Pool era un hombre seco e impaciente. Daba la impresión de sentirse muy ofendido ante la perspectiva de ocupar el mando de un convoy destinado al almirante lord Hood. El espacioso camarote de su navío de setenta y cuatro cañones estaba atestado de patrones de buques de transporte y capitanes de barcos escolta.
—Espero que todo el mundo dé la suficiente vela para mantener la posición —anunció en voz alta—. No atenderé a excusa alguna, ni toleraré la menor muestra de independencia a este respecto. Mis señales serán obedecidas y repetidas en beneficio de las naves situadas a mayor distancia de la línea. Hemos de cruzar el golfo de Vizcaya en esta estación y no tengo planeado fachear hasta la primavera. ¿Entendido? El tiempo no nos beneficiará, así que deberemos sacar provecho de cualquiera que sea el viento que sople. —Miró a los capitanes y patrones allí reunidos, como quien desafía a algún pobre imbécil a hacer una pregunta—. A pesar de lo avanzado del año, los franceses andarán en nuestra busca. No creo que se les haya escapado el hecho de que nuestro convoy estaba formándose, así que aprovecharán para atacar a quienquiera que se rezague en la retaguardia. Hayden cerrará la expedición con la Themis, pero no podrá abandonar esa posición para rescatar a los barcos que se rezaguen. —Levantó un pequeño libro para que todos pudieran verlo—. ¿Todo el mundo tiene copia del libro de señales y mis órdenes? Estupendo. Si alguno de los presentes tiene alguna pregunta, éste es el momento de formularla.
Pero nadie tenía nada que preguntar… O puede que ninguno se atreviese. Los patrones salieron entre murmullos, pero los capitanes permanecieron en el camarote.
Pool los sentó a una mesa redonda, donde desplegó una carta náutica. Su piloto de derrota se situó a su lado.
—No voy a ocultárselo: la perspectiva de mandar este convoy no me complace en absoluto. Tengo motivos para querer estar en el Mediterráneo, donde Tolón corre peligro y mi presencia serviría a un propósito real. Estos patrones harán cuanto esté en su mano para estorbarnos, pero descubrí que basta con que pierdan un barco a manos de los corsarios franceses para que a los demás les entre una prisa de mil demonios, lleven a cabo las maniobras con mayor eficacia y sus perezosas dotaciones trabajen de lo lindo. Esperemos que algún francés emprendedor se mida con uno de los mercantes rezagados, a fin de que los demás aprendan la lección.
Hayden confiaba en que Pool hubiese hablado en broma, aunque nada en su actitud y expresión lo indicara, sino todo lo contrario.
—Tenemos que doblar Ouessant a mayor distancia de la que me gustaría —prosiguió, señalando con el índice un punto de la carta—, y mantener todos esos barcos ingobernables lejos de la costa francesa, de los ventarrones del sudoeste tan habituales en esta época del año. Aunque todos seamos muy conscientes de la absurdidad que supone enviar un convoy cuando la estación se halla tan avanzada, hemos de hacerlo lo mejor posible. Espero que todos cumplan con su obligación y espoleen a esos barcos para que podamos entregar en Gibraltar el mayor número de ellos. El capitán Stewart hará de «látigo» e intentará mantener a los transportes en sus puestos, cubiertos de lona. —Y dirigiéndose a Hayden, añadió—: Usted aún no ha sido ascendido a capitán de navío, a pesar de lo cual confío en que sepa desempeñar sus funciones. Si irrumpe en escena una escuadra francesa, debe estar preparado para salirle al paso hasta que estemos en disposición de enviarle refuerzos, y si esto último no fuera posible, deberá estorbarla para que el convoy gane la mayor distancia posible. ¿Entendido? ¿Está lista su dotación?
—Perfectamente lista, señor.
Los demás capitanes cruzaron miradas. Por lo visto, la dotación de Corazón Débil Hart tenía una reputación que sus recientes hazañas aún no habían logrado cambiar.
El convoy se componía de treinta y un transportes, escoltado por el buque de setenta y cuatro cañones de Pool; la Syren, una fragata de veintiséis piezas al mando de Bradley, y otras cuatro embarcaciones: dos goletas, un bergantín y, para consternación de Hayden, la Kent. Su capitán, un teniente ascendido hacía poco a comandante, se hallaba de pie al otro lado de la mesa, frente a Hayden. A juzgar por su juvenil aspecto, podría haber ido a la escuela con Wickham. De vez en cuando afloraba a su rostro una sonrisa, que reprimía enseguida con seriedad fingida.
Hayden comprendió que el joven se sentía completamente emocionado de verse allí, entre oficiales que lo superaban en edad y veteranía; aquellos hombres contaban con experiencia, mientras que él iba a jugar a la guerra.
—Tengo entendido que su goleta es muy veloz, McIntosh.
—Sí, señor —confirmó, incapaz de disimular su orgullo.
—En ese caso, repetirá usted mis señales al resto del convoy cuando el tiempo sea lo bastante adverso y no puedan divisarse con claridad.
—A la orden, señor. —McIntosh, a quien Hayden conocía un poco, había sido ascendido a comandante después incluso que Hayden, a pesar de que le sacaba unos años y había pasado la mayor parte de su vida en el mar. Nunca dejaba de sorprenderle comprobar que había oficiales en la Armada Real con menor influencia que él.
Pool contempló la carta del golfo de Vizcaya, como si bastase con mirar con atención para distinguir las posiciones ocultas de los corsarios franceses. Con gesto mecánico se llevó la mano derecha a la sien, para masajeársela con delicados movimientos circulares.
—Situaré la Kent a poniente, probablemente a barlovento. No se alarme, Jones. Aunque los barcos franceses de mayor calado atacarían desde barlovento, no creo que nos enfrentemos más que a corsarios de poca eslora que andarán al acecho de los rezagados, y que navegarán a sotavento y a popa del convoy. El capitán Bradley se situará a sotavento al mando de la Syren. —Levantó la vista hacia los demás—. Lo cierto es que el temporal será nuestro peor enemigo. Si la flota se ve empujada a sotavento y un número considerable de embarcaciones se distancia del convoy principal, correrán serio peligro de caer presa del enemigo. —Se irguió y echó una ojeada a los capitanes congregados a su alrededor, a quienes a continuación miró uno a uno a los ojos—. Confío en haberme expresado con claridad. —Hubo cabeceos y gruñidos afirmativos—. Hayden, si puedo retenerlo unos instantes más, desearía hablar con usted. —Saludó con una inclinación de la cabeza al resto de los oficiales—. Estén atentos a mis señales, obedézcanlas sin titubear y, Dios mediante, avistaremos Gibraltar dentro de dos semanas.
Los pasos reverberaron en la cubierta a medida que los capitanes fueron saliendo del camarote, todos haciendo alarde de urbanidad cuando insistían en ceder el paso a sus compañeros. Pool los observó marcharse con expresión pensativa. Podía permanecer de pie sin necesidad de encorvarse bajo los baos, lo cual indicaba que no medía más de un metro setenta y cinco, mientras que Hayden tan sólo lograba erguirse entre bao y bao. Supuso que las mujeres debían de encontrarlo atractivo: tenía el cabello y los ojos oscuros, era bien parecido y, aunque la viruela le había dejado algunas marcas, en realidad apenas se notaban. Sus modales enérgicos unidos a su complexión atlética le conferían una gran presencia. Saltaba a la vista que era alguien con quien no había que indisponerse.
—Seré sincero con usted, Hayden, y le confesaré que preferiría tener a un capitán de navío al mando de su fragata. Sé que fue usted el primer teniente de Hart, pero confío en que pueda ocupar su puesto en el convoy y no se arrugue en presencia de barcos enemigos, por pesado que sea el calibre de sus cañones. ¿Entendido?
A Hayden le ardieron las orejas y el cuello.
—Sí, señor. Y permítame decirle que tan sólo serví como teniente de Hart durante unas semanas. Antes fui el teniente de mayor antigüedad del capitán Bourne, quien no dudaría en decirle que no me arrugo en presencia del enemigo y no me falta capacidad para gobernar un barco.
La expresión de Pool, incapaz de contener la ira, le dio a entender que había hablado más de la cuenta.
—¿Acaso le he pedido que me detalle su historial de servicio, Hayden?
—No, señor.
—No, no lo he hecho. Pero voy a preguntarle por qué razón Bourne, un capitán que me precede en antigüedad, tan sólo manda una fragata. ¿Por qué jamás le confiaron el mando de un navío de setenta y cuatro cañones o un buque insignia?
—Ha rechazado mandos de ese tipo, señor —respondió Hayden, defendiendo a su amigo—. El primer lord sabe que está hecho para mandar una fragata. La Armada sufrirá una gran pérdida el día que el capitán Bourne obtenga su insignia de contralmirante, aunque será un espléndido oficial del Estado Mayor, de eso estoy seguro.
—Jamás enarbolará la insignia de contralmirante, Hayden, créame. —El tono y los modales de Pool apenas se inmutaron, pues la cólera había cedido ante una convicción firme y cierto aire de preocupación—. El día que Bourne abandone su fragata será el último que sirva en la Armada. Los hombres como él no comprenden los entresijos de la Armada. El muy insensato se condenó a sí mismo a disfrutar de una breve carrera, puesto que nunca demostró ser capaz de ir más allá. —Negó con la cabeza y su expresión pareció de frustración—. Concederé a Bourne su tan cacareada bravura, la cual confío que le haya servido a usted de ejemplo.
—No lo decepcionaré, capitán.
—En tal caso, ¿a qué está esperando para volver a su barco? —replicó Pool no sin cierto amago de bondad—. Vamos a dar la vela de inmediato.
En cubierta, Jones esperaba junto al portalón, y al ver a Hayden se le acercó de inmediato.
—Capitán, tengo la impresión de que me han dado el mando de un barco que le pertenecía a usted. Me preocupaba mucho que pudiera haberse quedado usted en tierra, pero ahora veo que le dieron una fragata. ¡Felicidades!
—Debo llevársela a lord Hood, que se encargará de buscarle un capitán de navío. Pero de todas formas no se preocupe. No le guardo a usted rencor por las decisiones que puedan tomar los almirantes u oficiales superiores.
—Eso es muy caballeroso por su parte. —Hizo una pausa—. ¿Ha participado usted alguna vez en un convoy? —inquirió al fin.
—Más a menudo de lo que desearía. ¿Y usted?
—Acompañé a alguno que otro, en el mar del Norte. No creo que haya nada más aburrido en el mundo. Espero que éste también lo sea… a excepción del tiempo, quizá.
—Estoy seguro de que todos deseamos aburrirnos lo máximo posible en esta travesía.
—Bueno, no crea, capitán Hayden. ¡Los capitanes Pool y Bradley esperan tener ocasión de hacer presas!
—Seguramente bromeaban —repuso Hayden sonriendo.
—No, en absoluto —insistió el joven, que pareció ofenderse—. Ambos hicieron varias presas este año, modestas, sí, pero confían en alcanzar metas mayores. Estoy bastante seguro de que hablaban totalmente en serio.
Hayden embarcó en el cúter que lo llevaría de vuelta a la fragata, preguntándose con qué clase de gente se había involucrado. El comodoro lo consideraba un cobarde, a pesar de no tener más motivo que el período que había servido a las órdenes de Hart, y por lo visto Pool y Bradley creían que en lugar de realizar labores de escolta iban a navegar a la caza de embarcaciones enemigas.
—Lo tomó por Landry —sentenció Hawthorne cuando Hayden le relató su conversación con Pool.
—Es posible, pero me temo que demasiada gente en la Armada ha oído únicamente la versión de Hart de nuestra travesía, y que carecen de una fuente más fiable.
Alguien llamó a la puerta de la cámara y, tras recibir el permiso de Hayden, Archer asomó la cabeza.
—Todo listo para levar anclas, señor.
—Subiré de inmediato a cubierta —respondió el capitán, y cogió el sombrero que descansaba en la preciosa mesa.
Se dirigió luego a la escala, deteniéndose tan sólo un instante en la cubierta principal para comprobar que los hombres ocupasen sus puestos.
—Supone un gran alivio ver a la tripulación preparada y deseosa de cumplir con su deber —comentó Hawthorne cuando asomaron en cubierta.
—Estaba pensando en lo mismo. —Hayden no pudo evitar recordar aquel día en Plymouth cuando la mitad de la dotación se había negado a dar la vela. ¿Cuántas vidas podrían haberse salvado si hubieran llegado a salirse con la suya? ¿Y por qué no lo lograron? Porque Hayden había intervenido y convencido a los hombres para dar la vela, conservando a Hart en el mando, y así había ocurrido lo que había ocurrido. Se dijo que el cumplimiento del deber nunca debería verse empañado por la ambigüedad.
Hayden inspeccionó rápidamente el convoy, un conjunto de navíos de todos los portes y aparejos posibles. Fondeaban sin orden particular, pendientes del ancla, sometidos al suave viento del nordeste, como una caballada tirando de los bocados. Las banderas de señales flamearon en las drizas del buque insignia, recortadas contra el cielo plomizo.
—Tenemos permiso para zarpar y dar la vela. —Hayden se volvió hacia Saint-Denis—. Encárguese usted, teniente, si es tan amable.
Saint-Denis se llevó la mano al sombrero con una encantadora sonrisa, sonrisa que Hayden empezaba a detestar.
—Es una excelente oportunidad para que Archer nos demuestre que sabe desempeñar sus responsabilidades, capitán. Estaré vigilándolo y me aseguraré de que todo se haga con rigor. No tiene usted por qué preocuparse por su inexperiencia.
Antes de que Hayden pudiera responder, Saint-Denis ya se había ido a avisar a Archer.
Hawthorne, de pie a unos dos metros, miró en dirección al capitán con la ceja levemente enarcada. Hayden había experimentado un fugaz acceso de ira.
En ese momento, se les acercó un cúter que navegaba a vela.
—¡Ah, de la Themis! —voceó el timonel—. ¡El correo!
Sentado en la bancada de popa junto al timonel se encontraba el ayudante de Griffiths, Ariss, en cuyo regazo descansaban algunos paquetes. Subieron a cubierta la saca del correo, y detrás el ayudante de cirujano.
—¿Podría usted encargarse de abrirla, señor Hawthorne? —pidió Hayden—. Es posible que la notificación que está esperando Saint-Denis se encuentre en esa saca.
—Dios lo quiera —murmuró el teniente de infantería de marina, al tiempo que la abría y procedía a comprobar los destinatarios de la correspondencia—. Aquí hay una carta para él… Ah, y otra.
El primer teniente se había detenido en el portalón y miraba por encima del hombro hacia el alcázar, pues no prestaba atención más que a la llamada del correo. Hayden le hizo un gesto y Saint-Denis echó a andar con paso vivo hacia la popa.
—Su correo, teniente.
Saint-Denis tomó las cartas de manos de Hawthorne sin dirigirle apenas un ademán de agradecimiento, y se alejó un poco antes de abrir la primera. Leyó su contenido, bizqueando ante el retal cuadrado de papel color crema, y luego, dándoles la espalda, abrió la segunda. Imposible malinterpretar aquella caída de hombros, el modo como los brazos se desplomaron inertes a los costados, mientras las cartas temblaban a merced del viento. Apresuradamente se las metió en el interior de la casaca, mientras con la otra mano se acariciaba el ceño con aire ausente. Después caminó de vuelta al portalón, desde donde observó cómo cobraban el ancla; en ningún momento al andar sus zapatos de hebillas habían hecho el menor ruido.
—Según parece no ha sido llamado a la gloria —susurró Hawthorne.
—No. Davies ha logrado matar dos pájaros de un tiro: por un lado, se ha librado con gran habilidad de mandar la Themis, y por otro, ha dejado varado en ella a su primer teniente.
—Su astucia es admirable —alabó Hawthorne.
—En efecto.
Hayden se adelantó unos pasos, atento a las labores que llevaban a cabo los miembros de la dotación. Los nuevos se las apañaban bien, y Franks era incapaz de dar con una sola persona a la que provocar un respingo, pero aun así cojeaba implacable sacudiendo el rebenque con mirada amenazadora. A proa, Wickham explicaba las maniobras al nuevo guardiamarina Gould, señalando aquí y allá bajo la atenta mirada del joven, que no se perdía una sola palabra o gesto. Archer daba órdenes en voz baja al señor Barthe y a Franks, órdenes que este último repetía con su vozarrón a los hombres. El solemne teniente se mostraba sorprendentemente confiado, incluso alegre.
Para evitar que treinta barcos leven el ancla a la vez, Pool había ordenado dar la vela a aquellos situados más a sotavento, a quienes seguirían de inmediato los diez siguientes, y finalmente los once últimos. Torbay estaba atestada y así podrían cerrar la formación con mayor facilidad, pues los transportes navegarían formando una especie de cuadrado rodeado por los barcos escolta, y así saldrían al Canal.
Se le acercó el señor Barthe, con la bocina bajo el brazo.
—Mis felicitaciones a usted y al señor Franks —dijo Hayden, inclinando la cabeza ante el piloto de derrota—. Da la impresión de que los hombres conocen bien su oficio.
—Será necesario que practiquen a menudo, señor, pero lograremos hacer de ellos una tripulación como Dios manda. Como muchos que no han servido en la Armada, muestran un entusiasmo mayor cuando ejercitamos el manejo de los cañones, aunque aún no han lanzado un solo disparo que no sea una salva sin bala.
—Creo que se convertirán en una tripulación excelente, señor Barthe. De hecho, no me cabe la menor duda. Andamos faltos de un teniente y también de uno o dos guardiamarinas, pero nos las compondremos. Estoy considerando ascender a Wickham a tercer teniente en funciones. ¿Cree que podrá arreglárselas?
—Ese joven es más competente que muchos de los tenientes con quienes he navegado, señor —respondió Barthe sin dirigir una sola mirada en dirección a Saint-Denis, aunque no era necesario—. Pero apenas cuenta dieciséis años, o sea, que lo separan tres de aspirar al desempeño de las responsabilidades propias de un teniente.
—Si tuviera un guardiamarina de dieciocho o diecinueve años lo ascendería a él, pero es que todos cojeamos de una pierna u otra: tenemos un comandante que cumple las funciones de capitán, nos falta un teniente y contamos con menos guardiamarinas de los que querría, un barco cuyo mando ningún otro oficial está dispuesto a aceptar, y una dotación que nadie subiría a bordo. ¿Qué se supone que debo hacer?
Barthe rió.
—Si se pone usted así, capitán, no tengo nada que discutirle. Que el señor Wickham sea tercer teniente.
—Me complace que comparta mi decisión.
El barco se cubrió de lona con una elegancia que incluso complació aún más a Hayden, y la fragata cobró andadura. Buena parte del viento franco que sopló se perdió formando los transportes, pero finalmente el convoy puso proa al Canal y el lejano océano. No tardaron en tomar rizos a las velas para mantenerse a la altura del más perezoso de los transportes, el barco que marcaría la velocidad durante el resto de la travesía, puesto que, a pesar de las señales que Pool ordenaba enarbolar para que diera la vela, tenía una andadura realmente lenta.
Hayden confió a Archer el mando de la nave en calidad de oficial de guardia y bajó a su camarote. Cuando pasó de largo por la lumbrera que daba a la cámara de oficiales, oyó risas y voces dentro, e imaginó que Hawthorne estaría sirviendo vino para todos. Encontró vacío el camarote y nada más entrar sintió un frío húmedo, a pesar de las lámparas que había encendido el sirviente. Por un instante permaneció en medio de su espacioso reino, varias veces más grande que el camarote que ocupara en la cámara de oficiales, experimentando una extraña sensación de lejanía.
—A esto aspirabas —se dijo en voz alta mientras se quitaba la casaca y la colgaba del respaldo de la silla. Una brisa suave inclinó un poco el barco, que cabeceaba en un mar espoleado por la marea y el terral.
El centinela dejó entrar al sirviente, a quien Hayden pidió café. Cuando el sirviente se retiró, el infante de marina se llevó los nudillos a la frente y carraspeó.
—Uno de los hombres me pidió que le diera esto —dijo mostrándole un papel empapado—. Por lo visto, lo encontró en cubierta, señor.
Hayden tomó la hoja y la puso al contraluz. La tinta se había corrido en lo que parecía ser una carta, de cuyo contenido apenas podían leerse algunos fragmentos: «… estas deudas, acumuladas contra mi expreso deseo, no serán satisfechas». Y cerca, casi a pie de página: «… procure apañárselas por su cuenta».
No siguió leyendo, pero mandó llamar a Saint-Denis, que llegó tras unos instantes muy sonrojado, sin duda por efecto de la bebida.
—Quería usted verme, señor.
—Encontraron esto en cubierta —dijo Hayden tendiéndole la carta empapada—. Me preguntaba si quizá le pertenecería.
Saint-Denis tomó el documento, le echó un vistazo, lo dobló rápidamente y se llevó las manos a la espalda con la carta estrujada.
—¿Debo dar por hecho que no hay un alma a bordo que no sepa lo que dice?
Hayden negó con la cabeza.
—El centinela que me la trajo no sabe leer, y además está emborronada.
No supieron qué más decirse. Saint-Denis parecía un hombre a quien le hubiesen comunicado la muerte de su esposa.
—Por lo visto, no transbordaré a un buque insignia —dijo en un intento por burlarse de sí mismo.
Hayden se encogió de hombros, sin saber qué responder.
Saint-Denis cabeceó señalando a la Themis, en un gesto que el capitán interpretó como un «tendré que conformarme con esto».
—Es posible ascender en la Armada sin contar con influencias.
—¿Igual que hizo usted?
Hayden intentó disimular hasta qué punto lo había ofendido aquel comentario.
—Admito que no se trata del camino más rápido, pero es posible… para un oficial competente que se distinga en el cumplimiento del deber.
—Me alegra saber que aún hay esperanza. ¿Se le ofrece algo más, señor?
—Sí. Una última cosa. —Hayden se tomó unos instantes para escoger bien las palabras—. Cuando yo doy una orden, no lo hago para que usted delegue el encargo en Archer. Usted mismo la llevará a cabo. ¿Entendido?
Saint-Denis lo miró con rencor mal disimulado.
—Soy el primer oficial. ¿Acaso se espera de mí que suba corriendo a la verga y aferre velas?
Aquélla fue la gota que colmó el vaso, pues Hayden no era precisamente el hombre menos temperamental del mundo.
—Ya sabe a qué me refiero. Si considera que no está a la altura de lo que se espera que haga un primer teniente, le ruego me lo comunique. Estoy convencido de que Archer desempeñaría ese puesto con la competencia que lo caracteriza.
—Eso no será necesario —repuso el otro, negando con la cabeza y apartando la vista.
—Como andamos faltos de un teniente, voy a tener que pedirle que monte guardias. Wickham desempeñará las funciones de tercer teniente hasta que nos envíen a un nuevo oficial. Eso es todo.
Saint-Denis salió del camarote envarado, y el eco de sus pasos resonó más allá de la puerta a medida que sus zapatos se posaban lentamente en los peldaños de la escala, donde se detuvo un instante antes de proseguir el ascenso.
Cuando llegó el café, Hayden se sirvió una taza con mano temblorosa debido a la ira que sentía.
—Vaya a avisar al señor Wickham, por favor —ordenó al sirviente; al menos tenía buenas noticias que darle a alguien.
El café, aromático y humeante, surtió el efecto de un elixir. Le cambió el humor y también la visión de las cosas. Cuando entró Wickham, ofreció una taza al joven.
—Gracias, señor. —El muchacho se sentó con aire expectante, esperando a que su oficial superior le confiara su requerimiento. Existía un gran contraste entre la voluntad de Wickham por complacer y sobresalir en sus funciones, y el carácter de Saint-Denis, que era lo que Hayden entendía por un diletante. Wickham podría ascender en la Armada por mucho que su padre no fuese más que un mercader. Sus contactos le resultarían útiles, pero no imprescindibles.
—¿Puedo dar por sentado, señor Wickham, que si le ofrezco ascenderlo a tercer teniente en funciones no rechazará mi oferta?
—¡No, señor, jamás haría tal cosa! ¡Gracias, señor! Es un gran honor.
—Una gran necesidad, eso es lo que es. Tiene usted dieciséis primaveras y no debería confiársele un cargo de tanta responsabilidad hasta dentro de varios años, pero necesitamos un teniente y creo que desempeñará ese puesto de forma admirable.
—Haré cuanto obre en mi poder para no decepcionarle, señor Hayden. Capitán, quiero decir.
—No me cabe la menor duda. Lamento no poder asignarle un camarote en la cámara de oficiales, puesto que el clero ocupa en este momento dos de ellos. Sin embargo, estoy seguro de que les gustará hacerle a usted un hueco en la mesa.
—Gracias, señor.
—¿Qué tal se adapta nuestro nuevo guardiamarina a la rutina de a bordo? Espero que no se marease.
—En absoluto, señor. Todo lo contrario, posee un amplio conocimiento de los barcos y la Armada, capitán. Mucho mayor que el mío la primera vez que subí a bordo de un buque de guerra. Claro que él ha estado navegando desde que era muy pequeño. —Wickham hizo una pausa—. Su padre es el patrón de una barca de pertrechos.
—¿Se lo ha contado? —preguntó Hayden, sorprendido.
—No, señor. Lo he reconocido. En una ocasión lo vi ayudando a su padre… cuando no estaba en la escuela. Estoy seguro de que no soy el único que se acuerda de él, capitán.
—¿Cree que eso supondrá un problema?
Wickham levantó la taza de café y no quitó ojo al oscuro néctar mientras se la llevaba a los labios.
—Verá, señor, sus creencias religiosas carecen de importancia para mí, pero el Almirantazgo podría verlo de otro modo.
—Está dispuesto a aceptar el sacramento, si fuera necesario.
—¿De modo que se convirtió en cristiano? ¿No hay impedimento para que sirva en la Armada?
—Ya oyó usted al señor Smosh en la cena: a la Iglesia no le importa mucho cómo acuda la gente a ella. Igual que el buen reverendo, quizá Gould ande más necesitado de una carrera que de una nueva fe, pero no seré yo quien lo juzgue.
—Es muy listo y está muy capacitado, espero que los hombres lo acepten.
—Sí, esperemos que así sea. Pregunte a Saint-Denis qué guardia quiere que haga usted.
—A la orden, señor. Y gracias de nuevo, capitán.
—Así podrá usted unirse al resto de los actores de la función: capitán en funciones, teniente en funciones… —dijo Hayden, esbozando un gesto para restar importancia a aquel agradecimiento—. Parece que aquí todos somos los actores de una función, y el mar entero nuestro escenario. —Recordó a Romeo Moat y no pudo evitar sonreír.
Una vez fuera, la digna retirada de Wickham se convirtió en alegre galopada, y el atropellado eco de sus pasos escala arriba recordó a Hayden un potrillo al que sueltan en el prado.
Tras aceptar una invitación para cenar en la cámara de oficiales la noche siguiente, Hayden cenó a solas en el camarote, atento al sonido del viento y al cálculo del estado de la mar a partir del balanceo y cabeceo del barco. El viento del norte aguantaba y los llevaba hacia el Atlántico, pero era tan frío que Hayden se alegró cuando le sirvieron la humeante cena.
Al retirar el sirviente la tapa que cubría los platos, a Hayden le sorprendió ver que le habían hecho la cena a la francesa, muy bien preparada y acompañada por un surtido de exquisitas salsas.
—Santo Dios —dijo finalmente al despensero—. ¿Me preparó Jefferies esta cena? ¡Es exquisita!
El hombre contuvo una sonrisa de satisfacción.
—No exactamente, señor. Childers y Dryden descubrieron que no disponía usted de cocinero, señor, así que le buscaron uno. Espero que no le importe.
—¿Que no me importe? Debería felicitarlos. Yo mismo les daré las gracias. ¿Y de quién estamos hablando? Me refiero al cocinero.
—Rosseau, señor.
—Es francés… —Se sintió algo receloso—. ¿Un emigré?
—No lo sé a ciencia cierta, capitán, pero diría que sí.
—Bueno, me alegra que alguien así esté dispuesto a echarse a la mar. He de conocerlo. ¿Lo llamarás cuando haya terminado? Y también a Childers y Dryden, si Saint-Denis puede prescindir de ellos, claro está.
—A la orden, capitán.
Cuando hubo terminado la copiosa cena, Childers y Dryden se presentaron en el camarote, seguidos por un tercer hombre, un tipo de extraña complexión, casi contrahecho, y con el rostro coronado por un cabello deslucido y negro como el carbón. Tenía los ojos asombrosamente oscuros, grandes y febriles. Su piel era tersa, apenas le destacaba la barbilla, y tenía los pómulos altos y marcados. Hayden deseó que no estuviera enfermo, porque lo cierto era que lo parecía.
—¿Es éste el hombre que me preparó tan exquisita cena? —preguntó levantándose de la silla.
—Sí, señor —respondió Childers—. No habla mucho inglés, pero descubrirá usted que su francés es excelente.
—Y hablando de descubrimientos, ¿dónde lo habéis encontrado?
Childers y Dryden cruzaron la mirada, visiblemente incómodos.
—En Plymouth, señor.
—¿Es un emigré? —Hayden se volvió hacia el cocinero—. Vous êtes un émigré, n’est-ce pas?
El hombre lo miró confundido.
—Non, monsieur… le ponton.
—Un pontón —repitió Hayden, y su sonrisa se esfumó.
—Oui, el pontón —asintió el francés.
—¿No se referirá a un pontón de prisioneros…? —inquirió el capitán en funciones volviéndose hacia Dryden y Childers.
Dryden alzó ambas manos y miró a Childers, asustado.
—Creímos que vagabundeaba por Plymouth en busca de barco, señor. Eso fue lo que nos contaron.
—¿Y quién os lo contó?
Tanto Childers como Dryden se mostraron confundidos.
—Verá, señor, ese tipo… Bueno, ahora que lo pienso no sé cómo se llamaba.
—Monsieur… Worth —apuntó Rosseau, cuyo conocimiento de la lengua inglesa era superior a lo que había aparentado—. Monsieur Worth —repitió, asintiendo esperanzado.
—Worth… —Hayden no daba crédito—. ¿Nuestro Worth? ¡Responde!
—Así es, capitán —admitió Childers.
—¿Cómo llegaste a Inglaterra? —preguntó Hayden a Rosseau en francés.
—Fui el chef del capitán, monsieur, a bordo de la Dragoon.
—¡La Dragoon!
El francés asintió con su pequeña cabeza.
—¿Y fue Worth quien lo sacó de un pontón? —inquirió entonces el capitán, volviéndose hacia el timonel y el segundo del piloto, ambos firmes con la vista al frente—. Por el amor de Dios, ¿es que aquí todo el mundo usa la cabeza sólo para llevar el sombrero? Las autoridades estarán buscándolo.
—Dejarán de hacerlo al cabo de unos días, ¿no? —replicó Dryden sin demasiada convicción.
—Pensamos que a usted le gustaría disponer de un cocinero francés, señor, puesto que… bueno, sabemos que disfruta de la cocina francesa —balbuceó Childers.
—Por descontado que me gustaría tener un cocinero francés, Childers —admitió Hayden—, ¡siempre y cuando no se trate de un prisionero de guerra! —El capitán en funciones empezó a recorrer de un lado a otro el camarote. Worth, el hombre que se había arriesgado a ir a la cárcel por sustraer y recuperar el cuaderno de bitácora de Barthe, todo ello a petición de Hayden, se vería involucrado. Tenía una gran deuda con Worth… Le maravilló pensar en lo que había hecho por él, por no mencionar el detalle del cocinero—. En fin, ahora ya no podemos hacer mucho. No puede volver nadando a Plymouth y si lo entregamos nos veremos en serias dificultades. —Guardó silencio y contempló a ambos tripulantes, sin que éstos apartasen la vista de la punta de los zapatos—. De momento tendremos que quedárnoslo.
—¿Quiere que siga cocinando para usted? Figura en el rol de la dotación con el puesto de cocinero, señor.
—¿Y qué otra cosa iba a hacer? ¿Combatir contra los franceses?
—No creo que sea muy batallador, señor —opinó Dryden con un hilo de voz.
Hayden estuvo a punto de echarse a reír ante lo absurdo de la situación.
—No, yo tampoco. Y ahora regresad a vuestros puestos.
—¿Se ha metido Worth en líos, señor? —preguntó Dryden antes de abandonar el camarote.
—Todos vosotros os habéis metido en un lío, Dryden, lo que no sé exactamente es qué clase de lío, o cómo castigar a quienes sólo pretendían mostrarse amables conmigo. No más muestras de amabilidad, ¿entendido? Díselo a Worth de mi parte.
—A la orden, señor.
Hayden saludó al chef con una leve inclinación de la cabeza. El francés parecía algo confundido por el peculiar comportamiento de aquellos extraños ingleses.
—Una cena excelente, monsieur Rosseau. Très bon. Merci.