. —Y así fue como ambos centraron de nuevo su atención en la partida de golf.

La pelota del guardiamarina fue a caer en terreno abierto, sobre un trecho de hierba allanada y fango seco.

—¡Buen sitio, Wickham! —aseguró Saint-Denis—. No tanto como si se hubiera posado sobre la hierba mullida, lo cual le habría dejado la bola un poco alzada, pero nada desdeñable. No necesitará un palo con forma de cuchara para sacarlo, ni el estimable zanjero del doctor Worthing. Bastará con un palo normal, ¿no, doctor?

El aludido escogió un palo del amplio elenco de que disponía y se lo puso en las manos a Wickham.

—Éste bastará para un jugador de su experiencia.

Saint-Denis no pareció aprobar la elección, pero por lo visto no podía llevar la contraria al propietario de los palos.

—No dé más de medio swing, Wickham, pero que sea rotundo. Como le mostré ayer, por ejemplo. —Wickham descargó un golpe a una bola imaginaria—. Eso es —dijo Saint-Denis, cabeceando aprobador—, pero mantenga bajo el palo cuando lo eche atrás y, por el amor de Dios, no alce usted la cabeza. Los expertos se muestran unánimes en que el jugador que levanta la cabeza merece un sitio en el purgatorio de los golfistas, condenado por toda la eternidad.

—Dígame, si es usted tan amable, ¿qué aspecto tiene el purgatorio del golfista? —preguntó Hawthorne con aire inocente, moviendo a la risa a una audiencia cada vez más escasa.

—En el nivel más profundo, señor Hawthorne, no se practica el golf, y en los niveles intermedios las pistas son diseñadas por crueles enajenados, decididos a arruinar el menor atisbo de satisfacción que pueda sentir el deportista. Abunda la arena, llueve día sí y día también y los hoyos están tan distanciados unos de otros que únicamente puede hacerse uno a diario. —Esbozó una mueca—. Basta con mencionar el asunto para enervarme. —Y volviéndose, dijo—: Señor Wickham.

El guardiamarina se aproximó a la bola y con un diestro golpe la envió cerca de tres metros más allá del hoyo.

—¡Bien ejecutado, Wickham! ¡Bien ejecutado!

No tardaron en dar con la bola de Saint-Denis, situada en una leve depresión del terreno como un huevo solitario servido en un cuenco.

Los deportistas, excepto Smosh, formaron un triunvirato para contemplar la terrible posición de la pelota sin que ninguno de los presentes hiciese un solo comentario, silenciados quizá por el inconmensurable horror al que se enfrentaban.

—Ni una cuchara podría sacar ese terrón del azucarero —comentó finalmente Wickham.

—No —admitió Saint-Denis, ceñudo debido a la frustración—. Necesito un hierro.

En ese momento se acercó Smosh, con una expresión querúbica en su rostro regordete y tambaleándose de un lado a otro, de lo cual no parecía darse cuenta. Llegó al lugar donde se apiñaban sus compañeros, contempló la bola y sentenció:

—Ovo.

—¿Qué dice, Smosh? —preguntó Saint-Denis, molesto por el estado en que se encontraba el sacerdote.

Nuovo —se atrevió a repetir Smosh, y negó con la cabeza en gesto de frustración. Alzó ambas manos un poco y se esforzó por hacerse entender—: Nuvo.

—¿Se refiere al nuevo, al palo del doctor Worthing? —le preguntó Wickham.

Smosh asintió con la cabeza, pues no quería arriesgarse a decir nada más.

—Páseme el tal nuovo, pues —pidió Saint-Denis—. Le daré una oportunidad.

Le tendieron aquel palo nuevo y Saint-Denis se situó sobre la bola, que se había hundido en el terreno y apenas asomaba. Tras una rápida sacudida de pies, seguida por un fuerte golpe que levantó una polvareda y alguna que otra raíz, la bola aún continuaba en su lugar, burlona, y puede que incluso algo más hundida.

—Eso cuenta como un golpe —anunció Worthing en voz alta para que todos pudieran oírlo.

A juzgar por los aspavientos que hizo, Smosh estaba de acuerdo.

—¡Eso, un torpe! —exclamó, pues eso debía de haber entendido.

Un segundo intento, más violento, dio como resultado una explosión de tierra de la cual surgió la bola, que botó hasta alcanzar unos tres metros de distancia, mientras a su alrededor llovían piedrecitas.

—Apuesto a que no lo habría conseguido sin utilizar el nuevo palo —se jactó Worthing.

—No, si es que esa especie de pala es el fruto de un auténtico y condenado genio —se burló Saint-Denis, que se dio la vuelta y se alejó a buen paso, dejando atrás a un ofendido Worthing.

Smosh llamó la atención del religioso y levantó el palo, que Saint-Denis prácticamente le había arrojado.

Zanguista —dijo, como si saborease lo absurdo de aquella palabra.

Worthing se irguió con una expresión de desprecio.

—Y usted se considera un hombre de Dios… —refunfuñó antes de darle la espalda.

Su pelota seguía siendo la más alejada del hoyo, de modo que Saint-Denis se vio obligado a efectuar un nuevo golpe. En esa ocasión no se entretuvo, asió un palo al azar y efectuó un golpe que la hizo trazar un vuelo algo errático sobre el accidentado terreno. Tras unos instantes de titubeos, pasó de largo el hoyo y cayó a unos treinta metros, donde dio un solo bote y se detuvo cinco metros más allá. Ahora el que se puso a maldecir fue Saint-Denis, cosa que hizo tan groseramente como cualquier marinero de trinquete. Los espectadores aplaudieron, pero Hayden no sabía si por su destreza como golfista o por su recién revelado talento para las palabras malsonantes.

Los jugadores y el séquito echaron de nuevo a andar.

De camino a la pelota, Smosh trastabilló y a punto estuvo de caer de no haber sido por la intercesión de Hawthorne, que logró cogerlo del brazo. Esto dio pie a ruidosas carcajadas en un gallinero cada vez más reducido. Al acercarse a la bola de Smosh, Saint-Denis, enfadado, tomó un palo del caddy y, asiéndolo por la cabeza, dio con el extremo opuesto al ebrio sacerdote. Smosh agarró el palo sin hacer un comentario y sin siquiera mirar, se acercó a la bola, cerró un ojo, calculó la distancia al hoyo, echó atrás el palo, manteniéndose por milagro en equilibrio, y ejecutó un swing impecable. La bola trazó una parábola perfecta en dirección al hoyo sin levantarse más de treinta centímetros del terreno, y cayó con un bote imperceptible, rodó y se detuvo a menos de medio metro de la vara.

Quienes aún seguían de cerca el encuentro prorrumpieron en una estruendosa ovación. Smosh se volvió hacia ellos, los obsequió con una solemne reverencia, giró sobre los talones para encarar la bola, tropezó consigo mismo y cayó cuan largo era, aferrándose por instinto al putter, que era lo único que tenía en las manos, de modo que dio con el extremo en la pelota y la hizo rodar suavemente en el hoyo.

Se alzó otra vibrante ovación, acompañada de vítores. Los espectadores pusieron en pie a Smosh y casi lo llevaron en volandas debido al entusiasmo que se había apoderado de ellos.

Las posiciones tanto de Worthing como de Saint-Denis se hallaban algo distantes del hoyo y, como había que rebasar la bola del reverendo para llegar a la de Saint-Denis, éste insistió al religioso en que fuese el primero en dar su golpe. La pelota distaba del hoyo unos doce metros, así que Worthing escogió un putter para efectuar el golpe. Si lograba meter la bola empataría con Smosh (Hayden sospechaba que no querría perder ante el clérigo regordete bajo ninguna circunstancia), de modo que el doctor inspeccionó a conciencia el terreno para decidir dónde depositar la bola y cuan lejos llegaría antes de romper.

—¿A qué se refiere con «romper»? —preguntó Hayden a Hawthorne.

—Hasta qué punto caerá a babor o estribor, dependiendo de lo pronunciada que sea la inclinación del terreno.

—Ah, entonces ¿ha jugado usted a esto, Hawthorne?

—Sólo en un par de ocasiones, pero tengo unos amigos en Londres que lo practican a menudo, así que he tenido que soportar numerosas veces su incesante charla.

—No dijo usted nada cuando Wickham buscaba jugadores —observó el capitán.

—Que quede entre nosotros —susurró Hawthorne—: antes que jugar preferiría que me azotaran en todos los barcos de la Armada y caminar luego descalzo de vuelta a Londres. ¿Lo ha probado usted alguna vez? —Hayden negó con la cabeza—. Es un juego perfectamente concebido para inducir en los participantes la mayor frustración posible y poner a prueba el autodominio sobre el propio temperamento. He conocido a hombres de buen carácter que acabaron haciendo astillas un palo contra un árbol con la pasión propia de un lunático violento. No, jamás pruebe este endemoniado juego, a menos que posea el carácter de un santo y la paciencia de una monja.

—O la destreza del señor Smosh —observó Hayden—. ¿Cree usted que nuestro invitado el reverendo es tan diestro? Está completamente ebrio; fíjese que se ve obligado a cerrar un ojo para evitar ver más de una pelota.

El teniente de infantería de marina no pudo contener la risa.

—¡Sí, porque no sabría a cuál de ellas golpear!

Saint-Denis se había acercado a comentar su situación con Worthing, y aprovechó para dar un par de indicaciones al señor Wickham.

—Esta posición es perfecta, aunque tal vez la bola se halle un poco por debajo de la altura de sus pies. Eso puede resolverse flexionando las piernas. El terreno, no obstante, desciende a la izquierda y la pelota romperá hacia allí de forma natural. Worthing jugará la bola alta o a la derecha para compensar esa inclinación. Pero el principal objetivo de ese golpe consiste en elevarla de algún modo, puesto que si rodase sobre una superficie desigual podría topar con cualquier declive y desviarse hacia una dirección imprevista. ¿Está preparado, doctor?

Saint-Denis y su alumno se apartaron, dejando al clérigo planear a solas su golpe. Después de agacharse y examinar el contorno del terreno una vez más, Worthing se situó ante la pelota, asentó bien los pies, balanceó un poco el peso, miró fijamente el punto que se había marcado como objetivo y echó atrás el putter. Un movimiento lento y pendular bastó para golpear la bola y enviarla hacia arriba, a no más de treinta centímetros de altura, y cayó a sólo tres del hoyo, dio un bote y rodó unos cuatro metros más allá.

En esa ocasión el clérigo se mordió la lengua y se acercó resuelto hacia la bola, con expresión de furia contenida. Tomó el putter que utilizaba para sacar una pelota enterrada y examinó de nuevo su posición, antes de apartar una piedrecilla del recorrido que presuntamente seguiría. Se situó sobre la bola, con ambas piernas y ambos brazos rectos, echó atrás el palo y la golpeó con un leve tambaleo. La bola rodó tras dar un suave bote en dirección al hoyo y, en el último momento, efectuó un viraje a babor y acabó a medio metro del lugar al que se suponía que tenía que llegar.

Los espectadores exhalaron un audible suspiro de decepción. Worthing se dirigió a la pelota, se inclinó y le dio un leve golpe. El público aplaudió al ver que la bola se introducía por fin en el hoyo, aunque se hizo evidente que las sonrisas que se dibujaron en sus rostros andaban faltas de sinceridad.

—¡Bien hecho, doctor! —exclamaban entre vítores. Y también—: ¡Un golpe perfecto!

Saint-Denis se puso a reflexionar sobre la situación en que se hallaba su pelota, al parecer sin la menor prisa por llegar a una conclusión. Tras dedicar un par de minutos a examinar el terreno próximo al hoyo y meditar en los accidentes topográficos que se interponían entre la bola y su objetivo, escogió una cuchara. Con todo el mundo pendiente de él, de pronto convertido en el centro de atención, se acercó a la bola muy decidido. Ejecutó todos los movimientos con deliberada concentración. Empuñó con fuerza el palo, lo situó tras la bola, lo echó hacia atrás muy concentrado y llevó a cabo un golpe a la velocidad del rayo. La pelota salió disparada con la aparente intención de hacer lo posible por evitar su objetivo. Sin embargo, al haberla golpeado de lado, se desplazó hasta un punto equidistante respecto del hoyo, prácticamente a la misma distancia a la que estaba en un principio.

Saint-Denis maldijo entre dientes, negó con la cabeza y echó a andar en dirección a la pelota que con tanto descaro había desafiado su autoridad. De nuevo examinó el terreno palmo a palmo para evaluar el trazado del recorrido, e incluso arrojó al aire una brizna de hierba para saber la dirección del viento, lo cual parecía una precaución exagerada, puesto que aquella mañana reinaba una calma chicha.

Tras dar otro golpe, la bola cedió y se dirigió al lugar al cual se le había ordenado ir, a apenas dos metros del hoyo.

A Wickham le bastó con un par de golpes de putter para meter la bola desde una distancia de tres metros, mientras que Saint-Denis lo hizo a treinta centímetros. El primer hoyo fue para el señor Smosh, a quien no hubo forma de encontrar, aunque al final lo llevaron a rastras, con el corbatín desanudado y el cuello al descubierto. En la mejilla lucía un rastro de suciedad, un polvillo similar a la tiza, y una huella de intenso rojo en los labios. Con semejante facha, el clérigo tomó un palo, encaró la bola que el sirviente había depositado sobre el tee y, con precisión extraordinaria, sobre todo teniendo en cuenta hasta qué punto se balanceaba, descargó un golpe que imprimió a la bola una trayectoria perfecta en dirección al siguiente hoyo.

Y así prosiguió el encuentro, con Worthing y Saint-Denis cada vez más decididos a no terminar los últimos, lo cual minaba su capacidad de concentración. La naturaleza atlética de Wickham, aunada a sus escasas expectativas, le permitieron relajarse y disfrutar de la jornada. Smosh no paró de beber y siguió golpeando la bola con equilibrio perfecto, proyectándola allá donde quisiera enviarla, a pesar de que distinguir la ubicación del hoyo le resultaba más y más complicado.

—Señor Smosh… está encarando en la dirección contraria. No, caiga más a babor… Más aún. Eso es. Hala, ahora ya puede darle usted con ganas.

A la altura del séptimo hoyo, Smosh había abierto una brecha insalvable respecto al resto de los participantes. Pero para el octavo encaró la pelota, se inclinó sobre el cuero y vomitó cuanto llevaba dentro. Luego, irguiéndose, echó atrás el palo y descargó un fuerte golpe en la empapada bola y los restos del desayuno a medio digerir que la cubrían.

Como era de esperar, las pelotas no dejaron de caer en las boñigas de las vacas; una del doctor Worthing fue la primera en hacerlo. El hombre se acercó, la contempló con los brazos en jarras, los labios bien prietos, y a continuación pidió el palo nuevo, decisión que provocó comentarios.

—¡Va a darle a ese montón de mierda con el nuevo! —exclamaba la gente.

Un susurro expectante se extendió sobre el pastizal.

El sacerdote se situó ante la bola, sacudiendo el palo nuevo en dirección a ésta, hundida en medio de unos excrementos allanados que recordaban a la yema de un huevo. En tres ocasiones echó atrás el palo lentamente, y luego lo movió hacia delante a la misma velocidad, cuidando de no rozar los restos con la cabeza del palo. Entonces, ante la horrorizada fascinación de los presentes, lo echó del todo hacia atrás, descargó el golpe y, en una tormenta de mierda verdosa y grisácea, proyectó la pelota rodando por el suelo, que en su movimiento de rotación se desprendió de los restos. El palo nuevo no había sido tan efectivo a la hora de proteger botas y calzones del jugador como su diseñador había asegurado, pero sí había golpeado la bola con eficacia.

A todos los golfistas les tocó el turno de sacar la bola de una o dos boñigas de vaca, que dependiendo de su frescura podían resultar más o menos desagradables. Wickham fue quien mejor se manejó en el asunto, y hubo una ocasión en que Smosh perdió el equilibrio y fue a caer de culo en un montón de excrementos sin siquiera percatarse de ello.

A la altura del décimo hoyo, el séquito de espectadores se había retirado a la sombra de los árboles, y casi todos se encontraban tumbados en la hierba, ofreciendo al ganado una auténtica serenata de ronquidos. Únicamente los oficiales mantuvieron el interés por el encuentro, y el dinero de las apuestas oscilaba entre Smosh y Wickham, dependiendo de la fe que tuviera el apostador en que Smosh fuese capaz de concluir la ronda. A pesar de estar visiblemente borracho y ser consciente apenas de hallarse jugando al golf, el clérigo siguió asombrando con su infalible habilidad para golpear la bola con absoluta pulcritud y llevarla al hoyo con los menos golpes posibles.

Llegados al decimocuarto hoyo, empezó a flaquear. Permaneció en pie ante la bola, como si no estuviera muy seguro de dónde se hallaba o de lo que tenía que hacer. Cuando Saint-Denis dio un paso al frente para meterle prisa, Smosh echó el palo hacia atrás y golpeó con la autoridad habitual, para acto seguido, y como parte del swing, efectuar una extraña pirueta y precipitarse al suelo de bruces, donde quedó inmóvil como un muerto.

Hubo que ir a despertar al señor Ariss, el cual aseguró que el clérigo seguía con vida, a pesar de que no respondió a ninguno de los esfuerzos que se hicieron para devolverle la conciencia. Finalmente, conducido al muro, lo apoyaron con la espalda contra un árbol y quedó a cargo de su sirviente, cuya misión consistió en evitar que se ahogase en su propio vómito. Los demás abandonaron el encuentro al cabo de dieciocho hoyos, ya demasiado cansados o sin ganas de continuar. Worthing reunió sus palos y se encaminó hacia la ciudad, visiblemente ofendido por lo sucedido durante la jornada. Saint-Denis no perdió ocasión de explicar a todo el mundo que habría jugado mucho mejor si no estuviera tan debilitado por su reciente enfermedad, aunque felicitó a Wickham por aprender tan rápido, señalando que una instrucción sólida constituía la clave del golf.

—¿Qué le ha parecido el encuentro? —preguntó Hayden a Hawthorne cuando se dirigían de regreso a los botes.

—Menos interesante que una ejecución, pero más distraído que jugar a los naipes con las ancianas. —Hawthorne pareció reflexionar, y de pronto añadió sonriendo—: Permítame compartir con usted una pequeña anécdota que cuentan mis amigos golfistas. Es un relato antiguo, pero quizá usted no lo conozca. Dos caballeros salieron a las pistas una hermosa mañana para disputar unos hoyos. Llegado al tercero, uno de los caballeros, que se llamaba Herald, se quejó de un fuerte dolor en el pecho y cayó fulminado de muerte instantánea. Aquella noche, el otro caballero regresó a su casa y su mujer le preguntó cómo había ido el encuentro… —Y así prosiguió el teniente de infantería de marina.

Griffiths volvió a bordo a una hora muy avanzada para lo que era su costumbre. Nada más poner pie en la nave visitó la enfermería, consultó brevemente con el señor Ariss sobre varios pacientes aquejados de malestar estomacal debidos a una ingestión excesiva de vino barato, y luego se presentó al centinela de guardia ante el camarote del capitán. Al abrirse la puerta, vio dentro a Hayden en compañía de Hawthorne.

—Capitán, quisiera disculparme por mi regreso —dijo muy formal.

—No se preocupe, doctor. Espero que diera al señor Ariss las instrucciones necesarias. La hora a la que regrese es asunto suyo. —Hayden confiaba en sus oficiales, incluso en los oficiales de cargo, para que respetaran la disciplina, y puesto que hasta el último de ellos era muy cumplidor y responsable, su sistema funcionaba a la perfección—. Doctor Griffiths, el señor Hawthorne y yo nos disponíamos a tomar un café, ¿le apetece acompañarnos?

—Gracias, capitán.

Los tres se sentaron en torno a la mesa de Hayden. Se hizo un silencio poco habitual y algo incómodo. Hayden creyó que Griffiths iba a romperlo, cuando llamaron a la puerta para anunciar la llegada del café.

Sirvieron la humeante bebida, cuyo aroma se extendió por el camarote.

—¿Disfrutó usted del encuentro de golf, doctor? —preguntó Hawthorne.

—De lo poco que vi, sí. ¿Quién ganó, si puede saberse?

—Wickham —respondió Hayden—. Gracias a que Smosh perdió el conocimiento como consecuencia de la borrachera. Saint-Denis estaba demasiado débil por su reciente convalecencia y opino que tendría que haberse retirado antes de concluir. Por su parte, el reverendo doctor se mostró tan orgulloso que fue castigado por ello.

—Incluso los clérigos son objeto de la censura divina —aseguró el cirujano—. A menudo la vanidad actúa en nuestra contra —sentenció, aún más solemne. Era evidente que pensaba en otro asunto, un asunto de cierta seriedad. Respiró hondo, titubeó y, al cabo, se decidió a hablar—: Sin duda me vieron ustedes acudir al rescate de una joven…

—En efecto, lo cual se me antojó muy noble por su parte —señaló Hayden, mientras Hawthorne asentía mostrándose de acuerdo.

—No me pareció una de las mujeres que… —el cirujano se encogió de hombros— habitualmente pueblan los puertos, y repararían ustedes en que había perdido una mano.

Hayden confirmó que recordaba el detalle.

—Tuve ocasión de ver un caso similar, o eso me pareció, cuando llevé a cabo mis estudios de cirugía. Una vez acudió una joven al hospital, una costurera. Créanme, difícilmente podría concebirse una criatura más cautivadora. Se había clavado en la eminencia tenar una aguja que le llegó hasta el primer metacarpiano, aquí, en la base del pulgar. —Les mostró la mano para ilustrar la explicación—. El caso es que se había infectado, y mucho, y la infección se había extendido rápidamente. Tras consultar el caso con otro estudiante se decidió amputarle la mano para salvar el brazo y, probablemente, la vida. La intervención fue un éxito, y la frágil mujer, que no debía de superar los veintidós años, soportó el dolor sin emitir un solo quejido. Efectué un trabajo tan limpio como me fue posible, y gracias a un estrecho seguimiento del caso, puesto que debo admitir que la dama me parecía muy hermosa, se recuperó por completo. La enviamos a casa, y no habían transcurrido dos semanas cuando me enteré, tras hacer algunas averiguaciones, de que se había ahogado. Sucedió que al haber perdido su único medio de vida, y por carecer de contactos e influencias familiares, había preferido la muerte a la degradación. Caballeros, no imaginan las noches que pasé en vela, acosado por el remordimiento de lo que le había hecho a esa pobre chica. Mi profesor de anatomía y cirugía me aseguró que no hubo alternativa posible y que la amputación le había salvado la vida, pero sus palabras supusieron un pobre consuelo. No he olvidado lo desdichado que me sentí ante aquel episodio, ni la dura lección que ha supuesto para mí a lo largo de estos años. Entonces, hoy… al ver a esa joven intuí que podía encontrarse en circunstancias similares. Ya vieron cómo procedí a continuación. Tardé un rato en sonsacarle su historia, pero, después de prometérselo muchas veces, logré convencerla de que era un caballero interesado en su bienestar y al final cedió y me lo contó. Resulta que un borracho la empujó al suelo y un carro que pasaba le aplastó la mano. No fueron capaces de salvársela, así que se la amputó un cirujano local, que no realizó una labor muy precisa. Hasta ese desdichado suceso, la señorita Brentwood, que así se llama, había servido como doncella de un carpintero jefe del astillero de la Armada. Este hombre llevaba un tiempo intentando ganarse sus favores por medios impropios, a los que ella no respondía e incluso rechazaba. En cuanto se quedó manca, y él fue consciente de que no encontraría trabajo en ninguna otra parte, el hombre le informó que debía responder a sus atenciones o la echaría a la calle. Ese mismo día dejó su empleo. Pero una doncella con una sola mano carece de perspectiva alguna y dispone de escasos ahorros. Hoy hemos podido comprobar a qué se ha visto reducida… Estaba sopesando la posibilidad de degradarse antes que morir de hambre, pero al final no pudo hacerlo. Pasé por su lado justo cuando tomó la decisión de que prefería la muerte. —Griffiths se sirvió el café. Parecía incómodo por aquella confesión—. Creo haberle encontrado un lugar en una familia con la que unos conocidos me pusieron en contacto. Está claro que sería preferible que regresase a Inglaterra, y si puedo ingeniármelas la enviaré de vuelta allí.

—Espero que estas buenas acciones encuentren su merecida recompensa —observó Hayden, y rogó que Griffiths no hubiese caído presa de una mujer más astuta que pura.

Hawthorne no se pronunció.

—Comprendo que se trata de algo inusual siendo yo un extraño, pero no podía permitir que otra joven sufriese tan funesto destino, estando en posición de interceder. Llevo muchos años viviendo con el remordimiento del suceso que les he relatado. No podía soportar que se repitiera.

Llamaron a la puerta, lo cual impidió que Hayden hiciera una observación. El centinela se asomó.

—Le ruego me perdone, capitán, pero el señor Ariss busca urgentemente al doctor Griffiths. Uno de los hombres que se encontraban enfermos… parece haber enloquecido, señor. Está gritando algo referente a unas arañas.

A Hayden le pareció oír gritos procedentes de la cubierta inferior. Griffiths se disculpó y salió con premura. Hawthorne clavó en Hayden una mirada difícil de interpretar.

—Da la impresión de que tiene usted una opinión relativa a este asunto, teniente —comentó Hayden, dándole pie.

Hawthorne lo meditó un instante mientras tomaba un sorbo de café.

—Creo, capitán, que existen dos clases de… mitos románticos, como yo lo entiendo —dijo al fin—: uno es propio de mujeres, y el otro de hombres, aunque ninguno sea exclusivo de unos u otras. El mito romántico que asocio con la mujer es la creencia en el poder transformador del amor. Con el paso de los años he conocido a mujeres que se entregaban en cuerpo y alma a hombres que difícilmente podían hacerlas felices debido a la naturaleza de su carácter, o porque albergaban distintas expectativas y deseos en la vida. Era la creencia de estas mujeres, por lo general para su eterno pesar, que los hombres se enamorarían a tal punto de ellas que se transformarían totalmente a fin de conservar el afecto de tan perfecta fémina. —Hawthorne volvió a centrarse en el café—. También he conocido a muchas jóvenes que rechazaron a hombres totalmente merecedores y compatibles, sólo para contraer matrimonio con otros que no lo eran. Pero un hombre que se transformase hasta hacerse merecedor del afecto de una dama… Ese era el hombre al que aspirar, y no el pobre idiota que sólo la amase con toda su alma y quisiera compartir con ella la vida. —Miró un instante por el ventanal—. El mito romántico masculino consiste en rescatar a la doncella en apuros, y ese mito se halla igualmente plagado de peligros. Rescatar a una joven de circunstancias o situaciones adversas puede parecer un acto noble, pero a menudo el agradecimiento se ha demostrado una base endeble sobre la que cimentar un matrimonio: la compatibilidad de temperamento, o una mayor fortuna, son, según parece, preferibles. Me dicta la experiencia que la gratitud florece brevemente y luego se marchita hasta convertirse en resentimiento. Esperemos que nuestro querido amigo no sufra otra decepción, pues dado su carácter sabemos que no sobrelleva estos asuntos con soltura. —En ese momento se oyó la campana del barco, y Hawthorne se puso en pie—. Si me disculpa usted, capitán, tengo asuntos que atender.

—Por supuesto.

Hayden se vio a solas, pensando en la buena acción del doctor Griffiths y en las observaciones del teniente, quien demostraba tener mayor experiencia en asuntos del corazón y cuyos comentarios eran más agudos de lo que hubiera previsto. Estaba de acuerdo en que el carácter del doctor era cuando menos delicado en temas amorosos, aunque no estaba seguro de por qué, pero el caso era que lo veía de ese modo. No obstante, había sido un noble y generoso gesto por su parte dar por sentado que el relato de la joven era cierto, y Hayden aceptaba los sentimientos de Griffiths. Sin embargo…

Había estado jugueteando con la taza de café del doctor y, al contemplar el poso, la imagen que vio le hizo sentir una turbación cuya naturaleza no supo explicarse.