—Continuaré desempeñando mi deber mientras me sea posible —aseguró el cirujano—, pero si se me nubla el juicio debido a la fiebre, he ordenado al señor Ariss que me tumbe en un coy en el camarote para la cuarentena. La enfermedad avanza rápidamente, así que sólo podré ser de ayuda unas horas más. He dado instrucciones completas a mi ayudante para el cuidado de los enfermos. Temo por Pritchard, que parece tener neumonía y está a punto de ahogarse en sus propios fluidos.
—No podría darme usted peores noticias —logró articular Hayden—. El señor Ariss no puede cuidar solo de tantas personas.
—Estaba a punto de decirle lo mismo. Necesitará un ayudante. Un hombre inteligente, con la cabeza sobre los hombros y de carácter bondadoso. Es preferible que se trate de un joven, puesto que la gripe compromete la salud de una persona de forma drástica. Lo digo por si tiene la mala fortuna de contraerla.
—Es más, necesitamos a alguien que no tema el contagio. —Hayden consideró un momento las opciones—. ¿No mencionó Gould que sus hermanos eran doctores?
—No estoy seguro de que contar con uno o dos hermanos médicos lo cualifique a uno para nada, capitán. —Griffiths se cubrió los labios con el pañuelo de algodón y tosió débilmente, a lo cual siguió un ronquido.
—Me temo que ésa será la mejor cualificación que pueda conseguir. ¿Tiene usted alguna otra objeción con respecto al señor Gould?
El doctor negó con la cabeza. En ese momento enrojeció y tosió de nuevo, con más fuerza.
—Ninguna. —Se esforzó por controlar la respiración, antes de añadir—: Por lo demás es un candidato… ideal.
Hayden reprimió las ganas de palmearle en la espalda.
—Entonces hablaré con él, aunque no estoy seguro de que convenciendo a alguien en contra de sus deseos obtendremos el ayudante que usted necesita.
—Esperemos que no sea necesario forzar a nadie.
Cuando le abrió la puerta al doctor, Hayden aprovechó para decir al centinela:
—Dé la voz para que venga a verme el señor Barthe. Y después querré hablar con el señor Gould.
Se sentó en el banco sin pensar en tormentas o fragatas fantasma. Los tripulantes habían dependido de Griffiths para salir airosos de la situación; es más, él mismo había contado con el doctor; ¿cómo reaccionarían cuando averiguaran que su propio cirujano se había contagiado? Por lo general se habían comportado con entereza, pero los contagios solían generar una especie de pánico silencioso que iba calando paulatinamente en el corazón de los hombres.
Oyó el paso firme de Barthe en los escalones, incluso el gemido del viento, seguido por un golpe en la puerta. El piloto de derrota entró apresuradamente y permaneció de pie, expectante.
—Señor Barthe, me temo que debo reclamarle al señor Gould. Me hace mucha falta en otro puesto.
—Pero, señor, si apenas había empezado a aprender sus obligaciones…
—Lo sé, pero mucho me temo que el doctor Griffiths lo necesita más que usted.
—¿Para qué iba a necesitarlo el cirujano? —inquirió Barthe, mirándolo confundido.
—Los hombres no tardarán en enterarse, pero le pido la máxima discreción mientras sea posible. El doctor Griffiths ha contraído la gripe. Necesito que Gould ayude a Ariss, por extraño que pueda parecer. Dos hermanos suyos son médicos, como usted recordará, y en tiempos el muchacho consideró la posibilidad de emprender el estudio de la medicina. Sé que suena absurdo asignar a la enfermería a un guardiamarina novato, pero es un joven inteligente, tiene buena cabeza y espero que gracias a la relación con sus hermanos sea alguien más valiente ante la posibilidad de contraer la enfermedad. Lo cierto es, señor Barthe, que la nuestra es una situación desesperada.
El piloto consideró la idea y, al cabo, asintió.
—¿Y Dryden? ¿Puedo recuperarlo?
—En su honesta opinión, ¿quién lo necesita más, el señor Franks o usted?
—Franks —admitió el piloto, aunque le costara.
—Eso mismo pienso yo. Preguntaré a Gould si ayudará al señor Ariss. Dios sabe que lo comprenderé si se niega.
—No le dirá que no, capitán. Tiene tanto afán de progresar en la Armada que creo que sería capaz de apagar él solo un incendio declarado en el pañol de la pólvora, si usted se lo pidiera. —Barthe se volvió dispuesto a marcharse, pero de pronto recordó sus modales y rectificó—: ¿Alguna otra cosa, señor?
—Procure mantenerse bien lejos de los enfermos. No quiero tener que desempeñar también las funciones de piloto.
—Haré lo que pueda, señor.
—Estupendo. Mande pasar a Gould. Creo que acabo de oírlo llegar.
Al cabo de un momento el muchacho entró en el camarote, hizo el saludo de rigor y se quedó de pie esperando.
—Señor Gould, tengo para usted un encargo difícil, incluso diría que peligroso. —El joven asintió con la cabeza—. Por lo visto el doctor ha contraído la gripe, y el señor Ariss necesita un ayudante. Los enfermos requieren cuidados, más de los que Ariss puede dispensarles, de modo que necesitamos un par más de manos firmes.
—¿Quiere que ejerza de ayudante de cirujano? —preguntó Gould, perplejo.
—Creo que consistiría en algo más que hacer de sangrador; lo que está claro es que cuidaría de los enfermos. Como ya sabe, el puesto no está exento de riesgos: a bordo han muerto ya dos hombres, y en el Agnus aún han sufrido más bajas, pero es un cargo necesario y usted al menos cuenta con la ventaja de haber leído algo en los libros de medicina de sus hermanos.
—Señor, soy tan ignorante en materia de medicina como cualquier marinero, pero sí, por supuesto, si me necesita usted, aquí me tiene.
—Preséntese ante el señor Ariss de inmediato. Ya he comunicado al señor Barthe que tendrá que prescindir de usted… al menos de momento.
—Sí, señor —dijo el joven, que apenas vaciló antes de salir del camarote.
Hayden confiaba en no haberlo enviado a la muerte, esperanza que le pareció más vana de lo que habría deseado.
Sin embargo, había otros asuntos igual de acuciantes que requerían de su atención. No era muy probable que los barcos sin identificar, entrevistos en la bruma antes de fundirse en la negrura, fuesen amigos y, a menos que hubiesen tomado el convoy de Hayden por una flota debido a las pésimas condiciones atmosféricas, seguramente no habían emprendido la huida. No, intuía que estaban ahí fuera, y quizá habían sido los causantes de la desaparición del transporte.
La cuestión era qué hacer al respecto. De pie frente al ventanal de popa, contempló el oscuro y embravecido mar. La luz mortecina le confería un aspecto más ominoso y amenazador, algo que Hayden sabía muy bien. En realidad estaba pensando que el viento refrescaba un poco y, con suerte, la tormenta pasaría de largo en cuestión de horas. Tomada una decisión, se dirigió a la puerta y habló con el centinela que la vigilaba.
—Pase la voz de que quiero ver a los señores Archer y Wickham, si es tan amable.
—Cuando el capitán Pool sugirió un plan similar, señor Hayden, fue usted quien se opuso, a pesar de lo cual ahora que es usted quien lo concibe resulta transformarse en una estrategia sin par.
La oscura silueta del capitán Cole se recortaba junto al pasamano de la cubierta empapada. Estaba disgustado y le podía el rencor. Hayden lo había hecho llamar y aquél había subido a bordo a regañadientes, negándose a refugiarse del temporal bajo cubierta, pues el miedo al contagio es una característica de todo marino, sea cual sea su rango.
Aunque el viento había refrescado bastante, aún había mar gruesa y los nubarrones descargaban de forma intermitente sobre los barcos. La sombra situada a unos veinte metros a babor correspondía al cúter de la Syren, que mantenía la posición por resultarle menos trabajoso que intentar seguir abarloado al casco de la fragata que cabeceaba y se balanceaba con fuerza.
Hayden había sufrido más afrentas de las que estaba dispuesto a permitir por parte de aquel hombre.
—Capitán Cole, aprovecharé la ocasión para informarle que considero ofensivo su tono. Quizá no le complazca mucho que yo me halle al mando de este convoy, pero así es, y creo que el Almirantazgo lo corroborará. No me gustará tener que referir que se mostró usted insubordinado, pero no dude que lo haré si me veo en la obligación. ¿Me ha entendido?
No alcanzaba a distinguir sus facciones, pero tuvo la sensación de que se contraía un poco.
—Entendido, señor.
—Le explicaré por qué he escogido proceder de este modo, capitán Cole, si me hace usted el favor de prestar atención. —Sin esperar a que el otro asintiera, prosiguió—: Las circunstancias han cambiado por completo. El doctor Griffiths visitó el Agnus, barco que para su desdicha tiene indispuesta a la mitad de la dotación y cuenta con demasiados enfermos para poner en cubierta una guardia sana. Si le sucede lo mismo a la Themis, su fragata y unas cuantas corbetas tendrán que apañárselas solas en la defensa del convoy. Su propio vigía avistó una fragata y quizá una segunda embarcación, y diría que no son inglesas, puesto que se fundieron de inmediato en la bruma. Carezco de pruebas, pero sospecho que anoche apresaron al Hartlepool y que intentarán hacer lo propio con algún otro navío rezagado dentro de unas horas, cuando el temporal amaine. La última vez fueron los franceses quienes nos sorprendieron. Esta vez seremos nosotros quienes lo hagamos. No tenemos elección, debemos dañar o empujar a la huida al enemigo, antes de que mi dotación también caiga indispuesta y ya no podamos combatir.
En la negra noche apenas distinguía a Cole, pero estaba convencido de que percibía cierto relajamiento en la postura de su interlocutor, como si acabara de librarse de parte de la ira y el resentimiento con un simple gesto.
—Entiendo a qué se refiere, capitán Hayden —concedió—, pero tenemos pruebas concluyentes de que esta forma de actuar no se halla exenta de riesgos. ¿Qué resultado obtendremos si esos dos barcos son la misma fragata francesa y el navío de setenta y cuatro cañones que recientemente trabaron combate con nuestros barcos?
—¿No es cierto que a su vigía le pareció que el segundo barco también era una fragata?
—Y quizá estuviera en lo cierto, pero se trataba de una embarcación sumida en la bruma, capitán. No podemos tener certeza de nada.
A Hayden no le gustó oír eso, y se sintió desorientado, como a punto de desmayarse.
—El único motivo de que estén escondiéndose de nosotros sería el temor a que Pool se hubiera reunido con el convoy. Probablemente intenten cerciorarse de ello antes de pasar a la acción. —De pronto, el riesgo que comportaba su plan aumentaba de forma considerable. Titubeó, sopesando todos los factores—. En cualquier otra circunstancia, capitán Cole, jamás me arriesgaría de esta forma, pero mi tripulación no hará sino debilitarse. Nuestra capacidad para combatir sufrirá un continuo menoscabo. Será mejor enfrentarnos ahora a la fragata, cuando podemos contar con el factor sorpresa, y no más adelante, cuando estén persiguiéndonos a plena luz del día.
En la penumbra, vio que Cole asentía.
—¿Quién de nosotros hará de víctima propiciatoria?
—¿Víctima propiciatoria?
—Es una treta, señor. Como el chorlito que no mueve un ala para dar la impresión de estar malherido y ser incapaz de echar a volar, y que atrae a otros animales que puedan suponer una amenaza para sus crías en el nido. Es un ave muy lista, tiene una llamada peculiar.
—Ah, creo haberlo visto en Canadá. Gravelot à double collier, creo que lo llaman los franceses.
—Es posible, pues tiene una doble franja negra en el cuello. Creo que debería ser mi barco el que se hiciera pasar por la víctima, señor. Si logro atraerlos, usted podría emerger de la oscuridad para tomarlos por sorpresa.
—No, la Themis desempeñará ese papel. Mejor que sea el barco más recio el atacado: nuestras piezas de dieciocho libras constituirán un digno adversario para esos franceses. Estoy seguro de que usted acudirá en nuestra ayuda sin perder un instante.
—Puede contar con ello.
Hayden observó a Cole mientras éste se dirigía al costado, pensando en que estaba confiando la vida de sus tripulantes a un hombre que lo había acusado de no acudir en su ayuda a tiempo para salvar a Bradley. Tal vez Cole estuviera resentido con él, pero a Hayden no le cabía duda de que se trataba de una persona honorable. No los abandonaría si podía evitarlo. No, Cole era la menor de sus preocupaciones. Un navío de setenta y cuatro cañones que acechaba en la oscuridad y una enfermedad que había hecho presa en su propio barco eran lo único que lo preocupaba de verdad. En lo que concernía a la clasificación jerárquica de las cosas que le quitaban el sueño, incluso aquel clérigo pendenciero ocupaba posiciones de colista.
Las toses, breves o asfixiantes, como de estrangulado, atravesaban los delgados mamparos que delimitaban el camarote para la cuarentena. Los hombres que componían la guardia se habían situado tan lejos de aquella celda de madera como permitían los confines de la cubierta inferior. Cuando se abrió la puerta, Hayden aguzó la vista para ver en aquel infierno débilmente iluminado; los hombres permanecían tumbados en los coyes sin taparse el cuerpo, con la piel rosácea perlada de sudor y los labios hinchados y púrpura. Se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo empapado en vinagre e inhaló, y el escozor casi le hizo toser. Por un instante titubeó, con lágrimas en los ojos, pero hizo acopio de valor y, dejando atrás al centinela, avanzó para adentrarse en aquel averno. El hedor penetraba su velo protector, imponiéndose incluso al vinagre. Sintió arcadas. Los hombres colgaban de los coyes en ordenadas hileras que se zarandeaban con el vaivén del barco, como un péndulo. Algunos permanecían inmóviles, narcotizados para poder dormir, pensó Hayden, o al menos para no sentir dolor, aunque de vez en cuando alguno tosía o parecía ahogarse en el coy, y apoyándose en el codo echaba un vistazo con tal indefensión en el rostro febril que era evidente que no entendía nada de lo que veía, todo ello antes de volver a caer en el sopor. Gould estaba sentado en un taburete aplicando un paño húmedo en la frente de un marinero, cuya piel quedaba cubierta por una película reluciente. Cerca, distinguió un líquido rojo en un recipiente abandonado en un estante, que se movía al ritmo del balanceo de los coyes. Ariss había empezado a sangrar a los enfermos.
—¡Incorpóralo! ¡Incorpóralo! —exclamó alguien con voz ronca—. Va a ahogarse si lo dejas así.
En el extremo del camarote, Hayden vio a Griffiths en un coy, febril y con ojos desorbitados, que señalaba a uno de los enfermos e, irritado, aullaba instrucciones a su ayudante.
—Señor Ariss —saludó Hayden cuando el ayudante de cirujano reparó en su presencia.
Ariss estaba tratando de incorporar a un hombre cojo, poniéndole unas mantas en la espalda que le sirviesen de respaldo, pero el hombre se resistía. El capitán acudió en su ayuda y cogió al tipo del hombro. A través de la palma sintió el calor terrible, antinatural, que desprendía su cuerpo.
—Está ardiendo —susurró Hayden antes de arrepentirse de haberlo dicho.
—Todos lo están, señor —respondió Ariss, entristecido.
Griffiths se incorporó en el coy, asomó las piernas por un lado y se quedó allí sentado, encorvado y jadeante.
—Debería dormir, doctor —protestó Ariss.
El cirujano se limitó a sacudir la cabeza con tozudez. Hayden se le acercó.
—Fue usted quien dijo a Ariss que lo confinara en este lugar cuando fuese necesario, doctor. Creo que ahora tendría que obedecerle.
—Pero es que hay mucho por hacer —susurró Griffiths—. Tenemos que darles a todos una dosis de… de… —Sus ojos febriles no conseguían enfocar. Contempló lastimero a Hayden—. Hay… algo…
Lo ayudó a recostarse en el coy, donde el enfermo miró con cierto temor hacia la proa.
—¿Señor Hayden? —preguntó, ronco.
—Sí, doctor.
—Creo que Pritchard ha abandonado este mundo —dijo, haciendo un gesto con su mano de largos dedos—. Tendría que arrojar por la borda sus restos mortales sin perder un instante.
Hayden no estaba seguro de si el doctor estaba en sus cabales, pero cuando se acercó al coy de Pritchard se dio cuenta de que Griffiths no andaba errado.
—Señor Ariss, cuando disponga usted de un momento… —dijo Hayden en voz baja.
El ayudante levantó la vista, asintió y, al terminar con un paciente, se dirigió de inmediato al coy de Pritchard. Le tomó rápidamente el pulso y acto seguido hizo una leve señal a Gould. El guardiamarina se acercó a la puerta, cruzó unas palabras con el centinela y, poco después, entraron dos asustados marineros que tomaron el coy de Pritchard, ataron los extremos para que sirviera de mortaja a su ocupante y luego se llevaron a cuestas al fallecido. El coy, las sábanas y las mantas serían arrojados por la borda junto al cadáver por temor al contagio. Los pocos enfermos que repararon en esta procesión fueron presa de un terror mudo.
Cinco hombres, pensó Hayden. La enfermedad ya se había cobrado cinco víctimas.
—¿Necesita algo, señor Ariss? —preguntó.
—Catres, capitán. No creo que debamos dejar que los enfermos yazcan tendidos en coyes, puesto que la postura, el hecho de estar encogidos, les dificulta la respiración. Hemos aprovechado cuantos encontramos.
—Me encargaré de que Chettle y Germain confeccionen unos pocos inmediatamente.
—Gracias, señor. Eso ayudará.
—¿Cómo se encuentra, señor Gould?
Hayden supuso que el muchacho estaría afligido, pero que lograba controlarse.
—Bien, capitán. He seguido las instrucciones del señor Ariss, o del doctor cuando está lúcido, y creo que algunos hombres están recuperándose.
—Antes hizo usted el mismo comentario acerca del condenado Pritchard —masculló un enfermo.
—Es que sufrió una leve mejoría —adujo Gould sin convicción—; lo que pasa es que no duró. Que Dios se apiade de su alma.
—Que Dios se apiade de su alma —repitió Hayden—. No duden en ponernos al corriente de todas sus necesidades.
—Gracias, señor.
Al volverse para marcharse, Hayden reparó en Saint-Denis, encogido en el coy como si estuviera escondiéndose. Saltaba a la vista que se encontraba muy mal.
—Señor Saint-Denis —lo saludó—. Lamento de veras verlo entre los enfermos.
—Yo no estaba enfermo —susurró el teniente—. Griffiths me encerró aquí con los demás pacientes, y ahora, como planeó desde un principio, la enfermedad se ha cebado en mí.
—Estoy convencido de que tenía usted fiebre, señor. El doctor nunca hubiera cometido semejante error.
—¿Error? ¡No fue tal! ¡Pretendía librarse de mí! Pero Dios comprendió cuáles eran sus verdaderos motivos. ¡Y mire! Ahora resulta que Griffiths tiene fiebre. Ahora veremos quién vive y a quién hay que arrojar por la borda. —Este último comentario lo dejó exhausto y tuvo que guardar un jadeante silencio. El delirio se había adueñado de su mente, efecto que Hayden había tenido ocasión de ver en muchos convalecientes.
—Estoy seguro de que el señor Ariss cuidará bien de usted hasta que se recupere. —Inclinó la cabeza ante el teniente y se dispuso a abandonar el camarote. Ya en la puerta hizo un alto y se volvió para contemplar la estancia mal iluminada, aliviado por haber cumplido ya con su deber. Los coyes de loneta tenían aspecto de mortajas, y a la cálida luz eran como ataúdes de lona que se balanceaban de un lado a otro, acunados por una fuerza invisible. La muerte se hallaba tan presente en la estancia que Hayden pensó que casi podría adoptar forma, erguirse y devorar a los enfermos. Cerró la puerta, saludó con un gesto al centinela y subió apresuradamente a la cubierta principal, donde por contraste reinaba un ambiente fresco y limpio.
Se desabrochó la casaca y aspiró grandes bocanadas de aire fresco. En el camarote que albergaba a aquellos que estaban en cuarentena la atmósfera resultaba tan opresiva, que tuvo la sensación de haber contraído fiebre tras pasar apenas un rato allí. Siguió de pie en medio de la cubierta vacía, apoyado en el cascabel de un cañón de dieciocho libras, hasta imponerse a la sobrecogedora sensación de haber sido acariciado por la muerte.
Mientras se calmaba y volvía a respirar con normalidad, oyó un sonido casi imperceptible, que le pareció un estornudo, seguido de una especie de risilla tonta. Se disponía a subir al alcázar cuando decidió recorrer con paso furtivo la cubierta principal, donde encontró, a la sombra de una pieza de artillería, a uno de los pajes del barco, sentado con las rodillas encogidas. El pequeño escondía la cara en los brazos doblados.
—¿Mick? —llamó Hayden en voz baja.
El rapaz dio un respingo, levantó la vista con temor y soltó tres estornudos conmovedores. Luego se echó a llorar como si fuera el crío más desdichado del mundo, y volvió a ocultar el rostro.
Hayden se acuclilló para observarlo un instante. No tenía hijos, por tanto no sabía cómo manejarse en esa situación.
—¿Qué problema tienes? ¿Te ha maltratado alguien?
El niño negó con la cabeza, pero mantuvo el rostro tapado con los brazos, apoyados sobre las rodillas.
—Soy el capitán, Mick, y cuando te hago una pregunta tienes la obligación de responder. ¿Lo sabías?
La masa de pelo asintió.
—¿Qué te pasa?
El niño controló el llanto con cierto esfuerzo y medio levantó la cabeza para dejar al descubierto unos ojos enrojecidos, bañados en lágrimas.
—Creo que… tengo fiebre, señor. —Volvió a hundir la cara y prorrumpió en sollozos mientras todo su cuerpo se estremecía, presa del infortunio.
Hayden extendió la mano para acariciarle el hombro. Esperó a que se calmase y luego habló.
—Así pues, ¿tienes esa tos? —preguntó, intentando imprimir una nota tranquilizadora.
—No, señor, pero cuando estornudo me sale algo muy feo.
—Ah, bueno, en ese caso habrá que dejar que el señor Ariss te eche un vistazo, pero yo creo que simplemente has pillado un catarro. Alguien lo tuvo al salir de Plymouth y ha estado pasando de unos a otros. Tu amigo David lo pasó no hará una semana, y también su compañero Paul, que se recuperó hace poco. Creo que te has salvado de la gripe. Veamos qué opina el señor Ariss. —Hayden le dio una palmada en la espalda—. Vamos, arriba.
Tomó la huesuda mano del pequeño y lo ayudó a levantarse. El niño no alzó la vista para mirarlo, pero se limpió la nariz en la manga y lo siguió como un corderito. Mientras caminaban, Hayden, que había sufrido un instante de flaqueza, pensó en lo terrible que debía de resultar aquello para un niño. Qué modo de vida más aterrador.
Bajaron por la escala y Hayden pidió a Ariss que saliera para examinar al pequeño, pues no quería que éste viera el interior del camarote, a menos que no hubiese otra opción. Ariss diagnosticó que no padecía la gripe, a la que se refirió como «nuestra nueva amiga», y envió a Mick a descansar a su coy.
Hayden subió a su camarote pensando con qué facilidad los hombres hechos y derechos se comportaban como niños en momentos de gran tensión.
Cuando dieron las seis campanadas, el ventarrón había caído hasta convertirse en viento de gavia y Hayden ordenó caer a sotavento del convoy.
—¿Cree usted que ya nos hemos alejado lo bastante para encender la bengala de señales, señor? —preguntó Archer, a quien no parecía intimidar ni complacer el haberse visto encumbrado al puesto de primer teniente, como si ese hecho no tuviera la menor importancia.
Los oficiales se habían reunido en el alcázar, desde donde contemplaban la negra noche. Aunque todos tenían muy presente el riesgo de que un navío de setenta y cuatro cañones pudiese aparecer de pronto, semejante calamidad no había sucedido.
—Mejor cuando den las siete campanadas —respondió Hayden—. Me gustaría que nos alejásemos lo bastante del convoy para que parezca que nadie llegaría a tiempo de ayudarnos. ¿Distingue usted a la Syren, Wickham?
—Me pareció verla hace un momento, señor —respondió el teniente en funciones desde su puesto junto al pasamano—, aunque es difícil saberlo a ciencia cierta con una noche tan cerrada.
El barco de Cole se hallaba en algún punto situado por el través de estribor, aguardando la aparición de las embarcaciones enemigas, o al menos eso esperaba Hayden.
—Como mínimo podremos abrir nuestras portas —comentó Hawthorne.
—También el enemigo podrá —replicó Barthe con suavidad.
—De otro modo no sería muy deportivo, ¿no cree? —replicó Hawthorne.
El comentario fue recibido con risas ahogadas. Hawthorne era conocido por hacer gala de un fino ingenio incluso en situaciones de tensión, y a menudo sus observaciones se rememoraban alrededor de la mesa. Hayden pensaba que el oficial de infantería de marina se había granjeado una reputación y debía estar a la altura.
Inspeccionó brevemente la cubierta, y conversó con los hombres que esperaban en silencio junto a los cañones del alcázar. Mientras recorría el portalón, oyó a alguien en el castillo de proa hablando muy por lo bajo, y ya se disponía a regañar al marinero cuando cayó en la cuenta de que se trataba del señor Smosh.
—Ah, señor Hayden —saludó el religioso al reconocer al capitán—. Estaba asegurando a los hombres que la gripe no tarda en extinguirse. He presenciado otros casos como éste. Dentro de unos días nos habremos librado de ella. ¿No es así?
—No se aferra al barco como sucede con la fiebre amarilla, eso es cierto. Será cosa de unos días, como usted bien señala. Lo más probable es que nos hayamos despedido de ella al llegar a Gibraltar. —Hayden esbozó un gesto con la mano que quizá pasó inadvertido en la negrura—. Señor Smosh, ¿le importa acompañarme? Hay un asunto en que tal vez podría asesorarme.
—Por supuesto, capitán. —El reverendo se disculpó con los marineros y se alejó con Hayden.
—Señor Smosh, aunque aprecio de veras su deseo de proporcionar consuelo a la dotación en un momento tan delicado, acostumbramos guardar silencio en cubierta para que pueda oírse a los oficiales —explicó el capitán cuando llegaron al portalón, lejos de los marineros que servían en el castillo de proa.
—Discúlpeme, señor. Ya ve que no estoy precisamente familiarizado con las costumbres de la Armada.
—No hace falta que se excuse. La labor que lleva usted a cabo con los hombres me es de gran ayuda. Lo que pasa es que estamos en medio de una acción de guerra, o al menos eso espero, razón de que el silencio sea tan necesario.
—El cual mantendré con toda la devoción posible de ahora en adelante.
Hayden se disponía a despedirse del clérigo, cuando éste lo interpeló de nuevo:
—Perdone, capitán, pero ¿podría hacerle una petición?
¿Acaso el clérigo no se daba cuenta de que no era momento para solicitar favores?
—Por supuesto, señor Smosh —repuso, tratando de ser cortés.
—Creo que el señor Ariss y el joven Gould tienen más enfermos a su cargo de los que pueden cuidar sin ayuda… Estuve hablando con los hombres, señor, y después de mucho discutir, creo que si me quitase el alzacuello y renunciase a mi deber, es decir, si no procedo como un religioso en ningún aspecto, a ellos les parecería aceptable que ayudase al señor Ariss en este momento de necesidad.
Hayden quedó tan sorprendido que enseguida acusó un gran remordimiento por haber considerado a aquel hombre un incordio.
—No sé cómo expresarle cuánto aprecio su oferta, señor Smosh, pero me temo que los marineros no estarían dispuestos a aceptar a un clérigo en el camarote destinado a la cuarentena.
—Discúlpeme de nuevo, capitán. Pedí al señor Madison que preguntara a los hombres, y con su permiso le diré que parecen más que dispuestos a permitirme entrar en el camarote si desempeño tan sólo una labor médica. Me contaron que algunos sacerdotes ayudan durante el combate a los cirujanos en la enfermería. ¿No es así?
—En efecto, así es, pero… —Hayden no sabía qué más objetar—. ¿Me permitiría usted tener unas palabras con el señor Madison?
—Por supuesto. Gracias, capitán.
Cuando Hayden se disponía a regresar al alcázar, vio la sombra de alguien que caminaba pesadamente por la escala y se desplomaba en la cubierta.
—¿Señor Ariss? —preguntó.
—Sí, capitán. —El hombre se puso en pie y se llevó fugazmente los nudillos a la frente a modo de saludo—. Necesitaba respirar un poco de aire fresco, señor. Espero que no le importe.
—De ningún modo. Nadie a bordo lo merece más que usted. —Hayden volvió a detenerse cuando no había recorrido ni dos metros—. ¿Cómo se encuentra, señor Ariss?
A juzgar por su tono, inexpresivo e indicador de un cansancio extremo, el ayudante de cirujano estaba exhausto.
—Me las apañaré, señor. Es que los hombres no dejan de enfermar. Si caen muchos más, señor, tendré que pedirle que se amplíe el camarote destinado a la cuarentena.
—¿De cuánta gente estamos hablando?
—De veintidós pacientes, señor. —Ariss bajó la voz—. Debo informarle, capitán Hayden, que el doctor no evoluciona bien.
—Esa es la peor noticia que podría usted darme —repuso Hayden aferrándose al cabrestante—. ¿Cree que saldrá de ésta?
—Le aseguro que eso espero, capitán —respondió el ayudante de cirujano, un tanto indeciso.
Hayden averiguó más gracias a lo que Ariss había callado que a lo dicho.
—Sin duda lo habrá sangrado usted…
—Así es, señor, pero no ha servido de gran cosa, lo cual en mi experiencia es poco común.
El capitán se quedó tan acongojado por la noticia que también deseó poder desplomarse en la cubierta.
En ese momento se acercó un nervioso Madison.
—¡Capitán! —llamó el joven en la oscuridad—. ¡El señor Wickham cree haber avistado un barco a sotavento!
Hayden quiso que Wickham lo pusiera al corriente lo más pronto posible, pero antes tenía que resolver otro asunto.
—Dígame, señor Madison: ¿comentó usted con los marineros la posibilidad de que el señor Smosh ayude en la enfermería?
—Así es, señor. Creo que lo aceptarán, siempre y cuando no ejerza allí de sacerdote.
—En tal caso cuente con otro par de manos, señor Ariss. Y ahora, discúlpenme. —Se disponía a marcharse, cuando se detuvo y, volviéndose hacia el ayudante de cirujano, dijo—: Por favor, haga todo lo posible por el doctor Griffiths.
—Descuide, señor.
Llegó a buen paso al coronamiento, donde se habían reunido los oficiales.
—No, no —estaba diciendo Wickham—. Una cuarta al este de ahí.
Nadie pronunció una palabra mientras contemplaban fijamente la noche.
—¿Está usted seguro, señor Wickham? —preguntó Hayden.
—Hay algo ahí fuera, capitán. De eso no me cabe la menor duda.
—¿Cree que se trata de una fragata?
—No sabría decirlo, señor. No era más que una masa oscura que se movía un poco al este, quizá.
—Enciendan la bengala de señales, señor Archer, y luego prendan los fanales en el aparejo —dispuso Hayden, volviéndose hacia el primer teniente en funciones.
—A la orden, señor.
Casi de inmediato se oyó un cañonazo a sotavento, y las linternas de señales se encendieron en la estructura armada a tal efecto. La bengala proyectó una luz verdosa en cubierta.
—Ni un ciego se perdería algo así —comentó Hawthorne.
Hayden meditó su situación. El viento había refrescado y ya no soplaba a rachas, sino que empezaba a rolar a noroeste, mientras la temperatura caía en picado. Reparó en que empezaban a tener mar cruzada, y las olas empujadas por el viento eran cada vez mayores y podían con la marejada del sudoeste. El barco cobraba buena andadura, pero se zarandeaba como un corcho.
—Suficiente para que le entren arcadas a cualquier marinero de barco de guerra —gruñó Barthe—. Dentro de una hora habrá rolado a norte y el mar aún estará más revuelto. Tenemos por delante una fría e incómoda noche.
Hayden se disponía a mostrarse de acuerdo cuando un fulgor débil y rojizo se dibujó por la aleta de estribor. Casi todos a bordo lo señalaron, al tiempo que se elevaba un apagado coro de exclamaciones.
—Es una bengala roja, encendida en lo alto del aparejo —calculó Archer—. Apenas la vemos iluminando la lona desde la popa.
Y entonces, como para demostrar que estaba en lo cierto, apareció una bengala roja en un puesto entre las velas, seguida por una segunda, aunque nadie supo calcular a qué distancia.
—¡Una bengala roja! —informó el vigía de trinquete—. Una cuarta por la amura de babor.
—Nos hallamos situados entre ambos —dijo Archer, consternado. Miró en una y otra dirección, como temiendo que pudiesen aparecer bengalas por todas partes.
—Dos barcos —anunció Barthe con tono solemne—. Confiemos en que no haya un tercero.
—Vaya corriendo a proa, señor Wickham, por favor, y mire bien por si puede usted distinguir el otro barco —ordenó Hayden.
—Sí, señor.
Wickham y Madison corrieron hacia proa. Una racha de viento procedente del norte los alcanzó entonces, y un chubasco oscureció las luces hasta emborronarlas. La lluvia pasó de largo, y el viento cayó hasta mostrarse ora racheado ora en calma total. A cierta distancia a popa reaparecieron las bengalas del barco, que iluminaban la lona y recortaban la silueta del aparejo.
Unos pasos apresurados por cubierta anunciaron el regreso de Madison.
—Capitán Hayden —susurró con cierto apremio—. El señor Wickham cree que tenemos un navío de línea por la amura. Uno que artilla al menos setenta y cuatro cañones, señor, puede que más.
—¿Es que nunca va a sonreímos la suerte? —se quejó Barthe con desespero.
Los oficiales no cruzaron en el alcázar una palabra más, aunque Hayden percibió la angustia que los embargaba. El mismo tuvo que imponerse al miedo y la desesperación, al pensar que había calculado mal, que había errado de ese modo, pero lo superó en cuanto pudo dominar sus sentimientos y ordenar las ideas.
—¿A qué distancia? —preguntó, cortante.
—Es difícil decirlo con esta oscuridad, pero el señor Wickham calcula que más o menos una milla, señor.
Tomó el catalejo nocturno y encaró el barco que navegaba en su estela.
—Bueno, ese de ahí no es un navío de setenta y cuatro cañones, sino una fragata, como mucho, probablemente la misma con la que se trabó Bradley en combate y que nosotros ahuyentamos. ¿Alguien ve al capitán Cole?
Lo buscaron con la mirada, pero nadie pudo localizar la posición del barco inglés de veintiséis cañones.
—Señor Archer —dijo Hayden, esforzándose por emplear un tono lo más sereno posible—, ¿tenemos a mano bengalas rojas?
—Estoy seguro de que sí, señor —respondió Archer con una calma admirable.
—Pídale a alguien que nos las traiga, por favor.
—¿Cuántas, capitán?
—Dos como mínimo. Media docena, si es que encuentran tantas.
—A la orden.
—Señor Hayden, no sé qué podemos hacer —susurró Barthe acercándose—. Cuando el capitán de ese barco caiga en la cuenta de que únicamente se enfrenta con un par de fragatas… estaremos acabados…
—Señor Barthe, vigile sus palabras —repuso Hayden en voz baja, pues no podía permitir que sus oficiales perdieran los nervios. Y dirigiéndose a todos los presentes, dijo—: Sólo disponemos de una oportunidad. Hay que apagar todas las luces de a bordo. Señor Barthe, aventaremos las escotas y dejaremos que la fragata nos alcance. Carguen los cañones con bala encadenada y, cuando el barco tumbe bien a babor, abran fuego apuntando a las luces y el aparejo. Si podemos derribar esas bengalas y dañarle lo bastante el aparejo para que pierda andadura, situaremos la Themis entre ella y el barco de mayor porte, encenderemos las bengalas rojas en lo alto y pondremos proa al segundo francés. Intercambiaré unas palabras con ellos cuando nos acerquemos, y espero confundirlos el tiempo necesario a fin de que podamos situarnos por su popa y disparar todo lo que tengamos sobre su timón, virar por redondo y hacer un segundo intento.
—¿Con las brigadas de que disponemos para servir los cañones, señor Hayden? —preguntó Barthe—. Pero si la mitad están compuestas por hombres de tierra adentro…
—Los cabos de cañón son artilleros diestros, señor Barthe —repuso, sin poder evitar un deje de frustración y enojo en la voz—. Si podemos dañarles el timón de tal modo que pierda el gobierno de la embarcación, no llegará a puerto a menos que lo remolquen o que emprendan las reparaciones pertinentes, lo cual lleva su tiempo. Y mientras podríamos escabullimos.
—¿Y Cole, señor? —preguntó Archer—. No me gustaría que nos confundiera con un francés o, aún peor, que nos abordara en plena oscuridad.
Hayden contempló la noche. ¿Dónde diantre se había metido la Syren?
—El capitán Cole debe de estar situado a cierta distancia a estribor, de modo que durante un rato no nos entorpeceremos. Tenemos que confiar en que la aguda vista de sus vigías y la providencia nos mantengan separados.
—Me encargaré de trepar al aparejo con las bengalas —se ofreció Madison, y acto seguido echó a correr.
—¡Pues a apagar las linternas! —ordenó Hayden—. Y también necesitamos silencio en cubierta. Señor Archer, que carguen de nuevo los cañones de la batería de estribor, y asegúrese de que los cabos de cañón sean conscientes de qué se espera de ellos. Esta noche sólo tenemos una oportunidad, y no hay margen para errores.
—Yo me ocupo, señor.
Los artilleros del alcázar retiraron las carroñadas, ajustaron la posición de la cureña y, aprovechando el balanceo, sacaron taco, bala y cartucho. Procedentes de la caja de balas llegaban las palanquetas, o balas encadenadas, con las que cargaron de nuevo los cañones que trincaron en batería, preparados para abrir fuego. No llevaron a cabo el proceso de la manera más eficiente o marinera, lo que hizo que Hayden pensara que quizá Barthe estaba en lo cierto, pero se encontraban acorralados y no tenían más que una posibilidad de salir airosos.
Las velas flamearon cuando Barthe ordenó amollar las escotas. Refrescaba un frío viento del norte que levantaba una mar gruesa sobre la corriente que había dejado la tormenta procedente del sudoeste.
—El barco se nos acerca con bastante rapidez, capitán —susurró Hawthorne—. ¿Cree que puede vernos?
—Está muy oscuro, pero quizá lleven a bordo a un Wickham francés cuyos ojos sean capaces de traspasar la oscuridad.
Las bengalas rojas iluminaban mejor el barco a medida que se les acercaba, proyectando un fulgor demoníaco sobre el casco y el aparejo. Hayden vio cabecear y balancearse a la fragata en aquella mar revuelta, mientras las bengalas trazaban elipses en la densa negrura. De noche no se podían calcular distancias con exactitud, pero Hayden supuso que los enemigos no distaban más de un centenar de metros. El viento les llevó una orden dada en francés. Las velas se agitaron ante una gélida racha ventosa, y la sacudida recorrió estayes y obenques hasta llegar a cubierta.
—Espero de veras que esos franceses nos alcancen antes de que echemos a perder nuestra lona —protestó Barthe.
—Otros setenta y cinco metros, Barthe —calculó Hayden—. ¿Señor Archer? Abra las portas de estribor.
—A la orden, señor.
Cuando Wickham reapareció en el alcázar, Hayden lo envió a la cubierta principal, a supervisar los esfuerzos de las brigadas que servían los cañones.
Otra racha de viento. Algunos goterones de lluvia tabletearon en el yugo. Las velas flamearon de nuevo, restallando en el aire sin piedad. El barco francés se cernió a estribor. Ya no era un fantasma de aspecto diabólico, pues ahora se había convertido en una fragata. Casi pudo contemplarla con todo detalle. Vio incluso las portas… abiertas. La Themis iba a recibir una andanada.
—Timonel —susurró Hayden—. Timón a babor. Sitúanos dos cuartas a estribor. Navegaremos de ceñida, señor Barthe, el tiempo necesario para abrir fuego antes de que ella pueda apuntarnos con su batería de babor. Entonces caeremos a sotavento.
El lento viraje a estribor confirió al barco un movimiento más peculiar de lo normal cuando el mar lo alcanzó por la aleta. Hayden era consciente de que eso dificultaría aún más la labor de los artilleros. Se acercó a la carroñada más próxima, se acuclilló y miró a través del cañón. La argéntea filigrana que surcaba el Atlántico era reflejo de una borrosa luna que ascendía tras las nubes. Entonces el barco empezó a balancearse a babor, y también a cabecear y dar fuertes guiñadas. Las sacudidas del barco a izquierda y derecha dificultaban muchísimo hacer puntería en el barco enemigo. Sería preferible ponerse de costados paralelos, efectuar cuantas andanadas les permitiese el tiempo, y luego regresar junto al convoy y confiar en que los franceses se sintiesen desalentados. Pero sabía que ya era demasiado tarde para eso. Había tomado una decisión, así que no era momento de perder los nervios.
—Baldry —dijo en voz baja al cabo de cañón—. Para este disparo sólo podemos confiar en la suerte, y no creo que nos dé tiempo de efectuar otro. Agáchate ahí y observa con atención el movimiento del cañón para que puedas calcular el recorrido. Tendrás que medir con precisión el instante en que aplicas el botafuego, o no tumbarás más que nubes. Cogeré el timón e intentaré situar la fragata de modo que tengamos una oportunidad. Buena suerte.
—Gracias, señor, pero, si me permite que le dé mi opinión, tendremos ocasión de hacer más de un disparo. Eso se lo prometo.
—Dios lo quiera.
Hayden relevó al timonel. Su única esperanza dependía de mantener el barco en rumbo. Era casi imposible bajo semejantes circunstancias contrarrestar los gañidos causados por el mar que los golpeaba por la aleta de estribor. Si al menos pudiera facilitar una oportunidad a los artilleros… Éstos ya tenían suficiente con intentar calcular el movimiento de ambos barcos para aplicar el botafuego en el instante adecuado. Siempre había que considerar el retraso que se producía entre ese instante y el momento en que la combustión encendía el cartucho en el ánima, el fogonazo de la pólvora y la explosión que proyectaba la bala fuera del cañón. De vez en cuando los cañones no propulsaban la munición hasta después de unos segundos… o más.
El mar que provenía del norte y la marejada originada al sudoeste, aunque ambos con razonable regularidad, no parecían converger en el mismo punto. La cresta rompía en el seno de otra ola, o una cresta se encaramaba sobre otra. El mar estaba muy caótico, y el movimiento del barco se había vuelto impredecible. Tampoco ayudaba el hecho de que la oscuridad ocultara el oleaje hasta que éste se abatía sobre la popa, y Hayden no distinguía las olas del sudoeste hasta que alzaban la fragata.
—¡Cabos de cañón! —llamó lo bastante alto para que pudieran oírle en todo el alcázar—. ¡Abran fuego cuando lo consideren oportuno!
—A la orden, señor —respondieron los hombres, pero sin mucha confianza.
Un hondo silencio se apoderó del alcázar. Todos los presentes sabían lo condenadamente difícil que era la empresa. Los cabos de cañón se agachaban en una oscuridad casi total, siguiendo con la mirada el recorrido de las carroñadas, con los compañeros alrededor expectantes. Hayden forcejeaba con la rueda del timón, intentando impedir que la popa fuese empujada a babor. Las bocas de los cañones del alcázar miraban cada dos por tres al cielo, y con tal velocidad y de forma tan impredecible que nadie se atrevía a disparar.
—¡Señor Baldry, tiene usted que arriesgarse! —dijo Hayden—. Señor Barthe, póngase al timón, por favor.
El piloto de derrota recorrió la tambaleante cubierta y sustituyó a Hayden a la rueda, para que éste pudiera acercarse a la carroñada más próxima. Corrían el peligro de que el francés cruzase por su lado antes de haber efectuado un solo disparo. El cabo de cañón asió la mano de Hayden en la oscuridad y le confió la mecha de combustión lenta. Cuando el capitán se inclinó sobre la pieza, otra pieza emplazada en la cubierta superior abrió fuego sin que se apreciase ningún resultado, pues el disparo proyectó la bala hacia el cielo oscuro.
—¡Maldición! —juró un oficial.
Hayden intentó acompasar el balanceo del barco con el cabeceo y aplicó la mecha, pero la pieza titubeó un segundo más de la cuenta y la cureña reculó por cubierta. Había errado el blanco.
Fue entonces cuando los demás cañones empezaron a disparar, perdido el elemento sorpresa. Uno alcanzó la parte inferior del aparejo de la fragata, abajo, quizá demasiado, pero la mayoría no agujereó más que el cielo.
Un rayo de luna se abrió paso entre las nubes, y Hayden pudo distinguir al barco francés virando para apuntarlos con los cañones.
—¡Se dispone a dispararnos, capitán! —advirtió Hawthorne, al tiempo que Hayden retrocedía de un salto para dejar que la dotación cargase de nuevo la pieza.
—Hay que halar las escotas a popa, señor Barthe —voceó al piloto de derrota.
Éste, incapaz de soltar el timón, repitió la orden a Franks.
Un cañón francés abrió fuego, pero la bala fue a parar al mar. Después la fragata enemiga inició un fuego esporádico. La mayor parte de las balas, sin embargo, no alcanzaron su objetivo, aunque una pasó a través de la mesana, a unos cuatro metros sobre la cabeza de Hayden, y otra retumbó en medio del casco; Hayden confiaba en que lo hubiera hecho sobre la línea de flotación.
El hondo chirrido desigual de las balas de 18 libras proyectadas sobre el enemigo le provocó un escalofrío. No importaba lo familiarizado que estuviese uno: era un sonido horripilante que retumbaba en el pecho y parecía que el ruido se bastase para arrancar extremidades.
El fuego de la Themis era muy caótico, y hasta daba la impresión de carecer de propósito o disciplina, mientras los cabos de cañón intentaban apuntar alto al aparejo enemigo. El gemido de la palanqueta (un proyectil que constaba de dos bolas de hierro unidas por una barra) al hendir el aire desgarró la noche oceánica, aunque sólo unos pocos disparos alcanzaron al francés y ninguno con el efecto deseado. Las bengalas rojas seguían ardiendo en lo alto, aunque con menos fulgor ante el brillo lunar.
La desesperación empezaba a asomar entre las emociones encontradas de Hayden. Se sentía cada vez más como un hombre arrastrado al fondo del mar que se esforzara por mantener la cabeza en la superficie. Oyó a uno de los sirvientes de cañón murmurar «Por favor, Dios mío, te lo ruego», con un tono preñado del máximo desaliento.
La brigada que servía la pieza empujó a fondo la carronada y Hayden volvió a coger la mecha, preguntándose si Baldry no lo haría mejor que él. Cerró un ojo para mirar sobre el cañón, y comprendió que únicamente un golpe de suerte les permitiría derribar aquellas bengalas. Cuando el barco empezó a balancearse a babor, aguardó un segundo. Los cañones de la fragata francesa abrieron fuego cuando su propio balanceo se lo permitió, de modo que las balas enemigas empezaron a causar daños en el aparejo de la Themis. Hayden intentó pasarlo por alto, tratando de concentrarse en el movimiento de su propia embarcación. La intuición le dictó el instante en que aplicar la mecha, justo en el preciso momento en que otras dos piezas disparaban desde la Themis. Las bengalas rojas se inclinaron con fuerza adelante y atrás, se precipitaron al vacío y, a medio caer, la estructura quedó colgando hacia la popa.
Los hombres que había en el alcázar prorrumpieron en vítores.
—¡Hemos alcanzado la driza de proa! —informó Barthe.
La estructura colgaba sobre el vacío y las bengalas seguían encendidas. Apoyado por tres extremos, el armazón se zarandeaba con fuerza a merced del movimiento del navío. Desde la Themis se efectuaron más disparos, pero las bengalas perseveraron en su caótico vaivén.
Hayden observó hipnotizado, expectante, al tiempo que se preguntaba con cuánta rapidez los marineros franceses podrían asegurarla y armar una driza nueva. Las bengalas sufrieron una sacudida, toparon con una desdichada verga a la que sacudieron con fuerza, y luego trazaron una amplia parábola al precipitarse al vacío hasta dar contra la vela mayor. Antes de que la lona húmeda se prendiese fuego, la estructura se desplomó finalmente en cubierta.
Hubo más vítores, mientras Hayden se dirigía de inmediato a la rueda del timón.
—Señor Barthe, averigüe el alcance de los daños en nuestro aparejo, e intenten repararlo en la medida de lo posible para emprender la persecución del navío de setenta y cuatro cañones. Caeremos a sotavento cuando nos acerquemos, bracearemos las vergas y barreremos su popa.
Una indescriptible sensación de alivio se apoderó de Hayden, pues era como si hubiera apostado toda su fortuna en una mano repleta de cartas sin valor que, por alguna inexplicable razón, había resultado ganadora.
Barthe daba órdenes a voz en cuello, y los marineros ya estaban trepando por el aparejo para reparar los daños sufridos.
—¿Doy orden de encender las bengalas, capitán? —preguntó Archer con tono jubiloso y aliviado.
—De inmediato. —Hayden llamó con un gesto al timonel para que se hiciera cargo de la rueda—. ¿Ves el navío francés de dos puentes? —le preguntó.
—Sí, señor.
—Nuestra intención consiste en alcanzarlo por la aleta de estribor, caer a sotavento y barrerle la popa a unos treinta metros de distancia… A veinte, si logras acercarnos tanto.
—Me las apañaré, capitán.
—¡Señor Franks! ¡Quiero silencio de proa a popa!
—A sus órdenes.
—Bien hecho, capitán —aplaudió Hawthorne, con tal tono que Hayden imaginó la sonrisa de orgullo que había aflorado en el rostro del oficial.
—Esa era la parte fácil. ¿Alguna vez se ha enfrentado a un navío de setenta y cuatro cañones con piezas de dieciocho libras?
—Uy, no, pero recuerdo que en una ocasión me las vi con un cabo de artillería bastante recio que me ofendió en una taberna.
—¿Y qué sucedió?
—Nada digno de mención.
—Ya.
Un intenso resplandor iluminó las vergas y el aparejo con un tono rojizo oscuro similar al del vino. En ese momento, una fría racha de lluvia los alcanzó por popa, y aunque los oficiales dieron la espalda al temporal, Hayden notó perfectamente cómo los pesados goterones le azotaban los hombros y el agua helada se filtraba a través del capote encerado, empapando lentamente el abrigo de lana.
—¿Cree que la treta surtirá efecto? —preguntó en voz baja Hawthorne.
—Si alcanzamos al navío de setenta y cuatro cañones antes de que lo haga la fragata… Cuesta apreciar los daños que le hemos causado. —Hayden se volvió y, protegiéndose los ojos con la mano, intentó mirar a popa, pero la lluvia era una espesa cortina y caía con tal fuerza que se vio obligado a girarse de nuevo.
La fragata reducía la distancia que la separaba del barco de mayor porte, que había acortado vela en previsión del combate que iba a librar.
—Señor Archer —dijo al teniente en voz baja para que nadie más lo oyera—. Iré a proa y me dirigiré al barco en francés. Lo hago a usted responsable de que el timonel nos lleve a popa del enemigo.
—A la orden, capitán.
—¿Señor Barthe? ¿Todo listo para virar por redondo después?
—Los hombres están en sus puestos, capitán. El señor Franks ha recibido orden de mantener el silencio en cubierta.
—Estaré en el castillo de proa.
Se dirigió hacia la proa del barco por aquella cubierta sometida a un peculiar movimiento. La lluvia seguía tableteando contra la madera, y un golpe de viento le hinchó el capote como si fuera una vela. Justo cuando abandonaba el alcázar, se produjo una explosión a su derecha que lo hizo caer duramente sobre la cubierta resbaladiza, aunque enseguida se levantó, algo aturdido.
Pudo oír las maldiciones de sus hombres a medida que iban incorporándose.
—Malditos franceses —gruñó alguien.
—¿Respondemos al fuego, señor? —preguntó un cabo de cañón.
—Sólo si quiere usted matar ingleses. Esos eran cañones de doce libras.
Hayden se acercó al pasamano de estribor y voceó en francés:
—¡Cole, cabrón inglés! ¡Estás disparando a tus propios hermanos!
Esperaba que no le oyeran desde el barco francés al que perseguían, pero aun así sólo alcanzarían a distinguir que hablaba su lengua, no lo que decía.
Hubo dos disparos más, sucesivos, y luego la batería guardó silencio.
—¿Habrán caído en la cuenta de que somos nosotros, señor? —preguntó Madison.
—Esperemos que haya a bordo alguien capaz de entender el francés. —Hayden se dio la vuelta, recordando que hacía poco había amenazado a Cole con abrir fuego sobre su barco. Mientras se dirigía a proa, se preguntó si una segunda andanada alcanzaría en breve su buque. No sin cierto esfuerzo centró la atención en las bamboleantes luces del navío francés de dos puentes, que aparecían y desaparecían entre el velamen o la impenetrable cortina de lluvia. Era imposible calcular a qué distancia se encontraba el enemigo. El chaparrón remitía a veces un instante, momento en que la presa se antojaba más cerca, pero entonces el temporal arreciaba de nuevo y el barco se les escapaba.
—Señor Madison, cuando dé la orden quiero que corra usted a popa y ordene al timonel que ponga el timón a estribor. ¿Me ha entendido?
—Timón a estribor, señor.
—Eso es.
El barco se balanceó de tal modo que la lluvia y el agua de mar bañaron la cubierta, empapándole los tobillos y futrándose en sus botas. El viento entre las perchas y obenques soplaba desde su altura hacia arriba, y Hayden luego volvía a sentirlo pero con menor fuerza. La lluvia cruel que arrastraba el viento caía sobre el mar con un estruendo parecido al de un montón de cuentas de cristal sobre la grava. Este proceso duraba un rato, luego perdía fuelle, y finalmente volvía a arreciar. Alrededor del capitán los hombres alzaban los hombros o se encorvaban para dar la espalda al torrente de agua. Una pausa momentánea los alcanzó en ese instante, y Hayden estuvo a punto de dar un respingo al ver que el barco francés emergía de la negrura, imponente y formidable.
—¡Corra a dar la orden al timonel! —urgió Hayden a Madison, imponiendo su voz al estruendo de la lluvia.
La popa del navío francés de doble puente se alzaba apenas a veinticinco metros de distancia. Hayden pudo distinguir a los hombres reunidos en el coronamiento. Tal como estaba la noche, no sabía si lo oirían, pero haciendo bocina con las manos voceó en francés:
—¡Hay por aquí una fragata inglesa que no lleva luces!
Pero la treta no funcionó, al menos en esa ocasión, pues divisó a los oficiales señalando probablemente las portas, o el mascarón de proa. Uno de los cañones de popa abrió fuego, y la bala pasó sobre el aparejo sin causar daños.
—Listos para disparar —ordenó Hayden en inglés. Sintió que la Themis emprendía el pesado viraje a babor, con un mar del norte que la alzaba por popa en dirección opuesta. Se asió a la batayola para evitar resbalar por cubierta. Los alcanzó el oleaje del sudoeste, y una ola negra como la pez superó el pasamano y empapó tanto la carroñada como a la brigada que la servía.
La Themis inició la maniobra mientras el viento la empujaba al seno de un oleaje que la hacía tumbar a estribor. La popa del navío de línea francés se hallaba situada por el través, pero con semejante balanceo fue imposible orientar los cañones. Antes de que Hayden diese la voz, Barthe ordenó aventar escotas y el barco emprendió un lento vaivén en sentido contrario.
—¡Adrízate, adrízate! ¡Maldición! —masculló Hayden.
Barthe ordenó amollar totalmente la escota de mesana y entonces la vela flameó, tan fuerte que cualquier marinero que estuviese encaramado al aparejo, y al alcance de la vela, corrió peligro de verse vapuleado. No obstante, la maniobra permitió al timonel arrimar la proa un poco a estribor y, cuando el barco se recuperó del balanceo, el cabo de cañón situado más cerca de Hayden pudo aplicar la mecha. Sin embargo, no hubo explosión, pues la llave estaba demasiado húmeda para disparar. Algunos cañones en la cubierta principal y otros en el alcázar sí efectuaron disparos desiguales, cuyas balas alcanzaron la popa del francés.
Como se hallaban a tan corta distancia —veinticinco metros—, Hayden distinguió el ruido del hierro que arañaba la madera. La dotación francesa siguió disparando con los guardatimones, e incluso algunos hombres armados con mosquetes se alinearon a lo largo del coronamiento. Los infantes de marina de Hayden respondieron al fuego, pero la Themis no tardó en alejarse al tiempo que el barco enemigo maniobraba para apartarse de ella.
—Está virando a babor, señor —informó el cabo de cañón, detalle en el que Hayden acababa de reparar.
—Corre al alcázar y di al timonel que vire inmediatamente por redondo.
El hombre se alejó a la carrera.
—Abriremos fuego con la batería de babor, señor Madison —ordenó Hayden a Madison, que había vuelto procedente del alcázar y se le había acercado—. Baje a la cubierta principal e informe de ello al señor Wickham. —Seguidamente, llamó al contramaestre—: Señor Franks, abriremos fuego con la batería de babor cuando crucemos la popa del francés.
Barthe se encontraba en el portalón, ordenando halar las escotas de las velas de proa, con tal de ganar velocidad tras la virada, pues la mesana aún flameaba y no tardaría en dañarse si es que no lo había hecho ya, pero no podían cazarla en ese momento o les impediría virar a estribor.
El navío francés de dos puentes y la fragata inglesa viraron lentamente en direcciones opuestas. Los franceses lo hicieron a babor. La distancia entre ambos había aumentado un poco, pero seguían estando cerca.
—No estoy seguro de que podamos virar sin perder el botalón de foque —comentó el piloto de derrota, que llegó jadeante por el portalón, pues había calculado el lento viraje de la Themis y la corta distancia que separaba el botalón de la aleta de babor del barco francés.
—La alternativa consiste en encajar una andanada efectuada por dos puentes que artillen cañones de gran calibre —replicó Hayden, que estaba totalmente concentrado en el mismo problema que el piloto—. Yo arriesgaría el botalón de foque.
La fragata era mucho más ágil que el setenta y cuatro cañones, así que logró cobrar andadura tras la virada. Un disparo efectuado por una carroñada desde el alcázar enemigo pasó rozando la cabeza de Hayden y alcanzó la cubierta, entre ambos portalones. La fuerza de la bala en su trayectoria hizo perder el equilibrio a Hayden, que se aferró al pasamano. Entonces las rachas de lluvia prácticamente ocultaron por completo el barco francés.
—Si perdemos el botalón, señor Barthe, ¿lo seguirá el trinquete? —preguntó Madison, asustado.
—No con el viento a popa y las gavias aferradas… Al menos no lo creo probable.
—¡Una vela a estribor! —voceó alguien desde el combés—. ¡Se nos viene encima…!
Hayden estuvo a punto de caer por la velocidad a la que se volvió hacia allí. Una sombra surgió de la lluvia, y la proa sacudió tal masa de agua sobre el pasamano de la Themis que empapó a todos los hombres que servían, hipnotizados, los cañones.
—¡Timón a estribor! —gritó Hayden.
La fragata siguió virando, y el botalón estuvo a punto de rascar la madera del barco francés. A bordo de la embarcación fantasma que poco a poco cobraba forma salida de la negrura, los hombres vocearon… ¡en inglés!
—¡Es Cole, señor! —informó Barthe, volviéndose hacia Hayden muy asombrado.
A ambas fragatas inglesas las levantaba el mismo mar, y empezaron a cobrar velocidad. La Themis cayó a babor y la Syren mantuvo el rumbo. El navío francés se balanceó con parsimonia un instante, y mientras la Themis seguía virando lejos de él, Hayden observó que el botalón de foque de la Syren destrozaba el ventanal de popa del francés, para quebrarse después al dar contra la sólida cubierta con gran estrépito de madera astillada.
Los dos barcos quedaron trabados mientras el oleaje pasó bajo ambos y los alzó para a continuación separarlos en una nube de astillas y un estruendo desgarrador. El barco enemigo cayó inesperadamente a babor, y la Themis se libró de milagro de recibir una andanada.
—Sólo ha conservado parte de su proa, señor —señaló Barthe, sin aliento—. Me refiero al francés.
—Y la Syren se hunde.
Hayden recorrió la inestable cubierta en dirección a popa.
—¡Señor Archer! Hay que echar los botes al agua. Usted se quedará al mando del barco. Manténganos tan cerca como pueda de la Syren, pero lo bastante lejos para quedar a salvo de sus perchas si el mar la empuja hacia nosotros. —Hayden se agachó en el portalón y gritó hacia la cubierta principal—: ¡Necesito veinticuatro hombres para los botes, señor Wickham! No, que sean veintiocho; también me llevaré el chinchorro. Hay que rescatar a doscientos hombres, así que para remar embarcaremos la menos gente posible. Usted mandará el cúter. Madison se encargará del otro. Hobson la lancha. Childers el chinchorro. ¡Señor Hawthorne! Quiero a dos infantes armados por bote, y uno más para que acompañe a Childers. No podemos permitir que los náufragos nos vuelquen debido al pánico.
Echaron rápidamente los botes por el costado, se reunió a las dotaciones y los hombres descendieron con dificultad por la escala. Hayden ocupó su lugar en la embarcación de mayor calado, la falúa, y se puso al timón.
—¡Al agua los botes!
—¡Bogad, muchachos! —voceó Hayden para imponerse al gemido del viento—. ¡La Syren se hunde por la proa y no seguirá a flote mucho tiempo! Tenemos que arrebatar doscientos hombres a la condenada tormenta. Que se diga que nos partimos la espalda para no perder a nadie.
Los botes se deslizaron por el embravecido oleaje hacia la sombra de la Syren, que no distaba mucho pero se hallaba situada algo a barlovento. Seguía lloviendo con intensidad, y Hayden hacía lo posible por tomar bien las olas con el timón mientras la luna asomaba entre las nubes y arrojaba un frío y tenue resplandor sobre el mar oscuro. La Syren embarcaba agua por la proa. Vio que las velas flameaban cuando tumbó por el través empujada por el viento. Había perdido el gobierno y se iría a pique más rápido de lo que había supuesto.
—¡Santo Dios, señor! —juró uno de los remeros—. ¿Es el barco francés?
Hayden se volvió hacia popa. A la luz de la luna, el navío de dos puentes daba la impresión de estar sentado por la popa, pues su proa se alzaba de forma inverosímil y la jarcia trazaba un ángulo imposible. Había emprendido un lento balanceo a estribor y las hormigas que distinguía en el aparejo eran hombres que intentaban mantenerse sobre la superficie de aquel mar invernal. Por un instante, Hayden fue incapaz de apartar la mirada de aquella visión de pesadilla, absolutamente espeluznante. Luego volvió a concentrarse en la labor que tenía entre manos: rescatar a los paisanos de su padre, pero, a cambio de los pocos que pudiera salvar en los botes, los paisanos de su madre se hundirían en el fondo marino.
Les costó una eternidad alcanzar la fragata inglesa. Dado que Hayden se había ceñido a su intención de mantener bajo mínimos las dotaciones de los botes, con tal de disponer del mayor espacio posible para llevar a cuantos más náufragos mejor, a la hora de bogar a barlovento andaban faltos de gente a los remos. Al acercarse a la Syren se preguntó qué los aguardaría: una escena de pánico o de orden teñido de cierta desesperación. En su corta carrera en la Armada había presenciado ambas situaciones. Los buenos oficiales eran capaces de marcar la diferencia, de preservar tanto el orden como la vida. La Syren había perdido a su capitán y Cole constituía una incógnita. Si se topaba con una escena de pánico, Hayden se vería obligado a imponer la disciplina antes de que empezasen a embarcar a los náufragos. Llevaba un par de pistolas al cinto que confiaba en no tener que empuñar.
A medida que se aproximaban al navío inglés, reparó en que su proa apenas asomaba sobre la superficie y que la popa estaba elevada. Los hombres estaban embarcando en los botes desde un punto situado en el pasamano y alguien daba órdenes. Le pareció que no había indicios de desorden o motín.
—¡Capitán Cole! —voceó Hayden—. ¡Hemos acudido con todos nuestros botes! Tenemos que sacarlos de ahí, señor.
—¡Que Dios lo bendiga, Hayden! —respondió el otro, emocionado—. No cabe mucha más gente en los nuestros.
—Que sus botes se aparten y boguen hacia la Themis. —Hayden miró en torno y, en un instante de desesperación, fue incapaz de localizar su propia fragata. Sin embargo, ahí estaba, un nebuloso fulgor que las bengalas teñían de rojo. Archer había virado y navegaba de bolina proa a la Syren, a pesar de lo cual al capitán le preocupó reparar en lo lejos que estaba.
Los botes de la Syren, muy cargados para aquella mar y las condiciones atmosféricas reinantes, se apartaron de la cubierta de la fragata, momento en que Hayden ordenó abarloar a sus propias embarcaciones auxiliares. Cole se inclinó sobre el pasamano; apuntaba con una pistola al cielo.
—Señor Hayden —dijo en tono confidencial—. No estoy seguro de que aquí arriba podamos mantener el orden. Este barco no seguirá a flote mucho tiempo.
—Entonces permítanos embarcar a su gente para transbordarlos a la Themis. —Se volvió hacia su teniente de infantería de marina—: Acompáñeme, señor Hawthorne, si es tan amable, y hágase acompañar por un soldado de cada embarcación.
Hayden subió por el costado, seguido por una estela de casacas rojas.
—Dispongo de veinte infantes armados, capitán Cole —mintió en voz alta—, aunque ya veo que no vamos a necesitarlos. —Cole parecía inseguro y asustado, pero Hayden no tenía tiempo de animarlo—. ¿Quedan a bordo enfermos o pajes? —preguntó a la dotación. Para su sorpresa, entre la confusa multitud se abrieron paso algunos niños y hombres. Hayden ordenó que embarcaran en los botes, proceso en el que fue necesario ayudar a algunos heridos. Si hubiera llamado a los demás a embarcar, se habrían atropellado y muchos habrían resultado lastimados, o incluso ahogados. Además, los botes no podían llevar a tanta gente.
Notó que los hombres luchaban contra el miedo, pero no eran débiles. Se acercó al pasamano para cerciorarse de que los botes no podían embarcar a nadie más.
—Que los mejores remeros se hagan cargo de los remos de respeto —ordenó—. ¡Bogad como si vuestra vida dependiera de ello!
—Capitán Hayden, ¿usted no los acompaña? —preguntó Cole, sorprendido.
—No por ahora —respondió Hayden lo bastante alto para que todos pudieran oírlo—. Los demás embarcaremos cuando se abarloen de nuevo los botes a la vuelta.
El barco no sufrió sacudidas violentas, ni pareció alzarse o caer con el embate del oleaje. El único movimiento que parecía apreciarse era un leve hundimiento hacia el fondo de aquel mar invernal. Los hombres y oficiales que quedaron a bordo apenas cruzaron palabra, aunque varios observaban cómo el nivel del agua ascendía por proa en dirección a popa. Las olas, cada vez más altas, rompían con fuerza contra los tablones. Finalmente, una de ellas superó el castillo de proa y bañó la cubierta principal por el amplio hueco que formaba el combés. Las olas que la siguieron imitaron su ejemplo y poco después se toparon con gran estrépito. Incluso Hayden observaba atento lo que sucedía con una creciente sensación de horror.
Se volvió hacia el mar, preguntándose si los primeros botes habrían alcanzado la Themis y cuánto tardarían en volver. Incluso un nadador experimentado perecería en esa mar antes de que dieran con él, teniendo en cuenta lo oscura que era la noche y que la temperatura del agua restaba el calor al cuerpo humano en apenas unos instantes. Si se veían obligados a nadar estarían perdidos.
Se volvió de nuevo hacia el lugar donde se había reunido la dotación. Los hombres murmuraban, mientras iban ascendiendo hacia el coronamiento como un ciempiés.
—Cole, tendríamos que ordenar a los hombres que se encaramasen a la mesana —sugirió tras acercarse al capitán en funciones.
Cole asintió.
—¿Regresarán los botes a tiempo? —preguntó inclinándose más hacia su interlocutor.
—Mantengamos el ánimo, por el bien de los hombres —respondió Hayden con tono confiado, a pesar de que aquella situación se le antojaba un sueño tétrico, con la tripulación reunida en silencio a bordo de un barco que se iba a pique, y aquel oscuro oleaje que los mecía con fuerza. Sintió que se mareaba y se preguntó si despertaría de la pesadilla.
Cole encaró a los marineros y dijo con un tono que apenas dejó traslucir su temor:
—Vamos a encaramarnos al palo de mesana de modo ordenado. No hay necesidad de hacerlo atropelladamente. Laughlin, que los doce hombres más próximos a ti te acompañen. Encaramaos a las vergas y haced todo el sitio que podáis a los otros.
Hayden, tratando de calcular el número de hombres (aunque contar en la oscuridad era imposible), supuso que serían unos sesenta, aparte de casi una docena de oficiales de guerra y cargo; en total, más gente de la que esperaba. Los hombres empezaron a subir, y le impresionó el temple de que hicieron gala cuando se reunieron en los obenques de ambos costados del alcázar para subir con rapidez, pero sin empujones ni codazos. Hayden se dijo que Bradley había disfrutado de una tripulación de gran calidad.
Cole y Hayden fueron los últimos en encaramarse, ambos con una linterna a cuestas, de modo que tuvieron que apañárselas con una mano. Antes de subir al obenque alzaron una cajita con la documentación de a bordo que fue pasando de manos, y también el carpintero tuvo la previsión necesaria para llevar consigo hachas por si había que cortar las vergas, de modo que los hombres tuvieran algo a que aferrarse mientras muriesen de frío.
A la escasa luz de la luna y del irregular y opaco punto de luz que proyectaban las hollinientas linternas, Hayden alcanzó a ver cómo la cubierta se contraía bajo ellos. También dibujó un ángulo más pronunciado, lo que obligó a los hombres a aferrarse al palo oblicuo. Los marineros no dijeron una palabra, pero se agarraron al aparejo, y también unos a otros, y los más fuertes ayudaron a los débiles, a quienes ponían a salvo cada vez que éstos resbalaban o no podían seguir aferrados. Cole miró a Hayden apretando los labios en una tensa línea.
—Señor… —dijo uno de los hombres—. ¿Eso es un barco?
La pregunta provocó un emocionado murmullo general.
Hayden subió al siguiente flechaste para mirar por encima del marinero que le obstaculizaba el campo visual. Allí, a la luz de la luna, distinguió un casco oscuro y las velas recortadas por el resplandor lunar que se abría paso a través de las nubes. Los fanales de popa relucían inconfundibles.
—Es la fragata francesa —dijo otro, lo que confirmó la sospecha de Hayden.
Los hombres empezaron a rebullir como si quisieran protegerse del fuego de mosquete o de los cañones largos, pero Cole y Hayden impusieron la voz para asegurarles que el capitán francés no abriría fuego. Hayden se dijo que no iba a malgastar munición contra quienes no tardarían en perecer.
Distinguió a los hombres situados en el pasamano cuando el barco se deslizó espectral por su lado: hombres silenciosos, que los contemplaban con horror y fascinación. ¿Quién habría visto algo semejante? Seis docenas de hombres aferrados al aparejo de un palo que daba la impresión de surgir del mar y que se hundía imparable hacia el fondo.
—¿No van a salvarnos? —preguntó alguien, quejumbroso.
—No —respondió un marinero veterano, y en su tono pudo apreciarse la pena unida a la resignación—. Antes tienen que ocuparse de los suyos, que son muchos más.
Empezó a oírse el burbujeo del agua que causa un barco al hundirse. Tan sólo los tres metros que había desde el coronamiento de popa permanecían secos, pues el pie del palo de mesana se había sumergido ya. El barco empezó a abismarse más deprisa, y el aire abandonó el casco en forma de burbuja. Los hombres se estiraron cuanto pudieron, pero ninguno cayó puesto que todos siguieron cuidando de sus compañeros. Hayden se sintió muy orgulloso de ellos al ver que se mantenían unidos por desesperadas que fueran las circunstancias. La mayoría no sabía nadar.
—¿Quién tiene las hachas? —preguntó Hayden—. Preparaos para cortar la verga. No quiero que le caiga encima a nadie, así que atentos a mi orden.
Miró en dirección a las oscuras aguas azotadas por el oleaje. El pasamano se había sumergido ya y el agua se acercaba a la defensa. Como el resto de los hombres, escudriñaba el mar en dirección a la Themis, pero no veía ni rastro de los botes.
Los hombres se habían encaramado de tal modo que estaban sentados a horcajadas en la verga, o sobre el tope o en el mastelerillo de perico, que no estaba aferrado. Hayden y Cole eran quienes se hallaban situados más abajo, en los flechastes que había al pie de la verga. Dos hombres con hachas de mano, a horcajadas en el palo que había sobre ellos, miraban con inquietud el agua que subía en dirección a Hayden. El oleaje los bañaba constantemente y daba la impresión de que el nivel del agua había ganado casi dos metros.
—Dios mío, ahora sí estamos hundiéndonos deprisa —le susurró Cole.
—¿Sabe nadar? —preguntó Hayden tras acercarse a él cuanto pudo.
—Un poco —respondió el otro tras un leve titubeo.
—Tendremos que apartarnos de la verga para que puedan cortarla. Pase la lámpara a sus hombres.
Ambas lámparas fueron de mano en mano hacia arriba, y Hayden y Cole se encaramaron a los demás a fin de aferrarse al tope de mesana.
—¡Cuando la verga esté a flote no podrá sustentaros a todos si intentáis subiros a ella! —dijo Hayden—. Permaneced en el agua y limitaos a pasarle los brazos por encima. —El agua le mojó los pies, y antes incluso de que se le filtrara por las botas sintió a través del cuero su frialdad, tanto que empezaron a dolerle los pies—. Cortad las drizas —ordenó a los hombres armados con hachas— y desembarazadas de los motones para que dispongamos de cabo de sobra.
Las hachas se emplearon con denuedo en la labor.
Los escasos hachazos necesarios para cortar el cabo terminaron en el preciso instante en que el agua alcanzó la verga, de modo que la percha, con todo su aparejo, cayó de golpe algo menos de un metro, pero arrojó a todos los hombres al gélido mar. Una ola rompió sobre el último en aferrarse al palo que se hundía, y Hayden se vio arrastrado de su precario asidero y arrojado al agua. El frío le penetró la piel como un cuchillo que le cortase las extremidades, y acusó fuertes calambres en los músculos. Salió a la superficie jadeando, miró en torno y vio a un niño a horcajadas en la verga que mantenía un precario equilibrio con una lámpara en alto, única esperanza de ser descubiertos, su única salvación. Tras sacar del agua por el pescuezo a un marinero que agitaba los brazos en el aire, Hayden dio unas brazadas hasta llegar a la verga junto a los demás, que se aferraban a ella.
Dejó jadeando al hombre al que había rescatado, y se alejó de nuevo a nado al oír gritos de auxilio. Una ola lo levantó al llegar junto a un marinero que tiró de él hacia abajo. Cuando ganó de nuevo la superficie, se situó de espaldas al náufrago, lo asió con fuerza y lo arrastró nadando de espaldas hasta la verga. Al llegar estaba exhausto, tanto que apenas era capaz de agarrarse al palo cuando otra ola los levantó.
—¡Vocead! —ordenó—. Todos a una o nunca nos oirán. ¡Aquí! —gritó—. ¡Aquí!
Los demás sumaron sus voces a la del capitán en funciones de la Themis.
—¡Aquí! —vocearon a pesar de que tenían los labios tan helados que no les restaba fuerza para pronunciar otra palabra—. ¡Aquí!
Una ola rompió sobre ellos, arrastrando a Hayden a las frías aguas. Sin embargo, logró mantenerse pegado a la verga. Cuando emergió de nuevo, ya no vio a nadie a su lado, tampoco al niño que había sostenido la linterna.
—¡Vocead o estamos perdidos! —insistió Hayden—. ¡¡¡Aquí!!!
En esta ocasión, pocas fueron las voces que se sumaron a la suya, y las que lo hicieron carecían de la energía de antes.
Por suerte, encontró los guardamancebos, esos cabos que siguen el recorrido de la verga y al que se sujetan los marineros con los pies. Eso le permitió mantenerse a flote con mayor facilidad, aunque las piernas enseguida le temblaron debido al esfuerzo que suponía sostener su peso, incluso en el mar.
Los hombres empezaron a desaparecer como arrastrados por el viento o alguna corriente marina. El que estaba situado más cerca de Hayden se hundió con un jadeo. Sumergiendo el brazo, llegó a tantear la manga del marinero, pero tenía los dedos tan agarrotados que no pudo apresarlo. Lo último que sintió fue la mano del náufrago tocarle la suya, incapaz también de cerrarla.
A Hayden se le hacía cada vez más difícil mantener la cabeza a flote, pues los músculos del cuello ya no respondían a su voluntad. Apoyó la sien en el brazo que rodeaba la verga. Sintió arcadas. El frío penetró en sus intestinos. Nadie voceaba ya. La luna se había librado de las nubes y proyectaba su helado fulgor en aquel océano espejado de olas irregulares coronadas por su resplandor. Unas pocas estrellas, dispersas entre el celaje, brillaban en el firmamento. Hayden comprendió que no aguantaría diez minutos más y se acordó de cuando su padre naufragara muchos años atrás, durante un invierno, en el Atlántico. A menudo soñaba con él hundiéndose en el abismo, dormido hasta que el mar devolviera a los muertos. Hayden no tardaría en iniciar ese lento descenso, no tardaría en hundirse como una hoja para reunirse con su padre.
—¿Señor?
Hayden, que había cerrado los ojos, logró abrirlos. Un crío, con los labios morados y los ojos hundidos, le tiraba del hombro de la casaca.
—Señor.
—¿Qué?
—Me ha parecido oír gritos.
—¿Dónde?
—No lo sé, señor.
Hayden intentó pensar con claridad.
—A ver si podemos subirte a la verga. ¿Podrás hacerlo?
—No lo creo, señor.
—Te ayudaré. Flexiona la pierna y yo pondré la mano bajo tu rodilla para que ganes impulso.
El muchacho obedeció, pero, cuando apoyó el peso del cuerpo en la mano de Hayden, éste estuvo a punto de hundirse sin remedio, pues no le quedaban fuerzas para sostenerlo. El océano lo había debilitado.
—Lo siento, señor.
—No es culpa tuya. Escúchame. Estoy de pie sobre el guardamancebo. Me agacharé bajo el agua para que te encarames a mi espalda. Subirás por ella y pondrás el pie en la verga. ¿Entendido?
—¿Está seguro, señor?
—Es el único modo. ¿Preparado?
El muchacho asintió y Hayden hundió la cabeza aferrado a la verga con las muñecas, pues ya no podía ni cerrar los dedos. Sintió un rodillazo en la sien, algo que le pasaba por encima y la presión de un pie pequeño en el hombro, lo cual estuvo a punto de enviarlo al fondo. Soportó el peso un largo instante, y justo cuando estaba a punto de ceder, notó un último tirón y el pie desapareció. Hayden flotó a la superficie, y cuando estaba a punto de alejarse de lo único a lo que podía aferrarse, el niño le cogió el brazo y lo ayudó a pasarlo sobre la verga.
—Y ahora vocea —ordenó Hayden, jadeando.
—¡Aquí! —gritó el pequeño sin fuerzas—. ¡Eh, los de la Themis!
Pero nadie podía oírlo debido al estruendo de la tormenta. Hayden se desesperó.
—¡Aquí! —voceó alzando un poco más la voz—. ¡Theeemis!
El viento respondió con una racha y los bañó la espuma arrancada de la superficie del oleaje.
—¿Lo ha oído, señor? ¿Se… ñor?
—No —creyó responder Hayden, aunque no estaba muy seguro. Tenía la sensación de estar quedándose dormido.
—Aguante, señor. ¡Aquí!
El mar ya no estaba helado, sino todo lo contrario: cálido y acogedor. Qué fácilmente podía abandonar aquella vida por el dulce y atrayente sueño: Henrietta lo abrazaba, su padre susurraba su nombre en un feliz despertar, en una mezcla de recuerdos y emociones. Luego estaban las voces… ¿qué decían?
Lo levantaron con fuerza y lo depositaron sobre una superficie dura. Siguió oyéndolas, pero no había modo de entender las palabras.
—¿Está vivo? ¡Señor Wickham! ¿Está vivo? —dijo entonces alguien.
Recuperó la conciencia con la sensación de que algo lo mantenía tumbado, como una capa de cálida nieve. Por un instante permaneció inmóvil, indeciso, temeroso de abrir los ojos. Pero se atrevió al fin. Un fulgor rojizo iluminó un pequeño círculo, y en su interior, apenas a un metro de él, vio a alguien encorvado en un taburete.
—¿Wickham? —preguntó con voz dura y ronca.
—¡Capitán Hayden! —El joven se puso en pie de un brinco—. Cuando dejó de temblar creí que o bien se había recuperado, o bien… —Pero no acabó la frase.
—¿Qué demonios me han metido en el coy? —preguntó, incapaz de moverse bajo el peso—. ¿Qué me mantiene atado al colchón?
—Lo hemos cubierto con todas las mantas de que disponen los oficiales, o casi todas. Y Jefferies puso a calentar en los fogones balas de nueve libras que dispusimos alrededor de usted. Fue idea de Gould. Los señores Barthe y Franks armaron un aparejo para acarrearlas, de modo que cuando se enfriaban íbamos cambiándolas por otras recién calentadas. ¡Y aquí está usted, señor! ¡Con vida!
Hayden pensó que el muchacho iba a echarse a llorar. Su mente era una confusa maraña de imágenes.
—Había otras personas…
—¿De la Syren, capitán? Salvamos la vida de todos los que llegaron a los botes, a excepción de los que hallamos flotando cerca de usted, capitán. Mantuvimos aparte a cuantos embarcaron en las embarcaciones auxiliares, para evitar que se contagiaran, y los repartimos entre los demás barcos del convoy.
—¿Y Cole?
—No pudimos dar con él, señor —respondió el joven, bajando la voz.
—¿Y los franceses?
—No hemos vuelto a avistarlos desde que su navío de línea cayó a sotavento.
—¿Cuánto tiempo llevo… durmiendo?
—No sé si realmente estuvo durmiendo, capitán. Lo que sí estuvo es murmurando y diciendo incoherencias, y también abrió los ojos. Se hallaba sumido en una especie de delirio, pero sin fiebre. En realidad, parecía todo lo contrario, porque era como si le hubieran succionado hasta el aliento.
—¿Cuánto tiempo?
—Casi un día entero, señor. —Wickham se alegró visiblemente—. Debo comunicar a los señores Barthe y Hawthorne que se halla usted despierto. Ambos estaban muy preocupados, tanto que con cada toque de campana entraban en su cabina para comprobar su estado.
—¿Y los enfermos? ¿Cómo se encuentra Griffiths?
Wickham miró hacia otro lado y negó con la cabeza.
—Hemos perdido más gente, señor. El doctor aún está con nosotros, pero… muy enfermo, señor. —Ambos guardaron silencio—. Debo informar al señor Hawthorne de que está usted bien, capitán —habló al fin el joven—. Ahora, si me disculpa…
Antes de que Wickham llegase a la puerta, Hayden ya se había sumido en el sueño, en el cálido abrazo de una mujer.
Hayden padecía un cansancio que no remitía. Descubrió que no podía mantenerse en pie durante mucho tiempo y que necesitaba dormir tras pasar un rato levantado, por breve que fuera ese intervalo. Aunque siguió fielmente la dieta que le había puesto Ariss, recuperaba fuerzas muy poco a poco.
Archer y Barthe estaban perfectamente capacitados para gobernar la Themis, pero había un convoy entero que requería de la dirección de un único comandante capaz de tomar las decisiones adecuadas, y Hayden no podía distraerse un instante si quería escoltar a los transportes hasta que éstos lograsen fondear a salvo en Gibraltar.
Por este motivo subía a cubierta siempre que se sentía capaz, momento que aprovechaba para visitar el camarote destinado a la cuarentena. A pesar de lo mucho que lo alteraban aquellas visitas, no podía mantenerse lejos de ese lugar. Cada vez que preguntaba por la salud del doctor recibía a un mismo tiempo respuestas expresadas en términos esperanzadores, pero formuladas por gente cuya expresión decía todo lo contrario.
En una de sus rondas, se cruzó con el señor Gould, a quien encontró sentado a una mesa en popa. Puesto que Ariss, Gould y Smosh necesitaban tomar aire fresco de vez en cuando para descansar de su labor, les habían reservado en exclusiva las mesas correspondientes a los ranchos de popa y estribor. En realidad no resultaba necesario insistir mucho para que la dotación mantuviera las distancias.
Halló pues a Gould sentado a la mesa, aunque «desplomado» hubiera sido un término más exacto. Delante de él, a una docena de pasos, se había congregado un grupo de marineros.
—¿Quiere un poco más, señor Gould? —preguntó uno de los hombres.
Gould negó con la cabeza. Hayden tan sólo podía verle la espalda porque el joven estaba encorvado sobre el plato.
—El señor Jefferies pudo guardar un poco de queso —comentó otro—. ¿Quiere que le traiga un par de lonchas?
El joven asintió ante aquella propuesta, y el marinero se alejó a paso vivo. Al reparar en la presencia del capitán, los hombres lo saludaron llevándose los nudillos a la frente.
—¿Cómo se encuentra, señor Gould? No, por favor, no se levante. Aproveche para comer tranquilo. Sabe Dios que no tardará en volver ahí dentro.
—Estoy bien, señor —respondió el joven, que se apresuró a masticar y tragar para poder responder a su capitán.
En ese momento regresó el marinero con el queso servido en bandeja de madera y, alargando los brazos cuanto pudo, lo dejó sobre la mesa, antes de recular hasta donde se encontraban los demás marineros que atendían las necesidades del guardiamarina.
—Veo que está en buenas manos —comentó Hayden.
—Sí, señor. La verdad es que los hombres son muy amables conmigo, capitán.
—Ya lo veo, pero no es más que lo que usted merece. Siga con lo suyo.
Hayden se alejó, embargado por un alivio que no sentía hacía días. Los marineros perdonan a un oficial valiente muchas ofensas y limitaciones, como había podido comprobar en más de una ocasión, más de las que podía recordar. No había nada que los hombres temiesen más que una enfermedad contagiosa, a excepción quizá de la septicemia. Ayudar al señor Ariss en el camarote para la cuarentena sin duda le había granjeado a Gould la admiración y el aprecio de los marineros veteranos, ejemplo que los demás marineros seguirían. Gould no tendría problemas con la marinería durante mucho tiempo, lo cual no podía complacer más a Hayden. Y tanto que lo complacía.