16. «ESTE AÑO DE NUESTRO SEÑOR»

(Viernes 22 de julio, 11 de la mañana)

En cuanto vi entrar a Kenting en el despacho comprendí que venía en lastimoso estado de espíritu. Nos saludó a Vance y a mí con una inclinación de cabeza, y, aproximándose a la mesa de Markham, colocó un sobre ante el fiscal de distrito.

—Esto llegó a mi despacho por el segundo correo de la mañana —dijo Kenting, dominando su excitación con considerable esfuerzo—. Es otra de esas malditas notas.

Markham había ya recogido el sobre y extraía cuidadosamente el doblado pliego que contenía.

—Fleel recibió otra parecida por el mismo correo —añadió Kenting—. Me telefoneó para comunicármelo en el momento en que yo me disponía a venir aquí. Parecía muy preocupado, y me preguntó si yo también había recibido algún aviso de los secuestradores. Le contesté afirmativamente y se lo leí por teléfono, añadiendo que me disponía a entrevistarme inmediatamente con usted. El dijo que también vendría dentro de unos momentos para enseñar su nota. ¿No se ha presentado aún?

—Todavía no —contestó Markham, levantando la vista del papel.

Su rostro mostraba una gravedad desacostumbrada, y era aún más pronunciado el surco de su entrecejo.

Cuando acabó la lectura de la nota, recogió el sobre y entregó ambas cosas a Vance.

—Supongo que querrás ver esto —dijo, distraídamente, el fiscal de distrito.

—¡Oh, sin duda alguna!

Vance, con el monóculo ya ajustado, tomó la nota y el sobre con curiosa prontitud, y examinó primero el sobre y después la hoja de papel. Yo me había puesto en pie y me había colocado detrás de él, inclinado sobre su sillón.

El papel, escrito con lápiz, era exactamente igual al de la primera nota que Fleel había recibido por el correo del día anterior. Su disfrazada y deliberadamente desmañada escritura era también parecida, pero había una diferencia esencial en la redacción. La ortografía era correcta, y las frases, gramaticalmente construidas. No se observaba ninguna afectación en los medios de expresión. Era como si el que la escribió hubiera abandonado de propósito todo disimulo con objeto de que el contenido del mensaje no se prestase a equívocos o malas interpretaciones. Vance se limitó a leerla una sola vez, como si no le interesara gran cosa. Pero no había duda de que algo dejo que se decía allí le intrigaba poderosamente.

La nota decía así:

«No obedeció usted las instrucciones. Acudió usted a la Policía. Lo vimos todo. Por eso nos hemos llevado a la mujer. Si nos engaña de nuevo, le sucederá a ella lo mismo que le sucedió a él. Este es nuestro último aviso. Tenga preparados los 50 000 dólares para las cinco de hoy (viernes). Recibirá usted instrucciones a esa hora. Y si esta vez lo notifica a la Policía, todo habrá terminado. Vamos a nuestro negocio. ¡Cuidado!»

Por firma tenía los simbólicos cuadros entrecruzados que habían llegado a ser de tan siniestro augurio para todos nosotros.

—Muy interesante y muy iluminador —murmuró Vance, mientras doblaba cuidadosamente el pliego. Lo metió luego en el sobre y se lo devolvió a Markham—. Es evidente que necesitan el dinero con toda rapidez. Pero no estoy convencido de que fuera únicamente la presencia de la Policía la que convirtió en un fiasco el episodio de anoche en el parque. No obstante…

—¿Qué haré, qué haré? —preguntó Kenting, paseando su mirada de Vance al fiscal del distrito y viceversa.

—Realmente, no puede usted hacer nada por ahora —dijo Vance en tono bondadoso—. Debe usted esperar las anunciadas instrucciones. Y, además, tenemos que examinar el billetito que ha recibido mister Fleel.

—Es cierto —murmuró Kenting, desalentado—. Pero sería horrible que le sucediese algo a Madelaine.

Vance guardó silencio un momento, ensombrecida la mirada. Mostraba más interés que nunca desde que se ocupaba en el caso Kenting.

—Nunca sabe uno lo que puede ocurrir, claro está —murmuró—; pero esperemos lo mejor. Comprendo que esta espera es abominable, pero en las actuales circunstancias no sabemos siquiera por dónde empezar… Y a propósito, mister Kenting, ¿oyó usted los disparos hechos contra mister Fleel poco después de abandonar anoche la casa de su hermano?

—No, no los oí —contestó Kenting, perplejo—. Sufrí una tremenda impresión al saberlo esta mamaría. Cuando los dejé a ustedes anoche, tuve la suerte de coger un taxi en la esquina, y me dirigí directamente a mi domicilio. ¿Tardó mucho en salir Fleel después que yo me marché?

—A los pocos minutos —contestó Vance—. Pero no hay duda de que tuvo usted tiempo de coger el taxi y alejarse bastante de aquellos lugares.

Kenting reflexionó unos momentos; después levantó la cabeza con asustada expresión.

—¡Quizá aquellos disparos iban destinados a mí! —dijo, con apagada voz, que parecía temblar bajo un temor invencible.

—¡Oh, no, no…, nada de eso! —le tranquilizó Vance—. Estoy completamente seguro de que los disparos no iban destinados a usted. Ni siquiera estoy convencido de que lo fuesen para mister Fleel.

—¿Qué quiere usted decir? —saltó Kenting, rápidamente.

Antes que Vance pudiera contestar sonó un timbre sobre la mesa de Markham. El fiscal de distrito oprimió un botón, y una voz anunció que Fleel acababa de llegar. Apenas terminó Markham de dar sus instrucciones para que le hiciesen entrar, cuando el abogado empujó la puerta giratoria y penetró en el despacho. Estaba muy pálido y mostraba en el rostro huellas inconfundibles de falta de descanso. Nos saludó solemnemente y cambió con Kenyon Kenting un silencioso y expresivo apretón de manos.

—Mi más profunda simpatía en tan angustiosa situación, Kenyon —dijo en tono de condolencia.

Kenting se encogió de hombros, desalentado.

—Usted también se encontró anoche en un gran apuro —murmuró.

—¡Oh, sí!, pero me encuentro sano y salvo —contestó el abogado—. No puedo comprender quién pueda desear mi muerte, ni para qué serviría tal hecho. Es la cosa más increíble.

Kenting lanzó una penetrante mirada a Vance, pero este estaba ocupado en encender un nuevo cigarrillo, y parecía completamente ausente de aquel convencional intercambio entre los dos hombres.

Fleel se aproximó a la mesa del fiscal del distrito.

—Traigo la nota que recibí por el correo de esta mañana —dijo, registrándose los bolsillos—. Es absurdo que me dirijan a mí documentos de esta clase…, a menos que los secuestradores se imagen que yo dispongo del dinero de los Kenting, que tengo solamente en depósito… Ya comprenderán ustedes lo mucho que me ha impresionado esta comunicación, y he creído conveniente traérsela sin pérdida de momento, y para manifestarles, al mismo tiempo, que no puedo hacer absolutamente nada en este asunto.

—No necesita usted darnos explicaciones —dijo Markham, bruscamente—. Todos estamos enterados de esta fase de la situación. Veamos la nota.

Fleel sacó un sobre del bolsillo interior de la americana y se lo entregó a Markham. Al hacerlo, su mirada se posó en la nota que Kenting había traído, y que continuaba sobre la mesa del fiscal.

—¿Me permitirán leer esto? —preguntó.

—Hágalo —contestó Markham, mientras abría el sobre que Fleel acababa de entregarle.

La nota recibida por Fleel no era tan larga como la de Kenting. Estaba, no obstante, escrita en idéntica clase de papel, también con lápiz y con la misma letra.

He aquí las breves frases que tanto me llamaron la atención:

«Nos ha traicionado usted. Usted es el que dispone del dinero. Tenga cuidado. Y no trate de hacer más tonterías. Es usted un buen abogado y puede arreglarlo todo, si quiere. Le conviene hacerlo así. Esperamos actúe con arreglo a las instrucciones de nuestra carta a Kenting, que le dirigimos con fecha de hoy, en este año de Nuestro Señor, 1936, o lo pasará muy mal» [11] .

Los dos cuadros entrecruzados, trazados con pincel, completaban el mensaje.

Cuando Markham terminó la lectura, entregó el documento a Vance, y este lo leyó rápida, pero detenidamente; luego lo introdujo en el sobre y lo depositó sobre la mesa de Markham, junto a la nota traída por Kenting, que Fleel había ya leído sin hacer ningún comentario.

Fleel dirigió a Vance una mirada interrogadora, que este se apresuró a contestar:

—Sólo puedo decirle a usted lo que ya he manifestado a mister Kenting: que no podemos hacer nada por el momento. Una decisión racional es completamente imposible por ahora. Deben ustedes esperar la próxima comunicación antes de decidirse a obrar en un determinado sentido.

Vance se levantó y se colocó ante los dos abatidos individuos.

—Hay mucho que hacer, sin embargo —añadió—. Nadie más deseoso que nosotros de poder ayudar a ustedes. Crean que estamos haciendo todo lo posible. Yo les aconsejaría que permanecieran en sus despachos hasta recibir nuevas noticias. Nosotros nos comunicaremos más tarde con ustedes y determinaremos la cooperación que pueden prestarnos… Y ahora que recuerdo, ¿le devolvieron a usted su dinero, mister Kenting?

—Sí, sí, Vance —fue Markham el que contestó, impaciente—. Lo primero que hicimos esta mañana fue devolver su dinero a mister Kenting. Dos agentes de la Detective Division se lo entregaron.

Kenting apoyó con repetidos movimientos de cabeza la afirmación del fiscal del distrito.

—No corría tanta prisa —suspiró Vance—; pero, después de todo, mister Kenting no podía entregar el dinero de no tenerlo de nuevo en su poder… Muy agradecido por la información.

Vance volvió a dirigirse a Kenting y a Fleel:

—Esperamos que nos comunicarán inmediatamente cualquier noticia que reciban o el nuevo sesgo que tome el asunto —les dijo en tono de cortés despedida.

—Pierda cuidado, mister Vance —respondió Kenting, recogiendo su sombrero—. Tan pronto como cualquiera de nosotros reciba las instrucciones anunciadas, se las comunicaremos inmediatamente.

Unos momentos después, Kenting y Fleel abandonaron juntos el despacho.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, Vance giró rápidamente y se aproximó a la mesa de Markham.

—¡Esa nota de Fleel me da mala espina, Markham! —exclamó—. Es la más curiosa de las mezcolanzas. Voy a examinarla de nuevo.

Mientras hablaba, cogió la nota una vez más y, vuelto a su asiento, estudió el documento con mucho más interés y cuidado del que mostró cuando estaban presentes Fleel y Kenting.

—Habrás observado —murmuró— que ambas notas fueron depositadas en la misma estafeta que la de ayer, o sea, en la de Westchester Station.

—Claro que lo observé —replicó Markham, con cierta brusquedad—. Pero ¿qué encuentras de significativo en ese cuño de Correos?

—No lo sé, Markham…, realmente no lo sé. Es probable que no tenga importancia el detalle.

Mientras hablaba, no apartó la vista de la nota. La leyó por entero varias veces, deteniéndose, pensativo, en los dos o tres últimos renglones.

—No puedo comprender la referencia a «este año de Nuestro Señor». No casa con el resto de la carta. Mis ojos vuelven sin cesar a esas palabras cada vez que termino de leerla. Me extrañan poderosamente. Algo había en la imaginación del que las escribió… Tuvo un pensamiento extraño en aquel instante. Quizá no tengan significado alguno y fueran escritas inadvertidamente, como una idea instintiva que luchó por abrirse paso en expresión. Quizá hayan sido puestas en la nota como una sutilísima indicación para alguien que se esperaba que la viera…

—Yo también me di cuenta de esa frase —dijo Markham—. Es curiosa; pero opino que no significa nada en general.

—Es posible…, es posible… —Vance levantó la mano y se frotó ligeramente la frente. Luego se puso en pie—. Quisiera quedarme un rato a solas, con esa nota. ¿Adónde podría ir? ¿Está desocupada la cámara de los jueces?

Markham le miró con asombro.

—No lo sé —contestó, continuando su interrogador examen del rostro de Vance—; pero recuerda que el sargento Heath estará aquí dentro de unos minutos…

—Valiente muchacho ese Heath —murmuró Vance—. Quizá necesite verle… Pero ¿adónde puedo ir?

—Entra en mi despacho particular, querida prima donna —dijo Markham, señalando una estrecha puerta practicable en el muro occidental de la habitación—. Allí estarás solo. ¿Te aviso cuando se presente Heath?

—No…, no. Dile que espere.

Vance cruzó la habitación llevándose los papeles y penetró en el otro despacho.

Markham le siguió con la mirada hasta que desapareció. Después se inclinó sobre el rimero de papeles y documentos apilados a un lado de la mesa y trabajó algún tiempo.

A la media hora, Vance surgió de su retiro. Entre tanto, Heath había llegado y esperaba impaciente en uno de los sillones de cuero cercano a los archivos metálicos colocados en un ángulo de la habitación. Cuando el sargento entró en el despacho, Markham le saludó con fingido disgusto.

—Nuestra delicada orquídea está comunicando con su alma en mi despacho particular —le explicó—. Dijo que quería verle; de manera que hará usted bien en tomar asiento y esperar el resultado de sus profundas meditaciones. Entre tanto, puede usted examinar la nota que Kenting recibió esta mañana. Mister Fleel recibió otra, pero está ahora sometida al investigador monóculo de nuestra pitonisa.

Heath hizo un guiño a Markham y se sentó mientras el fiscal del distrito volvía a su trabajo.

Cuando reapareció Vance, lanzó una rápida mirada' en dirección a Heath. Se veía que venía preocupado y como abstraído.

—¡Hola, sargento! —saludó, jovial—. Celebro que haya usted venido, y muchas gracias por haberme esperado. Estoy seguro de que ya ha leído usted la nota que recibió Kenting. Aquí tiene la que trajo Fleel.

Diciendo esto, me la entregó negligentemente, indicándome con un movimiento de cabeza que se la llevase a Heath. El se quedó en el centro de la habitación, con la mirada fija en el suelo, sumido en sus pensamientos mientras fumaba. A los pocos minutos levantó la cabeza lentamente y, todavía pensativo, fijó los ojos en Markham.

—Pudiera ser…, pudiera ser —murmuró. Comprendí que hacía esfuerzos para recobrar el dominio de sus nervios—. Necesito ver un mapa detallado de Nueva York.

—En aquel estante lo tienes —dijo Markham, observándole atentamente—. Despliégalo, pues está en un rollo.

Vance desenrolló el pliego negro y blanco sembrado de líneas rojas y lo alisó contra la pared. Después de estudiar unos instantes las líneas que se entrecruzaban, se volvió a Markham, dejando escapar un suspiro de alivio.

—Déjame ver aquella hoja amarilla que me enseñaste ayer, donde figuraban los límites oficiales del distrito en que se encuentra la estafeta de Westchester Station.

Markham, todavía en paciente silencio, le entregó el papel. Vance volvió a su rincón, trasladó repetidas veces la mirada del papel al mapa y trazó sobre este, con el dedo, una imaginaria línea en zigzag. Le oí enumerar, medio para sí: «Pelham, Kingsland, Mace, Gunhill, Bushnell, Mitchinson River…».

De pronto, el dedo se detuvo, y Vance se volvió hacia nosotros, triunfal…

—¡Esto es! ¡Esto es! —su voz tenía un tono peculiar—. Creo que he encontrado el significado de aquella frase.

—¡Explícate ya de una vez, en nombre del Cielo! —exclamó Markham, levantándose de su sillón y descargando un puñetazo sobre la mesa.

—Me refiero a aquello de «este año de Nuestro Señor» y el número que lo acompaña. Hay una calle Nuestro Señor en aquel distrito, cerca de Givan’s Basin. Y el año de diecinueve… —aquí añadió los otros dos dígitos— es el número de la casa, que viene a caer en la orilla del río, cerca de la calle de Nuestro Señor. Observen también que el único medio lógico de llegar hasta allí es tomar el ferrocarril subterráneo de Lexington Avenue.

Markham se dejó caer lentamente en su asiento, sin apartar la mirada de Vance.

—Comprendo, comprendo —dijo—; pero eso es simplemente una suposición. No tiene fundamento. Es demasiado especiosa, demasiado vaga. Quizá no se trate de una dirección… y hayas dado con una mera coincidencia —Markham se detuvo de pronto, y añadió, apresuradamente—: ¿Crees que debemos mandar a alguien allí…, a ver si por casualidad…?

—¡Palabra que no! —dijo, con énfasis, Vance—. Eso podría estropearlo todo, si es que hemos logrado algo. Tus esbirros podrían dar la alarma, y un simple movimiento en falso sería fatal para nuestros planes. Hay que llevar este asunto de modo muy diferente a lo acostumbrado.

El rostro de Vance se ensombreció, sus párpados temblaron ligeramente, y comprendí que se apoderaba de él una emoción nueva y subyugadora.

—Yo mismo iré —dijo—. Quizá sea una caza trágica, pero hay que arriesgarse. Está a punto de ocurrir algo espantoso y siniestro, y no estoy seguro de lo que voy a encontrar allí. Soy como una criatura indefensa que grita pidiendo luz.

Markham pareció impresionarse.

—No me agrada tu plan, Vance. Creo que debes ir acompañado, por si acaso.

Heath atravesó el despacho y se colocó solemnemente a un lado de la mesa.

—Yo iré con usted, mister Vance —dijo en tono resuelto—. Tengo el presentimiento de que me necesitará. No estoy conforme con que las cifras que figuran en la nota signifiquen una dirección; pero, de todos modos, podré contar a mis nietos que se equivocó usted por primera vez.

Vance miró al sargento con inusitada seriedad.

—Acepto su compañía, sargento —dijo, con calma—. Puedo necesitar su ayuda. En cuanto a lo de equivocarme, nadie lo desea más que yo. Pero ¿cómo va usted a tener nietos si ni siquiera ha tenido novia? [12] .

Vance recobró su seriedad bruscamente, garrapateó algo en un pedazo de papel amarillo, que cogió de la mesa de Markham, y se lo entregó a Heath, añadiendo:

—Haga que se ejecute esto al pie de la letra. ¿Comprendido?

Heath tomó el pedazo de papel, lo leyó con visible asombro y se lo guardó en un bolsillo. Brillaba en sus ojos una mirada de escepticismo e incredulidad.

—No quisiera repetirlo, mister Vance, pero sigo creyendo que está usted equivocado en esta ocasión.

—Dígame lo que quiera, sargento —replicó Vance, afectuoso—. No obstante, quiero que se convenza usted por sí mismo.

—Si usted lo quiere así…; pero sigo creyendo que…

—No se esfuerce más, sargento —le interrumpió Vance, con un irresistible tono de imperiosidad en la voz—. Si usted desobedece mi orden, que dicho sea de paso es la primera que le he dado, no podré seguir ocupándome en este asunto.

Heath trató de sonreír, pero fracasó.

—La cumpliré al pie de la letra —contestó, humildemente—. ¿Cuándo iremos?

—En cuanto anochezca —dijo Vance, suavizando perceptiblemente el tono de su voz—. Esté usted en mi casa a las ocho y media. Iremos en mi coche.

Heath movió la cabeza lentamente.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡No puedo creerlo; es absurdo! De todos modos —añadió— iré con usted, mister Vance. Estaré en su casa a las ocho y media…, armado hasta los dientes.

—Veo que empieza usted a creer que quizá yo tenga razón —dijo Vance, sonriendo.

—Es que no quiero encontrarme desprevenido…, por si acaso…