19. LA ESCENA FINAL

(Sábado 23 de julio, 9 de la mañana)

Vance se levantó y se vistió muy temprano a la mañana siguiente. Parecía de excelente humor, pero algo distraído. Antes de sentarse a tomar su típico y frugal desayuno entró en el despacho y telefoneó a Heath. Fue una conversación algo larga, pero ni una de sus palabras llegó hasta mí, que estaba sentado en la biblioteca.

—Creo, Van, que estamos en situación de llegar a algo definitivo —me dijo Vance al reunirse conmigo—. El pobre sargento se ve materialmente acosado por los periodistas. La noticia de lo sucedido anoche no circuló con la suficiente celeridad para alcanzar las ediciones de esta mañana. Pero la sola idea de leer nuestra escapatoria en las del mediodía me llena de horror —Vance sorbió su café turco, y añadió—: Tenía esperanzas de que pudiéramos aclarar el brutal crimen antes que los vendedores de periódicos empezasen a darle a la lengua, y voy a ver si lo consigo. El mejor sitio para terminar el asunto es la Casa Púrpura. Será una reunión familiar, como si dijéramos. Cada persona relacionada con aquella familia aportará su rayo iluminador…

Antes del mediodía, Markham, ojeroso y trasnochado, se presentó en el departamento de Vance.

No hizo a su amigo ninguna pregunta, pues sabía que habría sido inútil en la tesitura en que Vance se encontraba. Se limitó, por tanto, a saludarle cordialmente.

—Me parece que te vas a ganar aquella medalla, te guste o no te guste —dijo, encendiendo un cigarro y recostándose en la chimenea—. Los tres cadáveres han sido definitivamente identificados; pertenecen a individuos que figuran en los libros de la Policía desde hace algunos años. La cosa ha exigido una paciente investigación en los archivos de la central. Dos de los sujetos han cumplido condenas: el uno, por estafa, y el otro, por homicidio. Se llaman Goodley Franks y Austria Rentwick. El tercer pájaro no era otro que nuestro viejo amigo Gilt-Edge Lamarne, y una docena de apodos más, hábil estafador y contrabandista. Ha sido detenido nueve veces, pero nunca hemos podido probarle nada. Ha traído en jaque a la Policía durante varios años, ¡y al fin cayó!

Markham sonrió a Vance con solemne satisfacción.

—Tu hazaña de anoche fue afortunadísima desde todos los puntos de vista. Todo el mundo está satisfecho. Temo que estás a punto de convertirte en un héroe y que tendremos que hacerte llover papelitos desde las ventanas cuando bajes por Broadway.

—¡Oh mi querido Markham! —gimoteó cómicamente Vance—. Renuncio a tantos honores. Estoy a punto de embarcar para Sudamérica, o Alaska, o la península malaya… —Vance se levantó y se acercó a la mesa para acabar de apurar su copa de viejo oporto—. En marcha, Markham —dijo, depositando la copa—. Vamos a poner remate a este asunto antes que parta para los lejanos países en que se desconoce la lluvia de papelitos.

Se encaminó hacia la puerta, y Markham y yo le seguimos.

—¿Crees que podremos terminar hoy? —le preguntó, escéptico, Markham.

—¡Oh!, sin duda. Ya hace tiempo que, de hecho, está esto terminado —Vance se detuvo con la mano en el tirador de la puerta, sonrió alegremente y añadió—: Pero conociendo tu apasionado amor por las pruebas legales, he tenido que esperar hasta ahora.

Markham estudió a Vance un momento y no dijo nada. Descendimos las escaleras en silencio hasta la calle.

Vance nos hizo subir a su coche y llegamos a la residencia de los Kenting quince minutos antes del mediodía. Weem nos tomó los sombreros y nos señaló con gesto agrio la puerta del salón. El sargento Heath y Snitkin estaban ya esperándonos.

Un poco más tarde llegaron juntos Fleel y Kenyon Kenting, seguidos casi inmediatamente por Porter Quaggy. Apenas habían tomado asiento cuando la anciana mistress Falloway, sostenida por su hijo Fraim, bajó de sus habitaciones y se reunió con nosotros.

—Estoy muy intranquila por Madelaine —dijo mistress Falloway—. ¿Sabe usted cómo sigue, mister Vance?

—Recibí un aviso telefónico del hospital poco antes de venir aquí —contestó Vance, dirigiéndose a los demás que ocupaban la habitación tanto como a la anciana, quien, con ayuda de Fraim, se había instalado cómodamente en un extremo del pequeño sofá—. Mistress Kenting está hay mucho mejor de lo que yo esperaba. Todavía no coordina bien sus ideas, lo cual es muy natural teniendo en cuenta la espantosa prueba porque ha pasado; pero puedo asegurar a usted que la tendrá en casa dentro de dos o tres días, completamente restablecida y con su imaginación normal.

Vance se sentó junto a la ventana y encendió un cigarrillo.

—Me imagino que tendrá que hacernos revelaciones interesantísimas —prosiguió—. Como ustedes comprenderán, sus secuestradores no pensaban que recobrase la libertad.

Vance acercó un poco su silla al resto de la reunión.

—La verdad es que no estamos en presencia de un caso de secuestro. Se esperaba que las autoridades lo aceptasen como tal, pero el asesino cometió demasiados errores…; su gran equivocación consistió en tratar de ser excesivamente hábil. Alguien necesitaba dinero…, lo necesitaba desesperadamente…, y tenía a mano todos los medios para una fácil adquisición. El plan era tan sencillo como cruel. Pero el delincuente se encontró con un obstáculo cuando fracasaron sus primeros pasos y se vio obligado a recurrir a procedimientos más audaces y técnicos. Una técnica novísima, pero que estaba igualmente sometida a la grave posibilidad del error. Los errores aparecen casi inevitablemente, pues el cerebro humano, por muy perfecto que sea, tiene sus limitaciones. La persona que planeó este siniestro asunto se cegó por su vehemente deseo de dinero. Todo era sórdido…

Otra vez Vance cambió ligeramente de postura y aspiró profundamente su cigarrillo, lanzando el humo en volutas hacia el techo. Después prosiguió:

—No hay duda de que Kaspar Kenting recibió una cita para las primeras horas de la mañana, al regreso de su visita al casino con mister Quaggy. Kaspar llegó a su casa, entró en su habitación, se cambió de ropa y calzado y acudió a la cita. Era un asunto vital para él, pues había contraído grandes deudas y esperaba, indudablemente, alguna solución práctica a su problema como resultado de la entrevista. Los dos misteriosos y equívocos caballeros que, según mistress Kenting, estuvieron aquí a principios de semana, eran criaturas completamente inofensivas, pero ávidas del dinero que Kaspar les debía. Uno de ellos era un corredor de apuestas, el otro un tahúr que regenta un garito clandestino. Yo sospeché su identidad desde un principio, y la comprobé esta mañana: acerté a reconocerle por la descripción que de él nos hizo mistress Kenting. Cuando Kaspar abandonó esta casa a primeras horas de la mañana del miércoles, le salió al encuentro en el sitio convenido, no la persona que le había dado la cita, sino otras a quienes nunca había visto. Estas le descargaron un golpe en la cabeza antes que se diera cuenta de lo que se tramaba, le metieron en un cupé, le llevaron a East River y le sacrificaron en aquel apartado lugar, esperando que no se le encontraría tan pronto. Fue un asesinato brutal y despiadado. Los que lo cometieron fueron alquilados para tal fin y tenían las oportunas instrucciones. Comprenderán ustedes que el que planeó el crimen se propuso desde un principio asesinar a la víctima, pues era un gran riesgo dejarla viva para que le denunciase más tarde… El chinito, jefe de la banda, que ahora sufre conmoción cerebral a causa de un golpe que le propinó anoche el sargento, volvió a esta casa después de cometido el hecho, colocó la escalera bajo la ventana (había sido dejada aquí previamente para tal propósito), entró en la habitación y arregló el asunto de acuerdo con las instrucciones. Se llevó el cepillo de dientes, el peine y los pijamas, y clavó la nota en el marco de la ventana. Esta nota tenía por principal objeto hacer creer que Kaspar Kenting se había secuestrado a sí mismo para proporcionarse el dinero que necesitaba para salir de sus compromisos. El acudir Kenting a su cita a tal hora de la mañana significa, naturalmente, que el rendez-vous era con alguien que podía ayudarle. Anoche encontré yo los pijamas y el cepillo de dientes, sin utilizar, en una casa de la calle de Nuestro Señor. Filé el chino al que mistress Kenting oyó moverse por la habitación de su marido en la madrugada del miércoles. Se encontraba allí arreglando los detalles según órdenes que había recibido.

Vance continuó con voz resuelta:

—Como ven ustedes, el plan marchaba a maravilla. El primer tropiezo ocurrió después de la llegada de la nota del rescate con las instrucciones para depositar el dinero en el árbol. El plan del asesino fracasó por completo, haciendo necesarias nuevas gestiones. El mismo día, mistress Kenting recibió una cita, quizá con la promesa de darle noticias de su marido, y evidentemente de persona de toda su confianza, pues salió sola a las diez de la noche para acudir a la entrevista. La esperaban, posiblemente a la entrada de Central Park, los mismos desaprensivos caballeros que habían dado muerte a su marido. Pero en lugar de seguir la misma suerte que Kaspar Kenting, la dama fue llevada a la calle de Nuestro Señor, que yo visité anoche, y quedó allí retenida como una especie de rehén. Tengo motivos para sospechar que el perpetrador de este plan infernal no había podido pagar todavía el precio exigido por la limpia ejecución del desgraciado Kaspar y que le apremiaban, amenazadores, los alquilados asesinos. La dama, todavía viva, era una gravísima amenaza para los conjurados, pues al libertarla, podría revelar con quién había acordado la entrevista. Era, por así decir, una espada suspendida sobre cada criminal por otro criminal un poco más hábil. Mistress Kenting utilizó aquella noche cierta clase de perfume, Esmeralda, porque le había sido regalado por la persona con quien tenía el rendez-vous. De otro modo, siendo rubia, no lo habría elegido para su acicalamiento personal. Eso les explicará, caballeros, por qué les hice yo aquella pregunta al parecer tan impertinente… Por cierto —añadió calmosamente Vance—, que he logrado averiguar quién dio a mistress Kenting el perfume Esmeralda, de Courtet.

Surgió un murmullo en la reunión, pero Vance prosiguió sin detenerse:

—¡Pobre Kaspar! Era un ser débil, y, sin darse cuenta, él mismo pagó el precio de su propio asesinato. Sirvió para ello la colección de gemas del viejo Karl Kenting. Durante algún tiempo estuvo descabalando regularmente aquella colección a instigación de alguien…, de alguien que se llevaba las gemas y le daba, prácticamente nada, comparado con lo que valían realmente. Pero no es tan fácil desprenderse de las piedras semipreciosas por cauces ilegales. Se necesita encontrar un coleccionista que sepa apreciarlas…, y los coleccionistas se han vuelto algo exigentes respecto al origen de sus compras. Una transacción de esta clase requiere tiempo, naturalmente…, y los acreedores del difunto mostraban cada vez más impaciencia. La mayor parte de las valiosísimas piedras, que estoy seguro contenía la colección original, no figuraban ya en ella cuando yo eché un vistazo a sus estuches la otra mañana. No me cabe duda de que el balas-rubí que encontré en el smoking del pobre muerto le fue devuelto porque el comprador no quiso darle lo que él creyó que valía. Kaspar, probablemente, confundió la piedra con un verdadero rubí. En la colección faltaban también ópalos negros y ejemplares de jade que el viejo Karl Kenting debió indudablemente incluir en ella, y ayer por la mañana se descubrió la ausencia de un soberbio ejemplar de alejandrita…

Fraim Falloway se puso repentinamente en pie mirando a Vance con ojos de loco. El rostro del joven mostraba un color anormal, y su cuerpo temblaba de pies a cabeza.

—¡Yo no he sido! —gritó histéricamente—. ¡Yo no maté a Kaspar! ¡Yo no he sido, yo no he sido! ¿Cómo iba yo a hacer daño a mi hermano? ¡No tiene usted derecho a acusarme!

Falloway se agacho rápidamente y cogió una pequeña pero pesada estatua de bronce de Antonous, colocada en una mesa cercana. Pero Heath, que estaba a su lado, fue aún más rápido que Falloway. Con un brazo libre agarró al joven por el hombro en el preciso instante en que levantaba la figurilla para golpear a Vance. La estatua cayó al suelo, y Heath obligó al joven Falloway a volver a su asiento.

—Póngale las pulseras, Snitkin —ordenó Heath.

Snitkin, situado detrás de Fraim Falloway, se inclinó y maniató diestramente al joven, que se recostó inerme, respirando trabajosamente.

Mistress Falloway, que había presenciado estoicamente la inesperada escena, abrió desmesuradamente los ojos cuando vio que Snitkin colocaba las esposas a su hijo, y se cubrió el rostro llena de horror. Por un momento creí que iba a hablar, pero no hizo ningún comentario.

—No se deben manejar objetos pesados cuando se encuentra uno en esa situación de ánimo, mister Falloway —le reprendió Vance—. Lo siento muchísimo. Ahora estése quieto y tranquilícese.

Vance encendió un nuevo cigarrillo y, olvidando completamente el incidente, prosiguió con toda calma su relato:

—Como iba diciendo, la desaparición de las piedras de la colección fue un indicio para la identificación del criminal, por la sencilla razón de que alquilar asesinos y escamotear subrepticiamente unas gemas suponía un mismo tipo de persona comprometida en ambos hechos. Los dos procedimientos indicaban, en efecto, ciertas relaciones con individuos al margen de la ley…: asesinos y compradores de objetos robados. No es, como ustedes comprenderán, que el razonamiento sea concluyente, pero sí muy sugestivo. Los dos anónimos recibidos ayer acabaron de aclarar las cosas. Uno de ellos estaba evidentemente encaminado a cubrir las apariencias; el otro era el verdadero. Ambos rebosaban audacia, que es generalmente una buena táctica…

—Pero ¿cuál es la persona que llena los requisitos de su vaga y divertida hipótesis, mister Vance? —preguntó Quaggy, imperturbable—. Si porque usted vio dos ópalos negros en mi poder…

—Mi hipótesis, mister Quaggy, no es tan vaga como usted cree —le interrumpió Vance rápidamente—. Y si la encuentra divertida, lo celebro infinito; pero para contestar a su pregunta, debo decir que se trata de alguien que tenía la oportunidad de prestar servicios legales, con legal protección, a ciertos personajes del hampa…

Fleel, que se había sentado ante la mesita colocada al fondo de la habitación, se dirigió rápidamente a Vance.

—Hay en sus palabras una insinuación que me afecta, señor —dijo, con su acostumbrado aire de leguleyo. A mí me produjo la impresión de que estaba defendiendo a un cliente ante un tribunal—. Yo soy abogado y, naturalmente, tengo ciertos contactos con la clase de individuos a que alude usted en sus ligeras palabras. No obstante —añadió, sonriendo sarcásticamente—, no le tomaré en cuenta el insulto. Lo cierto es que sus raciocinios de aficionado son regocijantes.

Y retrepándose en su asiento, rio con afectación.

Vance apenas se dignó mirarle, y continuó hablando como si nadie le hubiera interrumpido:

—Refiriéndome otra vez a las diversas notas de rescate, diré que fueron dictadas por el organizador del asesinato de Kaspar…, es decir, todas menos la recibida ayer por mister Fleel…; y fueron redactadas de manera que pudieran mostrarse a las autoridades para desviar sus sospechas del verdadero culpable y, al mismo tiempo, impresionar a mister Kenyon Kenting con la urgente necesidad de reunir los cincuenta mil dólares. A mí se me hicieron dos declaraciones respecto a la cantidad que el mismo Kaspar exigía para sus deudas: una afirmaba honradamente que eran cincuenta mil dólares; la otra mentía diciendo que eran treinta mil, con el evidente propósito de alejar las sospechas de la persona complicada en el crimen.

Vance miró fijamente a Fleel y continuó:

—Claro está que es posible que Kaspar le pidiera a usted solamente treinta mil dólares, mientras acababa de pedir a su hermano cincuenta mil. Pero es muy significativo que pidiera primeramente a su hermano cincuenta mil, y luego a usted diferente cantidad. Esta discrepancia entre la declaración de mister Kenting y la de usted respecto a la cantidad, iba evidentemente encaminada a que fijásemos nuestra atención en el hermano y no en usted; lo cual puede ser fácilmente interpretado, en vista de lo ocurrido, como otro medio de desviar las sospechas de su persona en caso de que recelásemos. Mister Kenyon Kenting no nos mintió en la cantidad, y no hay razón para creer que el hermano de Kaspar sea el culpable del crimen, pues en tal caso el dinero habría tenido que salir de su bolsillo, y ordinariamente nadie comete crímenes para empobrecerse a sí mismo. En resumen: no hay razón para que mister Kenyon Kenting nos mintiese respecto a la cantidad exigida por Kaspar, mientras que sí la hay, y muy fundada, para que usted nos engañase.

Vance paseó lentamente la mirada por el asombrado grupo.

—La segunda nota recibida por mister Fleel no era, como ya he indicado, una de las escritas bajo las instrucciones del culpable: era un documento auténtico dirigido a él; y el destinatario pensó que no solamente podía utilizarlo para conseguir el dinero del rescate, sino también para desviar una vez más toda sospecha que hubiera podido surgir en la mente de las autoridades. No se le ocurrió que la dirección, cabalísticamente escrita para que la vieran solamente sus ojos, pudiera ser descifrada por otro. ¡Oh!, sí, era un mensaje auténtico de los esbirros aún no pagados, exigiendo el dinero ganado asesinando a Kaspar.

Vance se volvió lentamente a Fleel y acogió la mueca de este con una fría sonrisa.

—Cuando sospeché de usted, mister Fleel —continuó—, procuré que se presentase usted en esta casa antes que mister Markham y yo, para ver si se realizaba mi esperanza de que usted influiría sobre mister Kenyon Kenting para que pidiera que se eliminase toda interferencia de la Policía. Así lo hizo usted, y cuando yo me enteré me opuse resueltamente a la proposición y contrarresté su influencia sobre mister Kenting, a fin de impedirle que se apoderase usted del dinero aquella noche. Viendo que fracasaba esta parte de su plan, usted cambió hábilmente de actitud y accedió a ayudarnos, a petición del sargento, que lo hizo por indicación mía, representando el papel de la persona que debía depositar el dinero en el árbol, y llevó adelante la farsa para probar que no existía relación alguna entre usted y la demanda del dinero. Uno de esos secuaces fue a Central Park para recoger el paquete, si todo se desarrollaba con arreglo a lo previsto. Mister Van Dine y yo vimos al individuo. Cuando este se enteró de que los planes de usted habían fracasado, llevó la noticia a sus cómplices, y en estos surgió el temor de no ser pagados…, por lo que secuestraron a mistress Kenting como amenaza efectiva para obligarle a satisfacer lo convenido.

Fleel levantó lentamente la mirada, animado el rostro por un gesto burlón.

—¿No se le pasa a usted por alto, mister Vance, la posibilidad de que Kaspar se secuestrase a sí mismo, como yo sostuve desde un principio, y que fue asesinado después por razones y bajo circunstancias desconocidas? Todo prueba que Kaspar fingió un secuestro con el fin de proporcionarse el dinero que necesitaba.

—¡Ah! Ya esperaba yo esa observación —replicó Vance, sosteniendo la cínica mirada del abogado—. La hipótesis del autosecuestro fue muy hábil. Demasiado hábil. Ahora veo que era su…, ¿cómo la llamaremos?… su puerta de escape, por decirlo así, en caso de que su inocencia pudiera ser puesta alguna vez en duda. En tal caso, cuán fácil habría sido para usted decir lo que acaba de manifestar respecto a la posibilidad de un seudocrimen ejecutado por manos misteriosas. Tampoco pasó por alto el significativo hecho de que usted ha aconsejado insistentemente a mister Kenyon Kenting que pagase el rescate, a pesar de la cegadora evidencia de que Kaspar había planeado el secuestro por sí mismo.

La expresión de Fleel no cambió. Su gesto burlón se hizo aún más marcado, y cuando Vance hizo una pausa y le miró fijamente, Fleel se echó a reír con el mayor cinismo.

—Bonita teoría, mister Vance —comentó—. No carece de ingenio, pero olvida usted por completo el hecho de que yo mismo fui atacado por unos pistoleros la noche de la desaparición de mistress Kenting. Por lo visto, le conviene a usted olvidar ese pequeño episodio que destruye los cimientos de su regocijante casita de naipes.

Vance movió lentamente la cabeza y sonrió, compasivo.

—No. ¡Oh!, no, mister Fleel. No me conviene olvidarlo…, me conviene recordarlo. Se me quedó vivamente grabado en la memoria. Buen susto se llevó usted…, y justificado. Seguramente que no creerá que su salvación fue debida a un milagro. Todo fue muy sencillo. El caballero de la pistola ametralladora no tuvo la menor intención de perforarle a usted. Su único objeto era asustarle y proporcionarle una muestra de lo que le esperaba de no conseguir reunir inmediatamente el dinero que les adeudaba por los criminales servicios prestados. En su vida estuvo más seguro que cuando la ametralladora vomitaba balas muy desviadas de su dirección.

La sonrisa burlona se borró lentamente de los labios de Fleel; enrojeció su rostro y brilló en sus ojos una mirada de odio.

—No me extraña su actitud —replicó Vance, con fría sonrisa—. Se sentirá usted infinitamente más ofendido cuando sepa que en este instante unos peritos contables están examinando sus libros y que la Policía registra cuidadosamente el contenido de su caja de caudales.

Dicho esto, Vance miró indiferente el cigarrillo que tenía en la mano. Fleel contempló unos segundos a su acusador con torvo ceño. Después retrocedió rápidamente un paso, se metió la mano en un bolsillo y sacó una automática. Tanto Heath como Snitkin habían estado observándole fijamente, y cuando Fleel hizo este movimiento, Heath, con la rapidez del rayo, sacó a su vez una pistola de debajo del negro cabestrillo de su brazo herido. El movimiento de los dos hombres fue casi simultáneo.

Pero no hubo necesidad de que Heath disparase su arma, pues en aquella fracción de segundo Fleel se aplicó a la sien el cañón de su automática y apretó el gatillo. El arma se desprendió de su mano inmediatamente, y su cuerpo chocó contra el borde de la mesa para rodar después por el suelo.

A Vance, al parecer, le impresionó muy poco la tragedia. No obstante, lanzó un profundo suspiro, se puso en pie, indiferente, y se asomó al otro lado de la mesa. Los demás que ocupábamos la habitación nos sentíamos demasiado paralizados por el trágico final del asunto para que intentásemos movernos. Vance se inclinó sobre el cuerpo de Fleel.

—Está muerto, Markham —anunció, incorporándose—. No se le puede tachar de desconsiderado. Te ha ahorrado muchísimas preocupaciones y trámites legales.

Vance se recostó contra el ángulo de la mesa, y, haciendo una seña a Snitkin, inclinó significativamente la cabeza hacia Fraim Falloway.

—Lo siento, mister Falloway —murmuró Vance—. Pero perdió usted el dominio de sus nervios y se puso un poquito fastidioso… ¿Se siente mejor?

—Perfectamente —balbució el joven, al parecer ya tranquilo—. ¡Y dentro de un par de días tendremos a mi hermana en casa! —añadió, encendiendo un cigarrillo.

—Escuche, mister Kenting —prosiguió Vance, sin aclarar—. Sé que el fiscal' de distrito está ansioso de hacerle a usted unas cuantas preguntas acerca de lo que sucedió ayer noche. Hasta este momento no ha sabido de usted ni ha podido encontrarle. ¿Dio usted aquellos cincuenta mil dólares a Fleel?

—¡Sí! —exclamó Kenting, excitado—. Se los di anoche, un poco después de las nueve. Recibimos las instrucciones finales…, es decir, las recibió Fleel, e inmediatamente me llamó para celebrar una entrevista. En ella me comunicó que alguien le había telefoneado para decirle que el dinero tenía que estar en cierto lugar a las diez. Fleel me convenció también de que la persona que le había hablado por teléfono le había dicho que no trataría con nadie más que con él.

Kenting titubeó un momento.

—A mí me asustaba el actuar de nuevo a través de la Policía, en vista de lo ocurrido aquella noche del parque, y seguí el consejo de Fleel de que prescindiese de ella y le dejase a él terminar el asunto. Yo estaba desesperado y confié en él… ¡Dios me valga! Ni siquiera telefoneé a mister Markham, y me negué a contestar cuando me llamó. Lo único que deseaba era volver a ver a Madelaine salva y sana. Entregué, pues, el dinero a mister Fleel, creyendo que lo arreglaría todo y…

—Comprendido, mister Kenting —le interrumpió Vance, con tono no exento de piedad—. Yo estaba completamente seguro de que usted le había dado el dinero anoche, pues telefoneó a la casa de la calle de Nuestro Señor cuando nos encontrábamos allí, evidentemente con el propósito de dar a sus cómplices las instrucciones para pagarles inmediatamente su comisión. El sargento Heath reconoció su voz al otro lado del hilo… Debió usted confiar en la Policía, mister Kenting. Fleel no recibió mensaje alguno la noche pasada. Formaba parte de su estúpida técnica el hacérselo creer a usted, pues necesitaba el dinero, ya que se veía perdido. En cuanto Markham me dijo que no había podido ponerse al habla con usted, pensé que había usted hecho lo que acaba de declarar… Fleel fue demasiado audaz al mostrarnos ayer aquella nota. Nunca debió hacerlo. Había en ella referencias que Fleel creyó que sólo él podría comprender. Afortunadamente yo también las supe interpretar. Aquella nota, en efecto, comprobaba mis sospechas respecto a Fleel. Pero él nos la enseñó porque quería causar cierta impresión en nosotros. Necesitaba aquel dinero. Me inclino a creer que se había jugado, de una u otra manera, los fondos que los Kenting habían confiado a su custodia. Eso no lo sabremos definitivamente hasta que se reciba el informe de Stitt y McCoy, peritos contables encargados de revisar los libros de Fleel.

Vance bostezó repentinamente y consultó su reloj.

—¡Caramba, Markham! —exclamó, dirigiéndose al fiscal de distrito, que había presenciado, sin despegar los labios, aquel espeluznante drama—. Es todavía muy temprano. Si me doy prisa podré llegar al segundo acto de Tristón e Isolda.

Vance cruzó rápidamente la habitación, se inclinó ante mistress Falloway, murmurando un afectuoso adiós, y corrió a coger su coche, que le esperaba en la puerta.

* * *

Al final del día en qué Fleel se suicidó, llegaron los informes de los peritos contables y de la Policía, y con ellos quedó probada la solidez de las suposiciones de Vance. Los contables descubrieron que Fleel había especulado en grande, por su propia cuenta, con los fondos de los Kenting que tenía en depósito. Su Banco le había ya llamado la atención para que justificase la legitimidad de las inversiones que le permitía la ley como apoderado de los bienes. La cantidad en descubierto era aproximadamente de cincuenta mil dólares, y, como ya hacía tiempo que había perdido su propio caudal en la misma clase de precarias transacciones, era ya sólo cuestión de días descubrir sus amaños.

En su caja de caudales se encontraron casi todas las gemas que estaban en la colección Kenting, incluso la valiosa alejandrita. Cómo y cuándo había adquirido esta última, es cosa que nunca pudo averiguarse. El fajo de billetes que Kenyon Kenting le entregó tan confiadamente se encontró también en la caja.

Todo sucedió algunos años antes que yo me pusiera a escribir este relato. Posteriormente, Kenyon se casó con su cuñada, Madelaine, que regresó a la Casa Púrpura a los dos días del suicidio de Fleel.

Un año después de aquellos memorables acontecimientos, Vance y yo tomamos el té con mistress Falloway. Vance sentía un verdadero afecto por la anciana inválida. Cuando nos disponíamos a retirarnos, Fraim Falloway entró en la habitación. Era un hombre completamente diferente del que habíamos conocido durante la investigación del que los periódicos dieron en llamar El caso del secuestro. El rostro de Fraim se había rellenado visiblemente y su color era saludable y normal; había vitalidad en sus ojos, y sus movimientos eran fáciles y resueltos. Todos sus modales habían cambiado. Supe más tarde que la anciana mistress Falloway había visitado al endocrinólogo recomendado por Vance, y que el joven había estado sometido a observación y tratamiento durante muchos meses.

Tras los acostumbrados saludos, Vance preguntó a Falloway cómo iba su colección de sellos. El joven sonrió burlonamente y contestó que ya no tenía tiempo para tales minucias, ya que estaba demasiado ocupado con su nuevo trabajo en el Museo Natural para dedicarse a tan fútil entretenimiento como la filatelia.

Quizá sea interesante anotar aquí, para terminar, que el primer acto de Kenyon Kenting, después de su matrimonio con Madelaine Kenting, fue hacer raspar y limpiar el exterior de la Casa Púrpura, de manera que quedase restaurado el color natural de piedras y ladrillos. Cesó así de ser la Casa Púrpura y tomó un aspecto más doméstico y menos llamativo, y así continúa en la actualidad.