Capítulo 7

El temporal duró tres días, lo cual desplazó lentamente al convoy en dirección oeste noroeste. Hayden y los demás barcos escolta hicieron lo imposible para mantener las embarcaciones juntas, a pesar de lo cual por la noche tendían a dispersarse. Dos transportes se abordaron en medio de una tormenta, y uno resultó tan dañado que fue necesario transbordar a su dotación por temor al naufragio. Hayden lo vio hundirse en el oleaje, cuando el mar de jade bañó sus cubiertas y asomaron los palos, que restallaron fugazmente como un látigo antes de irse a pique. Imaginó la embarcación mientras se hundía lentamente en el lecho marino del Atlántico, donde sólo reinaba la oscuridad.

Los capitanes al mando de los barcos escolta, así como los patrones de los transportes, se habían esforzado al máximo para mantener unido al convoy cuando el océano intentaba separarlo. Cole cumplió con su cometido, pero Hayden percibía con claridad cómo iba aumentando la ira del oficial en el alcázar de su fragata. Sin duda aguardaba el regreso de Pool para exponer su caso. Dada la opinión que tenía el comodoro del capitán de la Themis, Hayden temía que Pool estuviese más que dispuesto a prestar oídos a cualquier queja dirigida contra él.

Finalmente cayó el viento y los barcos cabecearon y se balancearon con torpeza en una mar intranquila. Un sol puro titilaba a través de una bruma lejana en lo que sorprendentemente se antojaba que sería un cálido día. Las labores relativas al secado del barco sumieron a Hayden en una actividad febril. Ordenó a los capitanes de los barcos escolta que transbordaran a la Themis, y se puso a observar las evoluciones de los cúteres que se acercaban en aquel mar moderado.

Media hora tardaron los cuatro oficiales en franquear el portalón de la Themis, y sus llegadas fueron anunciadas a toque de pito por parte del señor Franks. Éste, a juzgar por su porte, parecía dispuesto a abrir fuego sobre los barcos de aquellos capitanes si se atrevían a faltarle al respeto a Hayden, por leve que fuera la falta.

Hayden sentó a los oficiales y al primer teniente alrededor de la mesa y decidió situarse en la cabecera, con los ventanales de popa a la espalda, más allá de los cuales resplandecía un inusual y hermoso día en el golfo de Vizcaya. Los golpes y el eco de los pasos de los que reparaban el barco se filtraban a través de la lumbrera, abierta a una cálida y húmeda jornada. Una gaviota se había posado en el alféizar, y el sol proyectaba su sombra en la cabina, que se alargaba hasta los rostros de los allí congregados.

A juzgar por sus caras, parecían agotados debido a la tensión de mantener unido y a flote el convoy durante la tormenta; tan sólo Cole se mostraba abiertamente hosco. Éste se había llevado aparte a Saint-Denis nada más subir a bordo, y ambos habían mantenido una conversación susurrada, demostrando tal familiaridad que no había duda de que ambos tenientes se conocían con anterioridad.

Hayden carraspeó y, una vez hubo comprobado que contaba con la atención de los presentes, dijo:

—Gracias a todos por acudir con tal prontitud y…

—¿Qué otra opción teníamos? —Cole resopló—. De habernos negado, lo más probable es que hubiese acabado amenazándonos con abrir fuego sobre nuestras embarcaciones.

Hayden reparó en que los demás oficiales no mostraron, al menos de manera explícita, indicios de estar de acuerdo con el teniente. Por fortuna, ellos aceptaban la necesidad de que el capitán de la Themis hubiese asumido el mando.

—Aún confío en que el capitán Pool pueda encontrarnos, pero hasta que llegue ese momento hemos de prepararnos para lo que pueda suceder —continuó Hayden—. Mi guardiamarina está convencido de que al norte avistó una goleta que navegaba cubierta de lona la mañana en que asomó la fragata francesa. Si la goleta vuelve acompañada por una escuadra, nos veremos en un serio aprieto, sobre todo si el capitán Pool no se reúne con nosotros. —Titubeó un instante, preguntándose si podría proponer su plan a modo de sugerencia, y escuchar las opiniones de los otros, o si debía limitarse a imponer la estrategia que había escogido para el convoy. Escrutó los rostros atentos y tomó una decisión—. Los franceses confiarán en que emprendamos la ruta más directa que nos permita este tiempo, de modo que seguirán ese rumbo con la esperanza de localizarnos. Por ese motivo deberíamos poner proa al Atlántico y adentrarnos en él unas treinta leguas como mínimo, antes de poner rumbo a Gibraltar.

—Capitán Hayden, ¿no se le ha ocurrido que su plan reduce extraordinariamente las posibilidades de que el capitán Pool nos localice? —preguntó Cole—. Claro que quizá sea ésa su intención.

—Señor Cole, mi intención es preservar el convoy y arribar a Gibraltar lo antes posible. No obstante, nuestra situación es muy comprometida, pues hemos perdido el más fuerte de nuestros barcos, de modo que lo mejor que puede pasarnos es que los franceses no nos descubran. Lo cierto es que no nos quedan muchas más opciones.

De nuevo los presentes asintieron con la cabeza para dar a entender que se mostraban de acuerdo.

—Si se me permite, señor… —intervino McIntosh, que no mostraba otra actitud hacia él que la misma que cuando se conocieron—. Quizá podríamos tratar de que algunos de nuestros transportes pasasen por barcos armados. En nuestro convoy figuran ciertas embarcaciones que pertenecen a la clase que recientemente el Almirantazgo ha adquirido y artillado para usarlas de ese modo. Podríamos obtener uniformes suficientes para quienes se paseen por el alcázar, y transbordar marineros de otros barcos a fin de reforzar sus dotaciones, con objeto de que puedan agilizar la maniobra en el aparejo. Nunca estarán a la altura de nuestros barcos, pero quizá baste para despistar al enemigo.

—Ya se me había ocurrido, capitán McIntosh, pero me pregunto si no repararán con facilidad en que hemos recurrido a una estratagema tan común. Los franceses podrían interpretarlo como una indicación de nuestra auténtica fuerza, y envalentonarse.

Stewart se inclinó hacia delante para que los demás lo vieran mejor.

—Tal vez resultase si logramos mantener a nuestros caballos de Troya a bastante distancia de los barcos franceses que puedan aparecer, capitán Hayden.

Aunque éste no entendió a qué se refería con lo de «caballos de Troya», el argumento no carecía de cierta validez.

—Podría resultar, sí —admitió—. Reclutemos temporalmente a tres de nuestros transportes para que sirvan en la Armada Real. Puesto que la idea fue suya, McIntosh, ¿se encargará de llevarla a cabo?

—Así lo haré, señor, si se me permite tomar algunos uniformes de sobra que puedan tener ustedes a bordo, los suficientes para disfrazar a los oficiales del alcázar.

Todos asintieron en señal de conformidad, incluso Cole, aunque Hayden sospechó que se debía a que la idea no la había sugerido él.

—Redactaré una carta y haré copias para enviarlas a los patrones. Será mejor que entiendan nuestras intenciones sin margen de duda. Seguiremos como hasta ahora: el capitán Stewart permanecerá atento a los barcos que puedan rezagarse o abandonar la posición; McIntosh transportará los mensajes y repetirá las señales. Capitán Cole, voy a pedirle que se sitúe a retaguardia, y Jones, usted navegará a proa de todos nosotros. Yo permaneceré a barlovento, donde la Syren se reunirá conmigo si aparecen los franceses. Confiemos en que el viento nos sea favorable hoy para avanzar a poniente.

Se escogieron los transportes que se harían pasar por barcos del rey, y luego se resolvieron otros asuntos de menor importancia antes de que los oficiales se retirasen. Hayden subió a cubierta a despedirlos y, desde el pasamano, observó el lento avance de los botes de regreso a sus respectivos navíos. Después echaron al mar los cúteres de la Themis, con el encargo de llevar la carta de Hayden a los patrones, además de interesarse por los daños que pudieran haberse sufrido de resultas de la reciente tormenta, pues aquella calma era demasiado inopinada para desaprovecharla. Mandaron a los señores Franks y Chettle en la falúa de la fragata para echar una mano en el barco que había sobrevivido a la colisión, y regresaron con dos heridos que se procedió a subir a bordo de la Themis, donde quedaron a cargo del doctor Griffiths. En definitiva, hubo bastante ajetreo entre los barcos del convoy.

Rodeado por atentos guardiamarinas, el señor Barthe llevó a cabo el cálculo de la posición lunar e informó de ella a los jóvenes caballeros, pues en los últimos tres días había sido imposible verla debido a la tormenta. A Hayden le complació comprobar que el cálculo estimado del piloto no había errado por mucho.

—¿Cómo se encuentra, señor Barthe? —le preguntó Hayden.

El piloto de derrota se llevó la mano a la espalda, donde se había lastimado al caer en cubierta por efecto de la explosión del barco enemigo.

—Mi frágil y anciano cuerpo no fue hecho para acrobacias, capitán, pero voy recuperándome. ¿Ha notado mejoría en el oído?

—Ya no me duele, muchas gracias por preguntar. El doctor me asegura que recuperaré el oído con el tiempo, así que de momento el sano se encarga de trabajar por ambos.

Entonces se acercó Wickham para informar de las reparaciones. Hayden puso a ambos al corriente de las decisiones tomadas y de la reacción de los capitanes, pero no mencionó la abierta reticencia de Cole, a pesar de que sí refirió su temor de que alejarse rumbo oeste hiciera menos probable que Pool pudiese encontrarlos.

—Tal vez Cole tenga razón, capitán —admitió Barthe—, lo cual no significa que su estrategia no sea la adecuada. El comodoro sólo podrá culpar de lo sucedido a su propia temeridad. Si hubiera mantenido su puesto en el convoy, podríamos habernos defendido mejor, ya que nos equiparábamos en número al enemigo, a pesar de que las fragatas francesas fueran más pesadas que las nuestras. No obstante, creo que podríamos haberlos rechazado, o al menos mantenido a raya cuanto hubiese sido necesario.

Para variar, Hayden optó por mostrarse discreto y no hizo ningún comentario a lo expuesto por Barthe.

—Tampoco se puede descartar que Pool no vaya a localizarnos —intervino Wickham—. Después de todo, también se le habrá ocurrido pensar que a lo mejor variaremos el rumbo para confundir a los franceses.

La mirada que Barthe lanzó a Hayden fue más bien un mudo comentario a la juventud y la naturaleza confiada del joven. El capitán sospechaba que Barthe coincidía plenamente con él al creer que, en el caso de que Pool hubiese rechazado al navío francés de setenta y cuatro cañones, apenas emplearía tiempo en localizar el convoy, sino que acto seguido pondría rumbo a Gibraltar a toda vela. Una vez allí, culparía de haber cambiado el rumbo previsto a quienquiera que hubiera asumido el mando del convoy, y luego navegaría a Tolón para reunirse con Hood. Pool consideraría una auténtica bendición haberse librado del convoy. Quizá el almirante lo amonestaría por abandonar tan pronto la búsqueda de los barcos de los cuales era responsable, pero no se derivaría ninguna otra consecuencia. No habría consejo de guerra, eso seguro. Y si Pool había apresado, incluso dañado sustancialmente el navío francés, probablemente lo felicitaran, si no lo recompensaban.

Hayden se subió al aparejo, en parte para inspeccionar el progreso de las reparaciones y evitar que lo hiciese Franks con el pie malherido, y en parte también para otear la franja de océano que los rodeaba. Subido a la cruceta del mastelero, inspeccionó lentamente el horizonte en todas direcciones. Distinguió al nordeste un punto pardo, tenue y casi imperceptible, quizá una vela o tal vez nada.

—Avisad al señor Wickham —ordenó a los hombres que trabajaban debajo de él.

Poco después, el guardiamarina se sentó junto a Hayden, el cual le cedió el catalejo.

—¿Ve usted ese punto al nordeste, señor Wickham? —preguntó extendiendo el brazo para indicar un área del Atlántico desafortunadamente amplia—. Es una vela, ¿no se lo parece?

Con el extremo del catalejo apoyado en la mano que aferraba al estay, el joven observó completamente inmóvil.

—Creo que sí es una vela, capitán, pero no distingo su naturaleza o nacionalidad. Sin embargo, sí puedo decirle que ese barco tiene viento.

—¡Diantre! Si en ese caso nos lo acerca, mejor será que se trate de Pool. Quizá ese viento nos alcance antes de que llegue y podamos adentrarnos en el océano. Me pregunto si nos habrá avistado. ¿Distingue usted qué rumbo lleva?

Wickham encaró de nuevo el catalejo y miró unos instantes en dirección al navío.

—No, señor —contestó al fin.

—Encargaré a Archer que ocupe su puesto, para que pueda usted quedarse un rato aquí. Me gustaría averiguar adonde arrumba ese barco.

—A la orden, señor.

Hayden recuperó el catalejo y examinó todos los barcos del disperso convoy, los cuales se alzaban y caían a merced del oleaje. Algunos se balanceaban más de lo debido. Contó treinta transportes, pues las pérdidas se reducían al barco naufragado como consecuencia de la colisión, pero aún tenían que cubrir muchas millas náuticas. Se despidió de Wickham con una inclinación de la cabeza y descendió sin perder la ocasión que le brindaba la altura para inspeccionar el aparejo. Franks, el contramaestre, había sido ascendido a ese puesto aunque carecía de los debidos conocimientos, y además su anterior capitán, Hart, le había impedido aprender el oficio. Era uno de los muchos modos que tenía Hart de oprimir a la dotación, mantenerlos en la ignorancia y maltratarlos por todo aquello que le viniese en gana. De no haber sido por Barthe y sus ayudantes, la Themis probablemente habría perdido un palo y, como sucedió, habría necesitado de un palo mayor y uno de mesana, que habían sufrido daños por culpa de un aparejo falto de las debidas atenciones.

Puede que Franks no mereciera su puesto de contramaestre, pero, desde que Hayden subiera a bordo, aquel hombre había hecho todo lo posible por aprender el oficio. Era una desdicha que asimilase con lentitud, y además la fractura del pie le impedía subir al aparejo. A Hayden se le había ocurrido sustituirlo, pero no se decidía a causa del empeño y la lealtad que Franks había demostrado en la anterior travesía, bajo el mando del despreciable Hart. De hecho, a menudo veía al contramaestre en cubierta observándolo, preocupado por la posibilidad de que el capitán encontrase alguna deficiencia que sus ayudantes hubiesen pasado por alto o de la que le hubiesen puesto al corriente.

Al llegar a cubierta reparó en el pobre Franks, que cojeaba por el portalón con una mueca de dolor.

—Señor Franks, hay un motón en el estay de gavia que requiere de su atención. Creo que el cabo grueso que pasa por él se halla a punto de ceder. Esa misma vela necesitará pronto que le refuercen el estay. Mejor hacerlo ahora que no hay viento y contamos con poco oleaje. Sus ayudantes no le tienen informado del estado del aparejo, señor Franks, y esto no puede seguir así.

El contramaestre se mostró muy abatido ante aquel comentario, a tal punto que se sonrojó.

—No es por mala fe, señor, sino debido a los escasos conocimientos que poseen de la materia.

—Es una materia en que uno no puede permitirse mostrarse ignorante. Pensemos en una posible solución al problema, señor Franks. Ya tendremos ocasión de comentarlo. Siga con lo suyo.

Franks se alejó al tiempo que empezaba a llamar con insistencia a sus hombres y reprendía por el camino a un par de marineros que, según él, no trabajaban con el empeño necesario. Uno de ellos encajó un restallante rebencazo en el hombro.

—Señor Barthe, no podemos continuar así con el señor Franks. Es intolerable que no contemos con un contramaestre capacitado.

—El señor Franks cumple a rajatabla con sus obligaciones, capitán —replicó Barthe, de repente muy serio ante aquella observación.

—Lejos de mi intención sugerir lo contrario, pero aún no domina su oficio, lo cual resulta inaceptable en un barco de guerra.

—Ha avanzado mucho en su aprendizaje, señor. Yo mismo he tenido ocasión de comprobarlo.

—Sí, y si fuese segundo del contramaestre eso sería digno de mención, pero no es el caso.

—Si usted lo degrada no va a encajarlo bien, señor —aseguró Barthe, torciendo el gesto.

—Por eso no tengo intención de hacerlo. Además, ¿a quién iba a poner en su lugar? No, lo que pretendo es degradar a Gordon, su segundo, al que nunca hubiese llegado a ascender a marinero de primera de haber llegado a estar yo al mando. Ocupará su puesto alguien competente, motivo por el cual acudo a usted. Es una lástima que no contemos con Aldrich para nombrarlo segundo del contramaestre, pero ¿se le ocurre recomendarme a alguna otra persona?

Barthe se acarició la barbilla en gesto reflexivo.

—Hay algunos marineros competentes, señor, sin duda, pero ¿uno al que pueda imaginarme el día de mañana desempeñando la labor de un contramaestre…? Es un puesto que exige mucho y da poco a cambio, capitán.

—¿Me cedería usted a Dryden durante tres meses? Para entonces, el señor Franks se habrá recuperado de la herida en el pie, y la compañía de Dryden se habrá demostrado lo bastante beneficiosa para que tanto uno como otro aprendan el oficio, puesto que si bien relevaré a Gordon tengo pensado ascender a Coffey para que ocupe su puesto. Soy consciente de que se trata de una imposición, pero es necesario hacer sacrificios por el bien del barco. —Recordó al almirante Cotton cuando había pronunciado esas mismas palabras, y no sin cierto bochorno, pues Hayden no se había sentido precisamente inclinado a hacer sacrificios en aras del servicio cuando el almirante así se lo había exigido.

—¿Y a quién me asignará usted para que ocupe el lugar de Dryden? —preguntó Barthe, reticente, tras haber meditado la propuesta.

—¿A quién escogería?

—Al señor Gould —respondió el piloto sin dudar.

—¿A Gould? Pero si apenas se ha mojado las botas. Alguien habrá más capacitado para ocupar el puesto.

—Puede que el muchacho sea nuevo, capitán, pero jamás había visto a nadie aprender tan rápido. Nunca hay que repetirle las cosas. Para cuando arribemos a Gibraltar, le juro que Gould podrá presentarse perfectamente al examen de teniente, de no ser por su edad, claro. En mi vida he visto algo semejante.

Ahora fue Hayden el que se mostró titubeante.

—Para ser buen oficial debe dominar todas las labores correspondientes a un piloto de derrota —señaló Barthe.

—Pues voy a complacerle, señor Barthe, pero seguirá siendo guardiamarina aunque temporalmente esté bajo su mando. —Meditó unos instantes su decisión—. Supondrá una buena educación para él, sin duda. Yo informaré al señor Franks de nuestra elección, pero encárguese usted de hablar con Dryden. También pondré al corriente a Gould. —Contempló aquel punto del horizonte donde tanto a Wickham como a él les parecía haber avistado una vela.

—¿Cree usted que será el capitán Pool? —preguntó Barthe.

—Eso espero.

—Yo también lo espero —convino el piloto, llevándose la mano al sombrero—. Con su permiso, señor. —Y así las cosas, se dirigió hacia la proa.

Los alcanzó el rumor de un viento procedente del norte, un leve soplido que quebró al sur la regularidad del oleaje. Las velas se volvieron inquietas, flamearon sin tenerlas todas consigo, se hincharon, perdieron el viento y entonces se inflaron de verdad, momento en que el barco resucitó con un gemido. Cuando los patrones quisieron aproar en un único rumbo, se produjo el caos acostumbrado. El convoy hizo avante hacia el Atlántico.

Transcurrió muy poco tiempo antes de que Barthe ordenase a los hombres reducir la vela de la Themis, por temor a que los transportes, lastrados como iban, quedasen atrás siguiendo su estela. Hicieron señales a Cole para que remolcase al más lento de todos, el Hartlepool, que enseguida había dado muestras de demorarse.

—Ese carcamán nos perderá a todos, capitán —gruñó Barthe cuando regresó al alcázar, señalando con su mano regordeta en dirección al Hartlepool.

—Espero que no sea algo tan dramático, pero sí nos retrasará varios días. —Hayden levantó el catalejo para ver si avistaba aquel punto lejano en el horizonte septentrional.

—¿La ve usted, capitán? —preguntó el piloto de derrota con cierta ansiedad.

—Si le soy sincero, no estoy muy seguro. —Hizo visera con la mano y, alzando la vista, dio la voz al vigía subido al tope del palo de mesana—. ¡Ahí arriba! ¡Smithers! ¿Distingues una vela al norte?

Como Wickham había regresado a cubierta hacía un rato, Hayden había tenido que confiar en la percepción de otros que no poseían una vista tan aguda como la del joven.

—No, capitán. Hace un momento dio la impresión de desplazarse al este, pero ahora no la veo.

—En fin, supongo que eso son buenas noticias. —Se volvió hacia Barthe, quien también había encarado el norte con su propio catalejo.

—A menos, claro está, que se trate de Pool —repuso el piloto bajando el cilindro de latón.

—Si era él, ignoro cómo no ha logrado vernos. Si nosotros hemos sido capaces de avistarlo desde el tope de una fragata, con tanta vela alrededor, imagínese de qué no serán capaces sus vigías encaramados a la cruceta de un navío de setenta y cuatro cañones. Fuera quien fuese, no da la impresión de que hayamos despertado su interés. —Hayden siguió atento al norte un rato, deseando estar en lo cierto.

Prosiguió la jornada y el convoy avanzó a poniente, lento pero con constancia. Tras un cálido día, la noche llegó acompañada de un frío inesperado. Cada anochecer armaban en lo alto del aparejo una estructura de madera, con linternas que podían encender de maneras acordadas de antemano para enviar señales al convoy. Era una solución de compromiso que por farragosa no resultaba del agrado de nadie. Hayden observó a los hombres mientras la izaban hasta el tope cuando el sol poniente proyectaba una cruda luz turquesa sobre el horizonte.

—¡Gente a las drizas! —ordenó Barthe, que supervisaba personalmente la operación—. Poned alma ahí, Wilson. ¡Alma!

Hayden se alejó para dar una vuelta por cubierta, antes de descender a su cabina, donde el despensero, Castle, estaba encendiendo la lámpara.

—Hoy me han invitado a cenar en la cámara de oficiales, Castle, así que tienes la noche libre.

El hombre asintió. No era el marinero de mayor antigüedad a bordo, pero superaba en veinte años a Hayden y llevaba embarcado desde niño… un huérfano. Las palabras no eran el punto fuerte de Castle, sobre todo si bastaba con un gesto o un leve carraspeo. Cuando se atrevía a hablar lo hacía en susurros, con algún que otro titubeo, como si su propia voz le resultase algo desconocido y acabara de aprender no sólo el inglés, sino cualquier lengua, y no las tuviera todas consigo. Todo él era tan opaco que Hayden sintió que no lo conocía en absoluto, aunque a juzgar por sus acciones era de buen corazón e incluso se mostraba generoso. Los hombres lo llamaban John el Sigiloso, a pesar de que su nombre de pila era Cyrus (si es que Cyrus puede considerarse como tal). Siempre que Hayden le hablaba daba la impresión de recular un poco, aunque no cambiase de posición, y escuchaba como quien esperase oír, como quien sabe que va a recibir, malas noticias.

El lugar que ocupaba el Sigiloso entre los marineros era difícil de describir. Compartía rancho con Chettle y los ayudantes del carpintero, quienes daban la impresión de aceptarlo sin prejuicios. Los marineros más veteranos lo toleraban, lo cual impulsaba a los jóvenes a emular el ejemplo de sus compañeros, y si bien se referían a él como John el Sigiloso, nunca se burlaban en su presencia, ni lo avasallaban o abusaban de su persona. Ser el despensero del capitán le confería cierta inmunidad, incluso privilegios, pero hasta Hayden lo consideraba inquietante, como si fuera más animal que humano.

En una ocasión, Griffiths lo había comparado con un buen perro que «anda por ahí husmeando y de vez en cuando te trae algo». En su papel de despensero era la eficiencia personificada, pero a veces el capitán deseaba que aprendiese a comportarse con mayor humanidad y abandonase su aureola canina.

—¿Sabe Rosseau que no necesitaré que me prepare la cena?

El despensero asintió de nuevo. Aguardó un momento hasta que el capitán lo despidió con un gesto, y a continuación se alejó sin hacer ruido.

Hayden permaneció un rato sentado en silencio en la cabina, mientras la luz del atardecer se extinguía. La transición del azul matinal al topacio, luego al zafiro, índigo, violeta y púrpura, que al final se transformaba en negro azabache, constituía un misterio que jamás había dejado de aspirar a comprender. ¿Dónde terminaba un color y empezaba otro? ¿Cómo podían diluirse uno en el otro y alterarse con tanta sutileza para que el ojo fuera incapaz de distinguir con precisión el momento en que se llevaba a cabo la transmutación?

Llamaron suavemente a la puerta, lo cual interrumpió el hilo de aquellas reflexiones centradas en la paleta de colores de la naturaleza. Hayden dio permiso al infante de marina para abrir.

—El doctor Worthing desea hablar con usted, señor —informó el soldado.

—Que pase.

«Adiós a la poesía, pensó Hayden. Maldita sea».

La facha avinagrada y dolida de la que por lo general hacía gala Worthing se veía acentuada, más amargada que nunca, lo que apuntaba a que algo le había provocado mayor dolor del acostumbrado. Apretaba con tal fuerza los labios que daban la impresión de estar exangües; eran una línea prieta, vacía, imperceptible.

—Doctor Worthing. Espero poder serle de ayuda. —En realidad, lo único que Hayden deseaba era que lo pusiese al corriente de su motivo de queja, por mezquino que fuese, y se marchara sin dilaciones.

—Señor Hayden, espero que no haya tomado usted parte en esta… muestra de desprecio a la Iglesia y la Corona.

—¿Y a qué muestra de desprecio se refiere, doctor? —preguntó el capitán con aire inocente, como lo haría Smosh.

—No ignorará usted que cuenta con un judío entre sus oficiales…

—Pues sí. ¿De quién se trata?

—Del señor Gould, señor, como sabrá usted bien.

—La madre del señor Gould es cristiana y proviene de una familia cristiana. Gould lleva toda la vida acudiendo a la iglesia.

—Su padre es judío. Lo sé de buena fuente.

—¿Y qué fuente es ésa?

—¿Acaso lo niega, señor Hayden? —repuso en cambio Worthing, que no pareció dispuesto a satisfacer la curiosidad de Hayden.

—No. De hecho, no lo niego, pero es que la religión del padre de Gould carece de la menor importancia. La ley únicamente exige que Gould pertenezca a la Iglesia de Inglaterra, y le aseguro que así es.

—Bueno, pues no me convence. ¿Recibió el sacramento? Públicamente, quiero decir.

—No puedo responder a esa pregunta, doctor, y no es una cuestión que quiera plantear.

—¡Que no quiere plantearla! Pues yo mismo lo haré. Me encargaré de que reciba el sacramento en presencia de testigos.

—Eso no lo hará a bordo de mi barco. Sólo el Almirantazgo tiene derecho a imponer semejante exigencia, y usted no es el Almirantazgo.

—¿Se niega pues? —repuso Worthing, cuyo ultrajado sentimiento alcanzó nuevas cotas.

Hayden lo miró a los ojos y habló con claridad y firmeza, tratando de transmitirle de ese modo todo el peso de su convicción:

—No permitiré que personifique a la Inquisición a bordo de mi barco, doctor.

—¿Y qué hay de usted, señor Hayden? ¿Se niega a recibir el sacramento? ¿Es usted tan papista como aseguran sus hombres?

—No creo que eso constituya un motivo de preocupación para mi tripulación, ni siquiera pienso que les interese.

—Pues en eso se equivoca, señor.

—Doctor Worthing, si lo que pretende es sembrar la discordia entre la dotación, lo encerraré en la cabina mientras dure la travesía.

—¡No se atreverá! Las consecuencias de semejante medida…

—Sé lo que sucedería si no la tomara. Hubo un motín a bordo de este barco, pero le aseguro que no habrá otro. Deje usted de provocar a mi dotación, o me veré obligado a…

—No pienso compartir mesa con un judío —manifestó Worthing.

—Entonces tendrá que comer a solas.

—Estoy seguro de que habrá quienes me acompañen.

—No si desean seguir siendo oficiales de la Themis.

Agotadas las palabras, ambos permanecieron inmóviles mirándose fijamente. Al clérigo lo sacaba de sus casillas no imponer su voluntad sobre Hayden, y éste no estaba dispuesto a ceder un ápice de terreno, por insignificante que fuera. No era la primera vez que topaba con alguien como Worthing, gente tirana y mezquina; cuando se les otorgaba un condado exigían una provincia entera. Worthing, al contrario que Hart, tan sólo disfrutaba de su autoridad eclesiástica, la cual le valía bien poco a bordo de un barco. «Gracias a Dios», estuvo a punto de decir Hayden en voz alta.

—Creo, señor Hayden, que es usted un papista —prosiguió Worthing, acercándose de pronto—, información que no dudaré en compartir con mis amistades del Almirantazgo.

—Estoy seguro de que sus influyentes amistades del Almirantazgo sufrirán una profunda conmoción ante tal noticia. En comparación, la guerra que nos enfrenta a Francia les parecerá una nimiedad. Sin duda volcarán toda su energía donde tendrían que haberla depositado desde un principio: en arrancar de raíz a los papistas y judíos que se solapan en la Armada Real, en lugar de dedicarla a combatir al enemigo. —Hayden esperó a que su interlocutor replicara, pero, al ver que no lo hacía, añadió—: No vuelva usted a importunarme con asuntos como éste.

Por un instante, Hayden creyó que el clérigo hablaría, o incluso que pondría el grito en el cielo, pero en cambio el tipo adoptó la maltrecha dignidad del solitario incomprendido y se marchó en silencio.

Griffiths aguardaba frente a la puerta su turno, pero el infante de marina titubeó, sin saber muy bien si anunciar la presencia del cirujano en un momento así o permanecer callado.

—¿Deseaba usted verme, doctor? —preguntó Hayden. Griffiths asintió—. Pase, pase.

El hombre entró y cerró la puerta. Daba la impresión de sentirse incómodo y furioso.

—Me temo que no habrá podido evitar oír lo que aquí se ha dicho. —Hayden lo miró expectante.

—Sólo sé que Worthing lo ha acusado de ser papista, además de amenazarlo con despertar la ira de las amistades de que disfruta en el Almirantazgo. Una intimidación vana. ¿Cómo se atreve a realizar semejante acusación? ¿Ese hombre está en sus cabales?

—Ah, el asunto no empezó conmigo, sino con el joven Gould. Worthing ha averiguado que el padre del muchacho es judío.

—Entiendo —dijo Griffiths tras meditar la cuestión—. Verá, señor Hayden, está el asunto relativo a la Ley de la Prueba…

—Créame, soy plenamente consciente de ello. Pero Worthing no es quién para aplicarla. Sólo el gobierno y el Almirantazgo pueden exigirla. No accederé a su reclamación de obligar a Gould a recibir el sacramento.

El doctor tomó asiento en el banco situado bajo el ventanal de popa y apoyó en las rodillas sus manos de largos y finos dedos.

—Entiendo su punto de vista y comparto sus principios, pero no puedo evitar preguntarme, siempre y cuando se me permita opinar al respecto, si quizá no se ahorraría usted un sinfín de… malentendidos si accediera a recibir el sacramento en compañía de Gould. Con esa medida, lograría que Worthing careciera de munición para causarle problemas, lo cual constituye su principal intención, puesto que forma parte de su naturaleza. Podría usted pedírselo a Smosh, para que no le duela tanto.

—Aprecio sus opiniones, doctor, pero no puedo acceder. Si uno cede ante alguien como Worthing, ¿cuál será su siguiente exigencia? ¿Azotar a todo aquel que no se muestre lo bastante devoto? ¿Echarlo por la borda para determinar quién es creyente de verdad y quién no? No estoy dispuesto a permitirle poner a prueba a mi dotación.

—Se servirá de esa excusa para causar problemas, como he señalado.

—Pero si no es este asunto recurrirá a cualquier otro. Si cedo una sola vez, tendré que hacerlo durante toda la travesía.

—La religión, como bien sabe usted, es campo abonado para avivar resentimientos, despertar animosidades y dar pie incluso a atrocidades. Extenderá el rumor de que es usted papista. La dotación sabe que residió usted en Francia durante muchos años. Los hombres empezarán a preguntarse cómo pudo convivir entre franceses siendo anglicano. Una conversión supuesta ha sido motivo de ruptura para muchas familias, de modo que empezarán a preguntarse cómo logró que sus parientes franceses aceptasen sus creencias apóstatas. —El cirujano lo miró a los ojos, como si hubiese formulado una pregunta.

—¿Está sugiriendo, doctor Griffiths, que no he sido sincero acerca de mi propia fe?

Griffiths movió la mano para desestimar la pregunta.

—Al igual que el señor Jefferson, yo soy deísta. Las religiones, todas ellas, son invención del hombre y reflejan sus peores instintos. Estoy convencido de que el ser supremo que creó nuestro universo nada sabe de mi existencia o mis insignificantes aspiraciones. Lo que vengo a decir con esto, capitán Hayden, es que usted podría ser católico, anglicano o mahometano, que me daría lo mismo. Sin embargo, la tripulación tal vez no comparta mis ilustradas creencias.

—No pienso exponer mis creencias al juicio de mi propia tripulación. ¡Lo siguiente que haría Worthing sería poner en tela de juicio mi lealtad hacia Inglaterra!

Se sumieron en un silencio incómodo, inmersos en sus respectivos pensamientos.

—¿Desea hablarme de algún otro asunto, doctor?

—Sólo quería comentarle que uno de los hombres que transbordaron procedentes del Agnus se halla muy enfermo.

—Creía que lo habían subido a bordo malherido.

—Así fue, pero es que su estado ha sufrido un empeoramiento que no puedo explicarme. —Griffiths se puso en pie, encorvado, y extendió uno de sus huesudos brazos para asirse a un bao.

Hayden se alarmó ante la visible preocupación del cirujano.

—¿No pensará usted que nos ha traído alguna… enfermedad?

—Hace unas horas no lo pensaba, pero ahora no estoy tan seguro. —Apoyó la frente en el bao y cerró un segundo los ojos—. No creo que llegue vivo a Gibraltar. Todo sucedió muy rápido: primero la fiebre, seguida por fuertes dolores en las piernas y la espalda. Sangra profusamente por la nariz y tiene los pulmones encharcados de tal modo que tose espumarajos rosados. Su aliento es fétido, y el dolor que siente es tan intenso que tuve que administrarle láudano, del cual ando bastante escaso. No debería preocuparme el hecho de que pudiera contagiar a alguien, pero es que llegó hace poco de Portugal.

—¿Y no serán allí víctimas de algún contagio?

—No que nosotros sepamos, pero no sería la primera vez que un barco levas anclas y sale de puerto con un enfermo a bordo, antes de que alguien repare en la existencia de una enfermedad entre la población. Sucede luego que acaba recalando en otro puerto donde aún no conocen el peligro. —Miró a Hayden—. Diagnosticaría un caso de gripe, a pesar de no haberla visto jamás mostrarse tan enconada en un paciente tan joven y, por lo demás, sano. ¿Podemos enviar un bote al Agnus para averiguar si hay más enfermos a bordo?

—Creo que hoy ya es tarde, pero mandaré a alguien en cuanto amanezca. ¿Enviaría usted al señor Ariss, doctor?

—No. Creo que será mejor que vaya yo personalmente. —Griffiths permaneció absorto unos instantes.

—¿Hay alguna otra medida que debamos tomar?

El cirujano negó con la cabeza.

—No, eso es todo. —Miró a Hayden e intentó restar importancia a su evidente aprensión—. ¿Nos acompañará en la cena?

—Por supuesto.

—Hasta entonces.

—Manténgame informado del estado del paciente —pidió el capitán cuando el doctor abría la puerta—. Por cierto, ¿cómo se llama?

—McKee. —Griffiths abrió la boca como si fuese a añadir algo, pero titubeó, cambió de opinión y se marchó sin más.