—¿Ha llegado ya su barco, capitán? —preguntó Henrietta nada más entrar en la habitación. Sonrió y se sonrojó al verlo, y entonces, consciente de lo transparentes que resultaban sus sentimientos, se sonrojó aún más.
—En cierto modo, sí. —Hayden se sintió muy incómodo, puede incluso que humillado, por lo que le había hecho aquella mañana el almirante al mando del puerto.
—Una respuesta misteriosa donde las haya —comentó Elizabeth, que adoptó de pronto una expresión solemne, inclinando a un lado su hermosa cabeza—. ¿A qué se refiere exactamente, capitán Hayden?
Aunque Elizabeth y Henrietta seguían disfrutando del placer de dirigirse a él como «capitán», cada vez que lo hacían Hayden recordaba que tan sólo era comandante. Ya ni siquiera podía decirse que tuviera un barco propio, algo que le dolía revelarles.
Se humedeció un poco los labios antes de hablar.
—La Kent sigue en alta mar, y el almirante del puerto, con la bendición del Almirantazgo, ha tenido a bien designarme temporalmente al mando de la Themis. Debo escoltar un convoy a Gibraltar, y luego entregar la fragata a lord Hood, que la pondrá entonces bajo el mando de alguno de sus capitanes de confianza.
Robert se mordió la lengua para no soltar una grosería, y les ocultó el rostro para no hacerles partícipes de su ira y frustración.
Henrietta pareció confundida por la reacción de Robert y Elizabeth, cuya expresión experimentó un cambio drástico.
—Pero ¿acaso una fragata no es mejor que una corbeta? —preguntó—. ¿No es el mando propio de un capitán de navío?
—En efecto, señorita Henrietta, pero por desdicha tan sólo ocupo su camarote con carácter temporal. No obstante, mi barco será entregado a otro oficial. —Hayden sintió que se ponía rojo como la grana—. Me quedaré sin barco en cuanto haya entregado la Themis a Hood, y deberé esperar en Gibraltar a dar con una embarcación que pueda traerme de vuelta a casa.
—Oh… En tal caso podría usted ausentarse a lo sumo durante… ¿unas semanas? —preguntó la dama.
—Mucho me temo que serán unos meses —respondió Hayden, casi susurrando, como si así pretendiese debilitar el golpe.
Los ojos de Henrietta se humedecieron sospechosamente y, en ese momento, volvió la cabeza hacia otro lado.
—Ven, Robert —propuso Elizabeth, dirigiendo un gesto a su marido—, quiero mostrarte algo en… el comedor. Disculpadnos, por favor.
Hayden y Henrietta se acercaron al fuego. Un soplo de viento al colarse por el conducto de la chimenea levantó una nube de humo gris que giró sobre sí hacia el techo. Por un instante reinó un desagradable silencio, hasta que ambos se fundieron en un beso. Llevaban dos días besándose a hurtadillas, como si ya estuvieran comprometidos.
—Entiendo que todo esto le haya decepcionado sobremanera, pero creo que al final será para bien —opinó Henrietta en un susurro, superando los sentimientos que la noticia le había provocado.
—Sí, no tendría que permitir que un contratiempo pasajero enturbiara mi humor de ese modo. —Tomó su mano.
—¿Unos meses, dice? —preguntó ella en voz baja.
Hayden asintió, intentando leer en los ojos de la joven.
—Bueno… —Desvió la vista de la mirada inquisitiva de él.
No sabían qué decirse cuando, como solía ser el caso, ella los rescató a ambos de tan molesto silencio.
—Supongo que sería banal decir que pienso esperarle —comentó, intentando sonreír.
A Hayden le emocionó en el alma que intentase levantarle el ánimo en ese momento en que ella debía de acusar su separación tanto como él.
—O: «pensaré en usted a diario» —añadió Hayden, tratando de ponerse a la altura.
—¿No «cada minuto»? —lo regañó.
—Si lo prefiere así…
—Cada segundo parece un poco exagerado —reconoció la joven, tras meditar la cuestión haciendo un mohín—. Tiene que haber límites a la devoción. —Sus ojos se encontraron, y Hayden pudo confirmar en ellos la aflicción que su sonrisa y comportamiento no lograban ocultarle—. No piense en mí cuando deba prestar atención a otro asunto que lo mantenga a salvo. No querría que mi inestimable belleza lo distrajera en el momento inoportuno.
—Tan sólo contemplaré esa inestimable belleza suya en la soledad de mi camarote.
—Quizá baste con una vez al día… Cuando se quede dormido, para que lo acompañe en sueños. —De pronto cerró los ojos y se llevó una mano al rostro para ocultarlo—. ¡A quién quiero engañar! La perspectiva de su ausencia me supone un tormento. No dejaré de preocuparme por usted hasta que vuelva a verlo sano y salvo. —Tomó una de sus manos entre las suyas, con tal fuerza que le hincó las uñas—. Deseo que vuelva a mi lado ileso. Prométamelo.
—Es una promesa difícil de hacer…
—No me importa. Debe cumplirla. Prométamelo.
Y él así lo hizo.
La dama se apoyó en él; su aliento era cálido y dulce. Al otro lado de la puerta se oyeron pasos, que cesaron de pronto antes de reanudarse. Ambos se separaron rápidamente, y Henrietta trató de enjugarse las lágrimas, con poco éxito.
Entró en la estancia lady Hertle, algo encorvada y cansada. Hayden pensó que la reciente enfermedad la había avejentado unos años, al menos de forma temporal.
—Ah, están ahí —dijo sondándoles, complacida ante un afecto que no podían ocultarle. Sin embargo, su sonrisa estaba ensombrecida por cierta preocupación—. Mi querida Henrietta, ¿acaso no te has recuperado del todo? Tienes los ojos enrojecidos y estás muy pálida. Mucho me temo que aún debes de tener algo de fiebre.
—En absoluto, tía. No me aqueja nada más que una molesta tos que sólo me entra de noche. Por lo demás, me encuentro perfectamente.
Lady Hertle no pareció muy convencida y por un momento siguió escudriñando a su sobrina.
—Es un placer verlo, capitán Hayden —lo saludó, volviéndose por fin hacia él.
—Espero que no sea un placer que esté experimentando demasiado a menudo, lady Hertle. Nada más lejos de mi intención que imponer mi presencia y abusar de su hospitalidad.
—Podría visitarme todos los días del año y no me cansaría lo más mínimo. No hay nada que tema más que pasar las jornadas a solas. Creo que perdería la razón en cuestión de meses. No, no, visíteme tan a menudo como lo desee. Robert dice que usted es igual que un hermano para él, de modo que por esa regla de tres es usted como un sobrino para mí. ¿Dónde están Robert y Elizabeth? Debo decir que como carabinas dejan mucho que desear —bromeó al tiempo que hacía un gesto para que la siguieran al comedor—. Los marineros son muy dados a tomarse libertades, querida —recordó lady Hertle a su sobrina—. ¡Menudos son! ¡De joven, el almirante Hertle no perdía una sola oportunidad de besarme! Claro que estábamos prometidos, pero aun así era muy poco disciplinado en lo tocante a los besos.
El recuerdo hizo que aflorara una sonrisa a sus labios, empañada por cierta melancolía.
—¡Me ha escandalizado por completo! —exclamó Henrietta—. Mira que permitir que cualquiera la bese. ¡Por mucho que fueran a casarse!
Lady Hertle gorjeó, quitándole importancia al hecho.
—Bah, con lo que me gustan los besos. No tienes idea de cuánto los echo de menos —señaló.
—Pero, tía, si yo la beso todos los días…
—Claro que sí, pero no es exactamente lo mismo. Ah, Elizabeth —dijo cuando encontró a su otra sobrina en compañía de Robert junto a la ventana del comedor, a quienes sorprendieron justo practicando el asunto del que estaban hablando—, te acuso de haber descuidado tu misión de carabina.
—Nada más lejos de la realidad, tía. Desempeñé mi tarea de forma admirable. Dejé que Charles y Henrietta disfrutaran de su mutua compañía lo suficiente para alimentar el afecto recíproco que sienten… nada más. Yo diría que soy la carabina perfecta.
—Vaya, no me avergüenza admitir que tanto cortejo bajo mi techo hace que eche terriblemente de menos al almirante. Estoy tan sola… —Se detuvo al llegar junto a la silla—. ¿Sabéis cómo lo llamábamos de jóvenes? Me refiero a besarse. «Osculación». Estábamos convencidos de que nadie sabría a qué nos referíamos, pero todos estaban al corriente. Por lo visto, a ese terrible doctor Johnson no se le ocurrió otra cosa que incluir la palabra en su dichoso diccionario. Nosotros nos creíamos muy listos, pero todo el mundo sabía de lo que hablábamos. Cuando me enteré estuve a punto de morir de vergüenza. —Se le arrebolaron un poco las mejillas—. En fin, tengo entendido que vais a ir al teatro.
—¿Está usted segura de que no desea acompañarnos, tía Hertle?
—En otra ocasión. Esta noche me encuentro un poco cansada. ¿Qué obra vais a ver?
—Una de Shakespeare, tía. Romeo y Julieta.
A pesar de que el teatro estaba lleno a rebosar, Robert se había hecho con un modesto palco central lo bastante espacioso para ambas parejas. Elizabeth insistió en que las carabinas se sentasen en las butacas delanteras, lo cual permitiría a Hayden y Henrietta ocupar los asientos de atrás, al amparo de la penumbra.
—¿Desde ahí ves bien el escenario, Henrietta? —preguntó Robert, volviéndose hacia la dama.
—Perfectamente. No te preocupes lo más mínimo.
Hayden percibió la atmósfera de excitación que reinaba en el palco. La voz de Henrietta se le antojó un poco ahogada, y aspiraba hondo cada pocas palabras. Sin embargo, dicha atmósfera no se debía a la obra, a menos que pudiera atribuirse a la distracción que proporcionaría y que ambos amantes podrían aprovechar para rozarse, incluso robarse algunos besos.
Bajo sus pies temblaba el suelo debido a la animada muchedumbre compuesta de marineros y soldados que alzaban la voz más y más a medida que iban bebiendo. Los palcos estaban ocupados por oficiales, algunos de muy alto rango, pertenecientes a ambos cuerpos militares. El bullicio, las voces y las preguntas dirigidas a las damas componían una escena de lo más animada. Bajo el techo empezó a formarse una neblina parecida al frente borrascoso que se extiende en el horizonte, atmósfera que, a medida que avanzase la velada, se volvería más densa hasta dar la impresión de ser un cúmulo de nubes tormentosas sobre los espectadores que ocupaban el patio de butacas.
La obra dio comienzo con un estruendo de címbalos y tambores, claros indicios de que se acercaba una tempestad. Se representó a continuación una breve farsa que gustó mucho a los marineros, los cuales aparcaron las diferencias que tenían con los soldados para volcar toda su atención en el escenario, voceando a partes iguales majaderías y comentarios ingeniosos, y dando incluso instrucciones a los actores.
Con la atención aparentemente puesta en otra parte, la suave mano de Henrietta rozó a Hayden, momento en que ambos se movieron un poco en las butacas para que sus brazos se tocaran. El joven extendió la mano derecha para acariciar la delicada muñeca de ella, dibujándole un pequeño círculo con uno de sus dedos. Henrietta cerró los ojos y exhaló un suspiro imperceptible. Sin decir palabra, se miraron y besaron.
La pieza musical concluyó demasiado pronto. Entonces comenzaron a oírse las famosas frases elevándose desde el escenario:
—En la hermosa Verona, donde situamos nuestra escena, dos familias de igual nobleza, arrastradas por antiguos odios, se entregan a nuevas turbulencias, en que la sangre patricia mancha las patricias manos. De la raza fatal de estos dos enemigos vino al mundo, con hado funesto, una pareja amante, cuya infeliz y lastimosa ruina llevará también a la tumba…
Incluso los marineros guardaron silencio unos instantes para prestar atención.
Sansón y Gregorio recitaban sus parlamentos, trabándose en juegos verbales que fueron del agrado de la marinería; la broma relativa a las doncellas despertó unos instantes la hilaridad. No tardaron en entrar en escena personajes más importantes, seguidos del joven Romeo, cuya secreta melancolía se prometió descubrir Benvolio.
Un Benvolio algo mayor para el papel dirigió la siguiente frase a Montesco:
—Mirad, allí viene: tened a bien alejaros. Conoceré su pesar o a mucho desaire me expondré.
—Ojalá que tu permanencia aquí te proporcione la gran dicha de oírle una confesión sincera. Vamos, señora, retirémonos. —Y Montesco y su dama desaparecieron de escena entre ruido de pasos.
Apareció entonces un apuesto Romeo, tan pagado de sí mismo que entre el público se oyeron risas ahogadas. Llevaba un extravagante sombrero cubierto de cintas y plumas, pero su atuendo no desmerecía el tocado, pues las mangas del jubón le colgaban como una papada y los calzones le iban tan estrechos que uno no podía evitar preguntarse cómo se las ingeniaba para caminar. Entre el sombrero y el jubón se veía una cara que era una extraña mixtura de simpleza, ingenuidad y libertinaje. Además, tenía el ojo derecho mayor que el izquierdo.
—Si alguna vez pudo decirse de alguien que era una mezcla confusa, ahí lo tenemos —susurró Hayden a Robert.
—Buenos días, primo —saludó Benvolio, inclinándose deferente.
Romeo pareció tan sorprendido por el gesto como para que fuera creíble, y miró en torno como si de pronto hubiera reparado en que era de día.
—¿Tan joven es el día?
—Acaban de dar las nueve —respondió Benvolio.
—¡Ay, infeliz de mí! —exclamó apoyando la frente en el pulpejo de una mano—. Largas parecen las horas tristes. ¿No era mi padre el que tan deprisa se alejó de aquí?
—¿Habrá enfermado el actor que debía representar el papel de Romeo, para que la compañía haya empleado a semejante comicastro? —susurró entonces Elizabeth a su marido, comentario que provocó que Hayden mirara el escenario.
—Sí. ¿Qué pesar es el que alarga las horas de Romeo? —preguntó Benvolio.
Romeo alzó las manos en un gesto torpe y dio unos pasos, víctima de una aparente agitación.
—Qué pesar alarga a Romeo, podría uno preguntarse. Dime, Ben: ¿acaso no soy atractivo, un reputado dandi?
—Pero qué es eso… ¡No es de Shakespeare! —observó Henrietta dando un respingo en la butaca.
—Ni de Romeo —corroboró Hayden riendo—. Al menos no del Romeo a quien vinimos a ver. Estoy convencido de que esas palabras son del propio Fowler Romeo Moat.
—¿De quién? —susurró Henrietta.
—Del hijo de un colono que no es precisamente pobre —explicó Hayden—. Se cree actor y paga a los propietarios del teatro para que lo dejen actuar en sus producciones. Romeo es su papel preferido. Se le ocurrió incluso reescribir los versos a su gusto, y ahora Romeo es una especie de dandi.
—¿Y pagamos para ver algo semejante? —se quejó Robert.
Prestaron de nuevo atención a la obra, a tiempo de oír decir a Benvolio:
—¡Ay! ¡Que el amor, al parecer tan dulce, sea en la prueba tan tirano y…!
Pero a Romeo no parecían interesarle lo más mínimo las cuitas de Benvolio, razón quizá por la que decidió interrumpirlo.
—¿Tirano? —exclamó, no ya dolorido, sino como si acabase de pronunciar el nombre de un perro—. ¡Si sólo fuese tirano! Pero la tiranía no me agravia. Ella que circula bella, y que circula virginal en su castidad, ha jurado que si no encuentra un hombre digno perecerá sin conocer pasión, antes que casarse con un hombre… que no tenga gusto para la moda.
—¡Esto es una blasfemia! —protestó Henrietta, ofendida pero, sin poder evitarlo, también divertida—. No deberían alentar a ese hombre… ¡Tendrían que lapidarlo!
Y así prosiguió la obra, con unos irreprochables actores a quienes confundía verso sí, verso también, un Romeo que caminaba pavoneándose y haciendo poses, y que había reescrito la pieza sin que el resultado tuviese mucho que ver con el texto original. El público, sin embargo, no podía estar más alborozado y aplaudía a Romeo, coreaba cada ocurrencia, cada intervención. Por su parte, Moat aceptaba los aplausos como si fueran debidos, considerándolos sinceros, convencido de que sus habilidades como actor y dramaturgo poseían una naturaleza que iba más allá de lo divino y lo humano.
A medida que la obra avanzaba, incluso los oficiales y la gente seria cedieron a las carcajadas.
Cuando Romeo se situó al pie del balcón de Julieta, Henrietta se llevó las manos al rostro.
—No puedo soportarlo —aseguró con voz quejumbrosa, aunque no tardó en volver a mirar.
Julieta asomó con elegancia bajo la luz de la luna.
—Pero ¡calla! —exclamó Romeo—. ¿Qué luz brota de aquella ventana? ¡Es el Oriente, Julieta es el sol! Pero ¿qué lleva en el pecho? ¿Es un andrajo, propio de una doncella del servicio? Porque no puede ser un vestido…
—¡Ay de mí! —se lamentó angustiada Julieta, interrumpiendo el desvarío absurdo de Moat, decidida por lo visto a salvar la escena. Pero aquello provocó tantas carcajadas que el rubor de sus mejillas se impuso al maquillaje.
Romeo señaló a su amada, y al alzar el brazo las mangas le colgaron como los pliegues de la piel.
—¡Pero si habla! ¡Oh, seguid hablando, mi ángel resplandeciente, pues…!
—¡Oh, Romeo, Romeo! ¿Por qué eres Romeo? —declamó apasionadamente Julieta, interrumpiéndolo otra vez, y el hecho de que una mujer en su sano juicio pudiera enamorarse de semejante zoquete dio pie a nuevas risotadas—. Renuncia a tu padre, abjura de tu nombre; o, si no quieres eso, jura solamente amarme y ceso de ser una Capuleto. Sólo tu nombre es mi enemigo. Tú eres tú mismo, no un Montesco pues. ¿Un Montesco? ¿Qué es eso? No es mano, ni pie ni brazo ni rostro ni ningún otro…
—¡Qué poco conoce la anatomía del hombre! —exclamó Romeo, burlón.
—… varonil componente —prosiguió Julieta, desquiciada—. ¡Oh! ¡Sé otro nombre cualquiera! ¿Qué hay en un nombre? Eso que llamamos rosa, lo mismo perfumaría con otra designación…
Pero también estos versos fueron interrumpidos, no por otro aparte, sino porque Romeo inhaló una cantidad exagerada de rape. Las carcajadas dieron al traste con el monólogo de Julieta. Y antes de que ésta pudiera retomarlo, Romeo se encaramó al balcón y le tendió la cajita abierta de rapé. La reacción del público a este gesto de inane caballerosidad impidió seguir a Julieta durante varios minutos.
Hayden y sus acompañantes no pudieron evitar sumarse a las risotadas.
—¡Pobre Julieta! —exclamó Henrietta, con lágrimas en los ojos—. Esta es una tragedia mucho más dramática de lo que concibió Shakespeare.
—¡No hay nada que pueda comparársele! —aseguró Robert, que se volvió hacia sus acompañantes al concluir la escena.
La obra se reanudó al cabo de pocos instantes, y todos contemplaron con gran atención el escenario, pues nadie quería perderse lo que pudiera hacer Moat a continuación. Se sucedieron las escenas, cada una de ellas tan ridícula como las precedentes, hasta que, al final, todas acabaron por representarse. Romeo se situó junto a la tumba de Julieta, donde su amada yacía en silencio, inmóvil y hermosa.
—Ha muerto de vergüenza —susurró Henrietta.
—¡Ay, querida Julieta! —declamó Romeo—. ¿Por qué estás aún tan bella? ¿Se debe a este vestido que te regalé? ¿A este camisón para tu eterno sueño? ¿Al verde que tanto hacía resplandecer el verde de tus ojos y que ahora hace resplandecer mi jubón rojo? Al final yacemos juntos esta larga noche, oscuras sombras de jade y rojo aterciopelado. ¿Quién dirá que no es agradable mirarnos? —Moat sacó el frasquito de veneno—. ¡Ah, fiel boticario, activas son tus drogas!
No tan activas, por lo visto, pues a Moat le dio tiempo a sacar un pañuelo del bolsillo y limpiar una parte del suelo del escenario. Tras colocar el sombrero a modo de almohada, representó la muerte más larga y elaborada de tan famosa tragedia hasta que, al arrodillarse junto a la desdichada Julieta, exclamó:
—¡Ah, muerte! ¿Cuánto tiempo estuviste moribunda? Y así, besando, muero.
Se desplomó y reposó con cuidado la cabeza en el ridículo sombrero, cuya enorme pluma se zarandeaba de un lado a otro como una bandera levantada a modo de teatral gesto de rendición.
El fervor del aplauso superó cualquiera que Hayden hubiese presenciado con anterioridad, y a las aclamaciones siguieron las voces de un público que solicitaba un bis.
Poco dado a dejar insatisfecha a su audiencia, un encantado Romeo se puso en pie para morir por segunda vez… Entonces, a petición popular, lo hizo una tercera, y cada muerte fue más agónica que la anterior. El fallecimiento verdadero de la pobre Julieta no arrancó después una sola lágrima al público, sino todo lo contrario, ya que su muerte causó casi tanta hilaridad como la de Moat, pues los versos de la actriz contrastaban de tal modo con lo visto anteriormente que la gente no podía dejar de reír.
—Nunca una Julieta se ha sentido tan aliviada de empuñar un puñal —aseguró Henrietta.
—Moat se creyó en el papel de Lázaro, en lugar del de Romeo —comentó Robert.
—Sí. Según parece, la solemnidad no bastó para mantenerlo muerto.
Con este comentario se ganó un golpecito juguetón en el hombro, dado por el abanico de Henrietta.
El público se retiró, y algunos espectadores formaron grupitos que imitaban con mayor o menor éxito las líneas reescritas por Moat. En la calle, ante el teatro, una dotación de marineros representó la escena de la muerte repetidas veces. Hayden y sus acompañantes pasaron de largo junto al bullicioso gentío, y tras recorrer unas manzanas se vieron rodeados por una atmósfera más serena.
Seguían bajo el influjo de la función, que era muy distinta de cualquier cosa que hubiesen presenciado.
—¿Dónde han visto un Shakespeare que pueda igualársele? —preguntó Robert—. «¡Y así, besando, me reúno con mi novia muerta!» —citó el pasaje transformado por Moat en uno de los muchos bises.
—«Virginal en su castidad» —citó también Elizabeth—. ¿Se lo imaginan?
—Pagaría el triple por verlo en el papel de Hamlet —aseguró Robert.
Hayden rió sólo de pensarlo.
—Almidonar o no almidonar, ésa es la cuestión.
—A mí me sorprendió que Julieta no se acuchillara en el primer acto —comentó Henrietta.
—Eso no hubiera impedido a Romeo continuar la obra. Nadie iba a arrebatarle sus dos horas ante el público. Qué extraño carácter el suyo. Mira que estar dispuesto a hacer el ridículo a cambio de disfrutar de una fama tan fugaz.
Hayden y Henrietta redujeron el paso un poco para poder conversar en privado.
—¿Acaso me ha confundido últimamente por el sol? —preguntó Henrietta, tomándolo del brazo.
—El sol se ha vuelto muy vulgar, pues se alza a diario como un esclavo del trabajo, para caminar trabajosamente por el mundano firmamento.
Henrietta rió.
—No me convencen mucho ese «esclavo del trabajo» y el «trabajosamente».
—Estoy seguro de que incluso Shakespeare hacía cambios imperceptibles en sus versos.
—¡Igual que Moat! —exclamó la joven, que entonces adoptó una expresión más adusta—. No me gustan estas historias que tratan de amantes que mueren. Incluso nuestro tontorrón Romeo no pudo salir airoso. —Hayden asintió—. No nos convirtamos en un par de amantes condenados —dijo ella, dándole un leve tirón del brazo—. Nunca acaban bien.
—Mientras a nuestras familias no les dé por matarse entre sí, como Montescos y Capuletos, creo que podremos evitar semejante destino.
Al llegar a la puerta de la residencia de lady Hertle se detuvieron. Robert y Elizabeth se les habían adelantado. Ambos se mostraron indecisos unos instantes mientras pasaba por su lado un hombre acompañado de su hijo, pero a continuación se dieron un beso fugaz y un dulce abrazo.
—¿Partirá mañana? —preguntó Henrietta con voz tan baja que él apenas pudo oírla.
—Si el tiempo y la marea lo permiten… sí.
Henrietta alargó un poco más el abrazo.
—No encuentro el menor consuelo en mi aflicción —susurró.
—Ni yo.
Siguieron así, juntos, todo cuanto se atrevieron, pero al final tuvieron que separarse a regañadientes. Henrietta no le soltaba la mano, ni siquiera cuando asió con la otra el tirador de la puerta.
—Robert me aseguró que no conoces el miedo —comentó apresuradamente, tuteándolo—, pero, Charles, no seas demasiado valiente.
—No lo seré más de lo necesario.
Tras otro abrazo fugaz, Henrietta desapareció en el interior de la casa.
Hayden se vio a solas en una calle oscura y vacía. Permaneció inmóvil un momento, y luego, con un hilo de voz, dijo:
—«Que adiós, adiós diría hasta que apareciese la aurora». —Sintiéndose un poco tonto, se alejó del edificio propiedad de lady Hertle.
Sus pasos resonaron en la calle, iluminada por la luna, mientras conservaba intacta la huella del beso de Henrietta.
«No nos convirtamos en un par de amantes condenados», había dicho ella.
—Sí —murmuró Hayden—. Seamos cualquier cosa, menos eso.