12. EL PERFUME ESMERALDA

(Jueves 21 de julio, 11:30 de la noche)

El anuncio de Kenyon Kenting de que su cuñada había desaparecido de su habitación y de que la fatídica escalera estaba bajo la ventana, produjo un efecto instantáneo en la reunión. Markham y yo avanzamos unos pasos, y ambos nos volvimos instintivamente hacia Heath, quien, después de todo, estaba técnicamente encargado de los trámites rutinarios del caso Kenting. El duelo sin palabras que habían estado sosteniendo Heath y Porter Quaggy quedó inmediatamente suspendido, y Heath dirigió ahora su fiera mirada hacia Kenting.

El cigarrillo de Quaggy se le cayó de los labios a la alfombra, donde el jugador lo pisó, con automática rapidez, sin siquiera mirar hacia el suelo.

—¡Gran Dios, Kenyon! —exclamó, con acento de profunda emoción.

Fleel se puso en pie y quedó aturdido, estirándose nerviosamente el chaleco con ambas manos. Hasta Fraim Falloway salió bruscamente de su estupor, y, mirando ceñudo a Kenting, comenzó a desbarrar frenéticamente.

—¡Esa es otra canallada de Kaspar! ¡Sigue representando su comedia para conseguir el dinero! ¡Nadie me hará creer que le han secuestrado!…

El sargento se volvió y agarró bruscamente al joven por los hombros.

—¡Cállese, jovencito! —le ordenó—. Nada adelantará haciendo afirmaciones tan necias.

Falloway se calmó y empezó a registrarse nerviosamente los bolsillos hasta que encontró un cigarrillo arrugado.

Yo mismo me sentía emocionado y confuso por este desconcertante giro de los acontecimientos; no me había repuesto todavía de la extraña aventura del parque y me encontraba desprevenido para este nuevo golpe.

Sólo Vance aparecía imperturbable y tranquilo. Siempre gozó de un asombroso dominio de sus nervios, y era difícil apreciar su reacción ante la noticia de la desaparición de mistress Kenting.

Advertí que Markham observaba a Vance atentamente, y cuando este arrojó su cigarrillo y se puso indolentemente en pie, el fiscal ya no pudo contenerse, y exclamó, iracundo:

—¡Parece que no te sorprende, Vance! Lo tomas con demasiada calma. ¿Esperabas este…, este nuevo atropello cuando sugeriste que se llamase a mistress Kenting?

—¡Oh!, realmente esperaba algo por el estilo; pero francamente, no creí que sucediera tan pronto —contestó Vance, flemático.

—Pues si lo esperabas —rugió Markham—, ¿por qué no me lo comunicaste para que hubiéramos hecho algo para evitarlo?

—Mi querido Markham —repuso Vance, con apaciguadora calma—, nadie podría haber hecho nada. El asunto estaba lejos de ser sencillo, y continúa siendo difícil todavía.

Heath se había aproximado al teléfono, y le oí, con una oreja como si dijéramos, que llamaba al Homicide Bureau y daba oficiosas instrucciones. Después colgó bruscamente el receptor y se dirigió hacia la escalera.

—Quiero echar un vistazo a aquel cuarto —anunció—. Dos de los muchachos del Bureau están ya en camino. ¡Qué nochecita del infierno…!

Su voz fue perdiéndose a medida que Heath subía las escaleras de dos en dos. Vance, Markham y yo abandonamos el salón y nos apresuramos a seguirle.

Heath trató primeramente de abrir la puerta de la habitación de mistress Kenting, pero como Kenyon nos había dicho, estaba cerrada con llave. Entonces volvió al pasillo para entrar en el dormitorio de Kaspar.

La puerta de la habitación estaba entreabierta, y al fondo pudimos ver el boudoir de mistress Kenting brillantemente iluminado. Entramos en él atravesando el primero; como Kenting había dicho, la ventana que daba al jardín estaba completamente abierta; y no solamente levantada hasta arriba la celosía veneciana, sino descorridos también los pesados cortinajes. Cautamente, evitando todo contacto con el marco de la ventana, Heath se asomó al exterior y luego retrocedió rápidamente.

—La escalera está ahí —afirmó—. Es la misma que apareció ayer bajo la otra ventana.

Vance no escuchaba, al parecer. Se había ajustado el monóculo y curioseaba por la habitación sin aparente interés. Se aproximó con desgana a la mesa-tocador, colocada frente a la ventana, y la contempló unos momentos. Había a un lado una polvera de cristal tallado; la tapa descansaba unas cuantas pulgadas más allá. Una gran borla estaba caída en el suelo, bajo la mesa. Vance se agachó, la recogió, la volvió a la polvera y colocó la tapa.

Después cogió un pequeño pulverizador que se sostenía peligrosamente cerca del borde de la mesa, y apretó la pera ligeramente. Oliscó la rociada y depositó el frasco en la parte posterior, sobre la bandejita de cristal a que indudablemente pertenecía.

Esmeralda, de Courtet —murmuró—. Estoy seguro de que no era este el perfume preferido por la dama. Las rubias emplean otros. El Esmeralda es solamente apropiado para las morenas, especialmente las de tez olivácea y abundante cabellera… Muy interesante.

Heath observaba a Vance con evidente disgusto. No podía comprender sus actos. Pero no dijo nada y continuó observándole, impaciente.

Vance se aproximó a la puerta y la inspeccionó brevemente.

—No está echado el pestillo de noche —murmuró, como para sí—. La puerta se cierra con una llave…, y la llave no está en la cerradura.

—¿Qué deduces de eso, Vance? —preguntó Markham—. ¿Qué importa que la llave no esté ahí? Pueden habérsela guardado después de cerrar la puerta.

—Así es…, teóricamente —replicó Vance—. Pero reconocerás que es un proceder algo desacostumbrado. Cuando uno se encierra con llave en una habitación, suele dejar la llave en la cerradura. ¿Qué objeto tendría retirarla? Maldito si lo entiendo. Pudiera ser, sin embargo…

Vance cruzó la habitación y entró en el cuarto de baño. Este estaba también brillantemente iluminado. Miró el largo cordón de metal que colgaba del aparato eléctrico y apreció con la mano el peso del cilindro del cristal unido a un extremo. Después lo soltó y observó su movimiento de péndulo. Examinó el vaso colocado en el amplio reborde de la palangana y dedicó a esta larga atención, que, acto seguido, trasladó a la jabonera. Markham, desde el umbral, seguía su movimiento con visible impaciencia.

—Pero ¿qué, en nombre del Cielo…? —empezó a decir, irritado.

—Cállate, mi querido amigo —le interrumpió Vance—. Trato meramente de averiguar a qué hora se marchó la dama… Presumo que fue alrededor de las diez de esta noche.

Markham continuaba perplejo.

—¿Y por qué esa presunción? —preguntó, escéptico.

—Los indicios pueden ser engañosos —dijo Vance, suspirando ligeramente—. Nada hay cierto, nada hay seguro en este mundo. Sólo se puede aventurar una opinión. Yo no soy ningún oráculo, ni délfico, ni de los otros. Lucho solamente por encontrar un rayo de luz.

Vance señaló con su cigarrillo la cadena que pendía del aparato eléctrico fijo en el techo. Estaba todavía oscilando como un péndulo, pero con un ligero movimiento de rotación, y la amplitud de su vaivén no había disminuido perceptiblemente.

—Cuando entré en el cuarto de baño —explicó Vance—, esa cadena de latón pulimentado estaba en reposo…, completamente en reposo…, y pensé que su movimiento, con ese abominable y pesado cilindro de vidrio como péndulo, continuaría percibiéndose, una vez que se tirase del cordón y se soltase el peso, durante una hora al menos. En este instante son justamente las once y media… Además, este vaso está completamente seco, lo que demuestra que no ha sido utilizado desde hace una o dos horas. No hay tampoco una gota de agua en la palangana ni en sus bordes; y sabido es que siempre quedan algunas gotas o un poco de humedad después de utilizar un lavabo. Su tapón de goma está también seco. Ese proceso, creo yo, tardaría alrededor de hora y media. Hasta la pequeña cantidad de espuma que quedó en la pastilla de jabón está seca y resquebrajada, lo que indica que no ha sido usada por lo menos hace una hora.

Vance extrajo varias bocanadas de humo de su cigarrillo, y continuó:

—No puedo comprender que mistress Kenting, con su costumbre de permanecer levantada hasta muy tarde, hiciese su tocado nocturno tan temprano como indican estos detalles. No obstante, la luz del cuarto de baño está encendida y hay muchos indicios de que se estuvo empolvando la nariz y perfumándose a cierta hora de la noche. Además, mi querido Markham, todo indica cierto apresuramiento en la ejecución de estos ritos femeninos, pues la dama no volvió el pulverizador a su bandeja, ni se detuvo a levantar la borla de los polvos que se le había caído al suelo.

Markham hizo un gesto sombrío.

—Empiezo a comprender tu punto de vista, Vance —murmuró.

—Y todos estos detalles, relacionados con la aldabilla no echada, el cerrojo no corrido y la llave ausente de su cerradura, me conducen a admitir, aunque de un modo vago e inseguro, que la dama tenía un rendez-vous para el que ya era un poco tarde, y que ese rendez-vous debía tener lugar a eso de las diez.

Markham reflexionó un momento, y, después, dijo lentamente:

—Pero eso es sólo una hipótesis, Vance. Todo pudo suceder a hora más temprana de la tarde, cuando ya la oscuridad era suficiente para hacer necesaria la luz artificial.

—Es muy cierto —convino Vance—. ¿Pero no recuerdas que Kenting nos dijo, hace sólo unos cuantos minutos, que estuvo con su cuñada hasta las nueve y media? ¿Y has olvidado ya, mi querido Markham, que mistress Falloway mencionó que el joven Fraim había estado con su hermana hasta poco antes de disponerse a acudir a su importante compromiso de las diez? ¿Y qué justificaría los apresuramientos de la dama en su arreglo si su cita no hubiese sido acordada también para la misma hora? Ya ves cuán perfectamente se ensambla todo.

Markham asintió con un movimiento de cabeza.

—Perfectamente —dijo—. Pero ¿qué se deduce de todo eso?

Vance se volvió a Heath, sin contestar a la pregunta.

—¿A qué hora, sargento, notificó usted a Fleel y a Kenyon Kenting lo que habíamos acordado para esta noche?

Heath reflexionó un momento.

—Serían las seis. Quizá un poco más tarde —contestó.

—¿Y dónde encontró usted a esos caballeros?

—Llamé a Fleel a su casa y no estaba allí todavía. Pero le dejé recado y él me llamó a su vez, al poco rato. No se me ocurrió preguntarle desde dónde me hacía la llamada. En cuanto a Kenting, estaba aquí.

Vance fumó un momento y no dijo nada, pero pareció satisfecho con la contestación. Miró a su alrededor y se dirigió de nuevo a Heath.

—Temo, sargento, que sus buscahuellas y sus fotógrafos del Homicide Bureau van a encontrar aquí poco trabajo. Pero estoy seguro de que usted se sentiría terriblemente contrariado si no llenasen esta habitación de insufladores, trípodes y demás cachivaches.

—Sigo sin saber lo que significa ese lío de horas de que nos estás hablando, Vance —insistió Markham.

Vance le miró con desacostumbrada seriedad.

—Significa algo siniestro, Markham —dijo, con voz rotunda—. Me irrita porque nos deja desarmados. Temo que tengamos que esperar una vez más.

—¡No podemos seguir inactivos! —protestó Markham—. ¿No se te ocurre ninguna nueva investigación?

—Pues bien, sí. Pero no nos va a servir de mucho. Propongo que, en primer lugar, hagamos algunas preguntas a los caballeros que están abajo. Y en segundo lugar, propongo que entremos al jardín y echemos un vistazo a la escalera… ¿Tiene usted ahí su linterna, sargento?

—Claro que la tengo —contestó el otro.

—Y después de eso —prosiguió Vance, reanudando su contestación a Markham—, propongo que nos vayamos a casa y matemos el tiempo. El sargento seguirá con sus reglamentarias pero fútiles actividades, mientras nosotros descansamos.

Heath rezongó unas palabras y salió de la habitación seguido por todos nosotros.

Cuando llegamos al salón encontramos a sus cuatro ocupantes esperándonos con ansiedad. Hasta Fraim Falloway parecía excitado y expectante. Todos estaban en pie formando un pequeño grupo, dirigiéndose frases entrecortadas cuyo sentido no cogí, pues interrumpieron bruscamente la conversación y se volvieron hacia nosotros en cuanto entramos.

—¿Han averiguado ustedes algo? —preguntó Fraim Falloway, en un falsete semihistérico.

—Todavía no hemos terminado de examinarlo todo —contestó Vance—. Esperamos saber algo definitivo muy pronto. Por el momento deseo dirigir una pregunta a cada uno de ustedes.

No parecía conceder gran importancia al asunto, y, mientras hablaba, tomó asiento en un sillón, cruzando las piernas cachazudamente. Cuando hubo elegido un cigarrillo de su pitillera de azabache y platino, se encaró con el abogado.

—¿Cuál es su perfume favorito, mister Fleel? —le preguntó bruscamente.

El hombre se le quedó mirando con franco asombro, y estoy, seguro de que si hubiera estado ante un tribunal habría apelado instantáneamente al juez con las acostumbradas objeciones de «improcedente» «impertinente» y «capcioso». No obstante, se permitió una condescendiente sonrisa, y contestó:

—No tengo perfume favorito…; no entiendo de tales cosas. Es cierto que envío frascos de perfumes a mis clientes, por Pascua, en lugar de las convencionales cestas de flores, pero siempre dejo la elección a mi secretaria.

—¿Considera usted a mistress Kenting como una de sus clientes? —continuó Vance.

—Naturalmente —contestó el abogado.

—Su secretaria, ¿es rubia o morena?

Mister Fleel pareció más desconcertado que nunca, pero contestó inmediatamente:

—No lo sé. Supongo que usted la clasificaría entre las morenas. Su cabello, ciertamente, que no se parece al de Jean Harlow o al de Peggy Hopkins Joyce…, si es eso a lo que usted se refiere.

—Muchas gracias —dijo Vance, cortésmente.

Y trasladó su mirada a Fraim Falloway, que estaba un poco más lejos, fijos los ojos en el espacio.

—¿Cuál es su perfume favorito, mister Falloway? —le preguntó, observando atentamente al joven.

—No… lo sé —balbució Falloway—. No estoy familiarizado con esas cosas femeninas. Pero el Esmeralda me parece exquisito…, tan misterioso…, tan exótico…, tan sutil…

Falloway levantó los ojos casi extasiado, como un poeta que recitase sus propios versos.

—Tiene usted razón —murmuró Vance.

Y enfocó su mirada en Kenyon Kenting.

—Todos los perfumes me parecen iguales —fue su contestación, antes que Vance le hiciera la consabida pregunta—. No distingo unos de otros…, excepto el Gardenia. Cuando obsequio a una mujer con un perfume es de Gardenia.

Una débil sonrisa apareció en las comisuras de la boca de Vance.

—¿Y usted qué dice, mister Quaggy? Si regalase un perfume a una dama, ¿qué esencia elegiría?

Quaggy ahogó una risita.

—Todavía no he cometido tal tontería —replicó—. Me atengo a las flores. Son más cómodas. Pero si me viera obligado a obsequiar con perfume a una bella, averiguaría primero el que le agradaba.

—Discreto punto de vista —murmuró Vance, poniéndose en pie con un gran esfuerzo—. Y ahora, sargento, echemos un vistazo a esa escalera.

Heath apretó el botón de su potente linterna de bolsillo y, por segunda vez, cruzamos la verja que daba al jardín y nos acercamos a la escalera apoyada contra el costado de la casa.

La hierba estaba completamente seca, y el terreno se había endurecido después de la lluvia de las dos noches antes. Vance se agachó al pie de la escalera, mientras Heath enfocaba su linterna.

—No tema usted que estropee esta noche sus adoradas huellas, sargento…, el terreno está mucho más duro. Ni aun Sweet Alice Cherry [9] habría dejado una impresión sobre este césped.

Vance se enderezó y trasladó la escalera un poco a la derecha, como había hecho la mañana anterior.

—Y no se atormente tampoco por las huellas digitales, sargento —continuó—. Estoy completamente convencido de que no encontrará usted ninguna. Opino que esta escalera es meramente un chirimbolo de guardarropía, como si dijéramos; y la persona que la puso aquí fue lo suficientemente precavida para llevar guantes.

Se agachó de nuevo e inspeccionó el césped, pero se incorporó casi inmediatamente.

—Ni la más ligera depresión…; sólo unas cuantas briznas de hierba aplastada… Ahora le toca a usted subir a la escalera, sergente mío; yo estoy horriblemente cansado.

Heath subió cinco o seis peldaños y descendió inmediatamente. Vance volvió a apartar la escalera unas cuantas pulgadas, y él y Heath se arrodillaron y examinaron el terreno.

—Observe usted —dijo Vance al ponerse en pie— que las patas de la escalera sólo hacen una ligera depresión en el suelo, aun con el peso de una persona… Volvamos a la casa a decir adiós a aquellos caballeros.

Vueltos a la casa, Vance abordó a Kenting a la entrada del salón y le anunció, así como a los demás que estaban dentro, que nos retirábamos y que la casa sería ocupada poco después por la Policía. Ante este anuncio se produjo un silencio de general expectación.

—Yo creo que podría marcharme —dijo Kenting, con timidez—. No creo que haga falta aquí. Pero espero que ustedes me llamarán en cuanto sepan algo. Estaré en casa toda la noche, y en mi despacho por la mañana.

—¡Oh, pierda cuidado! —contestó Vance, sin mirar al individuo—. Váyase a casa; ha sido esta una noche de prueba, y mañana podrá usted ayudarnos mejor tomándose un buen descanso.

Kenting pareció quedar muy agradecido; era evidente su abatimiento por la emoción que acababa de experimentar. Al salir, Quaggy le siguió con la mirada. Luego se puso en pie y empezó a pasear por el salón.

—Supongo que yo también podré marcharme —dijo, dando a su voz un tono de interrogación.

—No hay inconveniente —le contestó Vance—. Probablemente necesitará usted un sueño extra después de toda una noche en vela.

—Gracias —murmuró Quaggy sarcásticamente, disponiéndose a abandonar la casa.

Cuando se cerró tras él la puerta del vestíbulo, Fleel nos miró como queriendo disculparse.

—Supongo, caballeros, que no habrán interpretado mal mis indicaciones de esta mañana respecto a la ayuda del Departamento de Policía. Fui completamente sincero al decirles a ustedes en el despacho del señor fiscal que me sentía inclinado a dejar en sus manos todo lo relacionado con el pago de los cincuenta mil dólares. Pero, por el camino, cuando me dirigía aquí para ver a Kenting, sopesé el asunto con más detenimiento, y al ver la ansiedad de Kenting por realizar las gestiones por sí solo, decidí que, después de todo, era mejor mostrarme de acuerdo con él en lo de prescindir de la Policía esta noche. Ahora veo que me equivoqué, y que mi primer parecer era el más acertado. Creo que después de lo ocurrido en el parque esta noche…

—No se preocupe por eso, mister Fleel —le interrumpió Vance—. Comprendemos perfectamente su prudente actitud en el asunto. Era una situación difícil, y, al fin y al cabo, uno sólo puede hacer suposiciones sujetas a cambios.

Fleel se puso en pie, contemplando meditabundo su cigarro a medio fumar.

—Sí —murmuró—; es, como usted dice, una situación difícil… ¿Qué opina usted de este segundo episodio de la noche?

—Comprenderá usted —dijo Vance, observando disimuladamente al abogado— que es demasiado pronto para llegar a una conclusión definitiva. Quizá mañana…

Fleel se estremeció ligeramente, como en un temblor involuntario.

—Temo que no hayamos llegado todavía al final de este drama atroz —murmuró—. En el fondo de estos acontecimientos se agita una maléfica desesperación… En fin, desearía no haberme visto complicado en este asunto. Realmente empiezo ya a abrigar temores por mi propia seguridad.

—Nos damos cuenta de sus justificadas aprensiones —contestó Vance.

Fleel se irguió con un esfuerzo y se dirigió luego resueltamente hacia la puerta.

—Creo que voy a retirarme también —dijo, en tono de cansancio.

Observé que su mano temblaba ligeramente cuando recogió el sombrero.

—Que no se confirmen sus temores —dijo Vance, mientras el abogado nos saludaba desde la puerta con una rígida inclinación.

Entre tanto, Fraim Falloway había despertado de su letargo, y, pasando por delante de nosotros, emprendió la ascensión a sus habitaciones.

Falloway apenas había tenido tiempo de llegar al primer piso cuando sonó el teléfono, instalado en una pequeña repisa del vestíbulo. Weem surgió repentinamente de las sombras del fondo, y levantó el receptor con un brusco: «Diga». Escuchó un momento y, dejando el aparato sobre la mesa, miró en nuestra dirección.

—Llaman al sargento Heath —anunció, malhumorado, como si sus atribuciones hubiesen sido innecesariamente invadidas.

El sargento se acercó rápidamente al teléfono y se aplicó el receptor al oído.

—Bien, ¿qué hay? —preguntó belicosamente—. Claro que soy el sargento… ¡despache!… Bien, por amor de… Espere un minuto —aplicó la mano sobre la embocadura y giró rápidamente hacia nosotros—. ¿Dónde estaremos dentro de media hora, jefe? —preguntó.

—En el departamento de mister Vance —contestó Markham.

—¡Oh cielos! —exclamó Vance—. ¡Y yo que esperaba entregarme al reposo…!

El sargento volvió al aparato.

—Escuche: estaremos en el departamento de mister Vance, en la calle Ochenta y Ocho del Este. ¿Sabe dónde es? Perfectamente…, y ¡dése prisa!

Acto seguido colgó de golpe el receptor.

—¿Algo importante, sargento? —preguntó Markham.

—Creo que sí —contestó Heath, apartándose rápidamente de la mesita del teléfono—. Vámonos, señor. Por el camino se lo contaré. Snitkin se reunirá con nosotros en el departamento de mister Vance. Y Sullivan y Hennessey estarán aquí dentro de un minuto.

El mayordomo estaba todavía en el vestíbulo, medio de pie, medio recostado contra una de las columnas que remataban la barandilla de las escaleras. Heath se dirigió a él perentoriamente.

—Algunos de mis hombres no tardarán en venir, Weem. Después puede usted marcharse a la cama. Esta casa queda en manos de la Policía de ahora en adelante… ¿Comprendido?

El mayordomo afirmó con pesados movimientos de cabeza, y se alejó arrastrando los pies.

—Espere un momento, Weem —le retuvo Vance.

El hombre volvió sobre sus pasos, de mal ceño.

—Weem, ¿oyó usted, o su mujer, entrar o salir alguien de esta casa a eso de las diez de la noche?

—No, no he oído nada. Ni Gertrudis tampoco. La señora Kenting nos dijo que no nos necesitaría y que podíamos hacer lo que quisiéramos después de la cena. Ha sido un mal día y estábamos muy cansados, y dormimos desde las nueve hasta que usted y mistress Falloway llamaron y yo me levanté a abrir. Cuando llegaron los otros señores me acabé de vestir y bajé por si necesitaban algo.

—Gracias por sus bondades, Weem —dijo Vance, dirigiéndose hacia la puerta—. Esto es todo lo que deseaba preguntarle.