Capítulo 9

Smosh, que en sus mejores momentos era una figura algo cómica, sorprendió a Hayden al presentarse ataviado con sus vestiduras, la viva imagen de la sobriedad. Por contra, Gould parecía nervioso, incluso cohibido, y su uniforme, de excelente calidad, se veía tan nuevo que daba la impresión de ser un miembro de la familia real; entre la concurrencia, parecía fuera de lugar.

Los hombres tomaron asiento en los taburetes en torno a las mesas, vueltos todos hacia el lugar desde el cual el clérigo se disponía a hablarles. Un grupo se había sentado en el suelo ante él, y a un lado los oficiales de guerra y de cargo ocupaban las sillas.

Quien quiera hallar una congregación de pecadores recalcitrantes no tiene que buscar más allá de la dotación de un barco de guerra. Sin embargo, una vez improvisado el templo, los hombres se convirtieron en el grupo de pecadores más atento y complaciente que quepa desear. Vestían sus mejores galas y allí sentados parecían escolares obedientes, dispuestos a escuchar un sermón relativo a alguno de sus queridos vicios. Cualquiera los habría tomado por los fieles más devotos del mundo, y no por la tribu de impenitentes que eran en realidad. Aquel día, a pesar de la solemnidad reinante, sus rostros curtidos a la intemperie traslucían preocupación. Hayden jamás había visto tanta expresión de tormento, ni siquiera en un barco a punto de entrar en combate.

Smosh carraspeó a la espera de acallar los murmullos de rigor, haciendo gala de una gran paciencia.

—Oh, Señor Todopoderoso, por tu voluntad soplan los vientos —empezó el clérigo, momento en que Hayden se volvió hacia Hawthorne, cuya cara de sorpresa rivalizaba con la del capitán en funciones—. Tú que levantas las olas del mar y que después apaciguas su ira…

Hayden había dado por sentado que Smosh pronunciaría una plegaria para los enfermos, lo cual hubiese sido muy apropiado dada la situación que vivían. Sin embargo, había optado por una oración conocida por todos los marineros, ya que solía recitarse en medio de un mar azotado por la tempestad.

—Nosotros, tus hijos, no somos más que míseros pecadores, y en estas circunstancias acudimos a Ti para rogar que nos ayudes: sálvanos, Señor, porque de lo contrario moriremos —prosiguió el religioso, cuya agradable voz reverberaba en la improvisada capilla—. Confesamos que, una vez a salvo, cuando todo se ha calmado alrededor, nos hemos olvidado de Ti, Nuestro Señor, y negado a escuchar la Palabra, así como a obedecer tus mandamientos: pero ahora vemos cuan terrible eres en todas las maravillas que obras, un gran Dios a quien temer por encima de todas las cosas. Por tanto, veneramos tu divina majestad, reconocemos tu poder e imploramos tu merced. Ayúdanos, Señor. Líbranos del mal y muéstranos tu piedad como hiciste con Jesucristo, tu hijo. Amén.

—Amén —repitieron como un eco los miserables pecadores con todo el sentimiento de que fueron capaces.

—En este preciso instante mora un gran mal en nuestro barco: una pestilencia que ha alcanzado a nuestros amigos y se ha extendido entre nosotros. Algunos aseguran que es éste el juicio divino, pero yo no creo que nuestro Dios misericordioso nos haya enviado un contagio a modo de castigo. Es un gran mal y, por tanto, no proviene de Él.

En ese momento, un agitado Archer hizo acto de presencia. Miró en derredor a la escasa luz de la linterna, reparó en Hayden y, pasando por detrás de Smosh, se acercó al capitán.

—McIntosh ha traído las medicinas, señor, pero ha solicitado hablar con usted. Asegura que se trata de un asunto de extrema urgencia.

Smosh se había interrumpido al aparecer Archer. Inclinando levemente la cabeza en dirección a Hayden, continuó. En un santiamén, el capitán se levantó de la silla y subió a la cubierta principal para, de allí, pasar al alcázar, no sin antes recoger el capote.

El viento gimió en la obencadura, el barco tumbó de costado, empapada la cubierta de un agua oscura que chapoteaba con el vaivén, antes de amontonarse en los imbornales que la expulsarían del barco.

McIntosh lo esperaba en el pasamano de la goleta, encorvado y dándole la espalda al viento, con el ala de un sombrero flameándole en la cara.

—¡Señor, justo cuando me despedía del capitán Cole, su vigía avistó un barco al nordeste! —gritó haciendo bocina con las manos—. Cree que se trata de una fragata, y dice que quizá haya otra más allá. Pero, en cuanto la vio, desapareció de nuevo engullida por la negrura, capitán.

Hayden profirió un juramento.

—¿Distinguió su pabellón? —preguntó.

—No, señor —repuso McIntosh encogiéndose de hombros.

—La presencia de esos barcos podría explicar la desaparición del mercante —opinó Archer.

Un golpe de viento hinchó el capote encerado de Hayden, y la lluvia cayó sobre el alcázar con tal fuerza que por un instante nadie dijo nada. Cuando el viento remitió, y con él la lluvia, Hayden dijo:

—No creo que puedan verse las señales en esta oscuridad, McIntosh. Advierta a los demás miembros de la escolta que deben poner los barcos en ordenanza y prepararse para pitar a zafarrancho. Voy a cambiar mi posición con Stewart.

McIntosh, a quien Hayden había llegado a considerar un marino capacitado, repitió las órdenes dadas y mandó a la dotación para halar las escotas. Hayden, sin esperar verlo marchar, se volvió hacia Archer:

—Me temo que habrá que interrumpir las oraciones del señor Smosh. Llame a la gente a cubierta. Vamos a poner el barco en ordenanza, a excepción de mi camarote, que de momento puede seguir como está. Bracearemos las vergas y halaremos escotas, viraremos por redondo y, si no nos dejamos parte del aparejo en el empeño, intercambiaremos posiciones con la Cloud. Dios sabe cómo llegará Stewart hasta aquí. —Archer ya se alejaba, cuando a Hayden se le ocurrió una última cosa—: Ah, y avise al señor Wickham. Pídale que traiga su catalejo nocturno.

—A la orden, señor.

Un instante después de que Archer desapareciera por la escala de toldilla, los hombres subieron en tropel a cubierta, sin que Hayden apreciase en ellos un cambio visible en sus pecadores rostros; si acaso, parecían muy contentos por haberse librado de los sermones de Smosh. Se repartieron por el barco y ocuparon sus puestos.

Barthe asomó resoplando por la escala, seguido por Archer y Wickham.

—¿Dónde está Saint-Denis? —preguntó Hayden, tan molesto que no se preocupó en disimularlo.

—Acabo de enterarme de que el doctor lo ha enviado a la enfermería, capitán —respondió Archer.

—¿A la enfermería o al camarote para la cuarentena?

—Discúlpeme, señor, quería decir al camarote para la cuarentena, sí. Ha obedecido a regañadientes.

—Vaya. —Hayden se preguntó si aquella mala suerte tendría fin. Disponía de pocos oficiales, y a pesar de perder a Saint-Denis, que era el que menos apreciaba, era consciente de que tanto Wickham como Archer sufrirían las consecuencias, por no hablar de sí mismo—. Bueno, señor Archer, enhorabuena: por lo visto es usted primer teniente en funciones. Amolle escotas y brazas y llévenos a través del convoy. Nos situaremos en el lugar que ocupa la Cloud.

—Sí, señor. —Archer se volvió hacia Barthe y repitió las órdenes recibidas.

Hayden hizo un gesto a Wickham para que se le acercara y así pudieran hablar sin ser oídos.

—Señor Wickham, eche usted un vistazo al nordeste.

El joven asintió.

—Los hombres comentan que el vigía de Cole afirma haber avistado una fragata. ¿Es cierto, señor?

—Eso es justo lo que espero que me confirme usted.

Wickham se dirigió al pasamano, asentó bien pies y brazos y encaró el catalejo hacia el norte, pero apenas tardó un instante en apartarlo. Se volvió hacia Hayden, molesto.

—Las lentes se han oscurecido por completo, señor. Dentro del cilindro.

—Cosas que pasan —replicó Hayden—. Tendrá que apañárselas sin catalejo.

Una maniobra pasable con poca lona le infundió esperanzas de que algún día lograría hacer de aquellos hombres una dotación excelente, aunque sería otro capitán quien lo disfrutase. Aquel malhadado día de noviembre tocaba a su fin mientras se abrían paso entre los barcos del convoy, y dio gracias por la escasa luz que se filtraba a través de la capa de nubes.

La Themis ocupó su posición a sotavento del convoy, cerca de los transportes que cerraban la marcha. La Syren no se hallaba muy lejos, y a Hayden le pareció distinguir al capitán en funciones, Cole, de pie junto al obenque de mesana.

—¿No hay rastro de las fragatas? —preguntó a Wickham.

—No, señor.

—En ese caso voy a retirarme un rato.

Se dirigió aterido a su camarote, de cuyo interior no podía decirse que resultase cálido, pero al menos sí seco y a resguardo del viento. Mandó al sirviente que le preparara café, y contempló un instante el montón de papeles que requerían de su atención, todos ordenados en una bandeja de roble blanco. Poco tardó en desviar la atención del trabajo pendiente y sentarse en el banco del ventanal de popa, con los pies separados para compensar el fuerte balanceo de un barco cuya situación no parecía mejorar, sino empeorar a diario. Las fragatas que había a sotavento casi seguro que no eran inglesas, pues, dada la cercanía de la costa francesa, debían de pertenecer al enemigo. Si los hombres enfermaban en proporción similar al Agnus tendría un problema adicional que solucionar en caso de que fuese necesario enfrentarse a los franceses, y casi con toda seguridad se vería obligado a jugar de farol, lo cual únicamente surtiría efecto si aquéllos acudían en igual número. Los barcos disfrazados de buques de guerra de McIntosh contribuirían a su causa si se daba esa situación. Pero Hayden temía que con el cielo despejado y buena luz el fraude fuese desenmascarado por un enemigo atento, motivo más que sobrado para no desear que la tormenta amainase.

Llegó el café y, para sorpresa de Hayden, también apareció el doctor. Griffiths, que no sólo tenía el cabello cano a pesar de no ser un hombre mayor, sino que además, al menos en aspecto, se hallaba prematuramente avejentado, aquel día parecía más víctima del paso del tiempo que nunca. Arrastraba consigo un halo insalubre, como si la proximidad de los enfermos y los heridos hubiese afectado a su salud. Estaba muy pálido y tenía la piel seca y flácida, los ojos enrojecidos. Una postura encorvada y un cuerpo esquelético nunca eran propios de alguien saludable, y el pañuelo empapado en vinagre que llevaba atado sobre la boca le confería un aire derrengado, si no vencido.

A punto de coger la taza, Hayden se quedó inmóvil.

—Doctor, lamento que deba enfrentarse usted a una prueba tan dura. ¿Le apetece un café?

—No se me acerque —pidió Griffiths, extendiendo el brazo y abriendo la mano. Se apartó la tela de los labios, y cerró un instante los ojos al tiempo que tanto el cuerpo como el rostro se le contraían en una mueca. Al cabo de unos segundos logró recobrarse, y entonces dijo con voz firme, forzada—: Lamentándolo mucho, debo informarle que me he contagiado.