Era el suyo un avance desesperante. En la bancada de popa del cúter, entre su guardia de honor compuesta por infantes de marina, iba sentado un pálido pagador de la Armada, sobre cuyo amplio regazo descansaba una caja forrada de hierro. A la estela de la embarcación se extendía una flotilla de botes, y los marinos mercantes miraban al pagador, encargado de abonarles sus estipendios, como si fuese el único plato de una comida exigua. A popa de éstos se veía una confusa mezcla de barcas de pesca y embarcaciones auxiliares de todas las naturalezas y colores, cuyos arrebolados pasajeros se aferraban con desespero a la regala, pues no sabían nadar.
—¡Ni la falúa de Cleopatra llevaba a alguien tan bonita como tú, querida! —voceó un sonriente marinero con la cara picada de viruelas desde la cubierta de un barco, antes de encajar un fuerte rebencazo propinado por el contramaestre.
Hayden contempló a las desdichadas mujeres que seguían en los botes al pagador, esperando ejercer su oficio entre aquellos marineros a quienes el dinero quemaba en los bolsillos. No hacía una hora se hallaba en compañía de Henrietta Carthew, y, en comparación, aquellas desgraciadas mujeres a quienes transportaban para saciar la sed de la marinería parecían pertenecer a una especie totalmente distinta. Se dijo que, de no haber sido por la suerte de nacer en el seno de una buena familia, su Henrietta… Pero no, eso era impensable. De resultas de aquellos funestos pensamientos su ánimo decayó, y apartó la vista para mirar el puerto de Plymouth. Era un día de noviembre gris y sin viento, frío, con una mar cruzada cuyas olas iban y venían con lentitud. Su embarcación entró en aguas del estuario del Hamoaze y el guardiamarina al mando apartó la vista de la flotilla de rameras, recordó de pronto la presencia de Hayden y sonrió incómodo.
—Me temo que se trata de una lamentable metáfora de nuestro estilo de vida inglés —comentó Hayden, señalando con el mentón la escuadrilla de embarcaciones auxiliares encabezada por el pagador, que desapareció de su vista al doblar la punta. El joven caballero, sin embargo, no dio muestras de haber entendido la ironía.
Entonces cruzó por su estela el barco que transportaba la pólvora, y el guardiamarina le dio la espalda y se encorvó aparatosamente, como preparándose para recibir la explosión. Hayden reparó en que, como él mismo, el timonel, viejo lobo de mar, había reprimido una sonrisa. Si aquel barco explotaba tan cerca de ellos, darle la espalda no serviría de nada.
Hayden miró río abajo, donde barcos de todo tipo se encontraban fondeados o surcaban sus aguas calmas. La guerra había sacudido los astilleros y las aguas próximas de la tranquila rutina diaria, para sumirlos en una súbita actividad febril caracterizada por un movimiento incesante. En las poblaciones de Plymouth y Dock proliferaban los marineros, los carromatos rebosantes de alimentos y los infantes de marina, con sus casacas rojas y rostros rubicundos. Rebaños de ganado bloqueaban los caminos y hacían detenerse los carros de la Junta de Artillería. Y alrededor jugaban los niños, que esgrimían espadas de madera y disparaban con mosquetes imaginarios, mientras, por impulso de las oficinas de la Junta Naval, en las malolientes calles se desplegaba el frenético comercio derivado de la guerra.
—Ahí lo tiene, señor. El buque insignia del almirante —señaló el guardiamarina sin el menor atisbo de ironía.
Hayden se volvió para contemplar el Hamoaze y el pontón de ochenta cañones, el Cambridge, a bordo del cual desempeñaba el almirante los deberes propios de su cargo. Le pareció peculiar e incluso cursi que el almirante al mando del puerto hubiera dispuesto su oficina en un barco, en lugar de en un edificio en tierra, puesto que el Almirantazgo le había proporcionado una residencia elegante, aunque esa muestra de afectación no llegó a causarle el menor malestar.
A pesar de que intentaba no pensar más en ello, Hayden llevaba un tiempo preocupado por el motivo de aquella entrevista. Como no tardaría en averiguar, tanta inquietud no iba a cambiar un ápice la situación.
Abarloaron con destreza el cúter al costado del barco, y Hayden subió con soltura por la escala, haciendo caso omiso de la confabulación de su alicaído estado de ánimo y su nerviosismo, empeñados en convencerlo de que su malhadada carrera estaba a punto de sufrir otro revés. El primer secretario del Almirantazgo lo había ascendido al cargo de comandante y también le había proporcionado el mando de la modesta corbeta Kent, así que el almirante de un puerto no podía arrebatarle ninguna de ambas cosas.
El contramaestre anunció a toque de pito su presencia a bordo y una hilera de infantes de marina presentó armas con presteza, ritual que debían de realizar cincuenta veces al día, dado el tráfico constante de capitanes e incluso almirantes que visitaban el barco. Lo más probable era que no se viese con tanta asiduidad a simples comandantes como Hayden.
Mientras aguardaba su turno, se vio obligado a volverse en todas direcciones para saludar, pues no era el único oficial presente; sin embargo, no conocía al resto de los capitanes y oficiales superiores, que se limitaron a inclinar levemente la cabeza en su dirección, sin molestarse en interrumpir las quedas conversaciones que mantenían. Hayden se sintió más ajeno al lugar que de costumbre, lo cual era mucho decir.
Un pontón no era un barco en el sentido normal del término, pues no colgaban vergas de los palos y apenas contaba con más de una dotación parcial. El Almirantazgo mantenía los pontones en ese estado para disponer de una reserva de embarcaciones que poder preparar en cuestión de días si se presentaba la necesidad. Sin embargo, el Cambridge no volvería a hacerse a la mar, ya que el fin de sus días había llegado: no tardaría en convertirse en un pontón de prisioneros, y luego sería desfondado y hundido en el mar. Pero Hayden sabía que los buques de Su Majestad eran como el fénix que resurge de sus cenizas, y si bien el Almirantazgo podía deshacerse de un barco, nunca abandonaba su nombre, así que al cabo de unos años de su desaparición volvería a haber un Cambridge.
—¿Capitán Hayden?
Se volvió hacia un cabo de infantería de marina de mejillas sonrosadas que se llevaba la mano al sombrero a modo de saludo.
—¿Sí?
—El almirante me ha enviado a comunicarle sus mejores deseos y solicitarle que lo honre con su compañía.
Al cabo de un instante, después de que el infante de marina que hacía las veces de centinela le abriera, Hayden entró en el camarote que daba a la cámara del almirante, ocupado por un secretario. No se cruzaron saludos, aunque el secretario hizo una leve reverencia sin dejar de mirar hacia la puerta que daba a la cámara de su superior. A través de ella les llegaba el ahogado rumor de unos pasos; a veces cesaba por completo, pero enseguida volvían a oírse pisadas que iban de babor a estribor.
El secretario señaló a Hayden la puerta con un gesto, y se apresuró en silencio hacia ella, titubeando antes de llamar. No obtuvo respuesta; respiró hondo, se irguió y golpeó la madera con más fuerza.
—¡Que entre, diantre! A ver si ahora va a resultar que también estoy quedándome sordo.
El secretario abrió para que Hayden pasara; y a continuación, tras haber expuesto únicamente el brazo ante el almirante, que lo miraba con los ojos muy abiertos, se apresuró a cerrarla con sumo sigilo. Momentos como aquéllos eran los que a Hayden le resultaban más difíciles de sobrellevar. No iba a permitir que el almirante lo viera intimidado, pero mostrarse desafiante en presencia de un superior malhumorado no le facilitaría precisamente las cosas, como bien sabía. El problema era que no estaba hecho para mostrarse servil.
Por un instante, el almirante Rowland Cotton permaneció con los ojos desmesuradamente abiertos fijos en la puerta por la que se había esfumado el secretario. Luego se volvió para encarar a Hayden con su semblante cadavérico, mientras el joven hacía lo posible por mantener una expresión impávida.
—No ignorará usted que mi predecesor murió de apoplejía —dijo el almirante.
Hayden asintió. Era sabido que sir Richard Bickerton había fallecido hacía un año de resultas de un ataque de ira frustrada, aunque no se trataba exactamente del predecesor de Cotton, ya que antes el almirante Colby, aunque por un período muy breve, había ostentado ese honor.
—¿Cómo se llama su barco, señor? —preguntó a continuación, sin dar pie a los saludos e intercambios corteses de rigor.
—Se trata de la Kent, señor.
—Aún no ha llegado…
—No, señor, así es. Durante dos días sufrió fuertes vientos del sudoeste, y ahora la entretiene una calma chicha…
Pero Cotton no estaba interesado en la meteorología, ni siquiera le había preguntado al respecto.
—Fue usted el teniente de Hart, ¿no es así?
—En efecto, señor —respondió Hayden con cierta reserva, pues la mención de Hart lo había puesto en guardia, ya que albergaba el temor de que lo relacionaran para siempre con aquel oficial y los desdichados acontecimientos que habían sucedido a bordo, miedo que parecía justificado.
—En ese caso, estará familiarizado con la Themis.
—Así es, almirante.
De nuevo Cotton echó a caminar.
—Sin duda se hallará al corriente del hecho de que fue confiada al capitán Davies. ¿Sí? Pues, por lo visto, nuestro querido capitán ha sufrido un ataque de… un mal misterioso, tras disfrutar de una vida rebosante de salud. Lo cierto es, y no me importa que se entere todo el mundo, que el hombre está muy ocupado relacionándose tanto con sus amistades londinenses como con las que tiene en el Almirantazgo, y todo ello debido a que es demasiado orgulloso para ocupar el mando de esa embarcación. Parece que la Themis, una fragata de reciente construcción, excelente arquitectura y mejor carácter, no se halla a la altura de los capitanes de la flota, ¡porque recibir el mando de un barco tan… célebre supondría una clara muestra de que en Whitehall Street no se les tiene en muy alta estima! —El hombre negó con la cabeza y la rabia le endureció la expresión—. Pero goza usted de una salud excelente, ¿verdad? No habrá planeado contraer un caso de dispepsia repentina, ¿eh? Ah, espléndido. Llevo quejándome al Almirantazgo a diario de que la Themis fondea a la espera de un oficial competente, y después de que les haya mandado un considerable número de cartas han decidido condescender y permitirme nombrar a alguien para que la conduzca al Mediterráneo y la ponga en manos del almirante lord Hood. Una vez allí, buscarle un capitán será cosa de Hood, no mía. —Se interrumpió y contempló a Hayden—. Supongo que no hará falta que le haga un esquema, ¿verdad?
—Usted quiere que entregue la Themis a lord Hood, señor.
—No es que lo quiera, capitán Hayden, es que se lo ordeno —lo corrigió el almirante, inclinándose sobre él.
—Pero ¿qué será de mí una vez realice la entrega? ¿Y qué hay de la Kent, señor?
—Estoy convencido de que Hood sabrá buscarle un puesto —repuso con gesto displicente—. O, en el peor de los casos, lo enviará de vuelta a ver al señor Stephens. —Giró sobre los talones y echó de nuevo a andar, demostrando así que ya había dado por terminada su entrevista con Hayden, quien sin embargo no se movió de su sitio—. ¿Desde cuándo una corbeta es mejor que una fragata, Hayden? —preguntó, al reparar en que el joven permanecía en el mismo lugar.
—Lo que resulta mejor es tener el mando de una embarcación propia. Ocupar un puesto temporal resulta…
—Demasiados oficiales piensan antes en su carrera que en las necesidades del servicio —le espetó el almirante acercándose a él—. Olvidan que estamos en guerra y que es necesario hacer ciertos sacrificios.
«Sí, pero soy yo quien tendrá que sacrificarse», estuvo a punto de replicar Hayden.
Sin embargo, la entrevista había concluido y Hayden fue conducido rápidamente a la antecámara por el inquieto secretario, que procedió entonces a entregarle tanto las órdenes como el nombramiento, documentos obviamente redactados con anterioridad a su llegada al pontón.
Hayden se vio en un santiamén en cubierta, donde los capitanes allí reunidos lo miraron con gélida indiferencia, antes de volver a enfrascarse en las conversaciones que mantenían en voz baja. Descendió por el costado al bote que lo aguardaba, donde tomó asiento en la bancada de popa.
El guardiamarina ordenó apartar la embarcación auxiliar y luego, como Hayden no decía nada, preguntó:
—¿Al embarcadero de Plymouth, señor?
—¿Sabe usted dónde está anclada la Themis?
—¿Se refiere al barco de los amotinados?
—El mismo.
—Espero que no lo hayan destinado allí —comentó el muchacho, y Hayden lo miró con frialdad—. Se encuentra en la bahía de Cawsand, señor. Lo llevaremos antes de que usted pueda decir en voz alta…
—¿Dos veces maldito? —aventuró Hayden.
El guardiamarina optó por guardar silencio.
La lluvia rociaba el puerto cuando abandonaron el abrigo del río, llenando de hoyuelos la superficie del agua y dibujando ondas plateadas que se extendían alrededor. Los remeros se inclinaron sobre el remo, jadeando debido al esfuerzo. No tardó en perfilarse en el horizonte la bahía de Cawsand, tan atestada de embarcaciones como de costumbre.
El casco negro de la Themis destacó enseguida entre los demás buques, pendiente del ancla a merced de la corriente, un animalillo insignificante entre una flota de barcos de guerra de gran calado. El guardiamarina ordenó al timonel arrimar el cúter al costado de la fragata, y el infante de marina que vigilaba ese flanco pidió a Hayden que esperase mientras enviaba a buscar al oficial de guardia. No tardaron en recibir la orden de permitirle subir a bordo, y mientras ascendía por la escala recordó la primera vez que lo hiciera, aquella ocasión en que había encontrado la fragata en completo desorden, con la dotación ebria y los oficiales incapaces de mantener el control, legado de la tiranía que ejercía Hart. Tuvo la impresión de que había pasado mucho tiempo, en lugar de unas cuantas semanas. No se oía jarana, tan sólo el sordo golpeteo del martillo del carpintero, procedente de las entrañas de la nave, las campanadas y las voces marineras de «Todo en orden», aunque al respecto no pudo por menos que mostrarse en desacuerdo. Cuando llegó a cubierta asomó del interior un rostro que le resultaba familiar.
—Señor Archer —saludó Hayden, contento de encontrar a alguien conocido. Después de que Hayden abandonara el barco, lo lógico era suponer que habrían desembarcado a todos los oficiales de guerra y cargo, para evitar que el nuevo capitán se relacionase con alguien involucrado de algún modo en el motín—. Me sorprende verlo aquí.
—Pues créame si le digo que es recíproco, señor Hayden. No pensé que querría usted poner de nuevo un pie a bordo de este navío. Estamos esperando a nuestro nuevo capitán, pero da la impresión de que no quiere saber nada de nosotros.
—Vaya. Vamos abajo a ponernos a cubierto de esta lluvia. ¿Se encuentra usted bien?
—Ah, muy bien, señor. —Archer sonrió. Por lo general tenía aspecto de acabar de levantarse del coy, y en aquella ocasión no era diferente. Mientras recorrieron la cubierta intentó con disimulo estirarse el chaleco, que se había abotonado mal, de tal modo que la prenda le formaba un ángulo extraño en el pecho.
—¿Ha aumentado el número de marineros? —preguntó Hayden, dispuesto no sólo a aliviar la incomodidad de Archer, sino también a fingir que no veía cómo se peleaba con su uniforme.
—Nos hallamos casi al completo, señor. Estábamos esperando a que la brigada de leva nos trajese algunos más, pero creo que ya han terminado con nosotros.
Tras el motín, la tripulación de la Themis se había visto reducida a tan sólo ochenta hombres, al menos unos ciento veinte por debajo de la dotación ideal.
Cuando alcanzaron la escala de toldilla, Archer se dirigió a un sujeto que estaba bajo cubierta:
—Mire quién ha venido a visitarnos, señor Barthe: un comandante de nuevo cuño, nada menos. —Y dirigiéndose a Hayden añadió—: Qué despiste, había olvidado ofrecerle mis más sinceras felicitaciones por su ascenso, señor.
Una vez se encontraron al pie de la escala, Hayden y el corpulento piloto de derrota se estrecharon la mano. Barthe era un hombre rubicundo y jadeaba como si hubiera estado corriendo.
—Creí que se trataba de nuestro nuevo capitán. —Barthe rió, visiblemente contento de ver a Hayden—. Subí corriendo para no dar la impresión de que me faltaba fuelle. Venga usted a la cámara de oficiales, señor, que ahí estaremos bien calientes. —Barthe dio un paso a un lado y permitió que Hayden lo precediera—. ¿Nos acompaña usted, señor Archer?
—Estoy calculando la fuerza del viento, señor Barthe.
—Quiere decir que está abrochándose bien el chaleco —susurró Hayden al piloto de derrota.
Por toda respuesta, éste se limitó a asentir con una sonrisa y se sirvió de un fuerte carraspeo para sofocar una carcajada.
—Corre el rumor de que ya le han otorgado el mando de un barco, señor Hayden. Me refiero a la Kent. ¿Me equivoco?
—Hace una hora ésa era mi situación, señor Barthe, pero el almirante al mando del puerto tiene otros planes para mí.
Archer echó a correr tras ellos, dispuesto a alcanzarlos.
—¿Cotton el Turbulento? —preguntó Barthe, descendiendo la escala detrás de Hayden.
—Veo que lo conoce.
—Pues no, gracias a Dios. Pero estoy al tanto de su reputación.
Hayden abrió la puerta que daba a la cámara de oficiales, donde estaba el doctor Griffiths sentado a la mesa, inclinado sobre un libro. Se había quitado los anteojos y una sonrisa afloró en su rostro anguloso. Al levantarse de un brinco se dio un fuerte golpe contra un bao.
—¡Maldita sea, qué golpe! —protestó, llevándose la mano a la cabeza y riendo al tiempo que hacía un mueca de dolor—. Se diría que nunca he estado bajo cubierta… Señor Hayden, qué alegría volver a verlo en nuestra cámara de oficiales.
—Alegría que no supera la que siento al encontrarlos a todos en sus puestos. Creí que los habrían desembarcado.
—El nuevo capitán quiso librarse de nosotros —explicó Barthe—, pero según parece fue a Londres a presionar al Almirantazgo para que le asignen el mando de otro barco. De modo que nos ordenaron a todos volver a bordo, sé que cuesta creerlo, ya que seguro que no requerirán nuestros servicios en ninguna otra parte, tal es el mal nombre que nos granjeamos quienes servimos al capitán Hart. Creo que el barco seguirá aquí anclado, pudriéndose a falta de un capitán.
—Pudrirse no figura en su futuro inmediato, señor Barthe. —Hayden introdujo la mano en el capote y sacó las cartas que le había dado el discreto secretario del almirante del puerto—. Mis órdenes y el nombramiento. Me dispongo a asumir el mando y llevarlos a todos ustedes al Mediterráneo, a Tolón, donde servirán bajo el mando de la flota fondeada allí por el almirante lord Hood. Con el cambio de guardia podríamos reunir a todos los marineros en la cubierta superior, a fin de que pueda leer en público mi nombramiento. —Rompió el lacre de las órdenes y leyó el texto—. Vaya, he aquí un pequeño detalle que el almirante olvidó mencionar: según parece, escoltaremos un convoy hasta Gibraltar.
—¿No está muy avanzada la estación para los convoyes? —preguntó Archer con tono incrédulo.
—He oído que en Torbay hay un convoy que lleva un retraso de seis semanas, primero debido al tiempo, y luego a una cosa u otra. —Barthe negó con la cabeza, como si eso fuese una clara muestra de la incompetencia del Almirantazgo.
—Ése es —confirmó Hayden tras consultar sus órdenes—. Pool está al mando.
—¿Richard Pool? Lo conozco, señor Hayden —afirmó el piloto de derrota, torciendo el gesto—. No creo que haya nadie más ambicioso en toda la flota, aunque debo admitir que es un marino aceptable.
—Pues parece que la ambición que mencionan le ha supuesto el encargo de comandar el convoy. Tenemos que llevar a un par de pasajeros a bordo… No van a creerlo, pero se trata de dos clérigos que por lo visto envían para atender las pías necesidades de las paganas hordas de Hood.
—Un par de clérigos para las paganas hordas de Hood —repitió Archer, riendo—. Muy bueno, señor Hayden.
—El capitán Hayden desempeña un mando temporal, Archer, así que no es necesario que le ría todas las gracias —señaló Griffiths, burlón.
Archer rió de nuevo, sonrojándose.
—Si hay alguien a bordo a quien podamos enviar a recoger mis pertenencias y traerlas a bordo…
—Mandaremos a Childers, señor.
—Perfecto. Pondremos rumbo a Torbay con la pleamar, señor Barthe. ¿Cómo andamos de pertrechos y agua?
—Disponemos de lo suficiente para llegar más allá de Gibraltar, señor. De pólvora y bala vamos sobrados, tenemos los fondos limpios, y la lona y el aparejo están en perfecto estado de revista. Quizá nos falten algunos hombres, señor, pero eso es una nimiedad. —El piloto de derrota sonrió—. Conservamos a bordo casi todos los marineros que navegaron con nosotros a Francia, señor Hayden, porque ningún otro barco estuvo dispuesto a aceptarlos. No se les ocurrió pensar que los amotinados habían acabado en la horca y los marineros que quedaban eran de buena pasta. La brigada de leva nos trajo algunos buenos elementos, pescadores y marinos de barcos mercantes. Y claro que tenemos a bordo a algunos hombres y muchachos de tierra adentro, pero el señor Franks estuvo enseñándoles los rudimentos del oficio y no tardarán en convertirse en marineros de primera.
—¿Cómo está el señor Franks?
—Cojo, señor, y cuando sube lo hace lentamente. Pero tiene el brazo en muy buen estado, así que aún puede repartir rebencazos a diestro y siniestro. Se las apañará.
—¿Es usted el primer teniente, señor Archer?
Archer, que por lo visto estaba pensando en otros asuntos, dio un respingo como un colegial sorprendido inmerso en sus ensoñaciones en plena clase.
—No, señor. Saint-Denis es el primer oficial; en este instante se encuentra en tierra. Soy el segundo, y por el momento no tenemos un tercero. Sin capitán carecemos de guardiamarinas, aunque algo me dice que los antiguos jóvenes caballeros de Hart se embarcarían con usted sin pensarlo dos veces si hubiese tiempo de avisarlos.
—Pues habrá que dar con alguno. Si los avisamos quizá puedan reunirse con nosotros en Torbay. —Hayden sacó el reloj y abrió la tapa con el pulgar; aún no era mediodía—. ¿Se encargará de llevar al camarote todos los manifiestos, recibos, cuentas, listas de tripulantes, etcétera, señor Archer? Necesitaré un bote que me desembarque en tierra para asistir a una cena. ¿Hay algún modo de localizar al teniente Saint-Denis? Queda mucho por hacer antes de levar anclas.
—Enviaré a alguien con Childers para dar con su paradero, capitán.
Hayden se hizo acompañar por Barthe y Franks, y juntos recorrieron la Themis de quilla a perilla, inspeccionando todos los pertrechos, equipajes, armamento, las dependencias de la dotación y la enfermería del sollado, en resumen, todos los rincones del barco que había que inspeccionar de cara a la travesía, o sea, la práctica totalidad del mismo. Para vergüenza del contramaestre Franks, Hayden le ordenó reforzar algunos cabos de la parte superior del aparejo, y supuso, a juzgar por la reacción del hombre, que ni sus ayudantes ni la tripulación estaban siendo honestos con él acerca del trabajo que se requería en todo aquello que iba más allá de las velas mayores, y que por tanto estaban aprovechándose de las dificultades que experimentaba Franks para trepar por el aparejo.
Una vez completada esta labor, que les llevó unas horas, Hayden se dirigió al camarote del capitán, que encontró ocupado o, al menos, repleto de las pertenencias de otro.
—Da la impresión, señor Archer, de que alguien está usando mi camarote.
—Es Saint-Denis. Ordenaré a su sirviente que saque de ahí sus cosas inmediatamente. Discúlpeme, señor.
—A partir de ahora debería usted dirigirse al señor Hayden como capitán, señor Archer —le recordó Barthe en tono algo socarrón.
—Por supuesto —se apresuró a corroborar el otro—. No volveré a cometer ese error.
—No se preocupe, señor Archer —terció Hayden sonriendo—, yo tampoco me he acostumbrado.
Cuando los sirvientes se llevaron las pertenencias del primer teniente, Hayden se paseó por el camarote vacío. En ese momento apareció Perseverance Gilhooly, antiguo escribiente de Hayden, seguido por dos marineros cargados con una mesita.
—¡Gilhooly! —saludó Hayden al muchacho, a quien la mayoría llamaba simplemente «Perse»—. ¿Preparado para recibir un ascenso a escribiente del capitán? Aunque quizá debería decir «escribiente del capitán en funciones».
—Listo para ser un escribiente en funciones, si es ése el nombre del cargo, señor, y muy complacido de verlo de nuevo a bordo.
—Gracias. Hay una montaña de papeleo que resolver y me propongo empezar ahora mismo. ¿Dónde podemos sentar…? Ah, aquí están. —Dos marineros entraban en ese momento con sillas.
Detrás de éstos llegó apresuradamente el segundo de Barthe, que se abrió paso como pudo en el atestado camarote para entregar en mano al piloto de derrota un libro encuadernado en cuero.
Barthe lo sostuvo en alto a fin de que Hayden lo viera.
—Es el cuaderno del puerto, capitán. —Y lo depositó sobre el escritorio de Hayden.
—No le quitemos la vista de encima, señor Barthe. No quiero que éste se nos extravíe.
—No creo que en este momento haya a bordo un solo ladrón. Por cierto, nadie llegó a explicarme cómo reapareció mi cuaderno en el consejo de guerra…
—A mí tampoco me dieron explicaciones al respecto —repuso Hayden, que hojeó el libro para evitar la mirada del piloto, pues él había sido responsable de la recuperación del cuaderno robado, pero no quería que se supiera. Al cabo, se detuvo en una página y levantó la vista hacia Barthe, que le pareció más preocupado que de costumbre—. ¿Estuvo usted a bordo durante las ejecuciones? Porque ésta es su letra.
Barthe comprobó que, en efecto, se trataba de su caligrafía, cerró los ojos un instante y su expresión se relajó.
—En efecto, señor, estuve a bordo. El nuevo capitán se hallaba indispuesto y no pudo acudir. El señor Franks y… y yo hicimos las sogas. Saint-Denis supervisó las ejecuciones, y debo añadir que se comportó con gran frialdad, lo cual le granjeó la desconfianza de la tripulación. Al menos pudimos recurrir a los nuevos para que halasen de las cuerdas, ya que eran desconocidos para los condenados. Supuso un modesto consuelo.
—Siento mucho que tuviera usted que tomar parte en ello, señor Barthe. Debió de ser muy desagradable.
—A algunos no me importó verlos ahí arriba, señor. Después de tomar el barco nos maltrataron de lo lindo, llegaron incluso a matar, pero no puede decirse que todos fueran tan culpables, si puedo expresarlo así. Mucho me temo que jamás olvidaré su imagen ahí colgados.
—Ese es el precio de tener conciencia y sentido del deber.
Los dos marineros aguardaron incómodos, y entonces Barthe, a quien las palabras de Hayden habían servido de poco consuelo, se inclinó ante él.
—Le dejo para que se ocupe de sus cosas, capitán.
Al retirarse, pareció que su anadeo de costumbre había adquirido una rigidez que podría haberse tachado de mecánica.
Hayden confió el abrigo a un infante de marina a quien le habían asignado como sirviente, se forzó a tomar asiento ante la pila de documentos y extrajo el primero de ellos, el rol de tripulantes. Encontró muchos nombres que reconoció: Chettle, el carpintero; Childers, que fuera timonel de Hart y que temporalmente serviría, supuso, en ese mismo puesto. También vio nombres que no conocía, algunos tan evocadores por derecho propio que casi fue capaz de ponerles cara. Por ejemplo, estaba convencido de que Herald Huggins («Abrazos») debía de ser un marinero concienzudo, poco dado a perder el tiempo con bobadas; Makepeace («Pacificador») Bracegirdle debía de tratarse de un tipo temeroso de Dios y muy precavido.
Manifiestos, informes relativos a la estiba, relaciones de enfermos y heridos, el cuaderno del puerto… Una auténtica tromba de papeleo enviada para calarlo hasta los huesos, pensó Hayden, que se mantuvo sentado al escritorio hasta que la pila de papeles hubo circulado, uno tras otro, hasta un montón situado en el extremo opuesto, donde sólo había que firmar.
Se recostó, se llevó a los labios la olvidada taza y apuró de un sorbo el café frío. Tras echar un vistazo al reloj pudo corroborar lo que le sugería el estómago: que no faltaba mucho para la cena. Observó el camarote de Hart, que en ese momento, y no era la primera vez, le pertenecía temporalmente. Pensó que aún quedaban lejos de su alcance el ascenso a capitán de navío y el barco que comportaría dicha promoción. Condenado fuera ese Cotton por haberle quitado la Kent, un puesto que, no obstante, estaba seguro de que era inferior a lo que se merecía. Y ahora se había convertido en capitán en funciones. ¡Un condenado capitán en funciones!
Alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo Hayden, intentando no proyectar en los demás su ira y frustración.
—Con su permiso, señor. Es el teniente Saint-Denis —dijo el centinela, asomando la cabeza.
—Que pase.
Saint-Denis hizo su entrada con el sombrero bajo el brazo, luciendo una sonrisa agradable pero forzada y maneras demasiado informales. El cabello lacio se batía en retirada en su frente alta, y el uniforme, cuyo corte se debía a un sastre excepcional, no podía disimular el tonel que tenía por pecho, la espalda angulosa o la anchura de las caderas. No era mucho mayor que Hayden, pero parecía verse abocado hacia la mediana edad, de tal modo que su rostro de querubín era cosa del pasado.
—Señor Hayden, no tengo palabras para describirle cuánto me complace conocerlo. —Señaló con la mano la silla vacía—. ¿Puedo? —Y se sentó sin dar opción al otro de responder—. Me temo que no pasaré mucho tiempo bajo sus órdenes, y quiero disculparme por ello, pero no me cabe la menor duda de que el capitán Davies me reclamará. Estoy seguro de que el Almirantazgo le ofrecerá el honor de mandar un navío de línea, puede que incluso un buque insignia, y me prometió que me incluiría entre sus oficiales; en realidad, creo que no puede prescindir de mí. Pero estoy convencido de que encontrará usted a un oficial adecuado para ocupar mi puesto. Archer no cuenta ni con mis años de experiencia ni, si se me permite decirlo, mi aptitud, pero podría servirle… si no halla usted un candidato mejor, claro está.
—Sí —admitió Hayden, volviendo a ocupar su silla—. Me atrevería a aventurar que podría servir, pero hasta ese momento, y siguiendo las órdenes del Almirantazgo, es usted quien ocupa la plaza de primer teniente de la Themis, y hay un sinfín de preparativos que llevar a cabo antes de dar la vela, lo cual haremos, con el permiso del tiempo y la marea, mañana mismo.
Saint-Denis desvió la mirada y se rebulló un poco en la silla, de tal modo que pudo pasar el codo por encima del respaldo, todo ello mientras cruzaba las piernas.
—Por supuesto, señor Hayden, le prestaré toda la ayuda que esté en mi mano hasta que llegue mi citación. Soy plenamente consciente del trance en que se halla: carece de guardiamarinas, por no mencionar a los oficiales de guerra. —Alzando un dedo, apuntó hacia la cubierta superior—. Quizá pueda buscarle algunos guardiamarinas entre mis conocidos, aunque la mayoría de los miembros de mi círculo podrían considerar que hacer carrera en la Armada está muy por debajo de su progenie; todo lo contrario que nuestras familias, ¿verdad? —Y se echó a reír.
—Yo mismo escogeré a mis guardiamarinas, teniente, gracias —repuso Hayden, sin haber reído—. ¿Podría ir a buscar al contador y localizar estos pertrechos? —Tomó un listado del escritorio y se lo tendió—. Tengo la sospecha de que han desaparecido parte de nuestras vituallas.
Por un instante, Saint-Denis no dio muestras de coger la lista, pero al final se levantó y, algo a regañadientes, aceptó el papel de manos del capitán.
—En cuanto me haya cambiado el uniforme. —Inclinó la cabeza muy ligeramente—. Señor Hayden. —Y se retiró, tieso como un palo.
Instantes después, el doctor Griffiths se asomó por la puerta y preguntó:
—¿Tiene un momento, capitán?
—Por supuesto.
El cirujano miró por encima del hombro hacia la espalda de Saint-Denis y, reprimiendo una sonrisa, preguntó en voz baja al cerrar el camarote:
—¿Cómo ha ido su entrevista con Saint-Denis?
—Me informó que el capitán Davies no tardará en reclamarlo a su lado, así que no podrá honrarnos más que unas horas con su presencia. —No añadió que colaborar en la búsqueda de pertrechos extraviados quedaba muy por debajo de las atribuciones de un oficial tan dotado.
—Yo no contaría con que se marche —susurró Griffiths—. Me llegó el rumor, que aún no se ha verificado, de que Davies se las vio y se las deseó para librarse de él. Ninguno de los demás oficiales del capitán fue enviado a bordo, tan sólo Saint-Denis, que ha estado remitiendo a diario misivas a Davies, y también a su propio padre, cada vez con mayor desespero, no obstante lo cual todavía no ha recibido una sola respuesta.
Un soplo de aire produjo un prolongado gemido en la jarcia y la lluvia empezó a repicar en la cubierta.
—¿Quiere decir que no conseguiré librarme de él?
—Eso me temo. Imagino que no puede usted limitarse a desembarcarlo para que se vaya a Londres a reunirse con su patrón.
—No, me temo que no. Dígame, se lo ruego, ¿quién es? Da la impresión de creerse alguien de importancia.
—En efecto, esa impresión da, y sería cierto si no fuera porque en ese rompecabezas que es el mundo de Caspian Saint-Denis hay más de una pieza que falta. Supongo que el tiempo nos permitirá tener una perspectiva más amplia. —Contempló la montaña de papeles sobre el escritorio de Hayden—. Me han enviado a invitarlo a cenar esta noche en la cámara de oficiales, pero Childers me dijo que ya tiene usted compromiso.
—Me temo que es cierto, doctor. Espero que me inviten ustedes cualquier otra noche.
—Será la primera en que no tenga usted otras citas. Hay un problemilla que odio verme obligado a mencionarle, sabiendo como sé que está tan ocupado…
—Me temo que escuchar los problemas ajenos forma parte de mi trabajo. Dígame, ¿de qué se trata?
—Mi ayudante lleva seis jornadas fuera, pendiente de un asunto particular, pero lo cierto es que hace un día que tendría que haber regresado. Temo que al final partamos sin él.
—¿Ariss?
—El mismo.
—No veo cómo solucionarlo, doctor. Debo poner rumbo a Torbay en cuanto el tiempo nos lo permita. Cualquier persona que no se encuentre a bordo tendrá la oportunidad de reunirse con nosotros allí, pero creo que el convoy debe hacerse a la mar apenas remita este ventarrón del sudeste. Podría enviarle una carta, poniéndole al corriente de este detalle, pero aparte de eso bien poco podemos hacer ambos al respecto.
—Le escribiré de inmediato. Que pase usted una agradable velada en tierra, capitán.
—Gracias, doctor, aunque no me hace ninguna ilusión dar a cierta dama la noticia de mi ausencia, que por lo menos se prolongará varios meses.