Capítulo 5

Los vientos, que variaron en fuerza y dirección, condujeron al convoy hasta el golfo de Vizcaya. Ouessant quedó a babor, invisible, pues Pool esperaba dejar atrás las aguas del Canal y salir al Atlántico sin que los corsarios reparasen en su presencia. Pero esa parte del Canal constituía una de las rutas comerciales más concurridas de toda la tierra, y avistaron algunas velas que no lograron identificar. A Pool no le cupo duda de que la noticia de la presencia del convoy viajaría a mayor velocidad que éste, tanta que no podrían escapar.

Incapaz de conciliar el sueño, con algún que otro problema para digerir, Hayden subió a cubierta al alba del tercer día, donde se topó con Wickham y Barthe en el alcázar charlando con voz queda. La noche era muy cerrada, las cubiertas estaban húmedas tras las lluvias sufridas, y el viento era muy ligero y soplaba del noroeste cuarta oeste. Ante ellos distinguía algunas luces de las embarcaciones que conformaban el convoy, luces que parpadeaban, se apagaban y se encendían.

Hayden se dirigió en voz alta a los hombres que gobernaban la rueda del timón, para alertar a los oficiales de su presencia. Más de un capitán se presentaba en cubierta en plena noche y descubría que sus hombres hablaban de él, no siempre en términos halagadores, lo cual quiso evitar en la medida de lo posible.

—Capitán —dijo Barthe, haciendo el saludo militar.

—Todo bien, espero —repuso Hayden saludando a ambos. El porte serio de los dos hombres, incluso angustiado, le hizo preguntarse si habría surgido algún problema.

—Eso creemos, señor —respondió Barthe—, pero hará una hora a Wickham le pareció divisar una luz por nuestra aleta de estribor, a unas dos millas de distancia. Y hace un rato vio más por el través.

—Apenas fue un instante, señor, cuando la lluvia escampó.

—¿Será uno de nuestros rezagados? —Hayden se volvió y escudriñó el mar en la dirección de la luz que habían visto. Wickham era capaz de ver en la oscuridad mejor que cualquier otro hombre a bordo, así que Hayden tendía a tomárselo muy en serio.

—Espero que no, capitán —dijo Barthe—, pero no me sorprendería. Aun así, no hemos recibido señal de que alguno de nuestros barcos se haya rezagado.

—Falta poco para que amanezca, de modo que no tardaremos en salir de dudas. —Hayden llevó a cabo la inspección de cubierta, hablando con los centinelas y algunos marineros. Intentaba aprender los nombres de los nuevos y mesurar su carácter. Algunos habían sido marineros de barcos mercantes y encajaban bien en la Themis. Entre los hombres de tierra adentro, la mayoría de los cuales habían sido reclutados a la fuerza, si bien no había muestras de descontento sí las había de desaliento y confusión. Hayden ya había tenido ocasión de presenciar este fenómeno: hombres arrancados de un entorno familiar para verse inmersos en una situación a la que nadie aspiraba ni comprendía: un mar hostil allá donde mirasen, barcos enemigos que navegaban a la caza; sólo aquello bastaba para minar el carácter más firme. Pensó que un poco de dinero del botín sería suficiente para poner las cosas en su lugar. Sin embargo, la probabilidad de que pudieran hacer presas era escasa.

Para cuando hubo terminado de recorrer la cubierta, al este el cielo había clareado hasta adquirir una pátina argéntea y el agua se extendía, revuelta, hasta el horizonte. Regresó al alcázar, donde halló a Barthe y Wickham de pie en el coronamiento, juntos el recio piloto y el joven teniente en funciones, mientras éste señalaba a poniente, punto hacia el que ambos miraban con gran atención.

—¡Ahí! ¿Lo ve? —preguntó Wickham tras tirar del brazo del piloto.

—No. Pero me cuesta creer que alguno de nuestros transportes haya ganado tanto barlovento. Ah, capitán —saludó Barthe al ver acercarse a Hayden—. Wickham ha distinguido unas velas en esta negrura. Un barco por nuestro través, y puede que una goleta que se aleja con rumbo nordeste. ¿Hacemos señal a Pool?

Hayden, apoyándose en el húmedo coronamiento, se inclinó hacia delante. Entonces sintió un escalofrío.

—Que preparen las banderas, pero esperemos un momento. Quizá podamos averiguar de qué clase de barco se trata.

La luz atravesó lentamente las nubes, dejando al descubierto una miríada de grises. Por un instante dio la impresión de que oscurecía de nuevo, pero al final el cielo se abrió, y un momentáneo claro en la lejana negrura reveló velas y un casco oscuro e inconfundible.

—No es uno de los transportes —aseguró el capitán, que de pronto sintió que le faltaba el aire. Levantó ambas manos, pero, en lugar de golpear la madera con los puños, los hizo chocar entre sí con suavidad.

—No he llegado a distinguirlo —reconoció Barthe, que miraba con ojos bizcos en dirección a la vela—. ¿De qué clase de navío se trata?

—Es una fragata —informó Wickham—. ¿Hago la señal, capitán?

—Sí. Probablemente Pool la haya avistado ya, pero será mejor no dar nada por sentado. Deberíamos pitar a zafarrancho, señor Barthe.

Al cabo de un instante, los restantes guardiamarinas salieron a cubierta, seguidos por los oficiales. Hawthorne, que se ceñía la bandolera blanqueada con albero, se cruzó con Hayden.

—¿Corsarios? —preguntó al ver a Hayden mirando con el catalejo.

—Se trata de una fragata, señor Hawthorne —respondió el capitán sin dejar de encararla—. Lo más probable es que sea francesa, aunque aún no nos ha hecho la merced de enarbolar la bandera. —Y tendió el catalejo al teniente de infantería de marina, quien apoyó un extremo en un obenque.

—No nos esperábamos algo así. Está izando la bandera, capitán. ¿Lo ve?

—¡Cubierta! ¡Está izando varias banderas! —informó el centinela situado en lo alto.

Un conjunto de amplias banderas, de unos cuatro metros de ancho, se hicieron visibles entre la lona del barco.

—Son señales —dijo Hawthorne, confundido—. ¿A quién van dirigidas?

—Verá, señor Hawthorne —respondió Hayden—, existen varias posibilidades: o tiene barcos amigos que no podemos ver por hallarse más allá del horizonte, o no hay nadie más allá, pero alberga la esperanza de que nosotros no la creamos sola.

—¿Y de qué alternativa se trata? —insistió Hawthorne.

—Bueno, si lo supiera sería adivino, no marino. —Hayden saludó con una inclinación de la cabeza a Saint-Denis, que asomó en cubierta en ese momento—. Da la impresión de que tenemos compañía, teniente, aunque parece que se siente algo sola.

Lívido, Saint-Denis encaró el catalejo. Sus labios se contrajeron en una tensa línea.

—Me pregunto cuántos barcos más habrá.

—Lo sabremos con el tiempo —dijo Barthe, situándose a su lado—. Si se trata de una escuadra, los barcos no tardarán en dejarse ver.

—¡Señales, capitán! —informó Wickham, señalando los barcos del convoy que se extendían a proa. Wickham se subió a la batayola, asió el obenque y se inclinó para disfrutar de un mejor puesto de observación. Su sombra, el guardiamarina Gould, se quedó en cubierta mirando hacia la proa.

—Creo que el capitán Pool desea que intercambiemos nuestra posición con la Kent —dijo Gould a Wickham—. ¿O las he malinterpretado?

—Ha dado usted en el clavo, y eso que no tenía el libro de señales a mano —reconoció Wickham volviéndose para sonreír a su protegido—. ¡Bien hecho, señor Gould! —Y volviéndose hacia Hayden—: ¿Lo ha oído usted, capitán? Tenemos que intercambiar nuestra posición con la Kent.

—Sí. Señor Barthe, que los hombres den más vela. Si el viento rola a sudoeste, como creo que sucederá hoy, habrá que barloventear más de la cuenta para alcanzar a la Kent. —Se dio la vuelta y vio al contramaestre a una docena de metros, entre los hombres que ponían en batería las carroñadas de popa—. Poned alma ahí, señor Franks. Demostremos a Pool lo bien que hacemos nuestro trabajo.

Archer y Wickham conocían bien su oficio y animaron a los hombres a hacer su trabajo. Mientras se despejaban las cubiertas para el zafarrancho de combate, se dio la vela, se orientaron las vergas y se gobernó el timón. Empezaron a sobrepasar el convoy, navegando hacia el extremo oeste de la desigual formación, proa al barco cuyo mando perteneciera antes a Hayden. Los alcanzó una corriente larga del sudoeste, y el sonido de la Themis al alzarse la proa y caer sobre cada ola hubiese regocijado al capitán si aquel oleaje no hubiese anunciado también el mal tiempo, que además provenía de un cuadrante desfavorable del compás.

El capitán encaró la fragata francesa con el catalejo y la observó mientras ésta ponía un poco de mar entre ambos, pensando quizá que se enviaba a la Themis con intención de desafiarla.

—Mantiene distancias, capitán —comentó Hawthorne—. Diría que su gente se muestra algo tímida en nuestra presencia, a pesar de que artilla treinta y seis cañones y nosotros treinta y dos.

—Su capitán tan sólo se muestra prudente, señor Hawthorne. Recuerde que el setenta y cuatro cañones de Pool también podría optar por trabarse en combate. —Hayden llamó a Wickham.

—¿Señor? —respondió el teniente en funciones tras descender a cubierta y saludar.

—¿Hasta qué punto está usted seguro de la vela que vio navegar con rumbo norte? —le preguntó Hayden.

Wickham echó un vistazo al norte, como si pensara que iba a ver por segunda vez al barco fantasma.

—Bastante seguro, señor. Diría que se trataba de una goleta con rumbo a Brest.

—Enviaré un mensaje al capitán Pool —decidió Hayden tras asentir—. Me temo que no se trata de una noticia que vaya a alegrarle el humor, pero debería estar informado por si se presenta una escuadra francesa. Le escribiré una nota. Avise a McIntosh que tengo una carta para Pool.

Antes de que pudiera ir bajo cubierta a sentarse al escritorio, asomaron ambos clérigos, repararon en él y se le acercaron con paso inseguro.

—Señor Hayden, no sólo he sido insultado por su cirujano, sino que además ¡se me impide ejercer las tareas propias de mi oficio! Exijo que discipline usted a ese hombre de inmediato.

Smosh lo seguía no muy convencido, aunque a Hayden le pareció distinguir un fugaz atisbo de regocijo en su rostro redondo.

—¿A qué se refiere, doctor Worthing? —preguntó el capitán—. ¿De qué tareas me habla?

—El señor Griffiths no me permite visitar la enfermería, donde me acerqué a proporcionar consuelo a los enfermos y heridos.

—Ya. ¿No le explicó el cirujano que los marineros creen que cuando un clérigo visita la enfermería significa que uno de ellos está a punto de morir?

—¿Acaso vamos a gobernar nuestro barco sometidos a la superstición? —rugió Worthing—. No me sorprende que no sea usted capitán del todo.

Hayden sintió la súbita necesidad de arrojar el soberbio trasero de Worthing por la borda, de modo que retrocedió un paso y se llevó las manos a la espalda por si no lograba resistir la tentación.

—Yo no cedo un paso ante la superstición en lo que a gobernar mi barco concierne, doctor, pero en este asunto no me queda elección. Los hombres no acudirán al médico si permitimos que un clérigo los visite cuando quiera, y le aseguro que las enfermedades se multiplicarán antes siquiera de que el doctor Griffiths sea consciente de ello. Así que lamento tener que pedirles, también a usted, señor Smosh, que no entren en la enfermería del sollado.

—¿Qué clase de paganos son estas gentes que dan la espalda al Dios de los cristianos cuando caen enfermos? —repuso un Worthing si cabe aún más enfadado, nada dispuesto a ceder tan fácilmente.

—No se ofenda, doctor, pero no creo que sea usted el Dios de los cristianos —replicó sin alzar el tono, a pesar de que había perdido los estribos.

Smosh les dio la espalda, sus hombros acusando silenciosas sacudidas.

—En ningún momento he insinuado tal cosa —aseguró Worthing irguiéndose—. Debe saber, señor Hayden, que fue el propio lord almirante quien requirió mi presencia en la flota del Mediterráneo.

—Impresionantes credenciales, de veras, pero déjeme decirle, y sé de lo que hablo, que el clérigo que viaja a bordo del Victory tampoco visita la enfermería, pues lord Hood jamás lo admitiría.

—Eso no puede ser cierto.

—Pues lo es, si se me permite decirlo así, como que hay Dios. Pregunte usted a cualquier oficial a bordo. Es tradición de la Armada Real, doctor Worthing, y debo pedirle que la respete.

—Bueno, pues más que una tradición es una apostasía absurda, y no me complace nada. Creo que pondré al corriente de este asunto al comodoro Pool, siempre y cuando sea comodoro y no una mezcla extraña de comandante y teniente, al que la tradición de la Armada exija que me dirija como si se tratase de un lord almirante de la flota.

—Puedo asegurarle que obrar de ese modo no lo pondrá en buenos términos con el capitán Pool, ni mejorará su situación a bordo de este barco. Debo llevarlo al Mediterráneo, doctor, pero no posee usted la menor autoridad en la Themis. Es un invitado y espero que se comporte como tal. Y ahora, puesto que nos disponemos a llevar a cabo el zafarrancho de combate y despejar las cubiertas, debo pedirle que no se ponga usted en peligro y que de momento se retire a un lugar donde se halle a salvo. Discúlpeme. —Hayden le dio la espalda. Jamás habría hablado a Worthing en esos términos si éste no le hubiese insultado de aquel modo, ¡y en su propio alcázar, nada menos! ¿Es que no tenía sentido común?

El capitán no tardó en alcanzar a la Kent, embarcación que enseguida se rezagó para ocupar su puesto a retaguardia del convoy, donde intercambió posiciones con la fragata de Bradley, de forma que la Kent se encontró en la parte opuesta del convoy respecto del barco enemigo.

Transcurrió la jornada, y el viento varió una cuarta o dos en una u otra dirección, refrescando primero un poco y luego con ganas. La lluvia, helada y punzante como granizo, cayó en cubierta igual que cuentas de vidrio. Una confusa corriente del noroeste se superpuso a una marejada proveniente de tierra, del sudoeste, lo que hizo balancearse a la Themis de forma tan desacostumbrada como poco natural. Los marineros se ajustaban con facilidad al ritmo del barco, pero aquel día el término «ritmo» carecía de significado, pues la fragata se escoraba y cabeceaba de un modo impredecible.

Hawthorne y Barthe se encontraban de pie junto al coronamiento, la vista clavada en la ominosa fragata que mantenía su lejana vigilancia. En dos ocasiones desde la mañana se había aproximado al horizonte para hacer señales a los barcos invisibles, pero luego recuperaba la posición, a dos tercios de una legua de distancia, con un rumbo paralelo al suyo.

—Jamás había visto una marejada así que no trajese de la mano el mal tiempo —comentó Hawthorne al piloto.

Barthe se rebulló, incómodo.

—No, y cuando esto sucede suele preceder al temporal. Ah, capitán —dijo a Hayden cuando éste se acercó a ambos—. ¿Cree que se nos viene encima una borrasca?

—Esta marejada procedente de tierra no me tranquiliza precisamente.

Hawthorne, que cuando había mal tiempo solía marearse un poco, no parecía el hombre más feliz del mundo.

—Bueno, hemos salido con vida de más de una borrasca —comentó, estoico—. Espero que volvamos a lograrlo.

—Sin duda, señor Hawthorne.

La goleta, Phalarope, se dibujó entre las velas del convoy, con rumbo directo a la Themis. En unos instantes había alcanzado a la fragata y se situó en paralelo, a una eslora de distancia a sotavento.

—¡Capitán Hayden! —voceó McIntosh, que se encontraba en el coronamiento, de espaldas a la lluvia, con la cabeza encogida bajo la capucha del capote—. ¡El comodoro le pide que suba usted a bordo del Majestic!

—Vayan a buscar a Saint-Denis —ordenó Hayden.

—A la orden, señor.

A regañadientes, el capitán en funciones confió a Saint-Denis el mando de su barco y embarcó en el bote de la Phalarope. Cuando éste bogaba alejándose de la Themis, oyó que lo llamaban desde la cubierta y, al alzar la vista, vio a Wickham subido al tope, haciéndose bocina con una mano para imponer su voz al rugido del viento y el mar.

—¡Capitán Hayden! ¡Creo haber avistado una vela en el horizonte, más allá de la fragata, señor!

—¿Está seguro, señor Wickham?

—¡No, señor! —respondió el guardiamarina tras titubear un instante—. Pero a pesar de la cortina de agua, señor, me ha parecido distinguir una vela.

—¿Puede verla en este momento?

Wickham pasó un brazo por un estay para aferrarse y luego miró a través del catalejo, barriendo lentamente el turbio horizonte.

—¡No, señor, no la veo!

—¡Siga mirando! Si llega a divisarla con mayor claridad, pídale a Saint-Denis que se lo comunique de inmediato a Pool.

—¡A la orden, capitán!

Los remeros bogaron con brío y al cabo de poco Hayden se hallaba a bordo de la goleta, que hizo avante entre las embarcaciones que conformaban el convoy. La información de Wickham había inquietado a Hayden, que pidió prestado el catalejo de McIntosh para observar él mismo el horizonte.

—Pero ¿cree usted que vio de verdad un barco? —preguntó McIntosh.

—No sería la primera vez que avistara antes que nadie una embarcación, así que no lo descarto.

McIntosh miró pensativo hacia la bruma que se extendía a poniente.

—Si hubiese barcos franceses más allá del horizonte, ¿por qué iban a esconderse?

—No lo sé, pero me temo que pronto lo descubriremos.

La Phalarope navegó entre los buques que escoltaban el convoy para embarcar a todos los capitanes y conducirlos al Majestic, a bordo del cual no tardaron en verse. Los sirvientes recogieron los capotes encerados antes de que los capitanes obtuviesen permiso para entrar en el camarote del capitán.

Pool, tan impaciente como de costumbre, iba de un lado a otro del camarote mientras los oficiales entraban. Cuando estuvieron todos dentro, les señaló las sillas en torno a la mesa.

—No hay tiempo para cortesías —dijo en cuanto ocupó su puesto, de pie a la cabecera de la mesa. Se inclinó hacia ellos, ambas manos apoyadas en el respaldo de la silla—. Como todos sabrán a estas alturas, uno de los guardiamarinas de Hayden avistó al alba una goleta que llevaba rumbo norte. He decidido no esperar a que regrese acompañada por una escuadra. Propongo trabar combate y apresar la solitaria nave justo antes del amanecer. Por tanto, si nos alcanza una escuadra enemiga, ésta dispondrá de un barco menos con que hacernos frente.

Hayden reparó en la agitación que embargaba a los oficiales allí reunidos. Como también la compartía, quizá por eso detestaba la perspectiva de tener que ser precisamente él quien hiciera de aguafiestas.

—Con su permiso, capitán Pool, al mismo guardiamarina le pareció ver una vela en el horizonte, a poniente, hace apenas un rato.

Sabemos que la fragata francesa estuvo haciendo señales como si hubiese otros barcos en esa dirección.

—¿Vio usted esa vela a la que se refiere, Hayden? —preguntó Pool.

—No, señor, pero él se hallaba subido al tope y yo acababa de embarcar en el cúter de McIntosh.

—¿Su guardiamarina está completamente seguro de haberla visto? —quiso saber Bradley.

—No. Se lo pregunté, pero no pudo confirmarlo. Sin embargo, su vista es mejor que la de cualquier hombre que conozca, por eso creo que en esta discusión deberíamos contemplar la posibilidad de que haya más naves enemigas.

—Aquí no hay discusión que valga, Hayden —sentenció Pool, contundente—. Pero no tiene de qué preocuparse: Bradley y yo daremos caza a la fragata mientras usted se queda con el convoy, de modo que no correrá usted peligro alguno.

Hayden estuvo a punto de ponerse en pie, presa de una cólera repentina e ingobernable.

—Señor, si es necesario estoy dispuesto a correr cualquier peligro, y nadie tiene motivo alguno para pensar lo contrario.

—Haya paz, Hayden —pidió Pool en tono conciliatorio, a pesar de que seguía sonriendo con sarcasmo—. Quizá aún tenga una oportunidad de demostrar su coraje. Pero hoy no, ni mañana. —Centrando de nuevo su atención en los demás oficiales presentes, prosiguió—: Bradley y yo apagaremos las luces de a bordo y, justo antes de que amanezca, nos deslizaremos hacia donde se ha situado la fragata. Si la nave francesa emprende la huida, Bradley le dará caza y la apresará, o la hostigará de tal forma que yo pueda disparar una andanada sobre ella. Haremos una presa y todos ustedes obtendrán su parte de los beneficios que se deriven de esta acción. Doy por sentado que nadie tiene nada que objetar.

Hayden miró en torno a la mesa. Aunque creyó distinguir más de una expresión de incertidumbre, ningún oficial hizo objeción alguna.

—Creo que se abatirá sobre nosotros una borrasca del sudeste —opinó Hayden, esforzándose por imprimir confianza tanto a su porte como a su voz—. ¿Qué sucedería si se topan ustedes con una escuadra francesa que haya permanecido oculta más allá del horizonte?

Pool exhaló un suspiro teatral, y a punto estuvo de alzar las manos en actitud implorante.

—Capitán Hayden, si se desata una tormenta y no podemos abrir nuestras portas, entonces es evidente que no intentaremos apresar la fragata. No somos estúpidos. Pero si hubiera una escuadra francesa, dígame, ¿por qué se ocultaría? Sería de todo punto absurdo. Este capitán francés está dirigiendo señales a nadie porque quiere impedir que hagamos precisamente lo que nos disponemos a hacer, es decir, poner rumbo hacia su embarcación para apresarla. —Desvió la atención de Hayden—. Nadie tiene que moverse un ápice del puesto que ocupa en el convoy. Bradley y yo tomaremos por sorpresa al francés.

Tras brindar por el éxito de la empresa, los oficiales se despidieron para subir rápidamente a cubierta. Hayden embarcó en el bote y transbordó a la Phalarope. Ninguno de los demás capitanes habló, como habría sido de esperar antes de un combate, cuando se genera una gran expectación y reina el nerviosismo. En cambio, se impuso un silencio incómodo, muy difícil de interpretar.

Fue Bradley el primero al que condujeron a su barco, la Syren, y en cuanto el bote que se lo llevaba se hubo alejado lo suficiente de la cubierta de la Phalarope, Jones se volvió hacia Hayden y le preguntó:

—¿De veras cree usted que hay una escuadra ahí fuera?

Hayden se sintió un poco agobiado, pero también furioso.

—Sólo sé lo que me ha dicho mi guardiamarina, un joven con gran iniciativa que es de mi entera confianza, razón por la cual consideré mi deber poner al corriente a Pool.

—Pero ¿por qué motivo iba a permanecer esa escuadra oculta más allá del horizonte? —quiso saber Stewart.

—Precisamente, ésa es la cuestión. Y no tengo respuesta. Únicamente pensé que, puesto que escoltamos un convoy y no navegamos a la caza de embarcaciones enemigas, quizá habría que considerar ese dato, pero no ha sido así. —Hayden comprendió que había hablado más de la cuenta, pero la ira y el rencor eran como una grasa capaz de aflojar el mecanismo de la lengua de un hombre… al menos de la suya.

No habían transcurrido dos horas de su marcha cuando se vio de nuevo a bordo de la Themis. En aquel intervalo, Saint-Denis había discutido con Barthe con motivo de la cantidad de lona que cubría el aparejo, y luego Hayden descubrió que Worthing había acudido a Saint-Denis para convencerlo de que le dejara visitar a los marineros convalecientes en la enfermería del sollado. El teniente había mostrado la prudencia necesaria para no acceder a su petición, lo cual sorprendió a Hayden, ya que no atribuía a Saint-Denis mucho sentido común.

No tardó en anochecer. El viento roló a poniente y refrescó bastante hasta que un coro de agudos gemidos entonó su canto en escala menor en la jarcia. Las luces del resto de los barcos parpadearon mientras éstos se balanceaban y el chubasco invernal empapaba los aparejos. Bastaba el peso del agua para quebrar una sobremesana antigua.

Hayden invitó a Griffiths a cenar con él, y ambos se hicieron mutua compañía en el camarote, donde se había vuelto a poner todo en su sitio tras haberlo despejado por completo cuando pitaron a zafarrancho de combate. El balanceo del barco era tal que, si aumentaba un poco, se haría necesario asegurar mesa y sillas, así que cenaron como entre brincos, botes y sobresaltos, convertidos en piezas de los juegos malabares de un bufón.

—Gracias por ahorrarme otro discurso del buen clérigo acerca de lo que supone ser una persona tan afín a lord Hood. —Griffiths sonrió, negando con la cabeza—. No puede ganarse la vida en tierra, y sin embargo espera que creamos que alguien tan eminente como lord Hood se ha tomado un interés especial en él. Con un carácter tan agradable y semejantes influencias, me pregunto por qué razón no habrá llegado aún a obispo. ¡Dios santo!

Hayden rió. El barco se escoró con fuerza a sotavento y el capitán llegó a tiempo de apresar la botella de vino y el salero, mientras Griffiths ponía a salvo la salsera. Un tenedor salió disparado y acabó en el suelo.

—Llevamos demasiada lona —comentó Hayden e hizo ademán de levantarse, pero oyó que llamaban a los marineros de guardia—. Ah, Barthe debe de haberse hecho con el mando. —Y volvió a sentarse.

Griffiths tomó un sorbo de clarete.

—Doy por sentado que nuestro francés es monárquico.

—¿A qué francés se refiere?

—Al cocinero. ¿O debería llamarlo chef?

—Rosseau. Me imagino que no irá a declararse jacobino a bordo de nuestro barco, ¿no cree?

—No, pero Wickham me ha dicho que Rosseau acababa de enterarse de que habían guillotinado a la reina. Cuesta creerlo. Wickham asegura que el francés se echó a llorar como un niño. Por lo visto, el cocinero le contó que en tiempos había servido a una familia noble y tenido ocasión de preparar una cena a la que asistieron como invitados el rey Luis y su consorte.

—Supongo que no es descabellado; dudo que alguien de su talento hubiese trabajado para un zapatero.

—A juzgar por cómo se maneja con la cocina inglesa, cualquiera diría que el cocinero de un zapatero encajaría como un guante en la mesa del rey de Inglaterra.

—De hecho, doctor, según los franceses, un zapatero francés podría cocinar para un rey inglés.

—Pero tal vez algunas de sus recetas parecerían una suela de zapato —repuso Griffiths soltando una carcajada.

Desde que Hawthorne le había contado que Griffiths había visto decepcionadas sus expectativas, a Hayden le pareció que el doctor estaba más melancólico de lo habitual. Su risa se le antojaba forzada, sus comentarios mera formalidad, menos sinceros de lo acostumbrado. Pero, después de todo, tampoco había conocido al doctor antes de producirse el infortunio. Quizá siempre había sido así. O puede que estuviese buscando más indicios en el comportamiento del médico de lo razonable. Dado que habían pasado ya dos años desde la decepción amorosa, quizá Griffiths había olvidado lo sucedido y ya no miraba más que hacia el futuro.

—Espero que sobrevivamos al hecho de llevar a un hombre como él a bordo —comentó Griffiths, ungido de pronto de una gran seriedad—. Me refiero a Worthing.

—Es muy franco, de eso no cabe duda, pero no creo que suponga un peligro para la dotación. No parece caerle simpático a nadie.

—Es verdad, aunque no subestimaría la amenaza que conlleva una persona como el clérigo. Los individuos de su talante poseen una gran capacidad para crear conflictos. Lo he visto con anterioridad. No halla sosiego a menos que esté sacudiendo las emociones del prójimo, enfrentando a unos contra otros, al tiempo que se considera ultrajado por cualquier cosa sin la menor justificación, o por comentarios que cualquier otra persona no consideraría insultantes. No, nos causará problemas, ya lo verá. Ya intentó minar su autoridad, capitán, al acudir a Saint-Denis, después de que usted le negara la entrada a la enfermería. Worthing y el primer teniente podrían hacer causa común, puesto que el reverendo se muestra… reverencial con quienes son superiores a él socialmente, y ambos se sienten infravalorados. Pero no hablaré más del asunto, y ojalá no tenga razón en mis apreciaciones.

—En este asunto en particular, doctor Griffiths, también espero que se equivoque.

—Me han comunicado que al amanecer emprenderemos la persecución de una posible presa.

—No exactamente. Vamos a observar el combate, y quizá admirarnos de él, pero de ningún modo nos involucraremos, aunque, por supuesto, estaremos listos para ofrecer nuestra ayuda si fuera necesaria.

El doctor observó la copa de vino que sujetaba del tallo con dos dedos, mientras apoyaba la palma de la otra mano en la mesa. Le bastó con un giro de muñeca para voltear el vino, que humedeció las paredes de cristal.

—Usted ya sabe que no me precio de tener un conocimiento particular en estos asuntos, pero ¿es prudente llevar a cabo lo que se proponen?

Hayden respiró hondo lentamente hasta llenar los pulmones.

—Del todo, siempre y cuando el barco francés esté solo.

—¿Y si no lo estuviera?

—Entonces no.