Hayden se levantó antes del amanecer, tomó un desayuno frugal y luego ordenó despejar el camarote a fin de colocar los cañones en batería, dispuestos para abrir fuego. Chettle y sus ayudantes hicieron acto de presencia y quitaron los mamparos en un abrir y cerrar de ojos, mientras los sirvientes se encargaban de poner a buen resguardo los escasos efectos personales del capitán.
—Tened cuidado con esa mesa —ordenó a los marineros.
Subió al alcázar por la escala tenuemente iluminada, donde un viento fresco, cortante y cargado de humedad marina estuvo a punto de llevársele el sombrero. Hawthorne y Wickham se encontraban de pie junto al pasamano de estribor, contemplando la negrura. Permanecían a cubierto de la batayola, y cada vez que el oleaje amenazaba con rociarlos le daban la espalda y se agachaban levemente, para acto seguido incorporarse de nuevo.
—Señor Wickham —saludó Hayden—. ¿Acaso nunca duerme?
—Discúlpeme, capitán, no lo había visto —respondió el joven.
—No hay necesidad de disculparse. ¿Distingue usted a Bradley y Pool?
Wickham negó con la cabeza, y Hayden reparó en que la preocupación acentuaba la palidez de su rostro.
—Está muy oscuro, señor. Pero no tardaremos en contar con algo de luz, y entonces es posible que sepa lo que está pasando.
—Da la impresión de que la borrasca se dispone a abatirse sobre nosotros. —Archer también contemplaba la oscuridad—. El barómetro está cayendo y el viento sigue rolando. Temo que nuestros transportes no sean capaces de mantener el rumbo si el viento rola más hacia el sur.
—Tiene usted razón, no lo serán. Esperaremos a que Pool nos haga señales, aunque supongo que acabaremos paireando amurados a babor. No va a gustarle nada, pero no nos quedará elección.
Hayden echó a andar por cubierta, tanto a fin de estirar un poco las piernas como para cerciorarse de que el barco estaba listo ante cualquier eventualidad. Agachó la cabeza para descender a la cubierta principal, donde se entretuvo charlando con las brigadas de marineros que servían los cañones, y se aseguró de que hubiese munición y pólvora suficientes. Más de un hombre de tierra adentro jamás había oído el disparo de un cañón largo, pues únicamente habían tomado parte en los ejercicios del manejo de las piezas, que se efectuaban sin pólvora y munición. Sin embargo, sabían lo que había que hacer, aunque careciesen de experiencia directa del resultado. Entre los hombres reinaba una atmósfera de inquietud palpable, y todos se mostraban serios a la escasa luz que reinaba bajo cubierta.
—¿Cree usted que tomaremos parte en un combate, capitán? —preguntó Hobson.
—No lo creo, pero debemos prepararnos por si se requiere nuestra ayuda. Creo que una fragata y un navío de setenta y cuatro cañones pueden apañárselas solos con una fragata francesa que artilla treinta y seis piezas. Nosotros nos limitaremos a observar y aplaudir.
Le pareció que los hombres se relajaban un poco tras oír aquellas palabras, pero también advirtió que se sentían algo decepcionados.
En cubierta, el cielo se antojaba más oscuro que nunca, y el tiempo transcurrió como si aquel día no fuese a amanecer.
Empezó a llover y fue tal la ráfaga de agua contra las cubiertas, que tamborileó como si a alguien se le hubiese caído una caja de balines. Los cabos de cañón, marineros que estaban al mando de cada pieza y dirigían a los compañeros, cubrieron los fogones con capuchas de plomo, y los críos encargados de ello pusieron a salvo los cartuchos de pólvora bajo cubierta. Era prácticamente imposible mirar a barlovento, y Hayden desistió, deseando que la tempestad pasara.
Cuarenta minutos duró la borrasca, momento en que empezó a ceder. La luz la siguió y el cielo clareó a marchas forzadas.
—¡Cubierta! —voceó el vigía—. ¡Vela a dos cuartas a popa del través de estribor!
—Ahí tiene usted al Majestic, señor —señaló Wickham.
En el horizonte apareció un buque de dos puentes con las portas de los cañones abiertas y un rumbo que discurría paralelo al suyo. Lo seguía una fragata. Sólo había dos barcos.
—¿Ése es Bradley o el navío francés? —preguntó Barthe—. No lo tengo muy claro.
—Yo tampoco, señor Barthe —admitió Wickham.
—Ahora es usted teniente, así que esperamos que pueda ver las cosas cuando sea menester —comentó Barthe.
—Discúlpeme, señor, procuraré aguzar la vista. —Wickham levantó una mano—. Creo divisar una segunda fragata.
—¿Dónde?
—Más allá del Majestic, señor.
Hubo un instante de absoluto silencio mientras todos contemplaban el gris horizonte, más allá de la bruma que lo cubría, la lluvia y el oleaje.
—Menuda sorpresa van a llevarse esos franceses —comentó Hawthorne con satisfacción.
—Ese barco parece muy grande para tratarse de una fragata —observó Hayden, intentando distinguir la embarcación situada más allá del buque de setenta y cuatro cañones de Pool—. Ése no puede ser Bradley…
—¡Malditos sean mis ojos! —exclamó Wickham, irguiéndose—. ¡También es un navío de dos puentes!
Antes de que nadie pudiera replicar, el barco más lejano descargó una sonora andanada sobre el cercano. Varias balas pasaron sobre las cubiertas para acabar hundiéndose en las olas próximas a la Themis.
—¿Son franceses? —preguntó Barthe con tono apremiante—. ¡Por Dios! ¿Acaso no lo ve, Wickham?
—Uno de ellos lo es —respondió el joven, cuya vista, por lo general muy aguda, se resentía de los obstáculos naturales que la estorbaban.
El barco más próximo efectuó una andanada, seguida por la fragata, a cuyo fuego respondió un espectro. Entonces todos los barcos empezaron a disparar en un estruendo incesante y caótico que reverberó en el mar. A bordo del barco más cercano izaron la bandera inglesa.
—Ése es Pool —anunció Hawthorne innecesariamente.
—¡Sí, pillado por sorpresa! —voceó Barthe para imponerse al tronar de los cañones—. ¿De dónde ha salido ese maldito navío francés de setenta y cuatro cañones?
Otro barco asomó de la bruma y, entre las exclamaciones de desaliento de la dotación de la Themis, se situó a popa del Majestic, cuya cubierta barrió por popa antes de ponerse en paralelo con el navío de línea.
—Una fragata pesada —anunció alguien, soltando después un juramento.
Era, en efecto, una fragata francesa de treinta y seis cañones, cuyas embarcaciones auxiliares la seguían aferradas con cabos a la popa, como siguen los patitos a la madre.
—¡Señor Barthe! A dar la vela. Hay que virar por avante de inmediato.
—¡No sopla viento para virar, señor! —exclamó Barthe con el ruido del cañoneo de fondo—. Me temo que podríamos perder algo por el camino.
—No nos queda más remedio, señor Barthe, y luego largaremos la mayor. ¡Adelante! ¡Señor Franks! Llame a la gente a cubierta. Hay que virar y luego volver a los cañones. —Hayden se dirigió apresuradamente hacia la rueda del timón y la cogió de manos de un sorprendido cabo de mar—. Es necesario bracear las vergas sin la menor dilación.
En cuanto los hombres se situaron en sus puestos, Hayden gobernó la rueda para aproar el barco al viento, mientras toda la tripulación observaba con inquietud si perdía alguna verga o percha en el proceso. El desapacible gemido de la cabuyería al tensarse se impuso al del viento, y se extendió por un instante que se antojó una eternidad, hasta que el barco viró a través del ojo del viento con todo el aparejo en su sitio.
La mayor flameó fugazmente, se llenó en un abrir y cerrar de ojos y el barco reculó antes de cobrar andadura y hacer proa mientras el oleaje rompía sobre la amura de babor.
—¡No estoy seguro de que nuestras portas permanezcan secas, capitán! —dijo Barthe a voz en cuello.
El piloto se asió al pasamano y se caló el sombrero hasta las cejas.
—No hay de qué preocuparse, señor Barthe. Las tendremos cerradas hasta el último momento. —Al volverse, Hayden se encaró a Saint-Denis, que estaba junto al cabrestante con aspecto de no saber muy bien dónde meterse. Hayden confió de nuevo el timón al cabo de mar, recorrió los metros que lo separaban del teniente, le puso la mano en el hombro y se inclinó para hablarle al oído, evitando así que el estampido de los cañones ahogase sus palabras—. Encárguese de dirigir la batería de babor, teniente. No abra las portas hasta que se lo ordene. Luego trincaremos esas piezas en batería en un santiamén, barreremos la popa de la fragata más cercana, cruzaremos la popa de Pool, barreremos la cubierta del navío francés de dos puentes, viraremos por redondo y encararemos al enemigo con la batería de estribor. Que tres de los cabos de cañón, Tull, Brown y Windfield, apunten al timón del setenta y cuatro. ¿Entendido?
Saint-Denis asintió. Hayden lo vio dirigirse a la escala de toldilla, pero perdió el equilibrio a medio camino y a punto estuvo de caer antes de alcanzarla. Al cabo, bajó con torpeza. Hayden había llegado a juzgarlo tan falso que le preocupaba la posibilidad de que perdiera el temple en el momento más crucial. Era imposible saberlo. Jamás podía uno dar por supuesto el coraje de un hombre antes de que éste se pusiera a prueba.
Hayden siguió cerca del timonel mientras hicieron avante, proa a los barcos que combatían, deseando cerciorarse de que no pasarían demasiado cerca de ellos. El fuego que efectuase tendría que ser decisivo si quería salvar a Pool del brete en que se había metido. Si se alejaba en exceso, el fuego de las carronadas no serviría de mucho, y si se acercaba demasiado cabía la posibilidad de que la Themis se cruzase con la fragata con aquel mar encrespado en contra y no hubiese oportunidad de disparar con efectividad.
Oscuro y fantasmagórico, el humo de las piezas de mayor calibre se abatió sobre ellos tapando por completo las cubiertas. Uno de los estayes del Majestic se vino abajo, colgó un instante del aparejo y, finalmente, se precipitó al mar.
A medida que cerraban distancias, balanceándose a merced del fuerte oleaje, alcanzaron a distinguir los rostros lívidos de los oficiales. Hayden se dirigió al pasamano de barlovento, y allí se aferró al obenque con la mano izquierda, sintiendo húmedo y resbaladizo el cabo cubierto de brea. Parecía imposible salvar la distancia que separaba la Themis de los barcos enemigos, por mucho que avanzase.
Se acercó entonces al portalón, donde se detuvo junto a la batayola. Había encargado a Gould que fuera su mensajero, y el muchacho no andaba muy lejos de él, con la vista clavada en los barcos que se enfrentaban en la distancia, igual de ceniciento que si hubiese envejecido ante la atenta mirada de Hayden.
—Vaya usted a proa y comunique a Madison que abra fuego sobre la fragata con las carroñadas cuando lo crea oportuno —le dijo al muchacho, acercándose para darle una firme palmada en el hombro. Hayden recordaba muy bien el primer combate naval en que había tomado parte, y por tanto podía ponerse en su piel. Resultaba sobrecogedor ser súbitamente consciente de que la vida de uno podía terminar en el momento menos pensado.
—A la orden, señor —respondió Gould con un hilo de voz a causa del temor.
Lo vio dirigirse hacia la proa, asustado pero sobreponiéndose al miedo que sentía, lo cual le pareció buena señal. Hawthorne se acercó.
—Señor Hawthorne, aquí estamos de nuevo —dijo Hayden.
—Sí, y yo que pensé que escoltar un convoy sería aburrido. Estando usted al mando, debí sospechar que no tardaríamos en entrar en combate.
—Vaya, no estoy seguro de cómo interpretar su apreciación.
—Pues como un cumplido, sin duda. Da la impresión de que usted necesita enfrentarse a un francés al día, lo cual apruebo con toda el alma. Es martes y aquí los tenemos, en fila. —Hayden no pudo disimular una sonrisa—. Los martes, jueves y sábados combatimos a los franceses. Los domingos descansamos y rezamos. Los lunes nos preparamos de nuevo para el martes, momento en que toca disputar otra vez con el enemigo. La predictibilidad es una virtud. —Hawthorne hizo una pausa, pensativo—. Debo ir a ver a mis hombres. Buena suerte, capitán.
—Buena suerte, señor Hawthorne.
La fragata francesa se encontraba más cerca. Hayden permaneció en aquel puesto unos instantes más, calculando la velocidad con la mayor exactitud posible, bajó dos escalones y siguió observando la nave que se les acercaba. Agachado, echó un vistazo a la cubierta principal. Los hombres lo miraron en medio de un silencio imponente.
—Abra las portas de babor, si es tan amable, señor Saint-Denis —ordenó al primer teniente.
Se incorporó de nuevo y subió un escalón a fin de hacerse una idea más clara de lo que sucedía. El barco cayó a babor y Hayden se agachó, volviendo la cabeza para gritar hacia la cubierta principal:
—¡Destrinca cañones! —La embarcación cayó lentamente a estribor—. ¡En batería!
Hayden se incorporó otra vez, atento a la popa de la fragata que cada vez veía más cerca. Los franceses abrieron fuego sobre la Themis con uno de los guardatimones, lo cual no impidió al capitán buscar con la mirada el daño que pudiera haber producido. Un segundo cañón de popa se pronunció en ese momento.
El golpe seco que se produjo en el costado de estribor sólo pudo obedecer a las embarcaciones auxiliares del francés al abordar a la Themis.
A proa, una carronada escupió fuego y humo, y Hayden miró bizqueando mientras la nube lo envolvía y por un instante lo ocultaba todo alrededor. El fuerte viento arrastró el humo cuando abrió fuego otro cañón del castillo de proa, seguido por otro más.
Hayden agachó la cabeza, vuelto hacia la cubierta superior.
—Fuego a discreción. ¡Barredle la popa, muchachos!
Observó el efecto de su fuego de artillería. Las piezas dispararon una tras otra, como el campaneo de un enorme reloj. ¡Bum! ¡Bum! Sintió en el pecho y bajo los pies el estampido de los disparos. El viento arremolinó el humo en el aparejo, pero a pesar de la nebulosa alcanzó a distinguir la popa de la fragata enemiga, las astillas que volaban coronamiento arriba, el ventanal de popa hecho pedazos. Oyó los gritos de los hombres. El viento le trajo las órdenes de los oficiales, pronunciadas en su lengua. Se alzaron voces que pedían ayuda a Dios y maldecían a los ingleses.
La oleada de artillería alcanzó su posición, y la pieza situada bajo sus pies sacudió la cubierta. Dio la espalda un instante al barco enemigo, contuvo el aliento y apretó con fuerza los ojos, esperando a que el viento se llevase el humo acre. La siguiente pieza habló a popa, seguida de otra. El fuego graneado pasó.
Hayden tan sólo alcanzó a atisbar por un momento la ruina que habían causado, puesto que la popa del Majestic ocultó la fragata francesa. Por encima del estampido de los cañones oyó las órdenes que se daban para cargarlos de nuevo.
La popa del Majestic se alzó sobre la Themis, y Hayden levantó la vista para ver a un teniente sin sombrero, con el rostro ensangrentado, que le hacía aspavientos al tiempo que decía algo que no lograba imponerse al estruendo ensordecedor. Hayden no hizo siquiera ademán de responder, sino que se limitó a seguir navegando, pues ningún teniente que probablemente entendía peor la situación que él iba a cambiarle el rumbo. Pool había cometido un terrible error, ésa era la verdad indiscutible. Hayden no sabía de dónde habían salido aquellos barcos franceses, pero quizá hubieran estado aguardando todo el tiempo tras el horizonte.
Hayden descendió por la escala y se acuclilló, contemplando la cubierta principal, tenuemente iluminada. Los hombres ya habían superado sus miedos, inmersos como estaban en la labor de cargar las piezas y disparar.
—El segundo barco está a punto de pasarnos por el través, señor Saint-Denis. ¡Fuego a discreción! Hemos causado un gran perjuicio a ese francés, y ahora hemos de intentar hacer lo mismo al setenta y cuatro. Que no se malgaste un solo disparo.
Puede que Saint-Denis tuviese el rostro tiznado de pólvora, pero a su porte, aunque desmañado y tenso, no le faltaba firmeza, lo cual reconoció Hayden que en cierto modo le decepcionaba; hubiese sido más sencillo despreciar al teniente si, además, fuera un cobarde.
Se incorporó para subir un peldaño y vio la popa del barco francés no muy lejos por la amura de babor. La Themis avanzó en la mar gruesa mientras el viento refrescaba por momentos. En lo alto, en la popa de la embarcación enemiga, Hayden distinguió que se congregaban algunos hombres armados de mosquetes. Salió al callejón de combate y llamó a voces a Hawthorne, pero al teniente de infantería de marina no se le había escapado ese detalle y ya estaba encaramándose a las cofas con su brigada de casacas rojas, con el mosquete colgado en bandolera.
Hayden se dirigió apresuradamente hacia la proa, en cuyo castillo encontró al señor Barthe y a Wickham. Se oyó el petardeo del fuego de mosquetería y las balas de plomo rebotaron en las carronadas o se hundieron en cubierta. Con el movimiento de ambos barcos era casi imposible mantenerse firme sin aferrarse a algo, lo cual reducía la efectividad del fuego de armas ligeras a una mera cuestión de suerte. Aun así, el cabo de la carronada situada más a proa cayó desplomado en cubierta, de donde se lo llevaron a rastras un par de compañeros.
Para sorpresa del capitán, Wickham ordenó a Gould ocupar el puesto del hombre caído. El muchacho obedeció sin pensarlo y aceptó el botafuego que le ofrecía uno de los marineros que servían la pieza. Barthe aullaba órdenes a Franks y sus compañeros, intentando reparar los escasos daños sufridos como consecuencia del fuego de los guardatimones franceses.
Uno de los tiradores enemigos se precipitó al mar por la borda, abatido por los infantes de marina de Hawthorne. Seguidamente se oyó un golpe seco en cubierta, a unos tres metros de distancia, donde un infante de marina yacía hecho un ovillo, alcanzado por una bala francesa que lo había matado, si no lo había hecho la caída.
Entonces tuvo lugar un perfecto accidente marino cuando la Themis se vio alzada por una extraña ola, mientras el barco francés se hundía en el seno de otra. Hayden se encontró contemplando la cubierta superior de la nave enemiga, con los sorprendidos tiradores franceses apenas a diez metros. Gould aplicó el botafuego antes de que el capitán pudiera siquiera dar la orden, y acto seguido los tiradores franceses saltaron en pedazos del coronamiento, para acabar desmembrados y tendidos en el alcázar como trigo recién segado. Habían cebado el cañón con metralla.
La Themis se hundió entonces en el seno de la ola. La pieza a la que tocaba el disparo no lo hizo como debía porque los hombres quedaron paralizados por el terror. Con esfuerzo, Hayden se acercó a la siguiente carroñada, asió el botafuego y lo aplicó cuando el barco emprendió el ascenso. Luego se dirigió rápidamente hacia popa y descendió por la escala a la cubierta principal, donde el agua fría le empapó los tobillos.
Archer se volvió hacia él con cara de preocupación.
—No estoy seguro de que podamos mantener abiertas las portas, señor.
—Disparen esta andanada y luego ciérrenlas todas. Llamaremos a la gente a cubierta para virar por redondo y cerrar de nuevo sobre la fragata.
Los cañones abrieron fuego, uno tras otro, y los hombres cerraron las portas a medida que fueron limpiando el ánima de las piezas, antes de inclinarlas hacia arriba para batiportarlas. El barco sufrió otra vez un fuerte balanceo y el agua verde salpicó las portas y barrió la cubierta. Lo que estaban haciendo era peligroso, mucho, pero Hayden creía que no tenían elección. Más de un barco se había ido al fondo por proceder precisamente así, y todos los hombres a bordo lo sabían. Si un cañón se soltaba con tanta gente alrededor habría heridos, incluso muertos.
Arriba en el alcázar, la última carroñada abrió fuego. Hayden se dirigió corriendo como pudo hacia popa, atento a los barcos que aproaban al sur sin dejar de disparar los cañones. Barthe cubrió a paso vivo el portalón y se reunió con él en el alcázar.
—¿A babor el timón, señor? —preguntó el timonel.
—Aún no —respondió el capitán—. Quiero barrer la cubierta del setenta y cuatro cañones una vez más, así que necesitaremos espacio para barloventear. Mantenga el rumbo.
La gente fue llamada a cubierta para virar por redondo, momento en que Hayden pidió el catalejo. Gould se personó a su lado, blanco como una sábana.
—¿Cómo se encuentra, señor Gould?
—¿Vio usted lo que… hice, capitán? —La voz del muchacho era una mezcla de asombro y horror—. Una docena de hombres despedazados. Era un matadero, señor, un matadero…
El joven pareció desplomarse. Hayden lo asió de un brazo y el señor Barthe del otro, al tiempo que ambos se le acercaban un poco más para ponerlo bien erguido y ocultarlo a los ojos de los otros. Los hombres que había cerca de las carroñadas apartaron la mirada.
—Se recuperará usted enseguida —aseguró Barthe con tono afable—. Respire. Apóyese en el pasamano si se siente indispuesto.
El joven negó con la cabeza entre jadeos. Hayden sintió que apoyaba más peso en las piernas, y luego un poco más. Sus manos, que antes habían colgado inertes a ambos lados del cuerpo, se aferraron al pasamano.
—Ya me siento mejor, señor —aseguró Gould en voz baja.
—Nos quedaremos con usted un poco más, por si acaso —propuso el capitán, y al cabo de un instante notó que el joven recobraba el control de su cuerpo. Decidió soltarlo, darse la vuelta y dirigirse hacia el timón—. Vamos a virar por redondo, señor Barthe.
—¡Gente al aparejo! —voceó Barthe a través de la bocina.
El viento, cada vez más fresco, pasó por la popa y se bracearon las vergas rápidamente para orientar las velas; dio la impresión de que el barco se revolcaba; se adrizó, reculó y empezó de nuevo a hacer avante. Las naves trabadas en combate se encontraban a cierta distancia a proa, pero, con toda la lona que cubría el aparejo, la Themis no tardó en cerrar sobre ellos.
Las destrozadas ventanas de la popa del setenta y cuatro cañones francés se perfilaron con claridad ante la mirada de Hayden a medida que fueron acercándose. Sus piezas de dieciocho libras habían infligido más daños de lo que esperaba. Detrás del buque francés Hayden distinguió al Majestic, cuyo aparejo estaba hecho una auténtica pena y ya había perdido las gavias.
El navío de setenta y cuatro cañones disfrutaba de esa ventaja tan importante que en un combate naval supone estar a barlovento del enemigo, pero no podía abrir las portas de la batería de la cubierta inferior porque el viento lo tumbaba de costado y habría embarcado mucha agua. Los infantes de marina de Pool abrían fuego sobre cualquier hombre enviado al aparejo a acortar la vela, lo cual mantenía en cierta desventaja a los franceses. A modo de respuesta, el patrón francés amolló las escotas y algunas velas empezaron a flamear y rasgarse.
Sin embargo, a sotavento de Pool, la fragata francesa coordinaba las andanadas para efectuarlas cuando se encontraba encumbrada por el oleaje, de tal modo que tenía el barco inglés a su merced y estaba causando grandes destrozos en sus cubiertas.
—¡Señor Gould! —voceó Hayden.
El muchacho se le acercó a la carrera, esforzándose por fingir que cuanto sucedía alrededor no le afectaba lo más mínimo.
—Diríjase a Saint-Denis, a quien encontrará usted en la cubierta principal, e infórmele que vamos a aproar hacia la fragata francesa y que dejaremos el navío de línea a Pool. Quiero barrer la cubierta de la fragata una vez, luego situarnos a tocapenoles y efectuar una andanada de estribor.
El joven se llevó la mano al sombrero.
—A la orden, señor. Proa a la fragata francesa, señor. —Recorrió la cubierta y descendió por la escala hacia la cubierta principal.
Entre la bruma y la lluvia que había más allá del Majestic, Hayden distinguió a Bradley, cuyo barco estaba muy castigado, que huía de la fragata francesa, pues sus veintiocho piezas de doce libras no podían medirse a las treinta y seis de dieciocho. El capitán francés viraba por redondo para darle caza. Al otro lado del humo y el caos, Hayden apenas pudo ver los barcos más cercanos que formaban parte del convoy, pero tuvo la impresión de que avanzaban con dificultad en una mar cada vez más encrespada.
La Themis rebasó a cierta distancia al navío francés de dos puentes, y Hayden optó por no abrir fuego. Los esfuerzos de sus artilleros por dejar sin gobierno al francés se toparon con toda la madera del yugo que salvaguardaba el timón en sí, lo cual reducía la empresa a algo prácticamente imposible en condiciones ideales.
Instantes después se vieron junto a los dos barcos trabados en combate. La popa de la fragata francesa se dibujó ante los ojos de los tripulantes de la Themis.
—¡Si ese barco no está ardiendo soy un condenado papista francés! —exclamó Barthe.
El humo surgía del ventanal de popa, y Hayden distinguió a los hombres que corrían de un lado a otro de la cubierta. Puesto que el barco francés había perdido las embarcaciones auxiliares, los hombres se encaramaban como locos al aparejo para escapar de las llamas. Sus cañones habían enmudecido.
—¿Abrimos las portas? —preguntó Wickham tras asomar la cabeza procedente de la cubierta principal. Se le cayó el catalejo y se agachó a recogerlo.
—No —respondió Hayden, atento de nuevo tras el impacto de la noticia del fuego declarado a bordo del barco francés—. Quizá nos veamos obligados a acudir en su ayuda. Dejemos que el capitán francés haga una seña…
Una bola de puro fuego arrasó la cubierta de la fragata enemiga, seguida de un estruendo ensordecedor. Hayden se vio impulsado hacia atrás sobre el duro tablonaje. Tras unos instantes de conmocionado silencio intentó comprender lo sucedido, y entonces reparó en las astillas que llovían a su alrededor, algunas de ellas llameantes. Se puso en pie como pudo, vio que no había nadie al timón y se precipitó hacia él; asió la rueda, aliviado de que al menos quedara para usar como sostén. Los hombres yacían tendidos en cubierta, gimiendo.
Levantó la vista y reparó en que la Themis había perdido las gavias. No quedaba más que algo de lona hecha jirones, agitándose a merced del viento. Vio una mano que colgaba del tope, y apenas divisó el hombro del infante de marina caído. No vio ni rastro del resto de los soldados.
—¡Santo Dios! —masculló—. ¡Señor Hawthorne! —voceó entonces, mirando en torno a la cubierta—. ¡Hawthorne!
Una casaca roja asomó bajo una confusa maraña de hombres que se retorcían de dolor. Acto seguido, Hawthorne se incorporó, llevándose la mano al rostro. Hayden no podía dejar la rueda, pero Wickham ya se había puesto en pie; parecía muy desorientado, aunque entero.
—Vaya usted a ayudar al señor Hawthorne, señor Wickham, si es tan amable. Está allí, a proa —pidió Hayden señalando en dirección del oficial de infantería de marina.
El joven asintió aturdido y recorrió el trecho que lo separaba de Hawthorne como si estuviera ebrio. Hawthorne se incorporó con su ayuda, pero se quedó con la espalda recostada en el pasamano, a punto de caer de nuevo. Alrededor de Hayden, los demás se habían ido levantando y permanecían sentados, sin tenerlas todas consigo; algunos se erguían, mientras que otros gateaban. Vio a Barthe a unos metros de distancia, con los ojos abiertos, pestañeando pero incapaz de cualquier otro movimiento, con el cuerpo tendido y las extremidades en ángulos imposibles.
Algunos hombres acudieron corriendo procedentes de la cubierta principal y guardaron silencio al ver los fragmentos de madera ardiente que había en cubierta o humeaban en el mar. Flotando alrededor repararon en los muertos, todos desnudos, pálidos cadáveres a merced de las olas.
Griffiths y su ayudante, Ariss, aparecieron en ese momento, seguidos de cerca por el señor Smosh.
—¡Doctor! —llamó Hayden—. ¡Venga aquí a ver a Barthe!
El médico se apresuró hacia el alcázar, donde dirigió una penetrante mirada a Hayden.
—Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado? —preguntó.
—La fragata francesa ha explotado… La santabárbara… —Hayden se interrumpió, incapaz de pronunciar las palabras que se le agolparon en la boca.
Archer llegó a cubierta acompañado por una cuadrilla de marineros. Ordenó a Dryden relevar a Hayden y procedió a dar órdenes para despejar inmediatamente los restos ardientes de la fragata enemiga. Una vez relevado del timón, Hayden se quedó de pie junto a la rueda, aturdido.
—¿Está usted herido, capitán? —preguntó Dryden, y el aludido comprendió que debía de ser su segundo intento de obtener una respuesta por su parte, debido quizá al elevado tono de voz empleado por Dryden.
—Los oídos… me pitan.
—¡Está usted sangrando, señor! Creo que del oído. No, ése no. El otro.
Hayden se llevó la mano a la oreja y palpó un líquido espeso en el lóbulo. Al retirar la mano tenía rojas las yemas. Pero era como si le hubiera sucedido a otra persona. Que le sangrara el oído no le preocupaba lo más mínimo.
Se dirigió al pasamano de barlovento y se aferró al obenque. Escrutó el mar cada vez más embravecido. Recibió una fuerte bocanada de viento en la cara, pero prácticamente fue incapaz de oírlo.
En ese momento, Pool y el navío francés de setenta y cuatro cañones se hallaban casi peñol a peñol, quedaron a popa de la Themis y reanudaron el fuego, que se había visto interrumpido por la explosión registrada en la fragata. Hayden los observó alejarse unos instantes, y luego la lluvia y el humo los engulló. Tan sólo pudieron atisbarse los vivos colores de los fogonazos, como llamaradas en la negrura.
—¿Adónde arrumbo, capitán? —preguntó Dryden.
—Acudiremos en ayuda de Bradley —respondió Hayden, levantando una mano para señalar hacia proa, donde se veían las popas de ambas fragatas—. Nos pondremos a babor de la francesa y abriremos fuego.
Inspeccionó la cubierta y vio cómo Smosh ayudaba a Barthe a levantarse. El piloto de derrota sufrió un vahído y se hubiera desplomado en cubierta de no ser porque el clérigo lo sostuvo. Luego cruzó con él en brazos el alcázar para bajarlo a la cubierta principal. A pesar de que estaba muy confuso, Hayden comprendió que lo que había hecho Smosh no era una nadería, pues Barthe era un hombre recio.
Archer se le acercó entonces y le dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Está usted malherido, capitán? Parece… algo desconcertado, señor.
—Como lo estamos todos quienes nos hallábamos en cubierta cuando explotó la fragata —repuso éste, esforzándose por expresarse con precisión y claridad. Levantó la mirada y reparó en que el infante de marina que había visto en el tope seguía tumbado en la misma posición, muerto o inconsciente—. Envíe unos hombres al tope para bajar a ese hombre —ordenó, señalándolo—. De resultas de la explosión, todos sus compañeros saltaron al mar. Viraría para rescatarlos, pero aunque siguieran vivos jamás daríamos con ellos, y Bradley nos necesita. Me pone enfermo tener que abandonar a los nuestros para rescatar a Bradley, el cual no tendría que haberse embarcado en esta caza mayor, visto que su labor consistía en escoltar al convoy. —Hayden alzó de nuevo la vista—. Busque al señor Franks. Tendremos que armar los masteleros de respeto. ¿De cuántos hombres capaces de trabajar disponemos?
—Todos los marineros que se encontraban en la cubierta principal resultaron indemnes, señor. Pero los que se hallaban en el castillo de proa, el aparejo o el alcázar están malheridos o… aturdidos, mi capitán.
—Sí, espero que podamos recuperarnos pronto. Ya me siento mejor, señor Archer, no hace falta que ponga esa cara de preocupación, ni que pida a Saint-Denis que ocupe mi puesto. Ahora debemos dejar en condiciones el aparejo y aferrar la lona.
Archer asintió, satisfecho al ver que Hayden recuperaba el juicio, y se marchó a reunir a los gavieros. A consecuencia de la explosión había mucho trabajo por hacer en la arboladura, así como había que despejar los restos que habían perjudicado seriamente el aparejo de la Themis. Vio a Franks dando órdenes para recuperar los cabos que se habían soltado. Chettle y sus segundos andaban ya con las herramientas, arreglando esto y aquello y echando una mano allá donde fuera necesario. Era como si la dotación hubiese estado dormida y, al despertar, hubiera descubierto que quedaban numerosas tareas pendientes.
Hayden reparó en que le dolían mucho el hombro y la cabeza tras haberse visto arrojado en cubierta. Levantó el brazo e hizo un gesto doloroso. No podía mover el cuello sin sentir una punzada lacerante. Era un precio muy bajo, teniendo en cuenta lo sucedido: unos doscientos marineros franceses habían perecido en un abrir y cerrar de ojos. Quizá hubo algunos supervivientes, aquellos situados en lo alto del aparejo que se habían precipitado al mar tras la explosión, pero sin duda ya habrían perdido la vida en el cuarto de hora transcurrido en aquellas aguas gélidas.
Otros marineros transportaban a los compañeros abajo, para ponerlos al cuidado de Griffiths, que se había retirado de nuevo a la enfermería del sollado. Algunos podían andar con un poco de ayuda, pero a otros había que llevarlos, unos inconscientes, otros medio despiertos, pero todos aturdidos e incapaces de responder a las preguntas o comentarios de los compañeros.
Wickham se le acercó con un papel en la mano.
—No he terminado el parte, capitán, pero por lo visto hemos perdido a nueve infantes de marina apostados en el tope, y a tres marineros que se hallaban en el aparejo. El señor Hawthorne fue muy afortunado por haber bajado a cubierta en el momento en que explotó la nave francesa; de lo contrario, también lo habríamos perdido.
—¿Y usted, señor Wickham?
—Estoy como nuevo, señor. Me había agachado para recuperar un catalejo caído, así que cuando la santabárbara del francés saltó por los aires estaba como parapetado. Tuve mucha suerte.
—Qué duda cabe. ¿Ha incluido en el parte a los hombres que hay en la enfermería?
—En efecto, capitán, aunque el doctor ha empezado a enviarlos de vuelta a cubierta a medida que recuperan el sentido. La mayoría sufrían una ligera conmoción y se han recobrado rápidamente. Un hombre de tierra adentro llamado Sterling se vio arrojado sobre un cañón, señor, y al parecer se ha fracturado la clavícula. El infante de marina que bajaron del tope se golpeó contra el palo, pero acaba de volver en sí. Creo que se ha roto un brazo.
—Lamento lo sucedido a los infantes de marina, pero supongo que se ahogaron antes de recuperar la conciencia. —Hayden negó con la cabeza.
—Los franceses que salieron despedidos por la explosión… —Wickham compuso una expresión de extrañeza—. ¿Llegó usted a verlos, señor? ¡Estaban desnudos! ¿Es posible que estuviese tan atontado que así me lo pareciera?
—No, yo también lo vi. He oído hablar de ello; quienes se encuentran tan cerca de una explosión pierden la ropa por efecto de aquélla. ¿Se le ocurre un fenómeno más peculiar? —Hayden de pronto volvió a tener ante sí la imagen de aquellos hombres de piel blanca, flotando a merced de las olas en el mar revuelto, como una pesadilla.
Centrando toda su atención en la fragata francesa, se dirigió a proa para ordenar trincar en batería el cañón de caza de estribor. No muy lejos de allí vio a Bradley, que navegaba rumbo a los transportes, con la fragata francesa por el través de babor. Cruzaban andanadas con las baterías de la cubierta principal, pero apenas resultaban efectivas debido a que el oleaje sacudía con fuerza ambas embarcaciones.
—Morris, creo que tendríamos que disparar a los franceses —dijo Hayden al cabo de cañón—. Aunque sólo sea para anunciarles nuestra llegada.
—A la orden, señor. Será un milagro si la alcanzamos.
—Quizá, pero quiero hacerles sentir nuestra presencia.
Apuntaron rápidamente el cañón, y cuando la proa se impuso a la cresta de la ola, abrieron fuego. Hayden echó un vistazo con el catalejo que le había acercado el sirviente y creyó distinguir a los oficiales franceses en el alcázar, vueltos hacia él. Efectuaron tres andanadas más sobre Bradley, y luego el barco francés desvió el rumbo y puso proa al nordeste. Por un instante reinó el silencio, y luego se oyó el lejano eco de un cañonazo, seguido de otro. Los dos navíos de setenta y cuatro cañones aún no habían terminado de disputar entre sí.
—Avisen al señor Archer —ordenó Hayden, y sirviéndose de nuevo del catalejo inspeccionó el mar circundante.
El convoy se había extendido sobre un amplio trecho de océano y corría peligro de dispersarse demasiado. Vio que los transportes luchaban para imponerse a la borrasca, y que la mayoría había enviado a los marineros al aparejo a acortar la vela. Tendrían que haber virado ante el ojo del viento para ponerse de la amura opuesta a tierra antes de que el viento refrescara de ese modo, pero no hubo nadie capaz de tomar esa decisión y comunicarla al resto del convoy, debido a que tanto Pool como Bradley se habían alejado a la caza del botín. Bradley tendría que dar la orden en ese momento, y cruzar los dedos para que todas las naves virasen sin percances. Hayden supuso que la flota debería fachear de inmediato nada más efectuar la virada, y correr la tormenta, confiando en que ningún francés estuviese dispuesto a alcanzarlos con ese temporal.
Los restos de la explosión cubrían el mar a poniente, extinguido ya el fuego. Más allá se cernía un oscuro y amenazador horizonte.
Archer se le acercó, llevándose la mano al sombrero, dispuesto a aguardar las órdenes.
—Mande batiportar los cañones. Ordene a los marineros que preparen la nave para el mal tiempo. Que el timonel nos lleve a sotavento de Bradley, y que alguien me traiga la bocina de Barthe; debo intercambiar unas palabras con el capitán Bradley.
—A la orden, señor —dijo Archer, y se alejó presuroso para empezar a impartir órdenes a diestro y siniestro. Tras haberse librado de estar bajo el mando del capitán Hart, el teniente mostraba un gran interés por su profesión, como Hayden comprobó, satisfecho.
Fueron necesarios unos instantes para que alcanzasen a la Syren, y cuando al fin lo lograron, Hayden se angustió al darse cuenta de los daños sufridos. Tenía el aparejo destrozado, las velas hechas jirones y varios agujeros tanto en el casco como en la cubierta.
Cogió la bocina de Barthe y voceó a los oficiales situados en el alcázar:
—¿Dónde está el capitán Bradley? Tenemos mucho trabajo por delante si queremos conservar intacto el convoy.
—El capitán Bradley ha muerto, señor —respondió un teniente. Estaba situado en el coronamiento, tenía la casaca rota, el rostro tiznado de pólvora y a juzgar por la voz y la expresión se hallaba consternado—. Si hubiese acudido usted un poco antes podría haberle salvado la vida, puesto que falleció de resultas de uno de los últimos disparos del francés.
—Lo lamento —respondió Hayden a través de la bocina—. La explosión nos alcanzó de cerca. Perdimos a muchos de los nuestros y el aparejo quedó en mal estado, así que hubo que efectuar reparaciones de urgencia y no pudimos alcanzarlos antes. Tenemos que hacer señal al convoy para que vire por redondo, y reunirlos amurados a estribor. Si esta borrasca dura unos días podrían acabar tan maltrechos como nosotros.
—El capitán Pool se halla al mando de este convoy, señor Hayden, pero, si no regresa, el capitán Bradley me puso a mí en su lugar.
Hayden no daba crédito a sus oídos.
—El capitán Bradley no era quién para asignar el mando de la flota a un teniente. Aquí el oficial de mayor antigüedad soy yo.
—Usted no era más que un simple teniente hace unas semanas. Ni el capitán Pool ni el capitán Bradley tenían fe en sus habilidades, como expresaron abiertamente. Obedeceré las órdenes de mi capitán.
—Señor, no hay tiempo para discusiones. Hemos de salvar el convoy. Ordenaré a los barcos que viren por redondo y facheen amurados a estribor.
—No, señor. Son esos errores de juicio lo que el capitán Pool quería precisamente evitar. No tenemos que virar por redondo, sino seguir avante. No pienso permitir que el mal tiempo me fuerce a regresar a Plymouth.
Saint-Denis se situó junto a Hayden.
—Quiero que asomen las bocas de los cañones de la batería de estribor con discreción —le comentó el capitán en tono confidencial.
—¿Lo dice en serio?
—Nunca he hablado más en serio. Esto es un motín y no pienso permitirlo. Ellos no pueden abrir sus portas amurados como están, pero nosotros sí… por poco. ¡Vamos!
Saint-Denis no hizo ademán de moverse.
—Señor Hayden, debo protestar su decisión.
—¡Señor Archer! —voceó Hayden.
—Me encargaré yo —aseguró Saint-Denis—, pero quiero que mi protesta figure en el cuaderno de bitácora.
—Tomo nota.
Hayden se llevó la bocina a los labios.
—¿Cómo se llama usted, señor?
—Cole. Soy el capitán en funciones de la Syren.
—Teniente Cole, considero un acto de amotinamiento su negativa a obedecer órdenes. Le exijo que las cumpla o me veré obligado a trabarme en combate contra su barco. ¿Me ha entendido?
—¡No osará hacer nada semejante, señor! Me aseguraré de llevarlo ante un consejo de guerra.
—Comunique al señor Saint-Denis mi deseo de que abra las portas y ponga los cañones en batería —pidió Hayden volviéndose hacia Gould.
—A la orden, señor —repuso el joven, y se alejó corriendo.
Aunque le zumbaban los oídos, Hayden pudo oír el rumor de las portas al abrirse y el triquitraque de las cureñas de los cañones.
—¡Señor Cole! —voceó—. ¿Piensa cumplir mis órdenes?
Los hombres de la Syren se apartaron del pasamano, mirándose unos a otros. Cole intercambió rápidamente impresiones con sus oficiales.
—Sepa que no se trata de una amenaza baladí, señor —advirtió Hayden—, pues abriré fuego sobre su barco.
El otro se apartó de sus compañeros.
—Las acataré. Pero cuando arribemos a Gibraltar pienso dejarlo sin charretera, y sepa que ésta tampoco es una amenaza baladí.
—Trinquen los cañones —ordenó Hayden, apartándose del pasamano—. A dar la vela. Señor Wickham, tenemos que hacer señal al convoy para que los barcos viren por redondo, empezando por los que están situados a sotavento. Luego haga señal a McIntosh para que se nos acerque a distancia de voz. El repetirá mis instrucciones, para que no sean malinterpretadas. También me aseguraré de que comprenda quién manda aquí hasta que regrese el capitán Pool. —Hayden miró alrededor—. Esta borrasca empeorará a medida que avance la jornada, no me cabe duda.