14. SE ENCUENTRA A KASPAR

(Viernes 22 de julio, 12:30 de la mañana)

Mientras el coche corría hacia Central Park West, Markham encendió nerviosamente un cigarro y preguntó a Heath, sentado frente a él:

—¿Qué resultó de la llamada telefónica que recibió usted en casa de los Kenting?

Heath volvió la cabeza y contestó por la comisura de la boca:

—El cadáver de Kaspar Kenting fue encontrado en East River, hacia la calle Ciento Cincuenta. La noticia llegó poco después de regresar Snitkin a la Jefatura. El tiene todos los detalles… Yo creo que será mejor no decir nada en casa de los Kenting, pues desconfío de aquel fantasmón de mayordomo, siempre husmeando por allí.

Markham guardó silencio unos segundos. Después preguntó:

—¿Es eso todo lo que sabe usted, sargento?

—¡Por Dios, jefe! —exclamó Heath—. ¿No es bastante?

Reinó de nuevo el silencio en el coche. Aunque yo no podía ver el rostro de Markham, me imaginé sus encontradas reacciones ante aquellas emocionantes noticias.

—Entonces tenías razón, Vance —comentó al fin, en tono apenas audible.

—Conque East River…, ¿eh? —dijo Vance, sin mostrar la menor emoción—. Sí, no podría ser de otro modo. Una verdadera desgracia…

No dijo más, ni se habló de otra cosa hasta que llegamos al departamento de Vance.

Snitkin estaba ya esperándonos en el antedespacho de la biblioteca. Heath se limitó a dirigirle un gruñido al pasar ante él para descolgar el teléfono. Habló durante cinco minutos o más, haciendo innumerables observaciones relacionadas con los acontecimientos de la noche y dando diversas instrucciones. Echada así a rodar la pelota de la rutina policíaca, hizo una seña a Snitkin y los dos entraron en la biblioteca, donde Vance, Markham y yo los esperábamos.

—Vamos, Snitkin —ordenó Heath, antes que el policía hubiera transpuesto el umbral—; díganos lo que sepa.

—Oiga, sargento —intervino Vance—; deje primero que Snitkin tome una copita de este brandy —y escanció una copiosa ración de su raro Napoleón en un vaso de whisky colocado sobre la mesa—. Los detalles truculentos pueden esperar un poco.

Snitkin titubeó, mirando tímidamente al fiscal de distrito. Markham se limitó a inclinar la cabeza, y el detective se bebió de un trago el coñac.

—Muchísimas gracias, mister Vance —dijo—. Ahora voy a informarles de todo lo que sé —(es interesante notar que Snitkin se dirigía a Vance y no a Markham, aunque Vance no tenía cargo oficial en el Departamento de Policía)—. Allá en el río hay una pequeña caleta, que no tendrá más de tres pies de profundidad, y el compañero que vigila aquellos lugares…, Nelson, creo que se llama…, encontró un cadáver, casi en la orilla y con las piernas fuera del agua. La cosa ocurrió hacia las nueve de esta noche, y en seguida informó a la Jefatura para que enviasen una ambulancia del puesto local. El forense del Bronx examinó el cadáver, y opina, al parecer, que el individuo no murió ahogado. Estaba ya muerto cuando lo arrojaron al agua. Tenía la cabeza aplastada por…

—Sí, por el acostumbrado instrumento contundente —intervino Vance, terminando la frase—. Eso es lo que dicen siempre los médicos cuando no están muy seguros de cómo se terminó con la vida de un individuo.

—Tiene usted razón, mister Vance —resumió Snitkin, haciendo un guiño—. La cabeza de la víctima aparece aplastada con un instrumento contundente… Eso es lo que dice el informe. El doctor supone que el individuo llevaba ya muerto, quizá, doce horas. Lo que no dice es el tiempo que llevaba metido en la caleta. Es un lugar muy poco frecuentado, y sólo debe atribuirse a la casualidad el que Nelson haya descubierto el cadáver.

—¿Qué hay de la identificación? —preguntó, en tono oficioso, Heath.

—¡Oh!, no ha habido dificultades para ella, sargento —contestó Snitkin—. El individuo no sólo se ajustaba como un guante a la descripción que de él teníamos, sino que sus ropas y bolsillos estaban llenos de objetos identificadores. Parecía como si el que le arrojó allí quisiera que se identificara en el acto. Tenía su nombre en una etiqueta de la parte interior de un bolsillo de la americana; en otra, bajo la trabilla del chaleco; y en una tercera, cosida al bolsillo del reloj de los pantalones. Y no es eso todo: su nombre aparecía también escrito en el forro de los zapatos…, aunque no acabo de creerlo.

—No tiene nada de particular, Snitkin —observó Vance—; es costumbre de todos los buenos zapateros. En cuanto a las tres etiquetas encontradas en sus ropas, significan simplemente que fueron hechas a la medida por un sastre acreditado. Todo muy corriente y muy comprensible.

—Así será —dijo Snitkin—, pero yo me estoy limitando a decir cómo hemos averiguado que el cadáver es el de Kenting. Uno de los bolsillos interiores contenía una cartera con iniciales, un par de cartas dirigidas a la víctima y unas cuantas tarjetas de visita. Encontramos, además, un bonito peine de bolsillo, también con iniciales…

—Un peine de bolsillo…, ¿eh? —repitió Vance, con satisfacción—. Muy interesante, Markham. Cuando un caballero lleva un peine de bolsillo…, práctica no muy corriente en nuestros días, por no estar de moda…, no tiene necesidad de añadir un peine de tocador a su equipo… Perdone la interrupción, Snitkin, y siga adelante.

—Bien, pues encontramos monogramas en casi todos los objetos que llevaba en los bolsillos, como la pitillera, el encendedor, el cortaplumas, el llavero y los pañuelos. Hasta tenían monogramas las ropas interiores. En resumen, que, según los muchachos del puesto local, el cadáver es el de Kaspar Kenting, que estábamos buscando, o no es el de nadie. Y conste que no podía ser más completa la descripción que enviamos esta mañana a todas las Comisarías de distrito.

—¿No encontraron en alguno de los bolsillos un pijama y un cepillo de dientes, Snitkin? —preguntó Vance.

—¿Pijama…, cepillo de dientes? —repitió Snitkin, tan sorprendido como extrañado—. Nada han dicho de eso, mister Vance; por lo que sospecho que no han encontrado tales cosas. ¿Se necesitaban para la identificación?

—¡Oh, no…, no! —replicó Vance, rápidamente—. No era más que un poco de curiosidad por mi parte. Yo no he dudado de la identificación ni por un momento, Snitkin. Se necesitaban muchas menos pruebas de las que usted nos ha dado.

—¿Quién le ha proporcionado a usted todos esos detalles, Snitkin? —preguntó el sargento en tono más suave.

—El compañero que estaba de guardia en la Comisaría —contestó Snitkin—. Telefoneó al Bureau tan pronto como le entregaron el informe del forense. Acababa de llegar a la Jefatura y recibí el parte yo mismo. Después le telefoneé a usted.

Heath hizo un gesto de satisfacción.

—Está muy bien, Snitkin. Váyase ahora a casa y acuéstese; ha tenido usted un día de perros. Pero preséntese en el Bureau mañana temprano…, quizá le necesite. Tendremos que hacer comparecer a algunos miembros de la familia para la identificación oficial del cadáver…; probablemente bastará con el hermano de la víctima.

—Y usted, ¿no va a permitirse también algún descanso, sargento? —preguntó, solícito, Snitkin.

—Yo soy joven —replicó Heath, de buen humor—. Ustedes, los viejos, son los que necesitan dormir.

Snitkin hizo una mueca y miró al sargento admiración inusitada.

—Tome otra copita antes de marcharse, Snitkin —invitó Vance, y, sin esperar la respuesta, volvió a llenarle el vaso.

Snitkin titubeó, como la vez anterior.

—Ya sabe usted que ahora no estoy oficialmente de servicio, jefe —dijo, mirando a Markham come disculpándose.

Markham no levantó la vista; parecía deprimido y preocupado.

—Anda con ello —rezongó, pero no sin cierta bondad—. Y no hables tanto. Todos nosotros necesitamos ahora ahorrar energías.

Snitkin cogió el vaso de whisky y lo vació con visible delectación. Al dejar el vaso sobre la mesa, se limpió la boca con la manga de la chaqueta.

—Jefe, es usted muy bondadoso… —empezó a decir, pero Heath le cortó en seco.

—¡Ya puede, usted retirarse! —bufó a su subordinado.

El sargento conocía demasiado bien la aversión de Markham a toda clase de cumplidos [10] .

Snitkin se retiró cabizbajo, pero rebosando agradecimiento, y diez minutos más tarde le siguió Heath. Cuando quedamos solos, Markham preguntó:

—¿Qué opinas de todo esto, Vance?

—Opinar es muy fastidioso, Markham —contestó Vance, con irritante indiferencia—. Y, además, ya es demasiado tarde, especialmente si se tiene en cuenta lo temprano que recobré esta mañana el conocimiento.

—Todo eso me tiene sin cuidado —replicó Markham, con exageración—. ¿Cómo sabías que Kaspar Kenting estaba ya muerto cuando hablamos en la escalera ayer por la mañana?

—Me adulas —dijo Vance—. Realmente, no lo sabía. Me limité a conjeturarlo…, basando mi conclusión en los indicios.

—¡Basta de nimiedades! —protestó Markham, desalentado—. Te repito, una vez más, que estamos en una situación muy seria…, y lo sucedido anoche a Fleel lo prueba suficientemente.

Vance fumó unos momentos en silencio, ensombrecido el rostro y cambiada por completo su expresión.

—De sobra sé, Markham, lo grave que es la situación —dijo, con voz doliente—. Pero realmente no hay nada que podamos hacer. No cabe otra cosa que esperar…, créeme. Estamos atados de pies y manos —miró a Markham, y continuó, con repentina ansiedad—: La parte más seria de este asunto es que no se trata de un caso de secuestro, en el sentido convencional de la palabra. Va más, mucho más allá. Es un diabólico asesinato ejecutado a sangre fría. Pero todavía no encuentro manera de probarlo. Estoy mucho más inquieto que tú, Markham. Esta tenebrosa trama me llena de horror. Tiene elementos anormales y sutiles que se cruzan y entrecruzan, aumentando la confusión. Esperemos, Markham. Temo hacer un movimiento hasta no saber algo más.

Yo rara vez había oído a Vance hablar en aquel tono, y recorrió todo mi ser una curiosa sensación de temor, tan potente, que era casi una reacción física.

Estoy seguro de que las palabras de Vance surtieron parecido efecto en Markham, que no hizo ningún comentario y quedó silencioso durante algunos minutos. Después se despidió sin referirse para nada al asunto objeto de sus preocupaciones. Vance, abstraído, le dio las buenas noches y continuó hundido en su sillón, con la mirada fija en la apagada chimenea.

Yo me fui inmediatamente a acostar y, vergüenza me da confesarlo, dormí muy bien; estaba agotado y me invadió una relajación física, a pesar de mi tensión mental. Pero de haber sabido los terribles acontecimientos que nos guardaba el día siguiente, sin duda alguna que no habría pegado ojo aquella noche.