(Viernes 22 de julio, mediodía)
Vance permaneció en el despacho de Markham muy poco tiempo después de su enigmática conversación con Heath. (En aquel momento, yo no consideré aquella breve conversación como particularmente trascendental, pero a las pocas horas me di cuenta de que era realmente una de las más importantes habidas entre aquellos dos hombres de caracteres tan dispares).
Markham intentó repetidas veces, ya con argucias, ya con brusquedades, hacer hablar a Vance. El fiscal del distrito deseaba particularmente enterarse de la significación que daba su amigo a la desaparecida alejandrita, y de la importancia que concedía a las notas recibidas por Kenting y Fleel. Vance, no obstante, se mostró irreduciblemente hermético. Ni siquiera dio una excusa para tanta reserva, pero Markham, como yo, comprendió que Vance tenía excelentes razones para ocultarnos temporalmente sus sospechas.
—Supongo que sabrás, Vance —dijo Markham, con un tono de voz que pretendía ser fríamente serio, pero que no acababa de ocultar su profundo respeto por los peculiares métodos que su amigo empleaba en sus investigaciones—. Supongo que sabrás que yo, como primera autoridad del Departamento de Policía, puedo obligar al sargento Heath a enseñarme ese pedazo de papel que acabas de entregarle.
—Aprecio ese hecho como es debido —replicó Vance en tono tan frígido como el de Markham—. Pero sé también que tú no lo harás.
Sólo una vez, durante la investigación de Los crímenes del «Obispo», había yo visto una expresión tan seria en los ojos de Vance.
—Te conozco demasiado bien para confiar que no harás uso en esta ocasión de tus derechos legales —la voz de Vance se suavizó repentinamente y una expresión de verdadero afecto iluminó su rostro—. Necesito tu confianza hasta esta noche…, necesito que creas que tengo buenas y específicas razones para esta obstinación aparentemente tan arbitraria.
Markham fijó los ojos unos momentos en Vance, y después los desvió como atraídos por la lumbre de su cigarro.
—Eres un ser inaguantable —rezongó, con simulado rencor—. Desearía no haberte conocido.
—Pero ¿es que crees —replicó Vance— que yo he disfrutado mucho con tu amistad durante los pasados quince años?
Dicho esto, Vance hizo algo que yo nunca le había visto. Dio un paso y tendió a Markham su mano. Markham se volvió a él sin la menor muestra de sorpresa y se la estrechó con sincera cordialidad.
—Después de todo —dijo, volublemente, Vance—, no eres más que el fiscal de distrito y hay que hacerte algunas concesiones.
Y sin añadir otra palabra, se salió del despacho, dejando solos al sargento y a Markham.
Vance y yo almorzamos en el Caviar Restaurante y él se abstrajo largo tiempo saboreando su brandy favorito, que siempre guardaban allí para él y que sacaban ceremoniosamente en cuanto le veían aparecer por la puerta. Durante la comida habló muy poco y sobre asuntos que nada tenían que ver con el caso Kenting.
Luego de paladear el coñac, nos dirigimos sin detenernos a casa, y Vance pasó toda la tarde leyendo en la biblioteca. A eso de las cuatro entré yo a buscar unos papeles, y le encontré enfrascado en la lectura del Elogio de la locura, de Erasmo.
Me detuve un momento detrás de él, mirando discretamente por encima de su hombro, hasta que levantó hasta mí su mirada con grave expresión.
—Después de todo, Van —me dijo—, ¿qué sería del mundo sin la locura? Nada, absolutamente nada. Escucha este confortable pensamiento: «La vida de los mortales, ¿qué es sino una representación teatral?» Es lo mismo que Shakespeare escribió en su As you like it, que apareció una centuria más tarde.
Vance estaba de un humor especial, y comprendí que trataba de disimular lo que realmente bullía en su imaginación. Por un momento estuve por contestarle con el famoso párrafo de las Epístolas, de Horacio: Nec luisse pudet, sed non incidere ludum; pero me estuve y proseguí mí trabajo mientras Vance volvía a su lectura.
Un poco antes de las seis, Markham se presentó inesperadamente.
—Has sido amabilísimo —murmuró Vance—. ¿Qué deseas decirme? Sé perfectamente que no has venido a esta humilde morada sin algún mensaje para mí.
Markham se puso serio y se sentó cerca de Vance.
—No he sabido nada todavía ni de Fleel ni de Kenting… —empezó diciendo.
—Ya me esperaba yo eso —dijo Vance, levantándose para pedir a Currie un Dubonnet—. Realmente, no hay por qué preocuparse. Probablemente habrán decidido actuar sin la fastidiosa ayuda de la Policía. Los anónimos que recibieron insistían mucho sobre este punto. Kenting, indudablemente ha recibido también instrucciones… ¿Has tratado de comunicarte con él?
Markham afirmó gravemente:
—Le he buscado en su despacho hace una hora y me dijeron que había marchado a casa. Le llamé allí, pero el mayordomo me contestó que acababa de salir sin dejar instrucciones, excepto que no volvería a cenar.
Currie trajo el Dubonnet, y Vance se sirvió una copa.
—¿Has tratado de buscarle en la Casa Púrpura?
—Por supuesto —contestó Markham—. Pero no estaba allí, no le esperaban tampoco.
—Muy interesante —murmuró Vance—. He aquí un personaje esquivo. Vale la pena de reflexionar sobre esos detalles, Markham. Inténtalo.
—También traté de ponerme en contacto con Fleel —prosiguió Markham, como si no hubiera oído—. Pero este, como Kenting, había abandonado hoy su despacho más pronto de lo acostumbrado; y tampoco pude encontrarle en su casa.
—Dos hombres que nos rehúyen —contestó Vance—. Tristísimo. Pero no hay que preocuparse. Es un asunto privado que tienen que llevar privadamente. No quieren fiarse del fiscal de distrito ni de su Policía. No les falta razón por completo. Pero la cosa está en marcha, o yo me equivoco horriblemente. Y ¿qué puedes hacer? Los actores del trágico drama rehúsan salir a escena. Es de lo más desconcertante, desde el punto de vista oficial. No te queda otro recurso que dejar corrido el telón temporalmente y esperar con paciencia. C’est la fin de la pauvre Manon. Abominable ópera. Incidentalmente, ¿cuáles son tus planes para esta noche?
—Tengo que vestirme y asistir a un estúpido banquete —rezongó Markham.
—Probablemente, es lo mejor que puedes hacer —dijo Vance—. Y cuando pronuncies tu discurso puedes asegurar con toda solemnidad a tus aburridos oyentes que dominamos la situación, y que se esperan muy pronto acontecimientos…, u otras palabras huecas por el estilo.
Markham permaneció con Vance unos minutos más, y luego se retiró. Vance reanudó su interrumpida lectura.
Poco después de las siete tomamos una ligera cena, que Currie nos sirvió en la biblioteca, compuesta de gigot, patatas rissoulées, gelatina a la menta, espárragos hollandaise y pastelillos a la Médicis.
A las ocho y media llegó el sargento.
—Sigo opinando que está usted equivocado, mister Vance —dijo mientras apuraba una copa de Bourbon—. Sin embargo, todo está dispuesto.
—Si estoy equivocado, sargento —dijo Vance con fingida solicitud—, espero que usted no divulgará nuestro pequeño secreto. La humillación sería demasiado grande. Y yo me estoy haciendo viejo e impresionable.
Heath se echó a reír y se sirvió otro vaso de Bourbon. Vance, entre tanto, se aproximó a la mesa del centro, y abriendo el cajón sacó una automática, la inspeccionó cuidadosamente, asegurándose de que el cargador estaba lleno, y se la guardó en un bolsillo. Yo me había levantado y estaba en aquel momento detrás de él. Instintivamente alargué una mano tratando de coger la otra automática (la misma que llevé al parque la noche anterior), pero Vance cerró rápidamente el cajón y, volviéndose a mí, movió la cabeza en gesto negativo.
—Lo siento, Van —me dijo—, pero creo que será mejor que esta noche te quedes en casa. Puede ser una misión peligrosa…, o puede ser una falsa sospecha por mi parte. Por si acaso, me pongo en lo peor, y te aconsejo que te metas tranquilamente en la cama.
Yo me indigné e insistí en que quería acompañarle para compartir cualquier peligro.
Vance insistió en su negativa.
—No lo creo conveniente, Van —dijo con voz extrañamente afable—. No hay necesidad de que te expongas. Yo te lo contaré todo cuando volvamos.
Sonrió, dando por terminado el asunto; pero yo volví a insistir, cada vez más indignado, y le dije francamente que, me diese o no la pistola, yo les acompañaría, sucediese lo que sucediese.
Vance me observó unos momentos.
—Está bien, Van —dijo al fin—. Pero no olvides que ya te he advertido —y sin añadir una palabra más volvió a abrir el cajón de la mesa y sacó otra automática—. Guárdatela en el bolsillo exterior —me aconsejó al entregármela—. Es difícil profetizar…, pero espero que no necesitarás gastar ninguna bala —se aproximó a la ventana y miró al exterior un momento—. Cuando lleguemos allí ya será de noche —dijo, volviendo lentamente al centro de la habitación para llamar a Currie.
Cuando entró el criado, Vance le miró unos momentos en silencio, sonriendo bondadosamente.
—Si a las once no has sabido de mí, vete a la cama —le dijo—. Y si por la mañana no he vuelto, encontrarás algunos interesantes documentos en un sobre azul, puesto a tu nombre, en el cajón de la derecha de mi escritorio. Y notifícalo a mister Markham —Vance se volvió a Heath con aire de exagerada indiferencia—. Vamos ya, sargento —dijo—. El deber nos llama, como dicen los héroes.
Bajamos la calle en silencio. Las instrucciones de Vance a Currie casi me habían aterrado. Entramos en el coche de Vance, que nos esperaba a la puerta; yo y Heath nos sentamos en el tonneau, y Vance, al volante.
Vance era un hábil conductor; manejaba el Hispano-Suiza con una tranquilidad y pericia que hacía del gran vehículo algo casi animado. Jamás se sentía el más pequeño ruido del embrague, ni la más ligera sacudida cuando detenía o arrancaba en las incidencias del tráfico.
Remontamos la Quinta Avenida hasta el extremo norte, y allí cruzamos el río Harlem para entrar en el Bronx. Vance detuvo el coche al otro lado del puente y sacó del bolsillo un mapa plegado.
—No hay necesidad de perderse por este laberinto de calles —nos dijo por encima del hombro—. Puesto que sabemos adonde vamos, podemos marcar la ruta —desplegó el mapa y se puso a trazar un itinerario en uno de los márgenes—. La Westchester Avenue nos llevará por lo menos la mitad del camino para llegar a nuestro destino; y después, si puedo abrirme paso hacia la Basset Avenue, ya no tendremos dificultades.
Colocó el mapa sobre el asiento, a su lado, y reanudó la marcha. En el cruce de la calle Ciento Setenta y Siete hizo un rápido viraje hacia la izquierda y bordeamos los terrenos del New York Catholic Protectory. Después de unas cuantas vueltas más, un rótulo nos indicó que estábamos en la Basset Avenue, y Vance continuó hacia el Norte. Al otro extremo nos encontramos con un estrecho canal, y volvimos a detener el coche para consultar el mapa.
—He ido demasiado lejos —nos informó Vance, mientras tomaba de nuevo el volante y hacía virar el coche a la izquierda, en ángulo recto con la Basset Avenue—. Ahora no tengo mas que tirar por la primera avenida… Waring, creo que se llama…, torcer a la derecha y detener el coche en la esquina de la calle de Nuestro Señor. El número que vamos buscando debe caer por allí.
Nos llevó unos cuantos minutos el rodeo, pues la avenida era inapropiada para el tráfico automovilístico. Vance apagó todas las luces al aproximarnos a la esquina y recorrimos la última media manzana en completa oscuridad, ya que el farol más próximo estaba bastante lejos. El dócil Hispano-Suiza no hizo el menor ruido bajo la experta mano de Vance; hasta el cierre de las portezuelas, cuando salimos, no pudo oírse más allá de unos pasos.
Penetramos a pie en la calle de Nuestro Señor, una estrecha vía apenas habitada. Acá y allá se destacaba en la oscuridad de la noche una vieja choza de madera, como una mancha negra sobre el cielo nublado.
—Debe de ser a este lado de la calle —dijo Vance en voz baja—. Es la acera de los números pares. Sospecho que se trata de aquel edificio de dos pisos situado al otro lado de este solar.
—Opino lo mismo —dijo Heath en voz baja.
Cuando estuvimos frente a la casa, me pareció particularmente negra. No se veía luz en ninguno de los pisos. Hasta que acostumbramos nuestros ojos a la oscuridad, nos pareció que el edificio no tenía ventana alguna.
Heath subió de puntillas los crujientes escalones de madera que conducían al porche central y aproximó la luz de su linterna a la puerta. Burdamente pintado sobre el dintel estaba el número que buscábamos. El sargento nos hizo una seña, y Vance y yo nos reunimos silenciosamente con él ante la puerta de madera cubierta de colgajos de pintura. A un lado había un anticuado llamador de pomo blanco, y Vance tiró tímidamente de él como ensayo.
Se oyó dentro un débil tintineo, y esperamos recelosos y conteniendo la respiración. Noté que Heath se introdujo la mano en el bolsillo donde llevaba la pistola; y yo también, por instinto o por imitación, acaricié mi automática dentro de la americana. Tras larga espera, durante la cual permanecimos en absoluto silencio, oímos que descorrían lentamente unos cerrojos. La puerta se abrió después unas cuantas pulgadas y el amarillo rostro de un diminuto chino asomó por la abertura.
Al ver aquella carita amarilla que nos miraba tan inquisitivamente, se me vino en seguida a la imaginación la huella de las sandalias chinas dejada al pie de la escalera de mano y el signo de las firmas puestas en las notas de rescate. En aquel breve momento comprendí que Vance había interpretado correctamente la dirección y que nos encontrábamos ante la verdadera guarida. Aunque yo no tenía duda de la seguridad de los pronósticos de Vance, me recorrió un escalofrío al contemplar las achatadas facciones del hombre que nos miraba enigmáticamente sonriente.
Vance introdujo inmediatamente su pie en la pequeña abertura y empujó hacia dentro la puerta con el hombro. Ante nosotros, a la incierta luz de un mechero de gas colgado al fondo, se irguió un chino, envuelto en negro pijama, que apenas mediría cinco pies de estatura.
—¿Qué querer ustedes? —preguntó con voz de falsete, apoyándose rápidamente contra la pared a la derecha de la puerta.
—Deseamos hablar con mistress Kenting —dijo Vance, con voz apenas audible.
—Ella no estar aquí —contestó el chino—. Yo no conocer missy Kenting. Nadie aquí. Ustedes equivocar casa. Váyanse.
Vance había ya penetrado en el vestíbulo, y en un abrir y cerrar de ojos sacó un gran pañuelo y taponó con él la boca del chino, sujetando a este contra la pared. Inmediatamente me di cuenta de la razón de este acto de Vance: un paso más allá se veía el pulsador de un timbre al que el chino procuraba disimuladamente acercarse. El hombrecillo se aplastó contra la pared bajo la firme presión de Vance, como dándose cuenta de que sería inútil todo esfuerzo para escapar.
De pronto, con pasmosa rapidez y destreza, libertó su cabeza, dio un salto como el de un atleta que se dispone a ejecutar una llave y enroscó sus piernas en la cintura de Vance, rodeándole al mismo tiempo el cuello con los brazos. Fue un acto de asombrosa agilidad y precisión.
Pero con un movimiento casi tan rápido como el del chino, Heath, que estaba cerca de Vance, descargó con la culata de su revólver un terrible golpe en la cabeza del amarillo. Se desenroscaron las piernas del chino, se aflojaron sus brazos, se inclinó hacia atrás la cabeza y su cuerpo empezó a deslizarse, fláccido, hacia el suelo. Vance le sujetó y le depositó silenciosamente sobre el pavimento. Luego, inclinándose un momento, contempló al chino al resplandor de la llama de su encendedor, y se irguió de nuevo.
—Tiene para una hora por lo menos, sargento —cuchicheó—. ¡No le creí a usted tan enérgico! El pobre diablo trataba de llegar hasta aquel timbre. Los otros compadres deben de estar arriba —avanzó silenciosamente hacia la estrecha escalera alfombrada que conducía al piso superior, y añadió—: La situación es bastante seria. Tengan ustedes preparadas las pistolas, y no toquen el pasamanos…, no sea que rechine.
Empezamos a subir casi a oscuras, abriendo marcha Vance. Heath iba detrás de él, y yo marchaba el último. Había algo siniestro en la atmósfera de aquella casa, y me imaginé que el peligro más grave nos esperaba en las densas sombras de allá arriba. Empuñé más firmemente mi automática, y se apoderó de mí una sensación de alerta, como si repentinamente se hubiese borrado de mi cerebro todo lo que no fuera estar pendiente de lo que pudiera esperarnos.
Me pareció una eternidad el tiempo que empleamos para llegar al rellano superior, y tuve que hacer grandes esfuerzos para recuperar mi sentido de la realidad. Mientras, Vance avanzaba por el pasillo, que era más estrecho y oscuro que el de abajo, y se detuvo anhelante un momento, mirando a su alrededor. Había solamente un pequeño mechero de gas al fondo del corredor. Afortunadamente, el suelo estaba cubierto con una vieja estera que apagaba nuestros pasos. De pronto llegó hasta nosotros rumor de voces, pero no pudimos distinguir palabra alguna. Vance siguió caminando cautelosamente y se detuvo ante la única puerta situada a la izquierda del corredor. Una débil línea de luz se filtraba por debajo. Era evidente que las voces partían de aquella habitación.
Tras escuchar un momento, Vance hizo girar el pomo de la puerta con sumo cuidado. Con gran sorpresa vimos que no estaba cerrada, pues giró fácilmente hacia el interior de una destartalada estancia en cuyo centro se veía una mesa de pino. En uno de sus extremos, a la luz de una lámpara de aceite, estaban sentados dos hombres groseramente vestidos, que jugaban al casino, a juzgar por la distribución de los naipes.
Aunque el cuarto estaba lleno de humo de cigarrillos, reconocí inmediatamente en uno de los hombres al andrajoso individuo que vi recostado contra el banco del Central Park la noche antes. La lámpara era la única luz de la habitación, y unas mantas colgadas impedían que sus rayos escapasen al exterior.
Los dos hombres se pusieron en pie instantáneamente, dándonos la cara.
—¡A tierra, Van! —ordenó Vance.
Y su aviso fue seguido de dos ensordecedoras detonaciones, acompañadas de dos fogonazos del revólver que el hombre más próximo a nosotros tenía en la mano. Las balas pasaron por encima de nuestras cabezas, pues tanto Heath como yo nos arrojamos rápidamente al suelo al oír el grito de Vance. Casi inmediatamente —tan rápida fue la acción que puede calificarse de simultánea— sonaron dos detonaciones de la automática de Vance, y vi que caía el hombre que nos había disparado. El ruido de su cuerpo al chocar con el suelo coincidió con el chasquido de la lámpara, destrozada por el segundo individuo. La habitación quedó sumida en completa oscuridad.
—¡No se levante, Van! —gritó la voz de Vance.
Al mismo tiempo que hablaba se produjo un estruendoso cambio de disparos. Todo lo que pude ver fueron los brillantes fogonazos de las automáticas. Todavía no he podido averiguar el número de tiros que se cruzaron aquella noche, pues se superponían en tan rápida sucesión que me fue imposible contarlos. Permanecí tumbado sobre mi estómago, atravesado en el umbral, paralizados mis músculos por el temor de lo que hubiera podido sucederle a Vance.
Hubo una breve tregua de negro silencio, tan punzante que se hizo casi palpable, y luego se oyó el estrépito de una silla derribada y el sordo tumbo de un cuerpo humano al chocar contra el suelo. No me atrevía a moverme. La fatigosa respiración de Heath se oía consoladora a mi lado. No podía adivinar, en la oscuridad de la habitación, quién había caído. Me asaltó el espanto.
Oí entonces la voz de Vance, la voz cínica y displicente que yo conocía tan bien, y mi terror dio paso a una sensación de alivio y de abrumadora debilidad. Me sentí como el hombre que se ahoga y que, al salir a la superficie por tercera vez, nota que unos brazos poderosos le sujetan por los hombros.
—Debe de haber luces eléctricas en alguna parte de la casa, pues vi los hilos al entrar —dijo la voz de Vance.
Sentí que alguien se agitaba a mi lado, y de pronto el rayo de luz de la linterna del sargento barrió la habitación. Me puse trabajosamente en pie y me apoyé casi desmayado contra el marco de la puerta.
—¡El idiota! —murmuraba Vance—. Tenía en la boca el cigarro encendido, y pude seguir todos sus movimientos… Debe de haber un conmutador en alguna parte. La lámpara y las mantas de la ventana son sólo para dar a la casa la apariencia de estar desocupada.
El rayo de la linterna de Heath recorrió el techo y las paredes, pero no pude ver ni al sargento ni a Vance. El rayo se detuvo al fin, y la voz de Heath exclamó triunfalmente:
—¡Aquí hay una llave junto a la ventana!
Un instante después una bombilla amarillenta iluminó la habitación.
Heath estaba junto a la ventana de delante, con la mano todavía en el conmutador de la pequeña lámpara eléctrica; y Vance, no muy lejos, tranquilo e inconmovible, al parecer. Sobre el suelo yacían dos cuerpos inmóviles.
—Agradable noche, sargento —dijo Vance con su acostumbrado tono de voz—. Mis más sinceras disculpas por haberle metido en este jaleo. ¿Estás bien, Van? —añadió al verme.
Yo le aseguré que había escapado de la refriega sin un rasguño, y añadí que no había utilizado mi automática por miedo de herirle en las sombras.
—Comprendido, comprendido —murmuró, y con paso rápido se aproximó a los dos cuerpos tendidos. Tras una momentánea inspección se incorporó y dijo—: Están muertos, sargento. Parece ser que tengo buena puntería.
—¡Diablo si la tiene! —exclamó Heath con admiración—. ¿Yo no le ayudé a usted gran cosa, verdad, mister Vance? —añadió algo avergonzado.
—Realmente nada le quedaba a usted que hacer, sargento.
Vance miró a su alrededor. Por la puerta abierta de una alcoba situada al fondo se veía una cama de hierro pintada de blanco. Esta habitación anexa parecía un pequeño dormitorio separado de la habitación principal por sólo unas sucias cortinas de género rojo. Vance separó rápidamente las cortinas y accionó la llave de una lámpara colocada sobre una mesilla próxima al lecho. En el fondo de la habitación, casi a los pies de la cama, había una puerta entreabierta. Entre la mesilla y el lecho, con su colchón al descubierto, se veía una pequeña cómoda de la que arrancaba un gran espejo que podía girar entre dos soportes.
Heath había seguido a Vance a la habitación, y yo me deslicé detrás. Vance se detuvo ante la cómoda un momento y examinó los objetos de tocador esparcidos por ella. Después abrió el cajón y curioseó el interior.
—¡Ah! —exclamó medio en voz alta, introduciendo una mano. Cuando la retiró, venía acompañada de un par de pijamas de tenue seda Shantung perfectamente enrollados. Los inspeccionó un momento y sonrió ligeramente—. Los pijamas que faltaban —dijo como para sí, aunque Heath y yo oímos todas sus palabras—. Están sin estrenar todavía. Muy interesante —los desenrolló sobre el tablero de la cómoda y sacó de entre ellos un pequeño cepillo de dientes de mango verde—. Y el cepillo que echamos de menos —añadió, pasando el pulgar por las cerdas—. Y está completamente seco… Opino que el pijama fue enrollado atropelladamente alrededor del cepillo y el peine; luego lo trajeron aquí, y lo arrojaron en este cajón. El peine se deslizó del envoltorio cuando el chino, ahora en el país de los sueños, descendía de la habitación de Kaspar Kenting por la escalera.
Enrolló el pijama, lo volvió a colocar en el cajón, y continuó examinando los objetos de tocador diseminados por la cómoda.
Heath y yo estábamos cerca de las cortinas, con los ojos fijos en Vance, cuando este nos gritó de pronto:
—¡Cuidado, sargento!
Apenas pronunciada la mitad de esta frase partieron dos disparos de la puerta del fondo. La esbelta figura de un hombre, bien vestido y con aspecto de estudiante surgió ante nosotros.
Vance giró simultáneamente con su advertencia a Heath, y sonaron otras dos detonaciones en rápida sucesión, pero esta vez de la pistola de Vance.
Vi cómo se desprendía el revólver de azulado acero de la mano levantada del aparecido; miró este a su alrededor, aturdido, y se llevó las dos manos al abdomen. Permaneció erguido un momento; después se dobló hacia adelante y cayó al suelo como un fardo.
El revólver de Heath se desprendió también de su zarpa. Al oírse el primer disparo vi girar al sargento sobre sí mismo, como si le impulsase una mano poderosa e invisible; recorrió unos cuantos metros tambaleándose y se dejó caer pesadamente en una silla. Vance contempló un momento el contorsionado rostro del hombre que yacía en el suelo y se apresuró a socorrer a Heath.
—Me atinó el niño —dijo Heath con un esfuerzo—. Se me encasquilló la pistola.
Vance le examinó someramente y sonrió, animoso.
—No sabe lo que lo siento, sargento; todo ha sido por culpa de mi naturaleza confiada. McLaughlin nos dijo que había solamente dos hombres en aquel coche verde, y yo deduje tontamente que los dos caballeros y el chino serían los únicos con quienes tendríamos que habérnoslas. Debí ser más previsor. Es humillante… Ahora tendrá usted el brazo inútil durante un par de semanas. Suerte que la bala sólo le ha interesado la carne. Probablemente perderá usted bastante sangre; pero realmente tenía usted demasiada.
Mientras hablaba así, Vance fue vendando diestramente el brazo derecho de Heath, utilizando un pañuelo de bolsillo.
El sargento se puso trabajosamente en pie.
—Me trata usted como a un niño —dijo, aproximándose a la chimenea y apoyándose en ella—. La herida no me molesta en absoluto. ¿Adónde vamos ahora? —tenía el rostro intensamente pálido, y pude ver que la chimenea era para él un apoyo casi indispensable.
—Gracias a que estaba delante de ese espejo —murmuró Vance—. ¡Utilísimo invento este de los espejos!
Apenas había acabado de hablar cuando oímos un insistente repiqueteo cerca de nosotros.
—¡Por Jove, un teléfono! —exclamó Vance—. Ahora tendremos que buscar el aparato.
Heath se enderezó con un esfuerzo.
—Está aquí, en la chimenea —dijo—. Lo ocultaba yo con mi cuerpo.
Vance corrió hacia allí, pero Heath le contuvo con un ademán.
—Mejor será que conteste yo, mister Vance. Usted es demasiado fino —dijo, levantando el receptor con su mano izquierda—. ¿Qué desea usted? —preguntó con voz ligeramente disfrazada. Hubo una corta pausa—. ¡Ah! ¿Sí? Bien. Dígame —siguió otra pausa más larga mientras Heath escuchaba—. No sé nada de eso. Ha equivocado usted el número —terminó al fin el sargento, colgando de golpe el receptor.
—¿Sabe usted quién era, sargento? —preguntó tranquilamente Vance, mientras encendía un cigarrillo.
—Ya lo creo que lo sé. Esa voz no se confunde fácilmente —dijo como si no se atreviera a hablar claro.
—Bien, pero ¿quién era, sargento? —insistió Vance, sin apartar la mirada de su cigarrillo.
El sargento parecía haber recobrado energías; se apartó de la chimenea y se mantuvo bien erguido, con las piernas muy abiertas y firmemente plantadas. Por su mano derecha, que colgaba inerte al costado, corrían regueros de sangre.
—Era… —comenzó a decir, pero se contuvo al darse cuenta de mi presencia—. ¡Madre de Dios! —exclamó—. ¡Nada tengo que decirle, mister Vance! ¡Ya lo sabía usted esta mañana!