(Jueves 21 de julio, medianoche)
En el momento en que Markham, Heath y yo nos disponíamos a seguir a Vance, llegó del exterior un ruido alarmante y siniestro, parecido al tableteo de una ametralladora. Tan excitados tenía los nervios que las detonaciones me produjeron dolor, casi como si hubieran sido los proyectiles mismos.
—¡Dios poderoso! —exclamó el sargento, deteniéndose bruscamente, como si él también se hubiese sentido perforado por la lluvia de balas.
Pero, de pronto, se plantó de un salto delante de Vance, abrió la puerta de un tirón y, sin pronunciar palabra, se lanzó a la calurosa noche de verano. Los demás le seguimos a corta distancia. El sargento se detuvo al borde de la acera y miró a uno y otro lado de la calle, sin saber qué camino tomar. Guilfoyle había saltado de su asiento en cuanto nos vio salir del vestíbulo, y gesticulaba excitadamente frente a Heath.
—Los disparos partieron de aquella parte —decía, apuntando su brazo hacia Central Park West—. ¿Qué me ordena, sargento?
—Quédese aquí y tenga los ojos bien abiertos hasta que lleguen Sullivan y Hennessey —contestó Heath, y añadió mientras echaba a andar hacia el parque—; y luego estése por estos alrededores para caso de necesidad.
Guilfoyle saludó respetuosamente cuando Markham y Vance aparecieron en la acera, y volvió a extender su brazo para indicar qué camino había tomado Heath. Luego se apoyó de mala gana contra su coche, mientras nosotros echábamos calle arriba en seguimiento del sargento.
—No, no es este un caso muy sencillo —iba murmurando Vance, sin dejar de apretar el paso—. Y si mi intuición no me engaña, esos disparos son otra manifestación de su complejidad.
Heath marchaba en franca carrera delante de nosotros; a Markham y a mí nos era difícil mantenernos al nivel de Vance, pues este alargaba sus pasos cada vez más.
Por el lado del Nottingham Hotel, en la esquina, un pequeño grupo de hombres discutía animadamente bajo la brillante luz de un foco eléctrico colocado entre dos árboles, al borde de la acera. Cuando Heath llegó al grupo de curiosos le oímos gritar ordenando que se dispersasen, y uno tras otro fueron alejándose de mala gana. Algunos continuaron a los asuntos que les habían llevado por allí, y otros se estacionaron en la parte opuesta de la calle. En los pocos momentos que empleamos en llegar a la columna del alumbrado, el sargento había logrado despejar la escena. Recostado contra la columna estaba Fleel. Tenía el rostro mortalmente pálido. Jamás he visto una expresión de terror como la de aquel hombre. Tenía los nervios completamente destrozados, y el amarillento resplandor del foco eléctrico resaltaba el horror de su aspecto. Frente a él, mirándole con curiosa impasibilidad, estaba Quaggy.
Heath se plantó frente a Fleel con una interrogadora mirada en los ojos, pero, antes que pudiera hablar, Vance cogió al abogado por debajo de los brazos y le depositó suavemente sobre la estrecha faja de césped que bordeaba la acera, apoyada la espalda en la columna del alumbrado.
—Respire profundamente —le aconsejó, mientras le acomodaba en tierra—; y procure tranquilizarse para ver si puede decirnos lo que ha sucedido.
Fleel levantó la mirada, agitando tumultuosamente su pecho al aspirar el aire inmóvil de aquella húmeda noche de julio. Luchó luego hasta lograr ponerse en pie y se apoyó pesadamente contra la columna, con la mirada perdida en el espacio. Quaggy puso una mano sobre su hombro como para tranquilizarle, y le sacudió levemente al hacerlo así.
Fleel logró poner en su rostro una mueca que quería ser una sonrisa, y movió débilmente la cabeza de un lado a otro, parpadeando como para aclarar su visión.
—Ha sido un mal trance —murmuró—. Por poco acaban conmigo.
—¿Quiénes fueron los que por poco acaban con usted? —preguntó Vance.
—Pues…, pues los hombres del coche —balbució el abogado, deteniéndose para tomar aliento—. No vi… quiénes eran.
—Trate de recordar lo ocurrido, mister Fleel —le apremió Vance.
Fleel aspiró otra profunda bocanada de aire, y, con evidente esfuerzo, se enderezó un poco más.
—¿No vieron ustedes nada? —preguntó con voz que no parecía la suya—. Venía yo hacia esta esquina para tomar un taxi, cuando pasó un coche por detrás de mí. Yo, naturalmente, no le presté la menor atención hasta que, de pronto, se detuvieron con gran rechinar de frenos junto a la acera en el momento en que yo llegaba a esta columna. Al volverme para ver de lo que se trataba, asomó por la ventanilla una pequeña ametralladora y empezaron a disparar. Instintivamente me agarré a la columna y me agaché cuanto pude. Tras cierto número de disparos, el coche arrancó a toda velocidad. Confieso que estaba demasiado asustado para fijarme en el camino que tomó.
—Pero al menos no le atinaron a usted, mister Fleel.
El abogado se pasó las manos por el cuerpo.
—No, gracias a Dios —murmuró.
—Y sin embargo —continuó Vance—, el coche no estaría a más de diez pies de distancia de usted. Mala puntería. Por esta vez ha tenido usted suerte, señor —Vance se volvió a Quaggy, que se había colocado a uno o dos pasos de la fracasada víctima—. No acabo de comprender la razón de su presencia aquí, mister Quaggy —le dijo—. Tuvo usted tiempo más que suficiente para estar ya en su domicilio.
Quaggy avanzó un paso visiblemente ofendido.
—Estaba ya en él —replicó—. Como puede usted ver —añadió, señalando las ventanas abiertas del hotel inmediato—, tengo las luces encendidas. Cuando llegué a mi habitación no me fui directamente a la cama… Espero que eso no será delito. Me acerqué a la ventana y estuve allí unos cuantos minutos respirando el aire fresco. Vi entonces que subía mister Fleel por la calle, al parecer acababa de abandonar la casa de los Kenting, y que detrás de él avanzaba un coche. No es que yo dedicase particular atención, pero me di cuenta del hecho. Solamente cuando el coche se arrimó a la acera y se detuvo frente a mister Fleel, al llegar este a la columna del alumbrado, sentí aumentarse mi curiosidad. Inmediatamente la ametralladora empezó a escupir fuego por la ventanilla, y vi que Fleel se agarraba a la columna y se dejaba caer. Pensé que estaba herido y, naturalmente, me lancé a la calle…, y aquí estoy. ¿Hay algo delictivo en mi conducta? —preguntó, con frío sarcasmo.
—No… ¡Oh, no! —sonrió Vance—. Completamente normal. Mucho más normal, en efecto, que si se hubiese usted ido inmediatamente a la cama sin airearse un poco junto a la ventana abierta. Pero dígame: ¿se fijó usted, por casualidad, qué tipo de coche era el que atacó a mister Fleel?
—No tuve ocasión de fijarme mucho en él —contestó Quaggy, reservado—. Al principio casi no le presté atención, como he dicho; y cuando empezó el tiroteo me excité demasiado para retener ninguna impresión. Pero creo que era un cupé, no muy grande y no ciertamente de modelo muy nuevo.
—¿Y el color? —preguntó Vance.
—Tenía un color deslucido, indefinido —Quaggy entornó los ojos como tratando de recordar—. Quizá fuese un verde pálido… Era difícil precisarlo desde la ventana, pero estoy casi seguro de que era verde.
Heath observaba a Quaggy con desconfianza.
—¿Sí? —dijo, escéptico—. ¿Qué camino tomó?
Quaggy se volvió al sargento.
—Realmente, no me di cuenta —contestó, sin gran cordialidad—. Solamente le vi un instante, cuando arrancó hacia el parque.
—¡Valiente testigo es! —rezongó Heath—. Yo encontraré ese coche.
Y echó a correr hacia Central Park West.
* * *
Al acercarse a la esquina, un corpulento individuo, de uniforme, desembocó de pronto en la calle Ochenta y Seis, procedente de la parte Sur, y casi chocó con el sargento. A la luz del potente foco colocado en aquel sitio pude ver que el nuevo personaje era McLaughlin, el agente nocturno, de servicio en aquella barriada, que nos había dado algunos informes la mañana de la desaparición de Kaspar Kenting. El policía se detuvo rápidamente y saludó cuadrándose.
—¿Qué sucede, sargento? —preguntó, excitado—. Oí unos disparos y traté de localizarlos. Parece que procedían de esta misma calle.
—Más tarde hablaremos de eso —contestó el sargento, y, cogiendo al agente del brazo, le hizo girar sobre sí mismo y los dos echaron de nuevo a correr.
—¿Vio usted salir de esta calle algún coche y entrar en el Central Park West? —preguntó Heath, sin detenerse.
No pude oír lo que el agente contestó, pero, cuando los dos llegaron al bordillo de la esquina, vi que McLaughlin extendía un brazo, y presumí que estaba señalando en la dirección que el cupé verde había tomado.
Heath miró arriba y abajo de la avenida, tratando sin duda de descubrir algún coche que poder requisar para la persecución, pero al parecer no había ninguno a la vista, y el sargento cruzó diagonalmente la calle, con McLaughlin pisándole los talones. Al llegar al cruce, Heath volvió la cabeza y nos gritó por encima del hombro:
—¡Espéreme en la esquina!
Después él y McLaughlin desaparecieron detrás del edificio de la esquina norte del Central Park West.
—¡Vaya energías! —suspiró Vance, cuando Heath y el agente se perdieron de vista—. El cupé quizá esté a estas horas por la calle Ciento Diez, y sería un gran triunfo alcanzarle. Heath es todo acción sin cerebro. ¡Qué lástima! Vital ingrediente en la rutina policíaca…
Markham había adoptado una actitud solemne, y no se ofendió con la mordaz observación de Vance.
—Hay una parada de taxis una manzana más arriba —explicó pacientemente—. Es probable que el sargento se dirija hacia allí para requisar un coche.
—¡Maravilloso! —murmuró Vance—. Pero me imagino que el cupé verde podrá adelantar a un taxi nocturno, aun dándoles la salida al mismo tiempo.
—No sucederá así si el sargento logra perforarle las bandas traseras con unos balazos —replicó Markham, irritado.
—Dudo que el sargento tenga tal oportunidad esta vez —suspiró Vance, con desaliento. Y añadió, dirigiéndose a Fleel—: ¿Se siente usted ya mejor?
—Me encuentro perfectamente —respondió el abogado, avanzando unos pasos y mordiendo la punta de un cigarro que había sacado del bolsillo.
—Lo celebro —dijo Vance—. ¿Quiere que le acompañemos a casa?
—No, gracias —contestó Fleel, con voz todavía temblorosa—; puedo ir solo. Alquilaré un taxi —y añadió, alargando la mano a Quaggy, que se la estrechó con sorprendente cordialidad—: Muchas gracias, mister Quaggy.
Acto seguido se inclinó ante nosotros con cierta altiva rigidez, y se alejó del círculo de luz del foco.
—¡Extraño episodio! —comentó Vance como para sí—. Suerte, Markham, para su amigo el abogado que el caballero del cupé verde no fuese mejor tirador… Pero acerquémonos a la esquina y esperemos al dinámico sargento. Realmente no veo utilidad en que continuemos contemplando este farol.
Markham siguió silenciosamente a Vance.
Quaggy se puso también en movimiento y nos acompañó durante una corta distancia hasta la entrada de su hotel, donde se despidió de nosotros. Al llegar a la puerta se volvió y nos dijo en tono zumbón:
—Muchas gracias por no haberme detenido.
—¡Oh!, no hay de qué, mister Quaggy —contestó Vance, deteniéndose momentáneamente—. El asunto no ha terminado todavía… Hasta la vista.
Ya en la esquina, Vance encendió pausadamente un cigarrillo y se sentó indolentemente en la amplia balaustrada de piedra que rodea el Nottingham Hotel.
—No tengo nada de sanguinario, Markham —dijo, mirando de reojo al fiscal de distrito—; pero me hubiera gustado que el caballero de la ametralladora hubiera atinado a mister Fleel. ¡Y con la poca distancia a que estaba! Yo nunca he manejado un arma de esa clase, pero estoy completamente seguro de que lo hubiera hecho mucho mejor… ¡Y el pobre sargento dando vueltas como un loco por ahí! Mi corazón le acompaña. Pero la explicación de este pequeño «contratiempo» nocturno se encuentra muy lejos de ese misterioso cupé verde.
Markham parecía disgustado. De pie en el borde de la acera, tenía la mirada fija en la avenida por donde Heath había desaparecido.
—A veces, Vance, me enfureces con tu charlatanería —dijo, sin desviar la mirada—. ¡Buen escándalo se hubiera armado si Fleel llega a caer muerto a tiros a unos cuantos pasos de mí y de la Policía!
Vance se puso al lado de Markham y siguió la dirección de la mirada, hacia los majestuosos edificios que se destacaban a lo lejos.
—¡Hermosa noche! —murmuró—. Tranquila y solitaria, pero demasiado calurosa.
—Apuesto que el sargento y McLaughlin atraparán al coche en alguna parte —dijo Markham, como siguiendo el hilo de sus pensamientos.
—No me atrevo a afirmar lo contrario —suspiró Vance—. Pero dudo que nos sirva de nada. No se puede enviar un cupé a la silla eléctrica. Estúpida idea…, ¿verdad?
Hubo unos momentos de silencio; de pronto, un taxi surgió, a peligrosa velocidad, de la transversal del parque, viró a la derecha y se dirigió hacia nosotros.
Simultáneamente con la brusca parada del coche se abrió la portezuela y Heath y McLaughlin saltaron a la acera.
—Ya tenemos el coche —anunció Heath, triunfalmente—. Es el mismo cupé verde sucio que McLaughlin vio frente a la casa de los Kenting el miércoles por la mañana.
—¡El mismo, sí, señor! —afirmó el agente, entusiasmado—. No tendría inconveniente en jurarlo. ¡Vaya hallazgo!
—¿Dónde lo encontró usted, sargento? —preguntó Markham.
A Vance no le había impresionado la noticia y se dedicaba a lanzar espirales de humo al aire tranquilo de la noche.
—En la parte alta de la travesía que va al parque —el sargento extendió el brazo con tal energía que por poco chocó con McLaughlin, que estaba detrás—. Estaba medio subido en la acera, abandonado. En cuanto averiaron el coche, los individuos que lo ocupaban debieron de correr a la primera parada para tomar un taxi. El chófer que traemos dice que les vio alquilar uno situado frente al suyo.
Sin esperar respuesta ni de Markham ni de Vance, Heath se volvió e hizo una seña imperiosa al chófer del coche, del que acababa de descender.
—Ven acá, muchacho. ¿Conoces el nombre del compañero que guiaba el coche situado delante del tuyo y que alquilaron los dos prójimos que salieron de la travesía?
—Ya lo creo que le conozco —contestó el chófer—. Es mi compadre.
—¿Sabes dónde vive?
—Claro que sé dónde vive. En los altos de la calle Kelly, en el Bronx. Tiene mujer y tres hijos.
—¡Al diablo con su familia! —le interrumpió Heath—. Procura entrevistarte con tu compadre tan pronto como puedas, y dile que se presente en el Homicide Bureau inmediatamente. Necesito saber adónde llevó a los dos puntos que salieron de la travesía.
—Yo puedo decírselo ahora mismo, sargento —afirmó respetuosamente el chófer—. Estaba yo hablando con Abe cuando se nos acercaron los parroquianos que venían del parque. Yo mismo les abrí la portezuela, y les oí decir a Abe que los llevase como un rayo a la estación de Lexington Avenue, en la calle Ochenta y Seis.
—¡Ah, eso es muy interesante! —intervino Vance.
—De todos modos, necesito ver a tu compañero —continuó diciendo Heath al chófer, prescindiendo del interpolado comentario de Vance—. ¿Le avisarás?
—Ya lo creo que le avisaré —contestó el servicial conductor—. Abe debe regresar a la parada dentro de media hora.
—Está bien, nada más —rezongó Heath, volviéndose a Markham—. Si le parece, jefe, voy a telefonear en seguida para que los muchachos busquen a esos tunantes…
—¿Por qué tanta prisa, sargento? —dijo Vance con calma—. No podemos dejar que Snitkin nos espere tanto tiempo en mi departamento. Propongo que tomemos este mismo taxi y estaremos en casa dentro de unos minutos. Allí podrá usted utilizar mi teléfono a sus anchas. Y este caballero —indicando al chófer— puede regresar inmediatamente a su punto y esperar la llegada de su amigo, mister Abraham.
Heath titubeó, pero Markham le hizo un gesto afirmativo, luego de una rápida mirada a Vance.
—Creo que será lo mejor, sargento —dijo el fiscal del distrito, abriendo ya la portezuela del taxi.
Nos acomodamos todos en él, dejando a McLaughlin en la acera, y Heath dio al conductor la dirección de Vance. Al arrancar el coche, asomó la cabeza por la ventanilla.
—Dé cuenta del hallazgo del coche vacío —gritó a McLaughlin—. Y no deje de vigilarlo hasta que vengan por él los muchachos. Tenga también cuidado por si regresa ese Abe…, y después vaya a casa de los Kenting y aguarde allí con Guilfoyle.