15. ALEJANDRITA Y AMATISTA

(Viernes 22 de julio, 8:40 de la mañana)

Nunca olvidaré aquel día. Perdurará por siempre en mi memoria como uno de los grandes horrores de mi vida. Fue el momento en que Vance, Heath y yo estuvimos más cerca de la muerte. Todavía recuerdo la escena en el despacho particular del ahora clausurado Kinkaid Casino, y la suposición de la trágica muerte de Vance en el curso de El caso Garden jamás se borrará de mi imaginación. Pero echando una mirada retrospectiva sobre aquellos y otros tremebundos episodios que entonces helaron mi sangre y llenaron de espanto mi corazón, ninguno destaca con tan vivos fulgores como los acontecimientos de aquel memorable viernes a que me estoy refiriendo.

Aquellos incidentes fueron, en cierto modo, resultado de la propia decisión de Vance. Este llegó a ella como consecuencia de alguna extraña y desacostumbrada reacción emocional. Se jugó entonces la vida para impedir algo que él consideraba monstruoso.

Vance era un hombre cuyo frío proceso mental gobernaba generalmente cada una de sus acciones; pero en este caso particular siguió impulsivamente sus instintos. Confieso francamente que ello fue para mí una nueva fase del extraordinario carácter de aquel hombre, fase con la que yo no estaba familiarizado y que nunca hubiera creído formase parte de su manera de ser.

El día empezó como de costumbre, con la sola novedad de que Vance se levantó a las ocho. No sé lo que dormiría después de marcharse Markham la noche antes. Sólo sé que estuvo despierto durante un corto intervalo. Después de haber dormido algunas horas, oí sus pisadas como si se estuviera paseando por la biblioteca. Pero cuando me reuní con él para desayunar, a las ocho y media de aquella mañana, no había ni en sus ojos ni en sus modales, que eran tan indiferentes y reposados como siempre, la menor huella de haberse privado de descanso.

Se había puesto un traje gris oscuro, un par de zapatos Oxford, negros, y una corbata verde con motitas blancas. Me saludó con su cínica, pero agradable, sonrisa. No hizo el menor comentario para explicar lo que en él era un madrugón inaudito. Parecía completamente desinteresado de los acontecimientos del día anterior. Cuando hubo terminado su café turco y encendido un segundo Régie, se recostó en su asiento y empezó a hablarme volublemente del caso Kenting:

—Extraño y complicado asunto…, ¿no te parece, Van? Presenta demasiadas facetas…, como esas piedras de la colección del viejo Karl Kenting. Yo, naturalmente, tengo ciertas sospechas, pero no estoy muy seguro del terreno que piso. Me extrañan aquellas gemas que faltan…; están demasiado consistentemente ligadas con el resto del drama. Y la escalerita de mano también me preocupa…, tan misteriosa e inútilmente trasladada de una a otra ventana. ¿Y qué pensar del fracasado atentado de anoche contra la vida de Fleel? ¿Y de la fortuita aparición de Quaggy en la escena? Fleel estaba, indudablemente, en lastimoso estado cuando le encontramos, y realmente asombrado de hallarse todavía vivo. No me gusta nada el ambiente general de aquella casa púrpura de altos techos…, no es lugar agradable… y tiene demasiadas posibilidades siniestras… Ya hubo allí un asesinato, que nosotros sepamos, y pudo haber habido otros que no conocemos todavía.

Fijó en el techo una turbada mirada y aspiró profundamente una bocanada de humo de su cigarrillo.

—No… ¡Oh, no! No es un caso claro —y prosiguió, como hablando consigo mismo—: Pero ¿qué podemos hacer? El día de hoy puede traernos una respuesta. Un apresuramiento por nuestra parte podría estropearlo todo. Pero la actividad es ahora la máxima importancia para el asesino. Por eso creo yo que tiene que suceder algo, sin tardar mucho. Espero, Van, espero. Cuento también con la ansiedad del que imaginó y ejecutó este complot infernal.

Fumó un rato en silencio. Yo no hice el menor comentario, pues comprendí que había estado pensando en voz alta, más bien que dirigiéndose a mi persona. Cuando la lumbre de su cigarrillo llegó casi hasta el aro de platino de su larga boquilla de marfil, se puso en pie lentamente, se acercó a la ventana y contempló unos momentos la calle bañada en sol. A pesar de este, caía sobre la ciudad una neblina húmeda que presagiaba un día de bochorno. Cuando Vance volvió hacia mí, parecía haber tomado una decisión.

—Creo que debemos dar una vuelta por el despacho de Markham —me dijo—. Nada tenemos que hacer aquí y puede haber algunas noticias que Markham considere ingenuamente demasiado triviales para telefoneármelas. Pero son los pequeños detalles los que tienen que resolvernos este intrincado enigma.

Vance cruzó decidido la habitación y, llamando a Currie, pidió su coche.

Nos dirigimos rápidamente a Madison Avenue, sin apenas cruzar la palabra. Unos minutos antes de las diez llegábamos al despacho de Markham.

—Me alegra verte, Vance —nos saludó el fiscal—. Ahora mismo iba a telefonearte.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó Vance, casi indiferente.

—Todavía no; pero las cosas siguen adelante —contestó Markham, con cierto tono de desilusión—. La Policía ha realizado gran parte de su trabajo, aunque todavía no ha dado con una pista prometedora.

—¡Oh!, claro, claro —sonrió Vance—. El viejo Departamento de Policía se limita a imitar al derviche, que da muchas vueltas antes de decidirse a ocuparse seriamente en un asunto. Supongo que ese trabajo policíaco habrá consistido en el examen de huellas, toma de fotografías, busca fútil de posibles testigos, detención de personas perfectamente inocentes e inofensivas, un cuidadoso registro del sitio en que fue encontrado Kaspar y un detenido examen del coche abandonado.

Markham respondió, con un bufido:

—Todas esas cosas hay que hacerlas, amigo Vance. Con frecuencia nos conducen a descubrimientos importantísimos. Todos los criminales no son supergenios, y cometen equivocaciones de cuando en cuando.

—¡Oh!, claro, claro —suspiró Vance—. Concatenación de circunstancias de imposible duplicación. Reconstrucción de dos puntos de vista…, y así sucesivamente ad infinitum. Creo que conozco toda la fraseología apropiada al caso… Pero prosigue descargando tu conciencia, Markham.

—Prosigo, pues —dijo Markham en tono severo, sin hacer caso del frívolo intermedio de Vance—. Kenyon Kenting fue llevado al depósito de cadáveres esta mañana, y allí identificó el cadáver de su hermano sin el menor titubeo, por lo cual no he considerado necesario someter a otros miembros de la familia a tan triste formulismo.

—Eres muy caritativo —murmuró Vance.

Y me fue difícil saber si su observación tenía cierto tinte de sarcasmo o era simplemente una réplica convencional. Lo que sí puedo decir es que las declaraciones de Markham le dejaron completamente indiferente.

—La habitación de mistress Kenting —continuó Markham—, así como el alféizar de la ventana y la escalera de mano, han sido cuidadosamente examinadas por si hubiera algunas huellas…

—Y no se encontró ninguna, por supuesto, excepto las del sargento Heath y las mías —interrumpió Vance.

—Así ha sido —concedió Markham—. La persona o personas que anduvieron en ella debían de llevar guantes.

—Suponiendo que fuese una persona… o personas —rectificó Vance.

—Bien, bien —le interrumpió Markham, que empezaba a impacientarse—. Eres tan endemoniadamente misterioso para todo y tan reticente, que no encuentro manera de saber lo que insinúas con esa observación. Pero, cualquiera que sea tu opinión, tuvo que haber alguien en alguna parte, o mistress Kenting no habría desaparecido como lo hizo.

—Completamente cierto —concedió Vance—. Podemos desde ahora eliminar a capella, accidentes, o amnesia, o cosas por el estilo, en vista de las circunstancias que concurren en el caso. Supongo que habrán sido avisados todos los hospitales como parte de las piruetescas actividades de los privilegiados cerebros de Centre Street.

—Naturalmente. Y hemos fracasado en cada gestión. Pero, al menos, no se dirá que no hemos aprovechado todas las probabilidades.

—No desesperes —rio Vance—. Es indudable que habrá huellas digitales en alguna parte; pero creo, querido amigo, que se encontrarán bastante lejos de la casa de los Kenting. Es más: me atrevo a decir que no las encontraréis hasta que localicen el coche en que fue raptada anoche mistress Kenting.

—¿Qué quieres decir? ¿De qué coche hablas? —preguntó Markham.

—No tengo la menor idea —dijo, lacónicamente, Vance—. Pero me resisto a creer que la dama se alejase de su casa andando… Y ya que hablamos de coche, ¿qué se sabe del cupé verde que el activo sargento encontró tan convenientemente abandonado en la travesía? Era robado, ¿verdad?

—Sí, Vance —contestó Markham, sombrío—. Pertenece a una respetabilísima solterona de la West End Avenue. Un cuidadoso registro del coche dio por único resultado el hallazgo de una pistola ametralladora en la caja de las herramientas, bajo el asiento.

—¿Y las placas de la licencia? —preguntó Vance.

—¡Oh!, eran también robadas.

—Conque las placas no pertenecían al coche, ¿eh? —Vance fumó unos momentos en profunda meditación—. Muy interesante. Coche robado y licencia robada. Un coche que no pertenece a los que lo ocupan, y unas placas que no pertenecen al coche… Bien, bien. Eso significa la existencia de dos coches. Quizá fuera en el segundo donde mistress Kenting se nos volatilizó… Estoy haciendo suposiciones, Markham. Me imagino que el cupé verde siguió a Fleel, mientras mistress Kenting viajaba hacia su destino, y que se dejó a los ocupantes de este segundo coche el cuidado^ de la dama. No puede decirse que la banda no estaba bien equipada.

—No te comprendo, Vance —rezongó Markham—; aunque tengo una vaga idea de la hipótesis que te estás confeccionando. Pero anoche pudieron ocurrir muchas cosas…

—¡Oh, sí, muchas! —convino Vance—. Ya te he dicho que me limito a hacer suposiciones. ¿Qué hay de Abe, el compadre del chófer que nos llevó a casa anoche? Supongo que Heath, o alguno de los Torquemada de Centre Street, habrán sometido al pobre diablo a las más refinadas torturas.

—Tú lees demasiados libracos, Vance —protestó Markham, indignado—. Heath habló con Abe, como tú le llamas, y este se limitó a corroborar lo que nuestro chófer nos dijo: que había dejado a los dos individuos sospechosos en la entrada del ferrocarril subterráneo de Lexington Avenue. Sólo hay el detalle de que los individuos no esperaron por el cambio, sino que se lanzaron escaleras abajo…, probablemente porque tenían el tiempo justo para coger el último expreso.

Vance suspiró, ligeramente compungido.

—Detalle muy útil —murmuró—. ¿Algún otro fulgurante descubrimiento?

—Hablé con el doctor que examinó el cadáver de Kaspar —prosiguió Markham—. Y hay poco o nada que añadir al informe de Snitkin. Se ha determinado el sitio exacto donde fue encontrado el cadáver y se ha inspeccionado cuidadosamente el terreno. Pero no se han encontrado pisadas ni huellas de ninguna clase. McLaughlin no oyó ni vio nada anoche alrededor de la casa Kenting; Weem y la cocinera se atienen a la vieja historia de que estuvieron dormidos todo el tiempo; y dos conductores de taxi, que estaban en la esquina de Columbus Avenue, no recuerdan haber visto pasar por allí a mistress Kenting, a quien conocían de vista.

—Bien; su información parece ser típicamente minuciosa y típicamente inútil —dijo Vance—. ¿Se cuidó alguien de averiguar adónde han ido a parar ciertas piedras semipreciosas?

Markham le lanzó una mirada de franca sorpresa.

—¿Y eso para qué, Vance? ¿Qué tienen que ver tus piedras semipreciosas con un caso de secuestro?

—¡Mi querido Markham! —protestó Vance—. Ya te he dicho, y hasta creo que te lo he demostrado, que no se trata de un secuestro. ¿Ni siquiera quieres permitir a un hábil asesino que monte la escena por sí mismo y que se permita un poco de decorado espectacular, por decirlo así? Esa colección de gemas del viejo Karl Kenting tiene muchísimo que ver con el caso…

—Bien; pues supongamos que esos pedazos de vidrio coloreados tienen una íntima relación con las desapariciones: ¿qué deduces de ello? —interrumpió, agresivo, Markham—. A mí no me pueden preocupar detalles tan insignificantes al lado de la agresión de que estuvo a punto de ser víctima Fleel.

Vance se encogió de hombros.

—¡Oh!, eso no es más que un poco de técnica —dijo, despectivo—. Y el que manejó la pistola ametralladora fue lo suficientemente bondadoso para errar su blanco. Como ya dije a Fleel, tuvo muchísima suerte, muchísima.

—Pero se salvase Fleel o no, fue un acto de gran audacia —murmuró Markham.

—En eso estoy de completo acuerdo contigo —dijo Vance.

En este momento entró el secretario de Markham, e interrumpió la conversación:

—Jefe, afuera hay un joven terriblemente excitado que insiste en verle a usted inmediatamente. Dice que se trata del caso Kenting. Se llama Falloway.

—¡Oh!, hágale entrar en seguida —dijo Vance, antes que Markham tuviera tiempo de contestar.

El secretario miró interrogadoramente al fiscal de Distrito. Markham titubeó un instante antes de hacer un gesto de aprobación. Unos momentos después, Fraim Falloway era introducido en el despacho. Entró con aire asustado y balbució tímidamente los buenos días. Sus ojos parecían más grandes y su rostro más pálido que cuando le vi la última vez.

—¿Qué le trae por aquí, mister Falloway? —le preguntó Vance, bondadosamente.

El joven volvió la cabeza y, por primera vez, se dio cuenta de su presencia.

—Pues verá usted —dijo, con trémulo acento—; aquel bello ejemplar de alejandrita ha desaparecido de la colección. Estoy seguro de que lo han robado.

—¿Robado? —Vance miró al joven fijamente—. ¿Por qué sabe usted que lo han robado?

—No…, no lo sé —contestó el joven—. Lo único que puedo decir es que ha desaparecido…; pero ¿cómo pudo desaparecer si no lo han robado? Estaba allí hace dos días.

Hasta yo recordaba la piedra: una gema de corte octogonal, bellamente tallada, de un tamaño extraordinario y quizá de cuarenta quilates, que ocupaba un lugar de honor entre los demás ejemplares de crisoberilo. Me había llamado particularmente la atención la mañana del secuestro de Kaspar Kenting, cuando Vance y yo examinamos ligeramente la colección antes de subir a las habitaciones de Kaspar.

—Yo no entiendo nada de piedras —prosiguió Falloway, excitado—; pero me interesaba muchísimo aquella magnífica alejandrita. Me fascinaba; era la única gema que me llamaba la atención. ¡Qué bella era y qué maravillosa! Entraba muchas veces para admirarla, y me quedaba extasiado ante ella horas enteras. Durante el día tenía un verde maravilloso, como de jade oscuro, con pequeños visos rojos; pero por la noche, a la luz artificial, cambiaba su color completamente y se volvía de un rojo más vivo, como de vino.

Markham le lanzó una mirada de incredulidad, y Falloway se apresuró a seguir:

—¡Oh!, no era ningún milagro; yo lo estudié en un libro, lo leí muchas veces. Tenía una extraña y mística cualidad que la hacía absorber y refractar la luz de diferentes modos. Hacía dos días que yo no deleitaba con ella mis ojos, porque todos estábamos trastornados; bajé a verla anoche, a la luz artificial. Tenía su bello color rojo, como siempre…

Falloway hizo una pausa, y continuó hablando, con éxtasis:

—Me gusta más a la luz del día, cuando se vuelve verde y misteriosa, cuando me recuerda el gran poema de Swinburne, El triunfo del tiempo: «Volveré a la dulce gran madre, a la madre y amante de los hombres, al mar». ¡Oh!, espero que comprenderán lo que quiero decir —Falloway nos miró a todos por turno—. Esta mañana, hace poco rato, bajé a contemplarla: necesitaba algo…, algo… Pero mi piedra no tenía su color verde. Estaba todavía roja, casi púrpura. Y después de contemplarla unos momentos, asombrado, comprobé que hasta su talla era diferente. Tenía el mismo tamaño y forma…, pero eso era todo. ¡Oh!, yo conozco cada faceta de aquella alejandrita. No era la misma piedra. ¡Alguien se la ha llevado, dejando esta en su lugar!

Falloway se hurgó nerviosamente en un bolsillo y sacó una gran gema de vivo color, como rojo oscuro, pero con una marcada tendencia al púrpura. Falloway se la presentó a Vance sobre la palma de su temblorosa mano.

—¡Esto es lo que dejaron en lugar de mi amada alejandrita!

Vance tomó la piedra y la contempló un momento. Sosteniendo todavía la gema, posó la mano en un muslo y miró a Falloway, comprensivo.

—Sí; veo que tiene usted razón —dijo—. Ha sido la mejor sustitución posible. Esto es simplemente amatista, de relativo poco valor. Es, no obstante, similar a la alejandrita, con la que a menudo la confunden los aficionados. Cualquiera cambiaría una amatista por una alejandrita, cuyo precio ha comenzado a subir recientemente. ¿Puede usted decirnos con alguna seguridad cuándo fue hecho el cambio?

Falloway hizo un vago gesto negativo, y se sentó pesadamente.

—No —dijo, flemático—. Como ya le he dicho, hacía dos días que no veía la piedra a la luz del sol, y anoche la contemplé solamente un segundo y no me di cuenta de que no era la misma. Descubrí la verdad esta mañana. El cambio pudo hacerse a cualquier hora a partir de aquella en que yo contemplé la verdadera piedra a la luz del día.

Vance examinó de nuevo la gema y se la devolvió a Falloway.

—Colóquela en su estuche tan pronto como regrese usted a casa. Y no diga nada a nadie de este asunto hasta que volvamos a hablar —Vance se dirigió al fiscal de distrito, y añadió—: Como tú sabes, Markham, la alejandrita fina es una rarísima y valiosa variedad de crisoberilo. Fue descubierta hace menos de cien años en los Urales, y se le dio el nombre del zarevitz, que llegó a ser más tarde el conservador y reformista Alejandro II, zar de Rusia, pues salió a la luz el día de su cumpleaños. Como acertadamente dice mister Falloway, es una curiosa gema dicroica. Refleja, absorbe y refracta la luz del espectro, de tal manera, que a la luz del día es completamente verde, y a la artificial, especialmente si es de gas, tiene un pronunciado rojo oscuro. Un buen ejemplar de alejandrita del tamaño de esa piedra valdría ahora una pequeña fortuna. Tal ejemplar es el sueño de todos los coleccionistas. Yo vi la piedra cuando examiné los estuches, el miércoles por la mañana, y quedé maravillado de la buena suerte del viejo Karl. Los otros ejemplares de la colección estaban muy por bajo del valor de esa alejandrita. Cuando hablé con Kenyon Kenting aquella mañana, omití toda alusión a este asunto, aunque me extrañó que una colección tan completa careciese de piedras excepcionales de crisoberilo.

Vance hizo una pausa, y continuó, reposadamente:

—La amatista, una variedad del cuarzo, que también viene de Rusia, aunque algo similar en el matiz a la alejandrita, no tiene su peculiar característica dicroica. La amatista presenta, pues, una disimilitud estructural con la alejandrita. A veces se encuentra en los cristales una estructura en ángulo recto en el borde del prisma, en forma de triángulos sectorales. A eso se debe su bicoloración: los llamados matices blanco y púrpura, que le dan la apariencia de dos piedras separadas y, al mismo tiempo, fundidas. Por otra parte, Markham, la alejandrita…

—Gracias por la lección, pero perdóname si no me interesa —le interrumpió Markham, irritado—. Lo que yo quiero saber es si ves algo significativo en la desaparición de la alejandrita y en su sustitución por la amatista.

—¡Oh, sí!…, decididamente. Quedarías asombrado si supieses lo altamente significativo que es —Vance se volvió rápidamente a Fraim Falloway, que había estado escuchándole con un interés que yo no le había observado en ninguna otra ocasión—. Creo, mister Falloway, que haría usted bien en regresar a su casa en seguida, y no olvide lo que le he dicho. Le quedamos muy agradecidos por haber venido aquí a comunicarnos lo de la piedra desaparecida.

Falloway se puso en pie lentamente.

—Volveré inmediatamente la piedra a su sitio —prometió.

—Un momento, mister Falloway —le detuvo Vance—. Si, como usted ha insinuado, ha sido robada su piedra favorita, ¿podría usted indicarnos el posible ladrón? ¿Podría haber sido, por ejemplo, alguien que usted conozca?

—¿Se refiere usted a alguien de la casa…, o a mister Quaggy, o a mister Fleel? —preguntó Falloway en tono de indignación—. ¿Para qué iban a querer mi alejandrita? —hizo una pausa, y añadió, con repentina energía—: Pero tengo una idea de quién pudo llevársela.

—¡Ah!

—¡Sí! Sé más de lo que usted cree —Falloway enarcó el pecho, con penoso esfuerzo—. ¡Fue Kaspar… y nadie más que él!

Vance sonrió, indulgente.

—Pero ¡si Kaspar está muerto! Anoche encontramos su cadáver.

La revelación de Vance no impresionó lo mínimo a Falloway.

—¡No sería poca suerte! Yo siempre tuve la esperanza de que no volvería jamás.

—Pues ha logrado usted sus deseos —intervino, lacónico, Markham, mirando al joven con visible disgusto.

Dudo que Falloway oyese la observación del fiscal de distrito; su atención estaba concentrada en Vance.

—¿Cree usted que llegarán a encontrar mi bella alejandrita? —preguntó.

Parecía considerar la desaparición de la piedra como una pérdida personal.

—¡Oh, sí!… Confío mucho en que la recobraremos —le tranquilizó Vance.

El joven, grandemente aliviado, se dirigió hacia la puerta arrastrando los pies.

El secretario de Markham entró en aquel momento y anunció a Kenyon Kenting.

—Hágale entrar —dijo Markham.

Kenting y Falloway se cruzaron en el umbral. No pudo por menos de llamarme la atención la muda hostilidad que se expresaron con la mirada. Kenting murmuró una palabra de saludo al pasar por delante del joven, y cruzó la habitación con altiva dignidad. Falloway no respondió nada y salió al antedespacho.