18. LA HABITACIÓN SIN VENTANAS

(Viernes 22 de julio, 10:30 de la noche)

Vance miró fijamente al sargento y movió la cabeza.

—Pues mire lo que son las cosas —dijo con voz curiosamente apagada—: ya casi tenía la esperanza de haberme equivocado esta vez. Me repugnaba pensar…

Vance se apresuró a sostener a Heath, que había caído débilmente de espaldas contra la chimenea y trataba de llegar a la pared en un esfuerzo por mantenerse derecho. Vance le rodeó con un brazo y le condujo hasta un sillón.

—Tome un traguito de esto y se sentirá mejor —le dijo, entregándole un frasco de plata.

—¡Váyase al diablo! —rezongó Heath, volcándose el frasco entre los labios—. Es capaz de resucitar a un muerto —comentó después, devolviendo el frasco a Vance y poniéndose en pie rehusando toda ayuda—. Vámonos ya de aquí.

—Un minuto, sargento. No hemos hecho más que empezar —dijo Vance, dirigiéndose a la habitación del fondo, en la que penetró después de saltar sobre el cadáver.

Heath y yo le seguimos.

El cuarto estaba en la más completa oscuridad, pero con ayuda de su linterna el sargento no tardó en encontrar la llave de la luz eléctrica. Estábamos en una pequeña habitación sin ventanas. Frente a nosotros, apoyado en la pared, se veía un estrecho catre de campaña. Vance corrió hacia aquel sitio y se inclinó sobre el catre. Sobre él yacía inmóvil la figura de una mujer. A pesar de sus revueltos cabellos y de su palidez mortal, reconocí en ella a Madelaine Kenting. Unos trozos de esparadrapo ligaban sus labios, y ambos brazos estaban fuertemente atados con tiras de sábanas a los barrotes de hierro de ambos lados del catre.

Vance retiró diestramente la mordaza, y la mujer respiró profundamente, como si estuviera casi sofocada. Había un estertor en su garganta, indicio de agonía y espanto, como el de la persona que sale de la anestesia después de una grave operación.

Vance se apresuró a desatar las cuerdas que le sujetaban las muñecas; luego aplicó su oído sobre el corazón de la mujer y vertió entre sus labios un poco de coñac de su frasco. Ella lo tragó automáticamente y tosió. Vance la levantó entonces en sus brazos y la sacó de la habitación.

En el momento de llegar a la puerta sonó de nuevo el timbre del teléfono, y Heath corrió al aparato.

—No se moleste en contestar, sargento —dijo Vance—. Será probablemente la misma persona que llamó antes.

Y continuó su camino con la mujer en sus brazos.

Yo le precedía mientras descendía con su inerte carga por la oscura escalera. Llegados al vestíbulo, abrí la puerta de la calle, empuñando mi automática, presto a utilizarla si lo requería la ocasión. Vance, sin pronunciar palabra, descendió por los crujientes peldaños, mientras Heath se reunía conmigo en la puerta. El chino continuaba tendido donde le habíamos dejado.

—Arrástrele hasta aquella cañería del rincón, mister Van Dine —me dijo el sargento con dolorida voz—. Yo tengo el brazo algo paralizado.

Me di cuenta por primera vez de una cañería de agua, corroída por falta de pintura, que surgía por detrás de la puerta a unas cuantas pulgadas de la pared. Arrastré el inerte cuerpo del chino hasta dejar su cabeza en contacto con la cañería, y Heath, con una mano, sacó un par de esposas. Cerrada una de ellas alrededor de la muñeca derecha del hombre inconsciente, el sargento maniobró con el pie sobre su brazo izquierdo hasta conseguir encerrarlo en la segunda pulsera de hierro. Después se registró los bolsillos y sacó unas tiras de lienzo, que evidentemente había cogido allá arriba.

—¿Quiere usted atarle los tobillos, mister Van Dine? —me dijo—. Eso sí que yo no puedo hacerlo.

Me guardé la pistola en un bolsillo de la americana e hice lo que me ordenaba.

Salimos los dos a la lóbrega noche. Heath cerró la puerta de golpe. Vance, con su carga, nos llevaba una delantera de unos cien metros, y nos reunimos con él en el momento en que llegaba al coche. Ya en él, colocó a mistress Kenting en el asiento posterior del tonneau y arregló unos almohadones bajo su cabeza.

—Ustedes pueden sentarse conmigo —sugirió mientras ocupaba su puesto al volante.

Y antes que Heath y yo estuviésemos completamente sentados puso en marcha el motor, embragó, y el coche inició la marcha con suave arrancada. Descendimos en línea recta por la Waring Avenue.

Dos o tres manzanas más allá, al avistar a un agente de patrulla, Heath pidió que parásemos. Vance echó los frenos y tocó la bocina para atraer la atención del agente.

—¿Puedo disponer de un minuto, mister Vance? —preguntó Heath.

—Ciertamente, sargento —contestó Vance, deteniendo el coche al borde de la acera, junto al policía—. Mistress Kenting va cómodamente instalada y no se encuentra en inmediato peligro. Unos minutos más o menos en llegar al hospital no tienen importancia.

Heath habló al agente a través de la ventanilla después de darse a conocer.

—¿Dónde está su puesto telefónico? —le preguntó.

—En la próxima esquina, sargento; en Gunhill Road —contestó el policía, saludando.

—Gracias.

Heath volvió a recostarse en su asiento y recorrimos otra manzana, para detenernos en el sitio indicado por el agente.

El sargento saltó del coche y el guardián abrió la caja telefónica. Heath nos dio la espalda y pude oír lo que dijo por teléfono, pero cuando regresó se dirigió perentoriamente al agente con estas palabras:

—Corra a la calle de Nuestro Señor —le dio el número, y añadió—: Es la segunda casa a partir de la esquina de Waring; quédese allí vigilando. Dentro de unos minutos se le unirán algunos muchachos del distrito cuarenta y siete, y más tarde, una pareja del Homicide Bureau. Yo volveré también dentro de una hora. Encontrarán ustedes tres cadáveres en el piso, y un chino atado a la cañería de agua del portal. No tardaré en enviarles una ambulancia.

—Perfectamente, señor —contestó el policía echando a andar hacia la Waring Avenue.

Heath había subido al coche mientras hablaba, y Vance arrancó sin más dilaciones.

—Nos dirigimos al Hospital Doria, que cae a este lado de Bronx Park, sargento —dijo oprimiendo el acelerador.

A los quince minutos, después de hacer caso omiso de las luces del tráfico y de haber excedido con mucho la velocidad permitida, nos detuvimos frente al hospital.

Vance saltó del coche, tomó de nuevo a mistress Kenting en sus brazos, y subió con ella las amplias escaleras de mármol. A los diez minutos ya estaba de vuelta.

—Todo marcha bien, sargento —dijo aproximándose al coche—. La dama ha recobrado el conocimiento. El aire fresco fue la causa. Sus pensamientos son un poco confusos todavía. Nada fundamentalmente grave, sin embargo.

Heath había saltado del coche, deteniéndose en la acera.

—Hasta luego, mister Vance —dijo—. Voy a tomar un taxi. Tengo que volver a aquella maldita casa, donde no me faltará trabajo.

Y fue alejándose mientras hablaba.

Pero Vance corrió tras él y le agarró por un brazo.

—Entre aquí, sargento, y deje que le venden debidamente esa herida.

Heath accedió y Vance subió con él al hospital. A los pocos minutos estaba de vuelta, solo.

—El noble sargento se encuentra perfectamente, Van —me dijo, volviendo a ocupar su puesto al volante—. No tardará en salir de ahí. Pero insiste en volver a la calle de Nuestro Señor.

Dicho esto, puso en marcha el vehículo y nos alejamos de aquellos lugares.

Cuando llegamos al departamento de Vance nos abrió la puerta Currie. En cada línea del arrugado rostro del anciano mayordomo se veía escrita la satisfacción que le producía la vuelta de su amo.

—¿Cómo es esto, Currie? —preguntó Vance al verle—. Te dije que podías acostarte si no estaba de vuelta a las once…, y es cerca de medianoche y estás levantado todavía.

El anciano parecía azararse un poco mientras cerraba la puerta.

—Perdóneme, señor —dijo con un trémulo de emoción en la voz—. No pude acostarme hasta saber de usted. Me quitó el sueño aquella referencia a los documentos guardados en el cajón del escritorio. El señor me perdonará que me haya tomado la libertad de preocuparme de este modo. Celebro verle de vuelta a su casa, señor.

—Eres un viejo fósil sentimental, Currie —bromeó Vance, entregando al mayordomo su sombrero.

Mister Markham está esperando en la biblioteca —dijo Currie como un fiel soldado que da la novedad a su superior.

—Ya me lo imaginaba —murmuró Vance, dirigiéndose a las escaleras—. ¡Pobre Markham! ¡Siempre temblando por mí!

Al entrar en la biblioteca encontramos a Markham paseándose impaciente, pero cesó en sus paseos en cuanto vio a Vance.

—¡Gracias a Dios! —exclamó.

Pero aunque intentó dar a su voz un tono trivial, no pudo disimular su emoción. Acto seguido cruzó la estancia y se sentó en su sillón. Por el modo con que lo hizo comprendí que llevaba en pie largo tiempo.

—Buenas noches, viejo —le saludó Vance—. ¿Por qué este inesperado placer de tu presencia a tales horas?

—Sentía un gran interés, oficialmente se entiende, en saber lo que han descubierto ustedes en la calle de Nuestro Señor —contestó Markham—. Supongo que encontrarían allí un gran solar vacante con un letrero que decía: «Apropiado para instalar una fábrica».

Vance sonrió.

—No ha sido eso, exactamente. Nos hemos divertido mucho, y tú probablemente sentirás gran envidia cuando te enteres.

Yo había tomado asiento, porque me encontraba débil y agotado. Empezaba entonces a sentir la reacción de las emociones de la noche. Me daba cuenta de que en el breve espacio de tiempo pasado en la calle de Nuestro Señor habíamos vivido más intensamente que en años enteros de nuestras vidas. Y ahora, en la tranquilidad del ambiente familiar, la oleada de la realidad me abrumaba de repente, y sólo a costa de gran esfuerzo conseguía mantener una actitud normal.

—Dame tu automática, Van —me dijo Vance, alargando su mano—. Celebro que no tuvieras que utilizarla… Horrible escena. No debí consentir que me acompañases. Pero realmente, yo mismo quedé sorprendido por el giro que tomaron las cosas.

Un poco avergonzado, saqué de mi bolsillo la impoluta pistola y se la entregué a Vance. ¡Fue él quien resistió el embate del peligro y yo fui incapaz de prestarle ninguna ayuda!

Vance se acercó a la mesa del centro, abrió el cajón y guardó en él las armas. Después, con aire pensativo, oprimió un timbre, llamando a Currie.

Markham le observaba atentamente, pero reprimió su curiosidad mientras el anciano mayordomo entraba con un servicio de brandy. Currie había adivinado los deseos de Vance y no había esperado la orden. Cuando hubo dejado la bandeja y abandonado la habitación, Markham ya no pudo resistir más.

—Bien, ¿qué diablos ha sucedido? —preguntó irritado.

Vance sorbió lentamente su coñac, encendió un Régie, lanzó varias bocanadas y se acomodó en su sillón favorito.

—Lo siento muchísimo, Markham, pero temo que te he metido en un compromiso… El hecho es que he matado tres hombres.

Markham se puso en pie de un salto, como impulsado por la repentina suelta de un muelle, y miró a Vance dudando si hablaba en broma o en serio.

—¡Explícate, Vance! —exclamó.

Vance extrajo nuevas bocanadas de su cigarrillo antes de contestar. Después dijo con irritante sonrisa:

J’ai tué trois hommes. Ich habe drei maner getotet. Io ucciso tre uomini. Háaron embert mególtem. Haragti shelosha anashim. Todo lo cual significa que he matado tres hombres.

—¿Hablas en serio? —preguntó Markham, todavía incrédulo.

—Completamente —contestó Vance—. ¿Crees que me podrás salvar de las terribles consecuencias?… Debo añadir que, de paso, encontré a mistress Kenting y que la llevé al hospital. No es cosa de vida o muerte, pero requería inmediata y competente atención. Su cerebro no funciona bien de momento, cosa nada extraña por la terrible experiencia sufrida. Se repondrá muy pronto. La dejé en buenas manos… Pero siéntate, Markham, y toma tu coñac. Pareces realmente perturbado.

Markham obedeció automáticamente, como un chiquillo asustado que se somete a su padre. Y se bebió el brandy de un trago.

—Por amor de Dios, Vance —suplicó—, deja esa verborrea inaguantable y háblame como un ser humano.

—Perdóname, Markham —murmuró Vance, contrito. Y empezó a contar detalladamente al fiscal cuanto había sucedido aquella noche. Pero me pareció que disimulaba demasiado su propia intervención en el trágico drama. Cuando terminó su relato preguntó con cierta frialdad—: ¿Soy un culpable digno de la horca, o existen lo que se llama circunstancias atenuantes?… Estoy, como tú sabes, terriblemente flojo en los embrollos de la ley.

—¡Basta de pamplinas y olvídalo! —exclamó Markham—. Si estás verdaderamente preocupado, yo haré que te concedan una medalla de latón tan grande como el Columbus Circle.

—¡Qué suerte la mía! —suspiró Vance.

—¿Tienes idea de quiénes eran aquellos tres hombres? —preguntó Markham con imponente seriedad.

—Ni la más pequeña noción —confesó Vance tristemente—. Van Dine me dijo que uno de ellos nos estuvo espiando en el parque la noche pasada. Los otros dos eran probablemente los sujetos que McLaughlin vio en el cupé verde el miércoles por la mañana frente al domicilio de los Kenting. Al cuarto nunca tuve el exquisito placer de tropezármelo. Yo diría, no obstante, que se dedicaba a traficar en valores de dudosa procedencia: he visto ratas de timba que se le parecían. De todos modos, querido Markham, ¿por qué preocuparse de eso esta noche? No eran personas decentes, estáte seguro. Los genios del Cuartel General de Policía se encargarán de comprobar sus identidades…

Sonó el timbre de la calle y un minuto después entró Heath en la biblioteca. Su rostro, de ordinario sano y colorado, estaba ahora pálido y ajado, y llevaba el brazo derecho en cabestrillo. Saludó a Markham y se encaró con Vance.

—Su sierrahuesos del hospital me dijo que tenía que marcharme a casa —se lamentó—, y no veo la razón para tantas precauciones. ¡Imagínese que me ha puesto este brazo en cabestrillo porque cree que cicatrizará más rápidamente! Y por si fuera poco, me ha destrozado el brazo bueno clavándome una aguja. ¿Para qué diablos sería aquella aguja, mister Vance?

—Alguna inyección antitetánica, sargento. Es una precaución que hay que tomar con todas las heridas de bala. Pero no debe usted preocuparse. Una semana de reacción… y eso es todo.

—¿Y le parece a usted poco? —rugió Heath—. ¡Si no se me hubiese encasquillado la pistola…!

—Sí que fue mala suerte, sargento —afirmó Markham.

—El doctor ni siquiera me permitió volver a la casa —gruñó Heath—. De todos modos, me he procurado en el mismo hospital el informe del puesto de Policía. Ya se han llevado los tres cadáveres a la Morgue. El chino vivirá. Quizá entonces…

—No sacará usted nada de él —le interrumpió Vance—. Sus amadas triquiñuelas para hacer cantar pájaros enjaulados serán completamente inútiles. Conozco a los chinos. Pero mistress Kenting tendrá una interesante historia que contarnos… Anímese, sargento, y tome un poco más de medicina.

Vance sirvió a Heath una gran copa de su exquisito brandy.

—Mañana volveré a entrar en funciones, jefe —aseguró el sargento, dejando el vaso en la mesita que tenía al lado—. Los del Hospital Doria quieren tratarme como al pequeño Lord Fauntleroy, pero yo no dejaré escapar una ocasión como esta.

Vance y Markham discutieron el asunto desde diversos ángulos durante más de media hora, hasta que Markham empezó a impacientarse.

—Me voy a casa —dijo al fin, poniéndose en pie—. Arreglaremos esto mañana.

Vance abandonó su sillón de mala gana.

—Así lo espero, Markham —dijo—. No es un caso muy agradable, y cuanto antes te veas libre de él, mejor.

—¿Me necesita usted para algo, mister Vance? —preguntó Heath en tono respetuoso, pero algo fatigado.

Vance le miró con conmiseración.

—Quiero que se vaya a la cama y que duerma bien. Mañana puede darse una vueltecita por ahí invitando a todo el mundo a que se presente en la Casa Púrpura a eso de las doce. Me refiero, claro está, a Fleel, Kenyon Kenting y Quaggy. Mistress Falloway y su hijo estoy seguro de que no faltarán.

Heath se puso en pie e hizo una mueca maliciosa.

—No se preocupe, mister Vance. Allí se los llevaré —se dirigió hacia la puerta, pero dio la vuelta de pronto y alargó su mano izquierda a Vance—. Muy agradecido, señor, por lo que hizo usted esta noche.

—¡Oh!, olvídelo, mi buen sargento; no hicimos más que pasar el rato… —dijo Vance, estrechando calurosamente la mano que le tendían.

Markham y Heath marcharon juntos, y Vance oprimió de nuevo el timbre llamando a Currie.

Cuando entró el anciano servidor, Vance le dijo:

—Voy a acostarme, Currie. No te necesitaré por esta noche.

El mayordomo se inclinó y recogió la bandeja con los vasos vacíos.

—Muy bien, señor. Gracias, señor. Buenas noches, señor.