Capítulo 3

—¿Acaso no es como el canal? —se quejó Barthe, señalando con una mano gordezuela las aguas que se extendían más allá del fondeadero de Plymouth—. Cuando tenemos buen viento hay quizá demasiado. Este condenado ventarrón no muestra indicios de ceder un ápice, capitán. Estoy seguro de que soplará un día más. —Atravesó el camarote de Hayden hasta las ventanas de popa y miró con atención a través de los cristales empapados de lluvia—. No me cabe duda de que podremos llegar a Torbay, señor, si ésa es nuestra intención.

—En eso coincido con usted, señor Barthe, pero a cambio de maltratar el aparejo y poner en riesgo a nuestra gente. No, el convoy de Pool no irá a ningún lado con este viento. Tendríamos que esperar.

A primera hora de la mañana, el cielo gris se hallaba surcado de nubes cargadas de lluvia. Se oía el rítmico plic-plic-plic-plic en el jardín de popa cuando el agua se precipitaba en el lavamanos de latón, a través de una gotera que había en cubierta. Hayden era capaz de calcular la fuerza de la lluvia a partir de la cadencia del goteo.

—¿A qué se debió el alboroto que hubo en cubierta al dar las ocho campanadas?

—Se nos abarloaron unos tipos de ésos que apañan lo de las furcias, señor. Según parece, Saint-Denis tiene una deuda considerable con ellos y hace tiempo que no llega el dinero que esperaba recibir de su familia.

—Pase la voz entre los infantes de marina de que no quiero presenciar de nuevo una escena semejante, no en mi barco. Por cierto, ¿dónde está Hawthorne?

—Tiene que volver hoy, capitán. Creo que en Bath quedaba un corazón por romper, así que regresará en cuanto haya zanjado ese asunto.

—Informe a las damas de Bath que tendrán que despedirse de él, ya que lo necesito a bordo. Su cabo aún no está preparado para desempeñar las funciones de un teniente.

—Estoy de acuerdo, señor.

Llamaron a la puerta.

—Es el teniente Saint-Denis, capitán.

—De acuerdo, que pase.

Entró Saint-Denis con varios papeles bajo un brazo y el sombrero bajo el otro.

—Aún no poseo información concreta, señor Hayden, pero da la impresión de que sus sospechas dieron fruto. Han desaparecido pertrechos. —Levantó un papel y echó un vistazo a los números garabateados—. Concretamente tres toneles de carne en salazón, un barril de sebo y varios efectos del contramaestre. —Se golpeó el muslo con los papeles—. Sospecho que se trata del contador, señor Hayden. Puede incluso que sea el contramaestre.

—Doy fe de la inocencia de Franks, teniente —dijo Hayden, y se volvió hacia el piloto de derrota—. ¿Cuánto tiempo llevan usted y Taylor sirviendo juntos, señor Barthe?

—Unos cuantos años, capitán. Es el hombre más reservado que existe, pero nadie ha sugerido jamás que sea deshonesto. Y Franks… Aunque no es el hombre más concienzudo a la hora de mantener los libros en orden, es la honestidad personificada. Creo que habrá que buscar a nuestros ladrones en otra parte.

—Coincido con el señor Barthe: respaldo a Franks con los ojos cerrados y todo el mundo confía en Taylor. Tengo la sospecha de que descubriremos a los ladrones entre los nuevos, teniente. Confío en que pueda usted desenmascararlos pronto. ¿Algo más?

—No, señor. Bueno, hay un judío que pregunta por usted.

—¿Responde ese caballero a un nombre?

—Lo dijo… —El teniente frunció el entrecejo—. Puede que se llamase Gold, señor.

—Ah, el señor Gold. Por favor, muéstrele el camino.

Barthe y Saint-Denis se retiraron del camarote y, al cabo de un momento, entró uno de los mercaderes locales, que satisfacía las necesidades de los marineros y oficiales fondeados en puerto. En cuanto franqueó la puerta, se quedó de pie sombrero en mano. Hacía casi una década que Hayden conocía a Gold. Era un hombre reservado y honesto que navegaba por las en ocasiones hostiles aguas del fondeadero de Plymouth, entre las embarcaciones de la flota de Su Majestad, con tal destreza que había terminado creyéndolo una especie de genio.

—¡Hola, señor Gold! Espero que todo vaya bien.

—Así es, capitán Hayden. Permítame felicitarlo por su reciente ascenso.

—Muy amable. Supongo que ha venido a preguntar por el dinero de mi cuenta.

—En absoluto, capitán Hayden —repuso Gold aparentando sorpresa—. Oí hablar de los barcos que apresó, y sabiendo como sé lo lentos que pueden ser los tribunales de presas y los agentes, me dije que quizá querría usted ampliar su crédito, ya que como oficial de mayor graduación de la fragata probablemente habrá de desempeñar labores de anfitrión, además de correr con otros gastos.

Hayden andaba falto de dinero, y por supuesto estaba preocupado por la necesidad que tenía de hallarse a la altura de las exigencias sociales que requería su nuevo puesto.

—Recibirá usted una considerable suma gracias a la fragata y el transporte, señor, así que debo adelantarle su dinero al porcentaje más ventajoso posible. Lo cierto, capitán Hayden, es que he venido a pedirle un favor, y a cambio le adelantaré lo que necesite, sin interés alguno.

—Ya imagina usted, señor Gold, que jamás aceptaría un soborno…

—¡Claro que no, señor! En ningún momento he pretendido sugerir tal cosa.

—Por tanto, pagaré para que usted me adelante el dinero, oferta que acepto. Pero dígame qué desea, porque estoy dispuesto a hacerle ese favor por simple amistad.

—Me halaga que me considere un amigo, capitán. Tengo entendido que necesita usted guardiamarinas, y con todo mi respeto me gustaría proponerle a Benjamin, mi hijo. Es un muchacho muy listo, señor, y está dispuesto a desempeñar su cometido tan bien como cualquier otra persona que pueda usted encontrar.

Hayden se quedó sorprendido.

—Lo recuerdo bien, señor Gold, y es como usted dice, y más. Existe, sin embargo, una antigua ley conocida por el nombre de Ley de la Prueba…

—Soy perfectamente consciente de su existencia, señor, pero quizá ignore que mi esposa es cristiana y que mi hijo está dispuesto a jurar que también lo es.

—Pero ¿está dispuesto a recibir públicamente el sacramento? Se lo planteo porque es muy posible que la Armada se lo exija.

—Creo que lo estaría, señor.

—¿Sólo lo cree?

—Lo haría, capitán Hayden. Estoy casi seguro. Sabrá usted que hay judíos en su dotación —observó Gold, con una mirada que daba a entender que disponía de pruebas—. Los Schomberg son una familia judía… aunque los hijos se hayan convertido a la Iglesia anglicana. Yo mismo tuve el honor de servir en algunas ocasiones al capitán Isaac Schomberg, señor.

—Sí, señor Gold, todo eso es indiscutible, pero lo cierto es que el cuerpo de oficiales es un bastión del anglicanismo. Aunque mi padre fue capitán de navío, lo que para la mayoría de los hombres constituiría la cúspide de su carrera, como mi madre es francesa y católica, durante todo el tiempo que he estado sirviendo en la Armada he sido víctima de la intolerancia. Si logra el éxito, su hijo lo tendrá mucho más difícil que el resto. Le recomendaría que lo reconsiderase. —Hayden reparó en la decepción de Gold—. ¿Por qué sometería a su hijo a una vida así? Es peligrosa, incómoda e ingrata.

Gold esbozó una fugaz sonrisa de tristeza.

—Es lo que más desea en el mundo, señor, convertirse en oficial de la Armada Real, en lugar de gobernar su propia barca de pertrechos… como ha hecho siempre su padre.

—Todos cumplimos nuestra tarea en la vida, señor Gold.

—Algunas son más respetables que otras, señor —repuso sin dejar de repasar con ambas manos el ala del sombrero—. Entonces ¿no lo acepta a bordo? —inquirió en voz baja.

Hayden se sintió presa de una peculiar impotencia, como si fuera incapaz de alzar un brazo. Comprendía perfectamente las dificultades que afrontaría el muchacho, que era un intruso en un mundo caracterizado por un conjunto de reglas propias y excluyentes. También conservaba un recuerdo vivido del ansia ciega que lo llevó a ingresar en la Armada, así como cuan devastador hubiese sido ser rechazado.

—No puedo mantenerlo fuera de peligro, señor Gold, como usted comprenderá.

—Sí, señor. —El hombre dedicó una rápida reverencia a Hayden—. Y gracias, señor. Lo traeré a bordo en cuanto usted me lo pida, capitán. Esta misma mañana.

—Otra cosa, señor Gold. No soy más que el capitán en funciones del barco, así que, cuando se nombre un capitán de navío para el mando de la Themis, cualquier guardiamarina que navegue conmigo se quedará en tierra y su futuro será tan incierto como el mío.

Pero este comentario no logró desanimar al mercader, a quien Hayden jamás había visto tan contento.

—Creo que le aguarda a usted un futuro muy prometedor, señor Hayden. Estoy convencido. Mi Benjamín no podría estar en mejores manos. Eso también lo sé.

—No resultará nada bueno de todo esto —murmuró, lamentando la decisión en cuanto Gold se hubo ido.

Al cabo de unas tres horas, estaba ordenando sus efectos personales en el camarote, que le parecía considerablemente más espacioso en comparación con el cubículo de dos metros y medio cuadrados a que estaba acostumbrado, cuando el centinela llamó a la puerta y anunció al señor Archer.

—Un guardiamarina desea presentarse, capitán —informó Archer nada más entrar—. Creo que trae una carta de su padre.

—¿Tan pronto? En fin, hágalo pasar. Después ya lo acompañará a la camareta de guardiamarinas.

—A la orden, señor.

Al cabo de unos instantes se abrió de nuevo la puerta, y cuando Hayden levantó la mirada vio a Arthur Wickham de pie en el interior del camarote, esbozando una sonrisa algo bobalicona.

—¡Wickham!

—Capitán Hayden —saludó el joven, dedicándole una reverencia un poco teatral. Le tendió una carta—. Mi padre me pidió que se la entregara: se trata de una petición para que me haga usted un hueco en la camareta de guardiamarinas, porque en cuanto me enteré de que le habían dado el mando de un barco decidí que le pediría este favor. —Abarcó el camarote con un gesto—. Pero no me esperaba esto, señor. Oí que le habían dado el mando de una corbeta, no un barco propio de un capitán de navío.

—No soy capitán de navío, Wickham. Se trata de un puesto en funciones, así que en cuanto entregue la Themis a lord Hood lo más probable es que me vea de nuevo sin barco, y mis guardiamarinas sin lugar del que colgar el coy.

—Ni por un instante creo que sea posible algo semejante. Estoy seguro de que le confiarán el mando de un barco.

—Su fe es muy alentadora, Wickham. De veras que sí.

Hayden tomó la misiva y quebró el lacre. Con letra apenas comprensible, se le solicitaba de manera muy educada que aceptase a lord Arthur en calidad de guardiamarina, petición que Hayden estaba encantado de aceptar.

—Lord Westmoor ha redactado una petición tan elegante en favor de su hijo, que no puedo sino aceptarla. Con lo novato y joven que es usted, doy por sentado que tendrá mucho que aprender.

—Me aplicaré con denuedo en las lecciones, capitán Hayden. No lamentará haberme aceptado. —Wickham sonrió complacido—. Tengo entendido que anda necesitado de guardiamarinas, señor.

—Sólo cuento con uno, y está muy verde. De hecho, es la primera vez que embarca en una fragata del rey. Espero que le proporcione usted el beneficio de su experiencia y se muestre amable con él.

—Eso por descontado, señor. Me he tomado la libertad de avisar a otros dos jóvenes caballeros de mi posición, los cuales hace poco se quedaron sin barco. Doy fe de su comportamiento, capitán, sin ninguna reserva.

—¿Es posible que estemos hablando de Hobson y… Stock?

—Madison, señor. Hobson y Madison. No creo que Tristram Stock vuelva a hacerse a la mar. La muerte de su amigo Williams le afectó enormemente. Mucho me temo que tardará un tiempo en recuperarse.

—Lo lamento. Será estupendo volver a navegar con Madison y Hobson. ¿Está seguro de que responderán?

—Me marché de Londres antes de recibir respuesta a mis cartas, pero mucho me sorprendería que no se hayan dirigido directamente a Plymouth en cuanto se enteraron de la noticia.

Hayden no podía estar más complacido ante aquel giro de los acontecimientos.

—Será mejor que no pierdan un solo instante, porque partiremos en cuanto lo permita el tiempo. ¿Se encuentra bien, lord Arthur?

De pronto Wickham adoptó una expresión más adusta, lo cual era habitual en él cuando se le formulaba una pregunta.

—Así es, señor, y mucho mejor ahora que sé que voy a hacerme a la mar con mis antiguos compañeros. Archer me ha dicho que la Themis conserva intacta buena parte de la dotación.

—¿No le parece extraño? —repuso Hayden, asintiendo—. Ningún otro capitán habría aceptado a esta tripulación, un terrible error que sin embargo redunda en nuestro beneficio, puesto que únicamente los hombres más leales permanecieron a bordo tras el motín, y entre ellos además se cuentan algunos marineros de gran valía.

—Echaré de menos a Aldrich, señor —admitió Wickham.

—Todos lo haremos. Pobre tipo, que Dios se apiade de su alma. Nunca lo encontraron, así que imagino que al final se ahogaría.

Wickham se encogió de hombros.

—¡Casi lo olvidaba! —exclamó a continuación—. Mi padre le ha enviado un obsequio por haberme ayudado a progresar tanto en el conocimiento de mi profesión, señor.

—El papel que cumplí en ese progreso es inapreciable. Creo que tiene usted un talento natural, y hay pocos hombres tan dotados para este oficio.

—Vaya, gracias, señor —repuso el joven, sonrojándose—. Lo considero un gran cumplido viniendo de usted, capitán Hayden. Mi padre le ha mandado una mesa muy hermosa, tallada en la mejor caoba, adecuada para un camarote como éste. Puede que tenga talento para adivinar el futuro, capitán. Es para doce comensales, y es posible reducir su superficie a fin de que se sienten con comodidad cuatro. Las sillas son de una factura tan ingeniosa, que pueden doblarse hasta quedar completamente planas. No tendrá usted ningún problema a la hora de guardarlas cuando se despejen las cubiertas en zafarrancho de combate, lo cual confío que no tarde en suceder.

—¡Menudo obsequio! Pero me temo que es demasiado generoso por su parte. ¿Cómo puedo compensarle?

—Es lord Westmoor quien lo compensa a usted, señor, por enseñarme el oficio. Y quizá por el dinero del botín que reciba en el futuro.

—Cuando lo recibamos. Esta tarde escribiré una carta al marqués para expresarle mi gratitud.

Wickham echó un vistazo al escritorio de Hayden, en cuya superficie se acumulaban montones de papeles.

—Capitán, si me lo permite tendría que ir a presentar mis respetos al señor Barthe y al doctor, y así de paso le dejaré a usted trabajar tranquilamente.

—Muy bien, estoy convencido de que se alegrarán mucho de verle.

Tras dirigirle de nuevo una fugaz reverencia, el joven se marchó.

Después de quedar saturado de tanto papeleo, Hayden abandonó el camarote con intención de visitar la enfermería y luego inspeccionar los estantes que había ordenado instalar a Chettle en el pañol de los pertrechos del contramaestre, en su empeño por poner un poco de orden en el reino del señor Franks, y permitirle mantener un control más eficaz de la cantidad de municiones de que disponía.

Al salir del camarote, se topó al pie de la escala de toldilla con tres hombres hechos una auténtica pena debido a la lluvia casi torrencial que caía en cubierta. El más bajo era un joven de unos catorce años que al quitarse el capote encerado dejó al descubierto un reluciente uniforme nuevo de guardiamarina. Cada gesto del muchacho era como una parodia del movimiento humano, pero esa inestabilidad no bastaba para borrarle la torpe sonrisa. El más alto, y también mayor en edad, era un hombre enjuto y serio que miraba en derredor con una expresión de desagrado mal disimulada en un rostro de facciones angulosas. El tercero parecía su contrario: de cara redonda, miraba con cierto aire distraído de satisfacción. Hayden lo tomó por la clase de caballero capaz de plantarse sobre una montaña de heces de caballo en perfecta paz con el mundo, sin siquiera percatarse de ello y sin mudar un ápice la sonrisa.

—Aquí tienen a nuestro capitán —anunció Archer a los hombres allí reunidos—. El reverendo doctor Worthing. —El caballero de expresión desabrida inclinó la cabeza—. El reverendo señor Smosh. —El más bajito de ambos flexionó la rodilla—. Y nuestro nuevo guardiamarina, el señor Gould.

—¿Gould? —preguntó Hayden.

—Mi padre llegó hace poco a un acuerdo con usted para reservarme una plaza, capitán Hayden.

—Ah. Gould, claro. Es un placer tenerlos a bordo. —Se volvió hacia el segundo teniente y dijo—: Encárguese de acompañar a estos caballeros a sus camarotes, por favor, y presente al joven Gould al señor Wickham, que se ocupará de ayudarlo a instalarse. —Dirigiéndose a los clérigos, prosiguió—: Espero que puedan ustedes cenar conmigo esta noche. Mucho me temo que será comida de barco, pero tarde o temprano no quedará más remedio que probarla.

Una vez resueltos estos pormenores, confió a Archer a esos caballeros de credos tan diversos. Benjamin Gould le había hecho entrega de un paquete enviado por su padre, que contenía algo de dinero que Hayden le guardaría al muchacho e iría entregándole según fuera necesario (procedimiento tradicional), así como el dinero que Gold le adelantaba al capitán.

En ese momento se cruzó con el despensero, nombrado recientemente.

—Señor Castle, ¿de qué consta el menú para esta noche?

—De cerdo, señor.

—Lo temía. Voy a dar una cena en mi camarote para algunas personas y se nos servirá el cordero que esta tarde me enviaron a bordo. Junto a los caballeros reverendos me acompañarán Wickham, Gould, que es el nuevo guardiamarina, y… ¿quiere que le haga una lista?

Al final se sentaron diez personas a cenar: el señor Barthe, los tenientes Saint-Denis y Archer, los guardiamarinas lord Arthur Wickham y Benjamin Gould, el doctor Griffiths y los reverendos Worthing y Smosh, además del recién llegado Hawthorne y, por supuesto, el propio Hayden. La mesa despertó gran admiración debido a su excepcional factura; sin duda se trataba de un mueble que Hayden no podría haberse costeado. Había llegado junto a una mantelería exquisita, la cual había decidido estrenar, a pesar de que el resto del modesto servicio y la cubertería, la vajilla de porcelana, así como los cuencos y escalfadores, desmerecieran el conjunto. La velada, no obstante, la protagonizó un cordero de primer orden, enviado a bordo por el señor Gold. Por lo visto, el patronímico de su hijo se había transformado hasta convertirse en «Gould».

—Me sorprende encontrar a un médico a bordo de una fragata, doctor Griffiths —reconoció el reverendo doctor Worthing tras un silencio que siguió a la conversación—. Doy por sentado que es usted médico, puesto que por lo general viste como un doctor. —Hablaba con tono arrogante, como si cualquier observación que hiciera fuese la cosa más incontestable del mundo.

—No soy sino un simple cirujano, doctor Worthing.

El clérigo se quedó con el tenedor suspendido ante su agria boca, para acabar devolviéndolo al plato.

—En ese caso, ¿no es un tanto presuntuoso hacerse llamar «doctor»? Mi hermano fue cirujano y nunca se adueñó de ningún otro título que no fuese el de «señor».

Llegado este punto, a Hayden le pareció apropiado intervenir en favor de Griffiths.

—Los marineros tienen la costumbre de referirse a los oficiales médicos por el título de «doctor». Así ha sucedido en todos los barcos donde he servido, a excepción de uno.

—Pues me parece una costumbre muy peculiar. ¿No conocen los marinos la gran disparidad existente entre los conocimientos que posee un cirujano y los de un médico?

—En tierra tal vez exista tal disparidad, doctor Worthing —señaló Barthe con amabilidad—, pero en un navío el cirujano también desempeña funciones de boticario y médico. Descubrirá que el doctor Griffiths se ha tomado grandes molestias en educarse a sí mismo, y que es mucho más sabio que la mayoría de los cirujanos que sirven en la Armada.

—Bueno, espero que no se ofenda si no me dirijo a usted como acostumbran los demás, señor Griffiths, ya que debo confesarle que lo considero… indebido.

—No me ofende usted en absoluto, doctor Worthing —respondió Griffiths con gran desenvoltura—. Llámeme «señor» cuanto quiera.

A pesar de la afirmación de que no pretendía mostrarse descortés, a Hayden le dio la impresión de que el clérigo era incapaz de disimular su decepción ante el hecho de que aquella censura suya hubiese sido encajada sin ninguna muestra de agravio.

—¿Y qué me dicen de ese otro doctor de quien tanto he oído hablar? —insistió Worthing—. ¿También se trata de un cirujano? Me parece muy peculiar que esta fragata necesite dos.

—¿A qué doctor se refiere? —preguntó Hayden.

—Al doctor Jefferies, creo que se llamaba.

Hubo sonrisas reprimidas a lo largo y ancho de la mesa, y al menos una de satisfacción disimulada tras una copa de vino que alguien levantó con presteza.

—Jefferies es el cocinero del barco, doctor Worthing. En la Armada tenemos la costumbre de bromear cuando tratamos de «doctor» al cocinero.

—Qué idea más extraña tienen ustedes acerca de las bromas. —Daba la impresión de que lo ofendía que pudiese encontrarse divertido algo así—. Las convenciones del trato en el servicio se me antojan harto peculiares. ¿Debo entender, capitán Hayden, que usted no es tal, sino que ocupa el cargo de comandante?

—Eso es totalmente correcto, señor.

—Pero incluso un almirante se dirigiría al capitán Hayden como «capitán», doctor Worthing —intervino Wickham—. Tiene el mando de un barco, y por tanto es «capitán». No tardará usted en descubrir que el capitán Hayden es merecedor de dicho trato, puesto que es tan buen marino como cualquiera que lo supere en rango.

—Eso no lo pongo en duda —replicó Worthing.

Hayden cayó en la cuenta de que, cada vez que Wickham se pronunciaba, el reverendo era todo oído y amabilidad. Al fin y al cabo, sólo aquel interlocutor cuya progenie pudiera proporcionarle una renta considerable era digno de ser escuchado.

Así que, contrariado ante la posibilidad de ofender a lord Arthur en el aspecto que estaban tratando, el clérigo optó por el silencio.

—Señor Gould, usted ha de ser toda una autoridad en materia médica… —dijo Hawthorne—. ¿He sido informado correctamente de que dos de sus hermanos se dedican a la medicina?

—Así es, señor Hawthorne —se apresuró a responder Gould, contento de que alguien le prestara atención—. Mi hermano mayor ha abierto consulta en Londres, y Peter, el mediano, estudia para seguir sus pasos.

—¿Y a qué se debe que no quisiera usted imitar el ejemplo de ellos? —preguntó Barthe—. Sabe Dios que es una profesión más juiciosa y lucrativa que la del mar.

—Durante un tiempo contemplé seriamente esa posibilidad, señor Barthe. Leí incluso varios trabajos de mis hermanos, y tuve ocasión de ayudarlos en los estudios. La medicina es un campo muy absorbente, eso lo admito, pero al final la idea de estar metido en una sala todo el día en Londres… —Sufrió un teatral estremecimiento—. Estoy convencido de que dos médicos son más que suficiente en una familia. —Se volvió hacia el clérigo de mayor edad—. Entonces, doctor Worthing, ¿es usted médico?

—Mi doctorado es el de la divinidad —respondió el reverendo, que a todas luces daba la impresión de estar preguntándose qué clase de cabeza de chorlito podía ignorar ese hecho.

Griffiths lanzó una elocuente mirada a Hayden.

—Me ha parecido ver palos de golf entre el equipaje que subían a bordo —intervino Saint-Denis.

—Son míos —admitió Worthing.

—En mis buenos tiempos se me consideró un hábil golfista —informó Saint-Denis—. Únicamente lamento no haber podido practicar con mayor asiduidad. Es un juego excelente.

—Que ha sufrido un gran perjuicio por ese empeño insensato de reducir los veintidós hoyos al profano número de dieciocho. Sin embargo, confío en que tan malhadado plan fracase en breve. ¿No está usted de acuerdo, teniente?

—Veintidós es el número adecuado —repuso Saint-Denis, sonriendo obsequioso—. No podría hallarme más de acuerdo con usted.

—Sólo he jugado en una ocasión —admitió Wickham—, y logré hacer diecinueve hoyos. Acabé francamente cansado.

—Pues no está nada mal para tratarse de la primera vez —aseguró Saint-Denis—. Le hubiese bastado con practicarlo más para llegar a la conclusión de que veintidós es el número correcto. Bueno, quizá tengamos ocasión de permitirnos jugar algún día, Wickham, y entonces me encargaré de darle las instrucciones adecuadas. Es una empresa en la que muchos insensatos se hacen pasar por sabios. Cuándo utilizar el hierro, palos de fresno o nogal… Al respecto yo lo guiaré, así que no tendrá que preocuparse —propuso Saint-Denis, mostrándose encantado consigo mismo ante aquella muestra de generosidad en materia de golf, oferta que por el contrario no pareció agradar mucho a Wickham.

—No estoy seguro de que puedan encontrar en el Mediterráneo un campo adecuado para jugar —comentó Barthe con cierto aire inocente.

—Me contento con localizar de vez en cuando alguna hierba donde poder practicar. Resulta muy difícil mantener un buen nivel de juego si no se repiten asiduamente los ejercicios.

—Justo a eso se debe que los hombres frieguen a diario la cubierta con piedra arenisca —intervino Saint-Denis, riéndose de su propia ocurrencia.

—Por cierto, ¿sabe usted por qué los ingleses llamamos a la arenisca holy-stone, «piedra sagrada»? —inquirió Smosh.

Saint-Denis se mostró algo incómodo, y miró en torno como si esperase que alguien pudiera acudir en su ayuda, pero nadie le arrojó una mísera tabla a la que aferrarse.

—No conozco la respuesta a esa pregunta, señor Smosh —mintió el teniente.

—¿No se debe a que las piedras con que se friegan las cubiertas tienen la forma y el tamaño de la Biblia cristiana? —explicó Smosh, incapaz de contener la risa, lo cual le valió una mirada desaprobadora por parte de Worthing, a quien había ofendido aquel insulto al sagrado libro. La silenciosa crítica no afectó en absoluto al clérigo rechoncho, pues siguió disfrutando de lo lindo de aquel comentario, al punto de que su rostro adquirió la tonalidad de la grana. Al cabo de unos instantes dejó de reír y, centrándose de nuevo en la cena, dijo—: Capitán Hayden, si llego a saber que la comida que hay a bordo de los barcos de Su Majestad es de tal calidad, habría considerado hacer carrera en la Armada. Y lo digo sinceramente.

—Pues cualquiera diría que la hizo usted, señor Smosh —señaló Griffiths.

A Smosh no le molestó aquella observación. En lugar de ello, soltó una risita.

—En efecto, doctor Griffiths. En efecto, y créame si le digo que estoy encantado de ello. Disfrutar de una compañía tan agradable y tener la oportunidad de ver parte del ancho mundo, por no mencionar el dinero del botín… Como no se me ocurrió la Armada, acabé ingresando en la Iglesia por necesidad de mejorar mi situación.

Estas palabras provocaron una airada reacción por parte de Worthing.

—¿Pretende usted decir, señor, que admite haber accedido al clero por falta de una auténtica vocación?

Antes de responder, Smosh se limpió los labios, humedecidos de vino, con la servilleta de la nueva mantelería de Hayden.

—En efecto, aunque debo señalar que a la Iglesia no le importa gran cosa qué medios hayan podido empujar a alguien a servirla. La Iglesia lleva tiempo ganando almas, pero no por amor a Dios, sino por miedo a la condenación eterna. No considera a quien teme al fuego (un cobarde, se mire como se mire) menos cristiano que aquél que acude a ella llevado por un genuino sentimiento religioso. Por tanto, se deduce que no le importa mucho cómo obtiene sus ministros y no considera al hombre que ama a Dios mejor que el que acude buscando mejorar su situación. Para la Iglesia, ambos son uno y lo mismo.

—Esto constituye una afrenta no sólo a la Iglesia, sino a Dios —protestó Worthing, tan ofendido que tartamudeó levemente.

—No sé por qué piensa usted así —replicó Smosh, muy templado—. Conozco en tierra a varias personas que no sólo disfrutan de una fuente de ingresos, sino de dos, y que a cargo de éstas dejan a un vicario para que desempeñe sus funciones, a excepción hecha de algún que otro sermón de los domingos. Su valioso tiempo lo emplean cazando y en actividades similares. Es tan probable que se los encontrase usted en un partido de criquet como visitando a los enfermos de un hospital, o incluso en sus propias iglesias. No, únicamente pretendo mostrarme sincero en cuanto a mis motivos para acceder al clero, a pesar de que no hay mercancía que disfrute de menor demanda que la honestidad.

Después de aquel comentario no hubo manera de salvar una cena que, por suerte, no tardó en concluir. Cuando se hubieron retirado los invitados, Hawthorne y Griffiths se sentaron con Hayden para beber una copa de oporto.

—Me atrevería a decir que durante unas semanas no faltarán distracciones en la cámara —comentó Hawthorne, que parecía aún tan orgulloso de sus hazañas en tierra que estaba radiante, con una perenne sonrisita de satisfacción.

—Me pareció que Worthing estaba decidido a ser el único hombre a bordo a quien se dirigieran por el título de «doctor», ¿o no fue más que una impresión mía? —preguntó Griffiths sonriendo.

—Pensé que el buen doctor de la divinidad iba a sufrir un ataque de apoplejía cuando Smosh se puso a filosofar sobre sus motivos para acceder al clero. —Hawthorne rió—. Smosh ni siquiera parecía percatarse de que estaba ofendiéndolo hasta la médula. Qué inocencia.

—No fue en absoluto inocente —aseguró el cirujano—. Fue un comentario calculado y deliberado, tanto como para que diera la impresión de que carecía de intención alguna. No se deje engañar por los modales de Smosh, señor Hawthorne, pues estoy convencido de que son de todo punto artificiales. Tras ese aspecto cordial e insensato que aparenta en público se esconde una mente astuta. Aunque hay mucho oculto ahí, ignoro por qué razón.

—Ah, doctor, estoy seguro de que se equivoca. Una cabeza hueca en un cuerpo más bien repleto, eso es el reverendo señor Smosh. Me atrevería a decir que siente debilidad por la comida, la bebida y el bello sexo, si es que podemos juzgar sus apetitos por lo visto aquí esta noche. ¿No le oyó preguntar por las mujeres que podríamos encontrar en nuestra travesía? ¡Pero si estuvo a punto de salivar!

—Tal vez esa debilidad la comparta con todos nosotros, pero le aseguro que la debilidad de pensamiento no es su parte débil. Ya lo verá. —Griffiths se levantó—. Debo visitar a mis pacientes, así que si me disculpan…

Y se marchó sin más; a medida que descendía la escala, sus pasos se amortiguaron hasta perderse.

—¿Se había fijado usted en que cada hombre tiene una manera de caminar tan característica como su voz? —observó Hawthorne—. Aunque se dice que el secreto del carácter de un hombre se basa en el trazo de la palma de la mano, o en la forma de su cráneo, he llegado a pensar que reside en sus pasos.

—Quizá debería usted redactar un ensayo al respecto —sugirió Hayden, sonriendo.

—Puede. Pero piense en ello: ¿se había fijado en que nuestro doctor, a quien quizá debería llamar «cirujano», camina prácticamente sin hacer ruido? Creo que se debe a algo que va más allá de la simple casualidad, o incluso de una causa física. Me da la impresión de que obedece a su deseo de no molestar a nadie. Ni siquiera el sonido de sus pasos debe incomodar al prójimo. No tiene que ver con su posible timidez, pues, en la situación adecuada, Griffiths comparte con los demás sus opiniones e incluso lleva la contraria a su interlocutor. Pero, por encima de todas las cosas, estamos ante un hombre considerado.

—¿Y qué me dice de Barthe? Desde mi camarote, con la lumbrera cerrada, lo he oído caminar por el castillo de proa… ¡en pleno vendaval! ¿Quiere eso decir que se trata de alguien desconsiderado?

Hawthorne rió antes de responder.

—No creo que a todos los casos pueda aplicarse una ley inversa. El señor Barthe pisa fuerte porque siempre anda por ahí enfadado, pues el mundo no es más que una constante afrenta a la fe que tiene nuestro piloto en el orden de todas las cosas. Su paso firme es como quien pronuncia juramentos, una forma de protestar contra las injusticias de la Armada y la vida en general.

—Veo que lleva usted un tiempo dándole vueltas a este asunto.

—Apenas unos días. Pero he empezado a prestar atención al sonido que hacen los hombres al caminar.

—No me atrevo a pensar a qué conclusiones habrá llegado usted a partir de mis andares.

—Bueno, también resulta fácil comprender su manera de caminar, capitán. Usted sabe adonde va. Su paso es muy decidido. Lo reconozco nada más oírlo. No hay cubierta que pueda esconderlo de mí.

—Sé que nos dirigimos al Mediterráneo, señor Hawthorne, pero después ignoro qué sucederá. Quizá dentro de unas semanas me oiga usted caminar a trompicones por cubierta, ora lento, ora rápido, de un lado a otro.

—No, no espero eso de usted. Siempre firme y decidido. —Dio un sorbo de oporto, apurado el asunto relativo al modo de andar.

—Bueno, aquí estamos de nuevo todos juntos, señor Hawthorne.

—Es una gran suerte que disfrutemos tanto de nuestra compañía mutua, ya que nadie más parece hacerlo —comentó el infante de marina, levantando la copa como quien propone un brindis.

—Sí, somos muy afortunados. ¿Logró solucionar a su satisfacción los asuntos que tenía en Bath?

—Con gran satisfacción, capitán Hayden, muy amable por interesarse. —Hawthorne se inclinó hacia él y bajando el tono añadió—: Por pura casualidad, en Bath tuve ocasión de averiguar algo referente a nuestro querido doctor. ¿Sabía usted que se enroló en la Armada para escapar de cierta situación? Estaba muy unido a una joven de Portsmouth, pero sus expectativas se vieron terriblemente decepcionadas. Por lo visto, la familia de la joven no lo aprobaba.

—¿De modo que no fue de su propia familia de la que quiso huir cuando se enroló? Lamento que haya tenido tal mala suerte, aunque debí haberme dado cuenta antes, pues ahora que lo pienso en más de una ocasión ha dejado caer algún que otro comentario al respecto.

—Y aún hay más. Cuando me enteré estaba decidido a conocer a la dama, aprovechando que su familia se encontraba en Bath. Logré verla en un baile y me las ingenié para que una amistad mutua nos presentara. Al verla por primera vez pensé que todo encajaba, puesto que era de una hermosura incomparable, pero cuando estuve lo bastante cerca para conocerla un poco descubrí que pertenecía al tipo de personas que es incapaz de guardar un instante de silencio en toda su vida; le prometo que esa mujer era capaz incluso de hablar en sueños, para no decir absolutamente nada de provecho. Sé que el amor convierte en insensatos a los individuos más serenos y pragmáticos, pero, aun así, quedé asombrado. Por un instante se me ocurrió la idea de seducirla para después arruinar sus esperanzas con toda la crueldad posible, pagarle con la misma moneda por el dolor que había causado a nuestro amigo, pero enseguida cambié de idea. Poco después, estaba charlando con una atractiva dama de grandes encantos y muy cultivada, cuando descubrí que no sólo era la hermana mayor de la mujer que yo creía que había herido a Griffiths, sino que, además, no me había informado bien, pues en realidad ésa y no la otra era la dama que había causado la decepción. En cierto modo tenía más sentido, pues no me costó nada imaginarme por qué razón el doctor había caído presa de sus encantos. He aquí cómo lo averigüé: durante la conversación, al comentar algunos detalles de nuestra travesía, ella me preguntó si no me sentía más inclinado a hacer vida en tierra tras haber corrido todos aquellos peligros. Cuando respondí que navegábamos con un cirujano tan capacitado que nunca nos preocupábamos más de lo debido, puesto que Griffiths era perfectamente capaz de recomponernos, la más joven de las hermanas preguntó: «¿Obediah Griffiths?» No pude evitar reír, en parte por el cariz que tomaba la situación, en parte porque caí en la cuenta de que hasta ese momento no había sabido el nombre de pila de Griffiths, y ahora entendía el porqué. Poco tardamos en llegar a la conclusión de que, en efecto, nos referíamos al mismo Obediah. Entonces la vi mirar en dirección a su hermana mayor, y la pobre… toda su alegría se había esfumado. Alguien perteneciente al círculo de amistades formuló una pregunta acerca del bienestar de Griffiths, supongo que en nombre de ella, y ahí acabó la cosa.

—¡Pobre Griffiths! Enrolado en un cuerpo mayor que la Armada, la legión de las esperanzas decepcionadas. Hace dos años que embarcó. ¿Se ha casado la dama?

—No, lo cual le sorprendería más si la conociera, ya que procede de una buena familia. No son ricos, pero poseen algunas propiedades y su apellido goza de una excelente reputación. Ella es una mujer encantadora, considerada y de buen corazón, justo el tipo de esposa que haría feliz a Griffiths, aunque ambas familias no pertenezcan a los mismos círculos.

—Quizá la dama haya tenido ocasión de lamentar haberlo abandonado, si de veras su ánimo decayó tanto como usted percibió cuando se mencionó el nombre del doctor. Sin embargo, poco puede hacerse ya. Mañana levaremos anclas con rumbo sur. Griffiths tendrá que buscarse un nuevo amor. —Hayden se levantó y ahuecó una mano para mirar a través de la ventana de popa, protegiéndose de posibles reflejos, para después pegar el rostro al húmedo cristal y escudriñar la oscuridad—. El viento no ha dejado de soplar en todo el día, pero juraría que finalmente la tormenta muestra indicios de escampar.

—Quizá podamos hacernos a la mar de una vez por todas y los franceses nos pongan en bandeja un barco del que servirnos para aumentar nuestro botín.

—Nuestro propósito durante esta travesía consiste en impedir que sea un barco inglés el que acabe servido en bandeja de plata a los franceses —replicó Hayden, apartándose del ventanal.