Capítulo 8

El ambiente tenso que se respiraba en la cámara de oficiales hizo pensar a Hayden en una soga al estrecharse. Casi creía oír el prolongado crujido. Tanto la tradición como la etiqueta exigían dispensar a los invitados todas las cortesías posibles, pero los allí presentes (al menos uno de ellos) habían hollado todas las convenciones respetadas y defendidas por los marineros.

Hayden creía que Worthing debía de estar muy complacido con el cariz actual de los acontecimientos. En eso Griffiths se hallaba en lo cierto: el reverendo doctor encontraba una satisfacción perversa en crear conflictos y agravios dondequiera que fuera. El hecho de haber logrado poca cosa en la vida se traducía en un resentimiento general contra cualquier ser humano. ¿Por qué los demás no se mostraban capaces de reconocer su superioridad natural? ¿Por qué esos insensatos cantaban las alabanzas de otras personas, cuando tendrían que estar aplaudiéndolo a él? El rencor crecía en su interior, los desprecios y las ofensas se multiplicaban, su inquina supuraba hiel hasta hincharlo de amargura.

Aunque se habían llevado a cabo algunos esfuerzos por iniciar una conversación cordial, no tardaron en fracasar, de modo que en ese momento los hombres sentados a la mesa parecían absortos en los platos y los movimientos de la reluciente cubertería.

—¿Cómo se encuentran sus pacientes, doctor? —preguntó Smosh. El orondo clérigo parecía el único al que no le afectaba la atmósfera reinante en la cámara.

—Tan bien como podría esperarse. —Griffiths miró a Hayden. No habían compartido con nadie sus temores sobre la posible enfermedad de McKee.

—No estoy familiarizado con estos asuntos —prosiguió Smosh como si nada, al no haber reparado en la mirada de preocupación que cruzaron el cirujano y el capitán—, pero me atrevería a afirmar que hubo pocos heridos durante el combate, al menos a bordo de nuestro barco. ¿Me equivoco?

Cada uno de los comensales esperó a que fuese otro quien asumiera el papel de interlocutor.

—Tuvimos la fortuna de sufrir muy pocas bajas —señaló Barthe tras unos segundos de silencio. Inclinando la cabeza en dirección al teniente de infantería de marina, añadió—: Sin embargo, el señor Hawthorne no disfrutó de tanta suerte.

El teniente levantó torpemente la copa, con tan mala pata que una gota de clarete le resbaló por el dedo hasta la parte inferior de la muñeca, donde le manchó el puño de rojo.

—Por los muertos vencedores —dijo con excesivo sentimiento. Saltaba a la vista que hacía un esfuerzo por entumecerse las emociones bebiendo vino, de lo cual nadie parecía dispuesto a culparle. Solía suceder que el único superviviente de la brigada que servía un cañón acusaba algo más que la simple pérdida de sus compañeros; también se sentía avergonzado de haber sido él, que lo merecía tanto como los demás, el único que había quedado en pie.

Los presentes levantaron la copa y se sumaron al brindis de Hawthorne. Seguidamente el tenso silencio se impuso de nuevo, y la soga se estrechó y estrechó, chirriando como un gozne herrumbroso.

—Me pregunto si habríamos sufrido mayores bajas de haber acudido en ayuda del capitán Pool —intervino Worthing mientras ensartaba con el tenedor unos restos de patata. Miró a Hayden, a quien su habitual aire de lúgubre superioridad resultó más intolerable que nunca.

—Es que acudimos en ayuda de Pool —replicó Barthe, secamente.

El clérigo compuso una sonrisa torcida y se encogió de hombros.

—La primera vez que pasamos abrimos fuego con algunos cañones sobre la popa del barco francés grande, pero la segunda vez que pasamos por su lado no nos trabamos con el navío de setenta y cuatro cañones, el cual, según me han dicho, había ganado el barlovento a nuestro desdichado Pool. Seguimos navegando sin atacar a otro barco enemigo, a pesar de que eran tres, nada menos, los presentes.

—Señor, tengo la impresión de que no entiende usted nada de estos asuntos y… —empezó Barthe, prescindiendo de los modales.

—Lo que entiendo es que el capitán Pool puso en tela de juicio el valor del señor Hayden —lo interrumpió el clérigo, mirándolo fijamente—, y que éste no acudió en su ayuda cuando tuvo necesidad de ella.

De no haberse tratado de un reverendo de la Iglesia de Inglaterra, Hayden le hubiera exigido abandonar la cámara de oficiales para acompañarlo a un lugar discreto donde dirimir sus diferencias.

—Doctor Worthing, primero abrí fuego sobre la fragata que había barrido la cubierta de nuestro navío de setenta y cuatro cañones y que después se había trabado con Pool por el costado de babor, donde éste no tenía las portas abiertas —explicó el capitán, cuya voz temblaba de ira—. Luego barrimos la cubierta del buque de línea francés, viramos por avante y regresamos al fuego, con intención de ofender a la fragata francesa que estaba destrozando a Pool la cubierta principal, pues tanto la mar como la posición del barco hicieron que su cubierta fuese más vulnerable que nunca. La fragata saltó por los aires, probablemente de resultas de nuestra primera andanada. No sentí la necesidad de trabarme con el navío francés de setenta y cuatro cañones ya que pensé que el comodoro sería perfectamente capaz de encargarse de ello, sobre todo teniendo en cuenta que el capitán francés, a pesar de estar a barlovento, temía abrir las portas de la cubierta inferior debido al maretón que había. Acudí entonces en auxilio del capitán Bradley, quien libraba un combate con una fragata que lo superaba en porte. Ningún capitán dotado de un mínimo de sentido común hubiese actuado de forma distinta.

—Un discurso muy bien hilvanado, Hayden —aplaudió Worthing—. Espero que se muestre usted tan convincente en presencia del oficial superior que se encuentre a cargo del apostadero de Gibraltar. Claro que quizá éste haya tenido ocasión de escuchar una versión muy distinta de lo sucedido por boca del propio Pool. Bradley no podrá aportar su opinión, puesto que ya no se halla entre nosotros, debido, quizá, a que acudió usted en su ayuda un poco tarde.

Hayden aferró con fuerza el tenedor, las manos crispadas y con los nudillos blancos como un crío furioso. En torno a la mesa los comensales palidecieron de ira. Se le ocurrió pensar en la posibilidad de que sus compañeros se abalanzaran sobre el clérigo, ya que dirigirse de ese modo a un capitán, a bordo de su propio barco, era algo absolutamente inusitado.

Fue en ese instante cuando Hayden reparó en la chispa de deleite que encendió las cetrinas facciones de Worthing.

Esforzándose por controlar la tensión, dijo en tono desenfadado:

—Bueno, doctor, usted… y también el capitán Pool, y cualquier otro, podrán presentar cuantos informes les venga en gana nada más arribemos a Gibraltar. Yo confío en las decisiones que tomé. —Se volvió hacia Saint-Denis, que por ser el oficial de mayor antigüedad presente tendría que haber intervenido para apaciguar los ánimos—. Un clarete espléndido, teniente. Felicidades.

Saint-Denis inclinó la cabeza e intentó sonreír. Un animal que acabase de oír el sonido metálico de un cepo al saltar a su espalda no hubiera parecido más asustado.

Pero Worthing no iba a permitir que su anterior acusación se olvidara tan fácilmente.

—Estoy seguro de que también confía en que el capitán Pool no pueda alcanzarlo con el rumbo que ha decidido poner —continuó el reverendo—, por no mencionar que eso le permite conservar el empleo de comodoro durante quince días más.

Antes de que Hayden pudiese responder, Smosh se le adelantó.

—Su sinceridad debe de haberle granjeado muchos amigos —dijo a Worthing—. La admiro. Yo mismo no comprendo por qué esa perspicacia suya no le ha procurado una posición más lucrativa, aunque a decir verdad, doctor Worthing, seguro que prefirió usted embarcarse. —Sonrió a los presentes, para a continuación añadir—: ¿Acaso no hemos ansiado todos alguna vez disfrutar de una audiencia a quien cautivar con la bendición de nuestra sabiduría?

Hawthorne miró a Worthing con los ojos entrecerrados.

—Sí, doctor, ¿por qué no disfruta usted de una situación más lucrativa? Alguien dotado de sus conocimientos, alguien tan egregio, debe de haber recibido muchas ofertas.

A Hayden le sorprendió que alguien tan capacitado en el arte de zaherir al prójimo estuviese dispuesto a permitir que le pagaran con la misma moneda.

—Le diré que en mis buenos tiempos se consideró mi nombre para más de un puesto —replicó Worthing con la afectación y la arrogancia que lo caracterizaban—. Mis peculiares talentos no pasaron inadvertidos. Sin embargo, otras personas con mayores influencias y contactos se me adelantaron. Cuando lord Hood solicitó mis servicios sentí que ése era mi llamado. Que había sido elegido para convertirme en el ministro de Dios entre los pobres marineros que sirven en las flotas de Su Majestad. Creo que ésa fue la razón de que muchos se me adelantaran en tierra.

—La intervención divina… —concluyó Smosh sin dar muestra alguna de sarcasmo, aunque incapaz de reprimir la insinuación de una sonrisa.

—Búrlese de mí si lo desea, pero los designios de Nuestro Señor son inescrutables.

—Por supuesto —respondió el otro, y acto seguido levantó la copa—. Brindemos por los pobres marineros de las flotas de Su Majestad.

Todos se sumaron al brindis con sonrisas mal disimuladas.

—Salud —brindaron a una, aunque a Hayden le dio la impresión de que Griffiths había dicho «amén».

Fue en ese momento de distensión cuando se oyó la voz de colegial de Wickham.

—Capitán, ¿cree usted que lord Hood mantendrá la posición en Tolón?

Los presentes se volvieron expectantes hacia Hayden, que tuvo la sensación de que su lealtad hacia Inglaterra sería juzgada por el rasero de la respuesta que ofreciese, lo cual no le impidió mostrarse honesto.

—Me duele decir que no lo logrará, siempre y cuando los franceses estén decididos a recuperar la plaza.

—¿De veras, capitán? —preguntó Hawthorne, que parecía un tanto sorprendido—. Logramos conservar Gibraltar.

—Sí, y no pretendo con esto ofender de ningún modo a lord Hood, pero Tolón se halla en una situación totalmente distinta. Llegar por tierra es mucho menos arduo. Un asedio efectuado por un ejército que cuente con la preparación, los efectivos y los pertrechos adecuados bastaría para recuperar Tolón. Me estremezco al pensar qué será de sus habitantes cuando eso suceda. Mucho me temo que los toloneses lamentarán haberse aliado con nosotros.

—Para ser usted inglés, tiene muy poca fe en la capacidad del almirante lord Hood —le reprochó Worthing.

Hayden pasó por alto la provocación, pues estaba seguro de que nada complacía más al clérigo que comprobar el daño que hacían sus dardos.

—Confío en su capacidad, doctor Worthing, pero no lo creo capaz de obrar milagros. Esperemos que los franceses sigan centrados en matarse entre ellos y dejen en paz Tolón algún tiempo.

—Fue muy audaz por parte de Hood tomar esa ciudad —opinó Barthe antes de que Worthing pudiese formular otro reproche—. Pero dice mucho acerca del gobierno francés que los habitantes de Tolón decidiesen rendir la ciudad, en lugar de dejarse gobernar por las turbas parisinas. He oído comentar que el tal general Paoli no se siente a gusto con la Convención.

—Ha combatido por la independencia de Córcega a lo largo de buena parte de su vida —comentó Griffiths—, ¿de veras cree alguien que será capaz de seguir aliado con los franceses mucho tiempo más? No. Romperá los lazos que lo unen a Francia a las primeras de cambio.

—Pero Córcega es una parcelita, doctor —arguyó Smosh—, y Francia, a pesar de sus problemas actuales, una finca extensa. O mejor, digamos que Francia volverá a ser una gran nación. Ahuyentaron a Paoli de la isla con escasas dificultades. Si Paoli escoge romper con los franceses no mantendrá Córcega independiente muchos años, por admirable que sea su empeño.

—Tuve ocasión de conocerlo —señaló Wickham—. Me refiero al general Paoli. Fue en casa de un amigo de mi padre, durante la época que residió en Inglaterra. Me pareció alguien desdichado, muy digno, casi noble, de verdad; pero aun así tuve la impresión de que no era más que el personaje de una obra de teatro. Una figura trágica, del modo que pueda serlo un príncipe exiliado. La gente escuchaba sus opiniones con excesiva deferencia, incluso algunos de los grandes hombres allí presentes, mas tuve la impresión de que Paoli estaba totalmente fuera de lugar. Me dirigió brevemente la palabra y se mostró muy amable. Su inglés era tan correcto como sencillo, como el de un niño, y hablaba con marcado acento. Hablaba mejor el francés y tuve la impresión de que le complacía expresarse en esa lengua. Me contó que algún día regresaría a Córcega, y que si en alguna ocasión visitaba yo esa isla me llevaría de caza a la montaña. Me dije que debía controlar el excesivo sentimiento que lo embargaba con sólo mencionar su patria —concluyó, y guardó silencio, entregado a los recuerdos.

—Para muchos es un paladín —aseguró Griffiths—. No sólo para sus paisanos. En París lo recibieron como a un héroe revolucionario, el hombre ilustrado, después de que los Borbones lo obligasen a exiliarse de su propio país durante veinte años. Rousseau mantuvo correspondencia con él, y nuestro buen doctor Johnson le dio la bienvenida a su club literario. Desde luego que no ha llevado la vida anónima y modesta de un tendero, y me pareció bastante ingrato por su parte tachar a Inglaterra de «nación de tenderos», después de que se le ofreciera asilo en nuestro país durante dos décadas.

—¿Eso dijo? —preguntó Barthe, incrédulo.

—Se lo he oído comentar a más de una persona, de modo que sí, eso creo. Por supuesto, no es menos cruel por ser manifiestamente verdad.

—Y yo que nos tenía por una nación de gentes de mar —dijo Hawthorne, y rió por lo bajo antes de añadir—: Bueno, y también de clérigos.

—No, no —replicó Smosh—. Los clérigos, del primero al último, tenemos alma de mercader. Los hay que coleccionan prebendas como si fueran acciones o títulos de propiedad. Llaman «coadjutores» a sus administradores y se embolsan una parte de todos los ingresos, que a menudo invierten en tierras y otros negocios. No, también nosotros somos comerciantes. Y una Iglesia, a pesar de su manifiesto y demostrable valor, no es más que un negocio. Nuestros «bienes» son el solaz y la salvación, productos excelentes, ¿quién podría negarlo?, y con los diezmos y los beneficios erigimos nuestras tiendas, que llamamos iglesias y catedrales. El crecimiento de nuestro negocio constituye nuestro propósito declarado. No sorprende que lo consideremos un puesto, en lugar de una bendición, puede incluso que un deber. Lo consideramos un puesto, ¿y a qué otra cosa íbamos a asociarlo, sino a una renta anual? —Se llevó la mano al pecho—. Bajo este piadoso pecho de clérigo late el alma calculadora de un hombre de negocios.

—Señor Smosh, no tendría usted que burlarse de ese modo —protestó Worthing—. Por mucho que se muestre irónico, no debería hablar en tales términos. Opiniones como ésa rozan la blasfemia, y hay quienes podrían tomárselas en serio.

—Pero es que no estoy siendo irónico, sino sólo diciendo la verdad. En ningún momento he negado que existan clérigos que procuren un gran bien a su parroquia, pero también podría afirmarse lo mismo de un vendedor de queso o un banquero. Los comerciantes tienen un valor y un propósito, como todos en esta vida.

Parte de la satisfacción que sentía Hayden por ver cómo torturaba Smosh al doctor Worthing era el despliegue de agilidad mental que hacía el primero. Worthing siempre se quedaba sin respuesta, sencillamente porque hasta entonces no se había enfrentado a tales argumentos, y cuando lograba articular una defensa endeble, condenada a desplomarse, Smosh no dudaba en darle un puntapié al armazón para echarla por tierra antes siquiera de que el otro la pronunciase.

Griffiths cruzó la mirada con Hayden y le sonrió, alegre. Presenciar el calvario del doctor Worthing bastaba para animar al corazón más compasivo.

Hayden abandonó la cámara de oficiales algo confundido por efecto de los licores. Wickham se le había adelantado y se había sentado a la mesa en la camareta de los guardiamarinas, donde se había enzarzado en una conversación de tal seriedad que el capitán no pudo evitar detenerse.

—¿Algún problema, señor Wickham? —preguntó.

Los guardiamarinas se miraron.

—Creo que sí, señor —respondió en voz baja. Dio la impresión de no querer añadir nada.

Hayden miró en torno: a unos metros se encontraba la puerta entreabierta de la cámara de oficiales; a proa, los marineros colgaban los coyes y disfrutaban del rancho.

—Acudid dentro de un rato a mi camarote —ordenó Hayden con discreción, antes de saludarlos con una inclinación de la cabeza y retirarse escala arriba hacia la cubierta principal.

Su camarote le resultó acogedor, aunque algo frío. Por mucho que las personas reunidas en la cámara de oficiales habían dotado al lugar de calidez humana, había echado de menos aquella habitual atmósfera distendida.

Encendió varias velas más, y poco tiempo después el centinela acompañó al interior a Wickham y a los guardiamarinas. Madison y Hobson delegaron en Wickham y se situaron un paso por detrás de éste.

—Da la impresión de que les preocupa algo —dijo Hayden, mirándolos de hito en hito—. Señor Wickham, parece haber sido elegido portavoz.

El aludido intercambió una mirada con los demás, que asintieron. Luego, volviéndose hacia Hayden, dijo:

—Se trata del señor Gould, señor. Corre el rumor entre la dotación de que es judío y se ha negado a recibir el sacramento.

Hayden cerró los ojos. ¡Al final iba a resultar que Griffiths tenía razón!

—¿Y qué opina la tripulación de ese asunto? —preguntó.

—Creo que para la mayoría no tiene mucha importancia, pero el caso es que se ven… empujados, capitán. Los rencores están… —pareció buscar el verbo adecuado— manufacturándose.

—¿Y quién es el responsable de ello?

Los guardiamarinas cruzaron una mirada.

—Es difícil saberlo con seguridad, señor, pero al parecer se trata del doctor Worthing. Ha trabado amistad con algunos hombres, si es que puede definirse así su relación, y éstos, a su vez, extienden estas… prédicas a los demás. Está causando cierta disensión, señor.

Hayden se oyó exhalar un sonoro suspiro.

—¡Maldito sea! —masculló—. ¿Y qué me dicen de Gould? ¿Cómo está afectándole? Y por cierto, ¿dónde está?

—De guardia, señor —terció Hobson.

—Nadie se ha negado aún a cumplir sus órdenes, pero algunos hombres le obedecen un poco a regañadientes.

—Habrá que azotar a un par de ellos, señor Wickham. La primera vez que sorprenda a un marinero que no da un respingo cuando recibe una orden de Gould, hágale una advertencia. Será mejor que los hombres vayan averiguando lo que les supondrá respaldar al doctor Worthing y sus ideas. Tendré unas palabras con algunos veteranos, a ver si éstos consiguen que los demás muestren un poco de sentido común. Y también hablaré con Worthing. —Su frustración iba en aumento. Smosh podía encontrar entretenido a aquel clérigo, pero Hayden lo consideraba un peligroso incordio—. Al final me veré obligado a encerrarlo en su camarote. Gracias por ponerme al corriente del asunto.

Pero los guardiamarinas no parecían dispuestos a retirarse, sino que se rebulleron incómodos y guardaron silencio sin atreverse a pronunciarse.

—Según parece no acaba ahí la cosa, ¿me equivoco? —Enarcó una ceja mirando a Wickham.

El joven pareció indeciso.

—Algunos marineros aseguran que usted se santiguó al ver los cadáveres de los franceses flotando en el agua, señor —dijo por fin, irguiéndose y mirando a Hayden—. Como un… papista.

—Estoy seguro de que no hice tal cosa.

—Y yo también, capitán, pero estaban aturdidos y no se habían recuperado del todo de la explosión, así que no hay manera de convencerlos de lo contrario. Los hombres sugieren que sintió usted más compasión por los franceses muertos que por sus propios hombres heridos, y que debería haber vuelto por los infantes que se precipitaron en el mar por efecto de la detonación.

—¡Condenado sea ese clérigo metomentodo! —exclamó Hayden, airado—. Ustedes saben que jamás habríamos encontrado con vida a esos infantes. Con un mar tan embravecido, hasta yo me habría ahogado si llego a caer por la borda, y eso que soy muy buen nadador. En aquel momento Bradley se había enzarzado en combate con una fragata pesada. Podíamos salvar más gente allí que infantes de marina en el agua.

—Ninguno de nosotros cuestiona su decisión —aseguró Wickham—. Únicamente le informo de las habladurías que circulan entre los marineros.

—Por supuesto, discúlpenme por mi reacción. Miren, cuando ahorcaron a los amotinados, creí seriamente que eso supondría el final de las disensiones de esta dotación.

—Hay muchos marineros nuevos —observó Wickham—, y una persona como Worthing… Creo que la tripulación lo teme un poco. Nadie quiere estar a malas con alguien como él, señor.

—Yo soy prueba de ello. ¿Quiénes son esos hombres con quienes Worthing ha trabado… amistad?

Ante aquella pregunta, la reserva de Wickham se convirtió en negativa rotunda. Entre gentes de mar no es buena cosa ser tenido por un chivato. Hayden sintió la tentación de recordarle que también era teniente y que debía dejar a un lado su solidaridad de patio de colegio. No obstante, aguardó, confiando en que Wickham alcanzaría las mismas conclusiones que él por sí solo.

—Weeks, señor, y Kitchen…

—¿El compañero de Chettle?

—Sí, capitán.

—Es muy religioso, señor —apuntó Madison.

—No me cabe duda.

—Bracegirdle, Elliot y Stephens.

A Hayden le sorprendió no oír los nombres de algunos agitadores que siempre parecían meterse en todos los líos.

—No se trata de una lista muy extensa. Bracegirdle y Stephens son nuevos a bordo, ¿verdad?

—En efecto, señor, aunque Stephens creció en las pesquerías de la costa meridional y luego sirvió en barcos mercantes. Es un hombre de buena reputación y popular entre sus compañeros.

—Bueno, pues si intenta socavar la autoridad de mis guardiamarinas tendrá que aguantar unos cuantos azotes. Gracias, caballeros. Pueden ustedes dedicarse a sus cosas, que yo me encargaré de este asunto.

Una vez se hubo quedado a solas en el gélido camarote, Hayden miró con anhelo el coy preparado por su sirviente. Echó un rápido vistazo al reloj y se dijo que ya era demasiado tarde para encararse esa noche con Worthing, así que esperar unas horas no cambiaría mucho las cosas. Se preguntó si subir a cubierta para calibrar el humor de la dotación que estaba de guardia y en la que servía Gould, pero el cansancio, la bebida y la digestión lo hicieron decidirse por el coy. Ya tendría ocasión al día siguiente.

Hubo un sonido lejano y débil, un estruendo tan ahogado que apenas se oyó. Uno de los muchos elementos de un sueño agitado. Hayden se incorporó en el coy y aguzó el oído. Le pareció un ruido más de los muchos que produce un barco en alta mar, a lo que se sumó la impresión de que el viento refrescaba. Volvió a tumbarse, y el zarandeo del coy lo arrastró de vuelta hacia el sueño. Pero, de nuevo, un estruendo sordo lo hizo emerger otra vez a la vigilia.

—Un trueno —murmuró dejándose llevar por la somnolencia. ¿O era el estrépito de un cañonazo?

Volvió a incorporarse, tratando de respirar quedamente para oír mejor. Oyó pasos que descendían con rapidez por la escala. Antes de que el centinela llamase a la puerta, había saltado del coy y, trastabillando debido a las prisas, empezaba a vestirse.

—¡Un momento! —voceó, calzándose las botas, que se le resistían. Asió la casaca y abrió. Gould se hallaba ante él, perplejo si no preocupado, a la tenue luz de una linterna.

—¿Eso ha sido un cañonazo?

—No estamos seguros —respondió el muchacho con cierto atropello—. El señor Archer me ha enviado a buscarle, capitán.

Subieron sin demora por la escala de toldilla.

—¿Fue una señal? —inquirió Hayden, pues existía un código de señales previsto si los barcos deseaban comunicarse de noche, para el cual los marinos se servían de fanales, cañonazos y bengalas.

—No sabría decirle, señor.

Hayden alcanzó la cubierta un paso por delante del guardiamarina. En la distancia, un relámpago iluminó por un instante una nube. El trueno ahogado reverberó hasta donde estaban.

—¿Tiene problemas alguno de nuestros barcos, señor Archer?

Archer y Dryden, el ayudante del piloto de derrota que ahora servía como ayudante del contramaestre Franks, se hallaban de pie junto al pasamano de babor. El primero inspeccionaba el mar sirviéndose del catalejo.

—No estamos seguros, capitán. Sudeste cuarta sur. Dryden y el vigía del palo de mesana creyeron haber visto el destello de un cañonazo, señor, pero como se produjo al mismo tiempo que la descarga del trueno y el relámpago no podemos saberlo con certeza.

—¿Vio usted el destello, señor Archer?

El joven teniente le tendió el catalejo.

—No, señor. Yo no.

Hayden se volvió hacia Dryden, a quien sacaba una cabeza de altura.

—¿Fue un cañonazo o no, Dryden?

—Querría poder responderle sin vacilar, señor. Me pareció verlo con el rabillo del ojo. Si hubiese sido una señal, capitán, no la habrían repetido.

—¿Dónde fue? —preguntó Hayden, e hizo ademán de disponerse a mirar con el catalejo.

Dryden levantó una mano, escogió un punto situado en la lejana negrura y lo señaló.

—Allí, señor, pero mucho más allá del convoy.

Hayden encaró el horizonte con el catalejo nocturno, y el mar se le dibujó de pronto arriba mientras que el cielo lo hacía debajo, ya que aquel instrumento invertía la imagen.

—¿Ve usted algo, señor? —preguntó Gould, que aún no se había acostumbrado a la etiqueta imperante en la Armada, pues únicamente los oficiales superiores o los oficiales de cargo muy veteranos le hubiesen preguntado algo así cuando intentaba concentrarse.

Por un instante, Hayden consideró la posibilidad de no responder, pero luego recordó la conversación mantenida con Wickham y los demás guardiamarinas, y cambió de opinión.

—No, señor Gould. Tendríamos que despertar al señor Wickham por si él distingue algo con esa vista suya tan aguda.

Un trueno ennegreció el horizonte. El tiempo había cambiado.

—¿Qué rumbo tenemos, señor Archer?

—Sudsudoeste, señor. El viento lleva toda la noche rolando lentamente. Al parecer, está a punto de venírsenos encima una tormenta, capitán.

—Sí. Maldita sea. Confiaba en que el viento del norte aguantase unos días más.

Los oficiales contemplaron el espectáculo que ofrecía el cielo nocturno, fragmentado por unos relámpagos distantes que enseguida engullía la negrura.

Tonitrus —pronunció a su espalda una voz, momento en que reparó en la presencia a su lado de una figura enfundada en una casaca roja.

—Si insiste usted en hablar en latín, señor Hawthorne, quizá el reverendo inquisidor lo someta a un consejo de guerra por papista y espía —le advirtió Hayden en voz baja.

—Y con la fluidez con que me expreso en francés, admirada y conocida dondequiera que vaya, sin duda también seré acusado de servir a la Convención —repuso, burlón, el oficial.

Hayden sonrió. El lamentable francés de Hawthorne había estado a punto de llevarlo a la tumba en la anterior travesía que hicieran juntos, parte de la cual se había desarrollado en territorio enemigo. Apartó el catalejo.

—En fin, no veo más que las luces de los barcos que componen nuestro convoy —concluyó Hayden—. ¿Aún mantenemos en lo alto a los vigías?

—Así es, señor.

—Pues que bajen, señor Archer. No quiero a nadie arriba, no sea que tengamos la mala suerte de que nos alcance un rayo. ¿Cuánto hace que está esa borrasca a la vista?

—Un rato, señor. Se acerca, pero lentamente.

Hayden siguió contemplando la oscuridad, hipnotizado por los relámpagos. Cuando lo veía bajo y a través de una nube, daba la impresión de tratarse del fogonazo de un cañón.

—¿Eso ha sido un cañonazo? —preguntó Gould.

—No. Estoy casi seguro de que era un relámpago —respondió Hayden.

—¿Ponemos el barco en ordenanza, señor? —inquirió Archer.

Era precisamente la pregunta cuya respuesta Hayden estaba meditando. Inmediatamente tomó una decisión.

—No, señor Archer. Puesto que no hay nadie que esté seguro de haber visto un fogonazo efectuado a modo de señal y, dado que de haberse efectuado tal no ha habido respuesta, seguiremos como hasta ahora. —Miró por encima de su hombro las luces tenues de los barcos que componían el convoy. Ondulaban y se consumían, flotaban hacia arriba y se precipitaban hacia abajo, parpadeando aquí, saliendo de la nada allá, como un campo lleno de luciérnagas ebrias.

Los oficiales permanecieron en el pasamano, silenciosos y contemplativos.

—¿Qué significa tonitrus? —preguntó de pronto Dryden.

—Trueno —respondió Gould.

—Bien hecho, Gould —lo felicitó Archer—. No tardará usted en rivalizar con el señor Hawthorne en lo tocante a conocimiento de los clásicos.

—Bueno, puesto que Gould parece haberme tomado el relevo para ilustrarles en cuanto a cultura clásica, voy a ver si recupero un sueño muy agradable del que estaba disfrutando —se excusó Hawthorne—. Capitán. —Y se tocó el sombrero antes de desaparecer en la oscuridad.

Archer se volcó de nuevo en el desempeño de su labor como oficial de guardia, y Hayden se quedó a solas en el pasamano, acompañado por el guardiamarina Gould. Quiso preguntarle si había tenido algún problema debido a la religión de su padre o a su raza, pero no se atrevió a abordar el tema de forma directa, no sabía por qué.

—¿Cómo le va, señor Gould? Espero que no haya tenido dificultades.

—Ninguna, capitán. El señor Wickham ha sido muy atento a la hora de enseñarme mis deberes, y estoy aprendiendo lo que debe saber todo buen ayudante del piloto. Tengo bastante que digerir así de golpe, pero me parece que estoy progresando.

—Al decir que progresa me da la impresión de que peca usted de modesto, señor Gould. Los informes que he recibido apuntan a que se aplica como el que más. —Hayden volvió a mirar el enjambre de luces—. Y ¿cómo le va con los marineros?

Percibió que el joven vacilaba en la oscuridad.

—Bastante bien, capitán —dijo pleno de confianza—. Me queda mucho que aprender, como con todo en la vida.

—El señor Barthe es un excelente piloto de derrota y un gran marino, pero si alguna vez necesita usted algún consejo en lo que concierne al trato con la marinería, acuda a mí —dijo, y no pudo evitar sentirse un farsante. ¿Acaso él mismo no tenía problemas con una tripulación azuzada por Worthing? Afortunadamente, de momento dichos problemas no habían afectado al gobierno del barco.

—Vaya, muchas gracias, señor, es usted muy amable.

—No se sienta usted cohibido si debe pedir consejo respecto a este particular. Pasa como con lo de ayustar un cabo: el buen gobierno de una tripulación es una destreza que no se adquiere con el nacimiento.

—A la orden, señor.

—Y ahora no quiero seguir distrayéndolo en su labor.

Gould lo saludó y se retiró. Para su frustración, Hayden ya no tenía sueño, y no era debido a falta de cansancio, sino más bien a que sabía perfectamente que le resultaría imposible volver a conciliarlo. De pronto pensó en lo mucho que le apetecía tomar un café, pero aún faltaban unas horas para que encendieran los fogones. En lugar de darle más vueltas al asunto se puso a andar por el alcázar, de babor a estribor, deteniéndose de vez en cuando a echar un vistazo con el catalejo a la oscura franja marina que se extendía al sur. Nadie se le acercaría allí, a menos que fuese un asunto de absoluta necesidad. En un barco ocupado hasta la regala por cerca de doscientas almas, tenía la inmensa suerte de disponer de camarote propio y de aquel trecho de alcázar pegado al coronamiento, que eran como su feudo particular. A pesar de ello, echaba de menos la camaradería que reinaba en la cámara de oficiales, lugar con el que se había familiarizado desde que, tras aprobar el examen de teniente, se le había permitido acceder a aquella especie de modesto club. Sentía nostalgia de la jovialidad, las sesudas discusiones, el ingenio de personas como Hawthorne. Ahora había dejado atrás aquella particular hermandad. La noche pasada, al cenar allí, había vuelto a recordar ese hogar, pero no sólo era en él un mero invitado ya, sino que además apenas podía participar en la conversación debido a que era el capitán, aunque fuera temporalmente, es decir, la persona de quien dependían las carreras y el futuro de los otros. Algo incluso que se le antojaba más inquietante era el hecho de haberse convertido en tema de conversación en las comidas. Pero, al contrario que la sabandija de Hart, Hayden no quería espías que le informasen de lo que se comentaba en esas charlas. Era mejor no saberlo. Mucho, mucho mejor.

El viento roló al sur con poca fuerza y luego se entabló al sudoeste, lo cual obligó a la guardia a ocuparse de escotas y brazas, e hizo que el barco navegase en sentido oblicuo hacia Francia. Cuando apenas faltaban un par de horas para el amanecer, Hayden se sintió impelido a regresar al coy, aunque antes del alba subió de nuevo a cubierta.

Wickham era el oficial de guardia; los guardiamarinas y el señor Barthe se disponían a llevar a cabo las mediciones de rigor en cuanto el sol se dignase subir un poco más. La tormenta había pasado sobre ellos aquella noche y los había zarandeado un poco con un viento flojo que soplaba quizá más de poniente. Los claros de las nubes emborronaban el firmamento y la mañana era fría, tanto que daba la impresión de que el aire se cebaba en su abrigo de lana.

En el cielo, hacia el este, una franja de nubes gris perla fue tiñéndose lentamente de rosa. El sol se alzó envuelto por una neblina, y el día se extendió sobre el cielo y el mar.

—¡Vigía! —voceó Hayden cuando consideró que había luz suficiente—. ¿Has contado a los nuestros?

Distinguió, sentado a horcajadas en la verga de juanete mayor, al marinero que barría lentamente con el catalejo la superficie marina de este a oeste. Éste apartó el instrumento y se irguió un poco antes de mirar hacia cubierta.

—No estoy seguro, capitán. En dos ocasiones he contado veintinueve, y en una treinta.

—Maldición —murmuró Hayden, que tuvo que morderse la lengua para no proferir el «¡Malditos sean tus ojos!» que tan propio era del anterior capitán de aquella nave.

—Ya subo yo, señor —se ofreció Wickham, y sin esperar respuesta se encaramó al pasamano y de allí trepó por el obenque situado a barlovento. Se alzó hasta el extremo de la verga de juanete mayor para que las velas le estorbasen lo menos posible el campo de visión. Al cabo de un rato apartó el catalejo y gritó hacia la cubierta—: ¡Yo cuento veintinueve transportes, capitán! Todos nuestros barcos escolta ocupan sus puestos, pero McIntosh navega de bolina aproado hacia nosotros.

—¿Distingue algún barco en nuestra estela, señor Wickham, a sotavento quizá?

—No, señor, lo siento, aunque una bruma muy baja cubre el horizonte.

Hayden maldijo de nuevo entre dientes. En cuanto el sol se alzase más, podrían saber qué barco habían perdido, pero ahora pensaba que se había disparado un cañonazo que, casi con toda probabilidad, había obedecido a una petición de ayuda.

McIntosh no tardó en ponerse a la voz.

—¡Hemos perdido un transporte, capitán Hayden!

—Eso nos ha parecido. ¿De cuál se trata?

—Del Hartlepool, señor.

—Sabía que ese carcamán tendría problemas —se quejó Barthe—. Nunca me pareció que estuviese en condiciones de echarse a la mar.

Hayden pasó por alto el arrebato del piloto.

—¿Ha informado alguien de que el barco nos hubiese hecho una posible señal? ¿Un cañonazo efectuado alrededor de las dos campanadas?

—No, señor. ¿Debo virar en su busca?

—Sí, no veo otra opción. ¿Sería tan amable de llevar de paso a mi cirujano al Agnus? Echaremos un bote al agua: podría usted subir a bordo de su nave a la tripulación y llevarlo a remolque.

—Será un placer, capitán.

Hayden hizo un gesto a uno de los guardiamarinas.

—Vaya a buscar al doctor Griffiths, si es tan amable.

El joven asintió con la cabeza y se alejó a la carrera.

Siempre le había parecido extraño que el contramaestre no fuese el oficial a cargo de las embarcaciones auxiliares, tarea que recaía en el carpintero. Chettle y Franks se habían volcado en la tarea de la botadura del cúter pequeño, desde la inestable cubierta a un mar cuyas olas eran cada vez más gruesas. Por necesidad algunos hombres menos experimentados se vieron envueltos en esta labor, mientras sus compañeros seguían sus evoluciones de cerca y los aleccionaban con la amabilidad que caracteriza a las gentes de mar. Cuánto echaba de menos Hayden a Aldrich, que hubiera reunido a esos desconcertados hombres de tierra adentro y, con una paciencia infinita, los habría convertido en marineros de verdad. Hubiese cambiado a diez de sus tripulantes por tener un Aldrich a bordo.

Griffiths apareció en ese momento, mientras recorría el portalón con cuidado, pues grande era el balanceo del barco. Aferraba con una mano el sombrero y llevaba en la otra una bolsa de cuero. Estaba muy pálido, y contemplaba el creciente oleaje con una mezcla de hostilidad y consternación.

—Podría usted enviar al señor Ariss, doctor —sugirió el capitán.

—No, prefiero ir yo. —El cirujano observó cómo el bote, izado desde el aparejo, se zarandeaba por cubierta, algo que había escapado al control de los hombres de tierra adentro, quienes tampoco se sentían muy cómodos en aquel fuerte vaivén. En ese momento, los más veteranos habían tenido que subir a acortar la lona, pero de vez en cuando contemplaban con risas mal disimuladas el desastre organizado en cubierta.

Griffiths guardó silencio unos instantes, hasta que pareció tomar una resolución.

—Debo decirle, capitán, que esta mañana encontré a ese clérigo en mi enfermería. Ariss había tenido que ausentarse un momento, y aprovechó para colarse. No sé cómo supo cuál era el momento adecuado para entrar.

—¿Worthing? Le prohibí que fuera a la enfermería.

—Me oyó decir que McKee, el marinero del Agnus, probablemente fallecería, y eso motivó su visita para ungir a los enfermos. El pobre McKee no se hallaba dispuesto a aceptarlo, de hecho estaba horrorizado; al cabo de unas horas nos abandonó. La noticia corrió por toda la cubierta inferior como la tisis: el clérigo había penetrado en la enfermería y un hombre había muerto poco después. ¿Quién acudirá ahora a consultarme si siente alguna molestia? ¿No imaginaba Worthing el daño que iba a causarnos?

—Pues claro que sí. Se lo explicamos con todos los detalles. —Hayden se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello—. ¿Y qué me dice de McKee? ¿Sabe usted qué causó su muerte?

El doctor negó con la cabeza y esbozó una mueca.

—Ojalá no encuentre la respuesta a bordo del Agnus.

Childers había empezado a reunir a la dotación del cúter junto al portalón, momento en que Hayden llamó su atención con un gesto.

—El mar se está poniendo feo, Childers. No embarque a ningún marinero que no sepa lo que se hace.

—A la orden, señor.

—Si no le parece buena idea regresar, permanezcan a bordo del Agnus y ya me encargaré de que McIntosh vaya a buscarlos más adelante.

Childers lo saludó, llevándose los nudillos a la frente.

—Discúlpeme, capitán —dijo entonces Gould acercándose—. ¿No es habitual que sea un guardiamarina quien mande un bote?

—Voy a enviar a Madison.

—¿Podría ir en su lugar? —repuso el muchacho, que era la seriedad personificada—. Se lo pedí y no le importa. El mismo me lo ha dicho.

Los jóvenes siempre andaban al acecho de cualquier situación que oliera remotamente a aventura.

—Vaya usted, pues. —Hayden miró a Childers, quien había oído sin querer la conversación. Éste asintió: él se encargaría de cuidar de Gould.

Finalmente echaron el bote al agua con apenas algún que otro roce superficial en el aparejo y la propia embarcación, y transportaron rápidamente al doctor hasta la goleta de McIntosh, a bordo de la cual subieron tanto él como la dotación. La Phalarope no había recorrido media milla cuando el viento cayó por completo.

—Va a soplar en dirección contraria, señor —aseguró Barthe—. ¡Maldito viento del sudoeste!

—Sí, mucho me temo que tiene usted razón, señor Barthe. Al menos anoche pudimos navegar un poco a poniente, así que nuestro rumbo no se verá tan afectado.

—Con ésos a remolque tendremos que fachear a la hora de cenar, capitán —observó Barthe señalando los barcos del convoy—. No olvide lo que le digo.

Gibraltar nunca le había parecido tan lejano como en ese momento.

Hayden se dirigió a proa, preguntándose qué hacer con Worthing. Lo había desafiado y en consecuencia les había causado serios problemas, a él y a Griffiths. Mientras avanzaba repasó con la mirada el barco, lo cual no era un acto deliberado, sino algo para lo cual había sido adiestrado desde que sirviera como guardiamarina. Los capitanes a cuyas órdenes había servido le habían enseñado que los capitanes a quienes no se les escapaba un solo detalle inspiraban a sus oficiales a esforzarse al máximo, y éstos se enorgullecían de tener el barco como se lo exigía su superior.

Vio a algunos hombres de tierra adentro adujando cabos en el castillo de proa, una labor sencilla que cualquiera de ellos debía poder realizar.

—¡Esas adujas no sirven! —les dijo—. Hay que poder tirar del seno y desenrollarlo sin que se trabe. Si se enreda en plena tormenta, se pone en peligro tanto el barco como a la dotación. —Hayden apartó la vista de los sorprendidos hombres de tierra adentro, a quienes hasta entonces no había dirigido la palabra su capitán—. ¡Tawney! —voceó a uno de los gavieros que descendía de las vergas en ese momento—. Enseña a estos hombres cómo se aduja bien un cabo. —Volvió a mirarlos—. Deberíais haberlo aprendido vuestro primer día a bordo. Espero mucho más de vosotros.

Hayden empezó a alejarse mientras Tawney corría hacia la proa, pero no había dado ni tres pasos cuando oyó mascullar a uno de los hombres de tierra adentro:

—… dito papista.

Giró sobre los talones a tiempo de ver a Tawney propinar una bofetada a aquel hombre con tal fuerza que quedó tumbado en cubierta. Por un instante nadie se movió un ápice, el hombre tendido parecía muerto; pero entonces gimió y se retorció débilmente. La sangre de la nariz tiñó de oscuro el tablonaje. Tawney, que se había puesto lívido de la ira, aún palideció más al ser consciente de lo que había hecho.

—No… no sé lo que me ha pasado, capitán —balbuceó—. Ése lo ha llamado jodi… lo ha llamado papista, señor… —Aunque permaneció con la boca abierta, fue incapaz de continuar hablando.

—Sí, y será azotado por ello, pero no te corresponde a ti castigarlo.

—Lo siento, señor.

—No lo pongo en duda. Ve bajo cubierta y trae un coy de la enfermería; dile al armero que le ponga a éste unos grilletes en cuanto el señor Ariss haya acabado con él.

—A la orden, señor. —El gaviero se volvió para cumplir las instrucciones recibidas.

—Ah, y Tawney…

—¿Sí, señor?

—Nada de grog durante tres días. ¿Entendido?

—Sí, capitán. Gracias, señor.

Hayden no iba a castigar a nadie que se pusiese de su parte, pero Tawney no podía irse de rositas después de lo hecho. Lo último que quería a bordo era peleas entre los tripulantes.

Todos en cubierta permanecían inmóviles, atónitos, presas de una mezcla de miedo y curiosidad, mientras asimilaban lo que significaba aquello para ellos, para el lugar que ocupaban en el barco. Cuando Hayden echó a andar por el portalón en dirección a popa, los hombres se apartaron de su camino y volvieron a centrarse en sus respectivas tareas con renovada energía, conscientes de que nunca se debe provocar a un capitán furioso.

—Comunique al doctor Worthing que deseo verlo en mi camarote —ordenó a Madison al llegar al alcázar.

Tras entrar y cerrar la puerta, Hayden anduvo por el camarote de estribor a babor, conteniendo el deseo de descargar un golpe en uno de los baos, pelea desigual donde las haya. Justo cuando se disponía a enviar a otro hombre a buscar al sacerdote, oyó que alguien subía sin prisas la escala.

Ordenó al centinela que dejase pasar al clérigo, y cuando éste apareció, lo recibió de pie, cruzado de brazos, en el centro del camarote. Worthing no pertenecía a esa clase de personas que procura estar atenta al estado de humor del prójimo, pero, tras echar un vistazo a Hayden, se detuvo bruscamente.

—Me han informado que se encontraba usted en la enfermería esta misma mañana, en contra de mis órdenes expresas. Y uno de mis hombres acaba de llamarme «papista», ¡estaba tan cerca que he podido oírle! —expuso Hayden con sequedad—. ¿Acaso no entiende lo que sucederá si socava la autoridad de un capitán? Soy lo único que se interpone entre este barco y la calamidad. Mis años de aprendizaje, mi experiencia, son lo único que impide que este navío naufrague en plena tormenta o acabe siendo presa del enemigo. ¿No entiende que burlar mi autoridad los pone a usted y a todas las almas que hay a bordo en peligro mortal? Eso por no mencionar que Griffiths cree que podría haberse producido un contagio a bordo, y que usted, con su presencia en la enfermería, acaba de lograr que nadie se acerque a pedir consejo al doctor, ¡a menos que se encuentre tan enfermo que no pueda disimularlo!

—¡Qué derecho tiene a hablarme de ese modo! —replicó Worthing con arrogancia—. ¡Pero si ni siquiera es capitán! ¿Se atreve a acusarme de…?

Mas Hayden ya no tenía paciencia, de modo que elevó el tono para imponerse.

—¡Sólo se escucha a sí mismo! Esto es un buque de guerra. Estamos cruzando el golfo de Vizcaya, aguas plagadas de corsarios y barcos franceses de batalla. No puedo tolerar la mínima disensión entre mis hombres, ni permitir que nadie la aliente. Usted, señor, permanecerá encerrado en su camarote lo que queda de travesía. Un infante de marina montará guardia ante su puerta. Se le permitirá comer y cenar en la cámara, utilizar el excusado y disfrutar de media hora al aire libre a diario, siempre acompañado de un guardia. No hablará con nadie y no recibirá más visitas que las del reverendo Smosh. Eso es todo, señor. Ya puede retirarse.

La rabia había demudado el rostro de Worthing, que temblaba como sacudido por escalofríos. Por un momento pareció no encontrar las palabras, pero al fin, con tono trémulo y elevado, exclamó:

—¡No soy un marinero ignorante a quien pueda usted ordenar retirarse sin más!

Hayden cruzó la cabina hecho un basilisco, con tal brusquedad que el clérigo retrocedió con torpeza.

—Escolta al doctor Worthing a su camarote —ordenó tras abrir la puerta al sorprendido centinela—, y monta guardia ante su puerta hasta que el señor Hawthorne ordene que te releven. El doctor no saldrá de ella ni recibirá visitas. ¿Entendido?

—¡No pienso tolerarlo! —aseguró el clérigo, pero sin demasiada convicción. Hayden lo había asustado y su cobardía había quedado al descubierto—. Usted no puede…

—Llévatelo de una vez —espetó Hayden sin levantar la voz, para a continuación volverse hacia Worthing—: Puede usted dirigirse caminando a su camarote con cierta dignidad, doctor, o puede dejar que lo lleven a rastras. Sea cual sea la decisión que tome, sepa que a mí me trae sin cuidado.

Worthing aguantó el tipo un instante, y después salió caminando por su propio pie y con paso vacilante. Tropezó en un peldaño y el infante de marina se vio obligado a sujetarlo con firmeza. Hayden se quedó bajo el dintel contemplando las hileras de cañones batiportados en la cubierta principal, y luego cerró la puerta, se adentró en su camarote y se tumbó en el banco que había al pie del ventanal de popa.

Al cabo de un rato oyó que llamaban.

—¿Quién es? —preguntó sin levantarse.

—Soy Hawthorne, capitán.

—Entre.

La puerta se abrió apenas y asomó el atractivo rostro de Hawthorne, que, tras permanecer un momento en el umbral, entró.

—Tengo a un clérigo furioso encerrado en su camarote, y a un centinela algo confundido ante su puerta y que no le permite salir. Imagino que es usted quien ordenó adoptar estas medidas.

—Es cosa mía, sí.

—Excelente. ¿A pan y agua? ¿Lo azotarán al alba?

—Puede disfrutar de las comidas en la cámara de oficiales, pero no recibirá visitas ni hablará con nadie, a excepción de Smosh.

—¿A cuál de ambos caballeros se ha propuesto usted castigar con esa medida?

—No es para tomárselo a broma, Hawthorne.

—No. Y ya era hora de que adoptara usted esa resolución. Me encargaré de que no predique más la subversión entre la tropa. Déjelo de mi cuenta. —Hizo una pausa, antes de añadir—: ¿Se ha preguntado usted qué conclusión sacarán de este episodio las autoridades gibraltareñas cuando arribemos a puerto?

—Pensarán que he enloquecido. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Ese hombre está socavando mi autoridad en mi propio barco. Extiende rumores de que soy papista. O sea, miente. Y esta mañana no se le ha ocurrido sino colarse en la enfermería, contraviniendo expresamente mis órdenes. Jamás me había topado con alguien tan dispuesto a las diabluras, y créame que he escogido la palabra con toda la intención del mundo. ¿Qué barco querría tener a bordo a un clérigo?

—Parece ser que el Victory, de lord Hood.

—Hood se librará de él al cabo de una semana.

—Eso creo también. He oído que el marinero del Agnus nos abandonó.

—Sí. Que Dios se apiade de su alma.

—¿Piensa que pueda haber una plaga a bordo? —preguntó Hawthorne tras digerir la noticia.

Hayden no había querido ni plantearse aquella posibilidad.

—Ruego que no sea así. El doctor ha ido al Agnus para comprobar si hay otros pacientes aquejados de fiebres.

—Griffiths lleva un día como ausente. Incluso diría que preocupado.

—Sí, lo está, pero me da esperanzas el hecho de que aún no tenga la certeza del diagnóstico. Si McKee sufría de fiebre amarilla o algo por el estilo, el doctor lo habría sabido de inmediato.

—Por supuesto. Barthe me ha dicho que no tardará en cernirse sobre nosotros la tormenta y que perdimos un transporte.

—Me temo que ambas cosas son ciertas. Envié a McIntosh a localizar el barco extraviado.

—¿Cabe la posibilidad de que haya un depredador que aceche en las inmediaciones, o sencillamente ese navío se hundió en el oleaje por pura y simple incompetencia marina?

—Qué más querría yo que poder responder, señor Hawthorne, pero sepa que ahora lamento no haberme ocupado de averiguar si aquello que vimos anoche fue una bengala o el fogonazo de un cañón.

Hayden se levantó del banco y cogió el sombrero.

Continuaba algo dolorido por la caída en cubierta tras la explosión de la fragata francesa. Le pitaban los oídos, era un silbido agudo, incesante, y permanecer sentado mucho tiempo lo entumecía aún más. Caminar seguía siendo la mejor cura.

El viento rolaba de sudoeste cuando subió a cubierta, y la espuma del oleaje rompía impotente sobre el acerado mar oscuro. Saint-Denis se había encargado de efectuar los preparativos de cara a la tormenta. Estaban desarmando los mastelerillos de juanete y las perchas descendían con garbo hasta la cubierta.

—¿Saint-Denis? ¿Ha trincado bien los cañones?

—Archer se encarga de la cubierta principal, capitán —respondió el teniente, elevando el tono para imponerse al ruido creciente—. El barómetro ha caído como el calzón de una pu… Discúlpeme, señor. El barómetro ha caído en picado.

—Sí, mucho me temo que se nos viene encima una buena. —Hayden contempló el embravecido mar. Todos los barcos que tenía a la vista estaban reduciendo la lona, desnudando en lo posible el aparejo y llevando a cabo los preparativos de rigor en caso de mal tiempo.

La goleta de McIntosh había alcanzado el Agnus, y Hayden pudo divisar el cúter de la Themis que bogaba en un mar cada vez más encrespado proa al transporte. McIntosh había ordenado tomar rizos al aparejo, y se disponía a partir en busca del barco desaparecido, tarea doblemente difícil, si no imposible, debido al empeoramiento de las condiciones atmosféricas.

—Es una soberana estupidez enviar un convoy con la estación tan adelantada —opinó Barthe cuando se acercó a Hayden y Saint-Denis en el alcázar. El piloto de derrota estaba pálido como la cera, y un mechón de pelo rojizo se le había soltado de la coleta y pegado a la frente.

Hayden asintió, pero no hizo ningún comentario. Examinaba los barcos de su convoy a través del catalejo, aterrado ante lo lentos que eran en la maniobra.

—Señor Hayden. Perdón, capitán —terció entonces Archer, al que aún le costaba dirigirse a él del modo correcto.

—¿Señor Archer?

A juzgar por su tono, el teniente parecía indispuesto, y su habitual aspecto de «recién levantado» brillaba por su ausencia.

—Acabo de enviar a Hale bajo cubierta para que lo atienda el señor Ariss. Estaba temblando a causa de lo que parecía fiebre, a pesar de que me ha asegurado que se sentía perfectamente, señor.

—¿Ese haragán? —Barthe parecía sorprendido—. Ése se inscribiría en la lista de enfermos y heridos si fuera incapaz de resoplar dos veces seguidas.

Hayden apartó el catalejo y se volvió hacia Archer, que seguía meditabundo, muy serio.

—¿Y qué ha dicho el señor Ariss al respecto?

—Sólo que confiaba en que el doctor Griffiths no tardase en estar de nuevo a bordo.

—Teniente, ponga a un hombre a vigilar el Agnus —ordenó Hayden a Saint-Denis—. Me temo que esta mar se volverá demasiado azarosa para que nuestro cúter se aventure a regresar, y McIntosh podría no volver antes de que anochezca. En cuanto vea que el doctor pone el pie en cubierta, hágales señal de que lo necesitamos a bordo de la Themis.

—A la orden, señor. —Saint-Denis se alejó a buen paso hacia proa, pidiendo un voluntario y un catalejo.

No era la primera vez que Hayden tenía que admitirlo: a pesar de sus fallos, no precisamente pocos, como marino y oficial Saint-Denis resultaba aceptable. Hayden se había topado con algunos elementos mucho peores que él.

Ariss asomó por la escala, miró rápidamente alrededor, reparó en el capitán y se apresuró hacia él. Apretaba la mandíbula y tenía el entrecejo arrugado.

—¿Cómo se encuentra Hale? —le preguntó Hayden.

—Por eso he venido a verlo, señor. —Miró a los hombres, que prestaban atención, y guardó silencio.

—Discúlpeme, señor Barthe —dijo Hayden, haciendo una seña a Ariss para que lo siguiera al coronamiento de popa.

—Por supuesto, querrá usted contar con la experta opinión del doctor Griffiths, pero yo creo que Hale padece la misma fiebre que McKee, el marinero del Agnus —explicó una vez allí el ayudante de cirujano, bajando el tono—. Al menos esa impresión me da. —Y bajándolo aún más—: Y Pritchard, que ha estado en la enfermería por una fractura de fémur, muestra los mismos síntomas: fiebre alta, sudores, dolor de las articulaciones; su respiración es trabajosa y ha empezado a expectorar un fluido rosáceo, señor.

Hayden intentó disimular lo mucho que lo alarmaba aquella información.

—Procuraremos que Griffiths regrese cuanto antes para recabar su opinión, aunque no dudo que tenga usted razón, señor Ariss. Enviaré a un infante de marina a la enfermería para que monte guardia allí. Nadie entrará o saldrá de ella sin permiso del doctor Griffiths o mío. Me pregunto cuántos hombres, a pesar de sentir malestar, no se han decidido aún a acudir a ustedes.

—Yo también me lo pregunto, capitán.

A pesar de que ambos estaban pensando en el reverendo Worthing, no lo mencionaron.

En ese momento se oyó, procedente de la proa, algo similar a un gemido de miedo o desesperación. Ambos se volvieron.

Entonces Freddy Madison llegó corriendo por la tambaleante cubierta.

—Con su permiso, capitán —dijo desde una distancia respetuosa—. ¿Deseaba usted que le informáramos en cuanto asomase el doctor en cubierta del Agnus? Nuestro cúter orza rumbo a la fragata, y ha mareado la vela. —Hizo una pausa, tragando saliva—. Y señor… el Agnus acaba de izar la bandera amarilla de epidemia a bordo.

Hayden encaró el catalejo y vio al Agnus balancearse fuertemente. En la cruceta ondeaba la bandera amarilla. Lo escrutó a conciencia, deseando descubrir que se trataba de otro banderín de señales, pero no fue así. Apartó el catalejo y respiró hondo. Volviéndose hacia el ayudante de cirujano, dijo en voz baja:

—Manténgame informado del estado de Pritchard y Hale.

—A la orden, señor.

Ariss parecía algo asustado, lo cual no ayudaría a calmar los temores de la dotación, que seguro que ya empezaba a murmurar.

El viento se había entablado y soplaba de sudoeste cuarta oeste, lo cual proporcionaba al convoy una mejor derrota de lo que Hayden había esperado (la buena noticia del día), a pesar de que la mayoría de aquellos barcos no eran muy marineros y muchos tampoco barloventeaban tan bien como la Themis. Se preguntó si el viento rolaría un poco más hasta forzarlos a ponerse en facha, pues la suerte soplaba en esa dirección.

—¡Señor Barthe! —voceó—. Caigamos un poco a sotavento y subamos a bordo ese cúter. —A continuación se dirigió al timonel cuando llegó a su altura en el alcázar—: Prepárate para gobernar la rueda según lo ordene el señor Barthe.

—A la orden, señor.

—Señor Saint-Denis, recuperemos el cúter antes de que el mar se encrespe más —ordenó—. El viento seguirá refrescando.

—A la orden, señor —asintió el primer teniente de la fragata—. Por lo visto necesitamos a nuestro doctor…

Al percatarse de que Hayden no respondía a su comentario, al menos allí en cubierta, donde todo el mundo podría oírlos, el joven teniente se alejó a buen paso.

Hayden encaró de nuevo el cúter con el catalejo, y comprobó que habían tomado dos rizos a la vela y que la dotación se había situado en el costado de barlovento para hacer banda, a pesar de lo cual navegaba con dificultad. Dos hombres achicaban agua sin parar, pues las olas rompían con fuerza a bordo. Observó que Gould ayudaba a Childers con la dura caña del timón.

Un chubasco alcanzó a la Themis, y Hayden se puso a sotavento de la mesana para evitar la lluvia y aguardar a que le trajeran el capote encerado, que le llevó un sirviente al cabo de un momento. La fragata cayó hacia el cúter, deslizándose velozmente empujada por la corriente. Poco después, Hayden ordenó ponerla en facha, y la tripulación del cúter subió por el costado; tan sólo el doctor y el señor Gould experimentaron dificultades para seguir el ritmo al que se balanceaban ambas embarcaciones. Griffiths asomó con torpeza por el portalón, donde fue ayudado por dos marineros. No tenía buen aspecto; es más, parecía mareado.

—En cuanto se ponga usted una muda seca, doctor, venga a verme a mi camarote —pidió el capitán.

Dejó a Saint-Denis y Barthe que dirigieran la maniobra para orzar de vuelta a la posición que ocupaba el barco en el convoy, y descendió por la escala de toldilla a esperar al cirujano.

Transcurrió un largo cuarto de hora, que empleó caminando de un lado a otro. Finalmente el doctor llamó a la puerta con la discreción que lo caracterizaba.

—Tres muertos y media tripulación enferma —comunicó Griffiths, lo que no era nada halagüeño—. El patrón parece tener la cabeza sobre los hombros, gracias a Dios. Lo digo porque el segundo de a bordo es un borrachín, siempre y cuando se me dé bien juzgar el carácter de la gente. No sé qué motivo, qué poderosa razón tendrían para no habernos puesto al corriente de la situación a bordo. Es difícil aceptar que el sentido común pueda verse tan reducido por la bebida.

Hayden no se había permitido albergar esperanzas, o eso había creído, hasta escuchar el diagnóstico del doctor. Sin embargo, su tono daba una impresión muy distinta.

—¿Sabe de qué clase de enfermedad podría tratarse? —preguntó intentando simular una tranquila aceptación de los hechos.

Griffiths guardó silencio. Miraba hacia los baos y pestañeaba rápidamente, como si hiciese una lista mental de síntomas.

—Bueno, eso es lo más peculiar. A juzgar por buena parte de los indicios parece una gripe, pero nunca había presenciado un desenlace tan… violento. A este respecto, incluyo a McKee, ya que hasta el momento ha costado la vida a cuatro hombres jóvenes en la flor de la vida, y no es así como actúa ninguna gripe de la que yo tenga constancia. El Agnus, que anda falto de marineros, subió a bordo a dos hombres en Portugal, uno de los cuales ya falleció. Parece que estos dos hombres, aunque ingleses, habían transbordado de un mercante yanqui. El yanqui había llevado sin saberlo la fiebre desde Virginia, y estos dos hombres, temiendo por su vida, desembarcaron de noche y se enrolaron en el primer barco que largó amarras: el Agnus. Se encontraba a una semana de Portsmouth, con una tormenta de cuidado a popa, y aunque uno de ellos cayó enfermo no padeció tanto como los marineros del barco yanqui. Debieron de creer que habían logrado dar esquinazo a la enfermedad, pero el otro enfermó justo antes de unirse al convoy en Torbay. Ni siquiera entonces dijeron una palabra a nadie. El primer contagiado falleció y la enfermedad empezó a extenderse por todo el navío. El superviviente me lo contó y también me dijo que en Virginia los caballos son los primeros que enferman, luego los mozos de cuadra y los cocheros. —Griffiths se pellizcó el puente de la nariz y cerró los ojos. Hayden supuso que no había dormido mucho la noche anterior, pues estaba ojeroso y tenía un aspecto un tanto desaliñado.

—Y la hemos traído a bordo de nuestro propio barco… por un acto de caridad —observó el capitán con un hilo de voz.

Griffiths empezó a caminar por el camarote, muy nervioso.

—Sí, y en buena parte es culpa mía. Cuando permití que embarcaran a McKee me pareció que tenía fiebre, pero di por sentado que se la habría provocado su herida. Me preocupaba que ésta se gangrenara, no pensé en la gripe, y aunque lo hubiese hecho no me habría inquietado demasiado puesto que no suele afectar de ese modo a un hombre joven con buena salud. Los enfermos, los ancianos, los tísicos… éstas son las víctimas que escoge. —Se detuvo y miró al capitán sin ocultar su aprensión—. Cometí un terrible error, señor Hayden.

—No. Estoy convencido de que cualquier doctor hubiera hecho lo mismo. Si esos malditos insensatos hubieran tenido el suficiente sentido común para informar al patrón del Agnus… ¿Cómo lograron huir del barco yanqui? ¿No lo habían puesto en cuarentena?

—No lo sé, capitán —admitió Griffiths—. Tendré que inspeccionar a la dotación, uno a uno. No veo otro modo. Hay que separar de inmediato a los afectados.

—¿No le preocupa la posibilidad de haberse contagiado durante su estancia a bordo del Agnus?

—No pasamos allí más que un rato; es mucho más probable que McKee me contagiara. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Nadie admitirá que está enfermo después de que Worthing, que ojalá arda durante toda la eternidad en el infierno, pasara un rato en mi enfermería y el hombre a quien visitara falleciera.

—Coincido con usted. Me encargaré de que Archer reúna a los hombres por ranchos. La epidemia suele extenderse de ese modo, de un rancho a otro. Prepararemos un camarote para la cuarentena, donde se alojarán los hombres que hayan mantenido contacto estrecho con los enfermos. Una vez hecho eso, Chettle podrá improvisar una enfermería tan amplia como usted necesite.

El cirujano asintió con la cabeza.

—Tanto el señor Ariss como yo colgaremos el coy en la enfermería, y también comeremos allí, al menos por el momento.

Hayden sintió un escalofrío al pensar en convivir con los afectados, pero Griffiths tenía razón. Su ayudante y él eran los candidatos idóneos para extender la enfermedad, de modo que debían mantenerse apartados de los hombres sanos.

—¿La dotación del Agnus ha mantenido contacto con gente de otros barcos? —preguntó, emocionado ante aquella demostración de coraje por parte del cirujano, pues Hayden hubiera afrontado una docena de batallas antes que pasar siquiera una hora entre los enfermos.

—Se lo pregunté, pero por lo visto no hay de qué preocuparse.

—Habrá que dar gracias por ello. —En ese momento podría haber alabado el coraje de Griffiths, pero sabía que sólo habría logrado incomodar al doctor, cosa que deseaba ahorrarle. El cirujano aún no había acabado de aceptar el hecho de haber permitido que un enfermo de gripe hubiese transbordado a la Themis.

—Sí. Y ahora si me disculpa, capitán, debería visitar sin más demora a los miembros de la dotación.

—Por supuesto. —Pero entonces Hayden formuló la pregunta que había estado rondándole por la cabeza—: ¿Cuántos de nosotros cree que contraeremos la enfermedad, doctor?

De pronto, Griffiths pareció sentirse profundamente abatido.

—Si actuamos deprisa quizá tengamos menos casos de los que ha habido a bordo del Agnus —respondió extendiendo el brazo y asiéndose a un bao. Pareció perder la concentración un instante, pero al cabo añadió—: Ha muerto un hombre de cada veinte, capitán.

—Confío en que, con su habilidad, doctor, nos vaya mejor que a ellos.

—Gracias —repuso el cirujano con aire distraído. Se inclinó ante el capitán y se alejó a toda prisa, para desaparecer escala abajo.

Hayden permaneció junto al ventanal, contemplando el mar azotado por la tormenta, mientras el frío le traspasaba la casaca. Uno de cada veinte hombres, de modo que podía perder unos diez. Se habían separado del barco más potente, que era además el que llevaba a bordo al oficial al mando del convoy; un transporte había desaparecido en plena noche; el tiempo atmosférico conspiraba en su contra, y ahora aquello… Si la mitad de su tripulación caía enferma, ¿cómo se enfrentaría a los franceses, llegado el caso? ¿Y qué harían si él enfermaba? Saint-Denis no era precisamente el mejor candidato para llevar el convoy a Gibraltar, ni siquiera para asumir el mando de la Themis.

Llamaron suavemente a la puerta.

—¿Sí? —preguntó Hayden.

—El señor Smosh desea verlo, capitán —anunció el centinela entreabriéndola apenas.

—Que pase, por favor.

Entró el clérigo, corpulento pero bajito. Saltaba a la vista que cada vez se manejaba mejor a bordo, porque el barco cabeceaba de lo lindo y él mantenía el equilibrio sin necesidad de aferrarse a nada.

—Señor Smosh, ¿en qué puedo ayudarle?

—Me he enterado de que mandó encerrar al doctor Worthing en su camarote…

—Le aseguro que no tuve opción. Ese hombre tiene un carácter sedicioso.

—No piense que estoy juzgándolo, capitán. En realidad lo apruebo. Como bien dice, ese hombre aprovechará cualquier oportunidad que se le presente para causar problemas. Pero no es ésa la razón de que lo moleste. Se comenta que padecemos a bordo una especie de epidemia.

—Me temo que así es. El doctor cree que se trata de una gripe más violenta de lo acostumbrado.

—Lo lamento. ¿Me permitiría ofrecer a la tripulación un servicio eclesiástico? A menudo, en momentos así, las personas descubren su naturaleza religiosa. No estoy muy seguro de que en el terreno práctico sirva de gran cosa, pero podría aliviar a los hombres de algún modo.

—Tiene usted mi permiso. ¿Cuándo lo llevaría a cabo?

—Sugiero que tan pronto como el doctor termine de visitar a la dotación.

—Siempre y cuando la tormenta no haya empeorado demasiado y podamos prescindir de los marineros. Me parece una buena idea, gracias, señor Smosh.

—Me satisface colaborar en lo poco que puedo —repuso el clérigo, inclinándose levemente ante el capitán. Luego añadió con aire vacilante—: He pensado que tal vez necesite ayuda… ¿Podría usted prescindir brevemente del señor Gould?

A Hayden le sorprendió aquella sugerencia, e iba a negarse cuando comprendió que Smosh no había escogido al muchacho por casualidad.

—Por supuesto. Creo que el señor Gould es el candidato perfecto.

—No se moleste usted, capitán —dijo el clérigo alzando una mano—. Yo mismo buscaré al señor Barthe y al joven para ponerlos al corriente de su decisión, siempre y cuando le parezca bien.

—Espléndido, muchas gracias.

Smosh sonrió, hizo una leve genuflexión y se marchó.

—Asombroso —murmuró Hayden cuando la puerta se hubo cerrado. Al final Hawthorne estaría equivocado y Griffiths habría acertado en lo relativo a Smosh. El religioso le había pedido que Gould lo ayudara con el propósito de probar ante la tripulación que el muchacho era cristiano practicante. Hayden confiaba en que pudiera demostrarlo.

En cuestión de una hora, incapaz de reprimir su inquietud respecto al alcance de la gripe, descendió a la cubierta inferior a fin de averiguar cómo le iba al doctor. Griffiths se hallaba inmerso en el proceso de examinar a los hombres. Usaba un cilindro estrecho para oírlos respirar, luego les inspeccionaba ojos y orejas, les formulaba una serie de preguntas relativas al contacto mantenido con los enfermos, así como a su estado de salud, pero sobre todo les tocaba la frente para determinar si tenían fiebre, además de tomarles el pulso.

Al ver que Hayden andaba cerca, el cirujano se disculpó y ambos se retiraron en dirección a la camareta de los guardiamarinas para poder conversar en privado.

—¿Cuál es su diagnóstico, doctor?

—Aún no he terminado, pero hasta el momento me da la impresión de que apenas nos ha afectado. Sin embargo, me temo que se declararán más casos en los próximos días. Después de todo, el Agnus tiene enferma a media tripulación, pero yo sólo he dado con seis hombres que padezcan fiebre.

—Quizá entonces podamos aislarlos —replicó Hayden, al tiempo que se preguntaba si su alivio se traslucía demasiado.

—Estas fiebres se extienden con facilidad y rapidez, capitán. La experiencia me dice que una buena dieta contribuirá más que cualquier otra cosa a la recuperación de los enfermos, y yo mismo sangraré a quienes lo requieran. Los medicamentos ayudarán a suavizar los nervios y el pulso, aunque quizá podamos hablar con el cirujano de la Syren, pues mis provisiones de analgésicos no son las adecuadas, tengo colofonia de sobra para las friegas, pero estoy seguro de que apenas me queda ya tártaro vitriolado y tampoco dispongo de más de medio escrúpulo de mercurius dulcis.

—Cuando regrese McIntosh lo enviaré para que entregue al médico de Cole una lista con todo lo que usted necesite.

—La elaboraré en cuanto tenga un momento libre —dijo Griffiths, señalando con un gesto a los hombres reunidos ante la enfermería.

—Le dejo que prosiga con su trabajo, doctor.

Hayden subió por la escala a la cubierta principal, donde se topó con un grupo de jóvenes, que no estaban de guardia y jugaban con un cañón de dieciocho libras. Amarraron la pieza y metieron la invisible lanada en la invisible ánima. Luego empujaron a fondo el cañón y, todos a una, reprodujeron el estruendo del cañonazo: ¡bum!

—¡Está acabado! —anunció uno de los muchachos, el que daba la impresión de ser el cabo de cañón, que fingió asomarse por la porta cerrada para ver al maltrecho barco francés—. ¡Está hundiéndose, compañeros!

—¡No! ¡Hundiéndose no! —protestó otro—. ¡Que no habrá dinero del botín!

El cabo de cañón echó un segundo vistazo, más atento.

—¡Esperad! ¡No! No se va a pique. ¡Vamos al abordaje, muchachos!

El condestable, que no andaba muy lejos y estaba sustituyendo la llave de una de las piezas, reparó entonces en la presencia de Hayden y dio un respingo, asustado.

—¡Eh, mocosos! ¿A qué estáis jugando? Id a otra parte a meteros en líos —los regañó.

Los muchachos se dispusieron a encararse con el hombre, pero entonces uno de ellos vio a Hayden y susurró de forma audible:

—¡El capitán!

Un sinfín de piernas y brazos flacuchos emprendieron la carrera, y la temida palabra «capitán» reverberó en la cubierta mientras los muchachos desaparecían.

El condestable, avergonzado, con los dientes bien prietos y la boca torpemente abierta, lo que le permitía respirar a través de la dentadura, dijo:

—Lo siento, señor. No estaban haciendo ningún daño, pero no tendría que haberlos dejado jugar cerca de los cañones, lo sé.

—No, no debería haberlo permitido. Y espero que no vuelva a suceder, por mucho que todas las llaves estén tapadas y usted se halle presente.

—A la orden, señor.

Hayden recogió su capote encerado y subió a la cubierta, donde Wickham, de pie junto al obenque de mesana, miraba hacia el norte.

—¿Se sabe algo de McIntosh? —preguntó Hayden.

—¿Señor? —repuso Wickham, como si acabase de despertar.

—Le he preguntado por McIntosh. Si lo ha visto.

—No, señor. Se fundió en la negrura hace un rato y no ha vuelto.

—Hummm…

Cogió el catalejo de Wickham y escudriñó los barcos del convoy. Una racha de viento alcanzó a la Themis y la tumbó con fuerza de costado. Hayden sintió cómo el navío ofrecía resistencia al empuje ventoso. Una ola superó la regala al romper por la aleta, y el agua empapó la cubierta.

—El barómetro ha dejado de caer, señor, pero no da precisamente muestras de subir.

Hayden apartó el catalejo.

—El viento aún no ha refrescado del todo, aunque los he visto capaces de desafiar el barómetro.

—Sin duda, señor. —Wickham hizo una breve pausa—. ¿Cómo le va al doctor?

Era una pregunta peculiar, así que Hayden lo miró y pensó que sólo se trataba de un torpe intento de interesarse por los enfermos.

—Aún no ha terminado con la dotación, pero ha encontrado muchos menos casos de los que nos temíamos —respondió, sin apartar la mirada del joven para comprobar si su tono optimista resultaba creíble.

—Ésas son buenas noticias, señor. —Pareció relajarse un poco y se irguió—. Los hombres tienen puestas todas sus esperanzas en Griffiths, capitán. Nos sacará de ésta.

—No creo que su fe pueda depositarse en mejor lugar.

—¡Allí, señor! —exclamó Wickham, señalando un borrón que se perfilaba en el oleaje.

A Hayden le bastó con echar un vistazo a través del catalejo para convencerse de que, en efecto, se trataba de una goleta, con toda probabilidad la de McIntosh. Devolvió el catalejo a Wickham, quien se lo confirmó.

Hayden pasó a inspeccionar la cubierta, y se entretuvo charlando con los tripulantes, sobre todo con los nuevos. En momentos así, un capitán sereno apaciguaba los ánimos y ahuyentaba los miedos, y en una comunidad tan supersticiosa, el temor al contagio era muy grande. La etiqueta de «barco apestado» circulaba en susurros en todas las cubiertas mientras los hombres trabajaban, con aire grave y en silencio. Fue asegurando a los marineros que no se trataba de la fiebre amarilla ni ninguna epidemia similar, sino de una gripe, término que comprobó que no los espantaba tanto.

Hawthorne se reunió con Hayden cuando éste regresó al alcázar. El oficial de infantería de marina sonreía, aunque con muy poca convicción.

—El doctor Griffiths ha terminado de visitar a los hombres —le informó—, aunque aún no ha reconocido a los oficiales e invitados. —Y se inclinó para añadir en voz baja—: Catorce casos de fiebre, y otra media docena que le hacen temer lo peor. Han sido separados tanto de los enfermos como de los sanos, para que el doctor pueda seguir de cerca su evolución.

—¿Tantos? —preguntó Hayden, súbitamente angustiado.

—¿Fue recompensado el Buen Samaritano por su caridad? —se preguntó Hawthorne—. No me acuerdo.

—El buen cristiano no busca recompensa en esta vida, señor Hawthorne.

—Otro aspecto en el que temo haber fracasado. Pero, hablando de religión, estamos improvisando una capilla en la cubierta inferior, a resguardo de esta condenada lluvia. El señor Smosh muestra una extraordinaria energía en este empeño, teniendo en cuenta sus inclinaciones ateas, y debo añadir que no podría contar con la ayuda de un coadjutor más interesante.

—El señor Gould.

Hawthorne no ocultó su sorpresa al comprobar que Hayden estaba al corriente de aquello.

—El mismo. Espero que el joven haya acudido de veras a la iglesia. Si no se encuentra familiarizado con el rito habitual se confirmarán los rumores.

—Creo que Smosh escogió a Gould con intención de acallar dichas habladurías, y también que se asegurará de que el joven cumpla con su papel. Al menos eso espero. —En ese momento se le ocurrió que Smosh podría pretender todo lo contrario… pero no, estaba seguro de que el clérigo no era de esa clase de personas.

—Recemos —dijo Hawthorne con el tono de un sacerdote desde el púlpito.

Hayden permaneció en cubierta hasta que McIntosh logró, bordada tras bordada, llegarse a su altura a través del convoy, y ponerse en facha a la voz de la Themis. La goleta, con las velas arrizadas, era muy marinera y navegaba tan bien de bolina como ninguna otra embarcación que Hayden hubiese visto.

—¡Ni rastro de nuestro barco perdido, capitán! —informó a voz en cuello desde la regala—. Ni siquiera hemos divisado restos en el agua. Si se fue a pique, no tuvo tiempo de arriar los botes. —Se encogió de hombros, perplejo—. No lo entiendo.

—Nunca oí de un barco que se hundiera tan rápidamente, a menos que explotara. No creo que podamos hacer más hasta que pase la tormenta, pero quiero que lleve una carta al capitán Cole, si es tan amable.

Hayden envió al sirviente a pedir a Griffiths la lista de remedios que necesitaba. El sirviente regresó al cabo de un cuarto de hora, y McIntosh aventó escotas y se deslizó entre los barcos del convoy como una gaviota que vuela con viento de cola.

Una ráfaga de lluvia alcanzó a Hayden en la espalda, empapándolo. Oyó que flameaba la lona en lo alto del aparejo, lo cual lo hizo volverse y alzar la vista. Ahí, bajo la cruceta, una bandera amarilla se agitaba como loca.