(Jueves 21 de julio, 11:10 de la noche)
Poco tiempo después partimos el resto de nosotros para la casa de los Kenting. Tan pronto como Snitkin se alejó llevando a Vance y a mistress Falloway, Heath empezó a moverse agitadamente de un lado a otro, dando innumerables órdenes a Burke. Cuando hubo adoptado todas sus disposiciones se encaminó al amplio paseo donde continuaba estacionado el segundo taxi. Advertí que este coche estaba manejado por el diminuto Guilfoyle, uno de los dos chóferes que habían corrido hacia el árbol con sus pistolas ametralladoras prontas a entrar en acción.
—Me parece que lo mejor será que sigamos a mister Vance —rezongó Heath—. Hay algo que no acabo de comprender en este maldito asunto.
Markham, Fleel y el joven Falloway se acomodaron en el asiento posterior del coche; Kenting y yo nos colocamos en los dos pequeños asientos plegables de delante, y el sargento ocupó el baquet con Guilfoyle. En cuanto cerramos las portezuelas, Guilfoyle arrancó rápidamente hacia el paseo principal de la parte oeste del parque. Nadie pronunció una palabra durante la corta excursión. Todos parecíamos demasiado emocionados para hacer ningún comentario sobre el inesperado desenlace de nuestra aventura nocturna.
Markham, rígidamente sentado, miraba por la ventanilla, profundamente fruncido el entrecejo. Fleel iba cómodamente recostado en los almohadones, con la mirada fija hacia adelante, pero sin ver nada al parecer. Fraim Falloway, huraño, se había acurrucado en el rincón de su asiento, con el sombrero muy echado sobre los ojos y un gesto de estupefacción en el rostro; cuando le ofrecí un cigarrillo pareció no darse cuenta de mi acción. Una o dos veces durante el camino le oí reír entre dientes, como si le hubiese cruzado por la imaginación algún pensamiento regocijante. Kenyon Kenting, sentado a mi izquierda, parecía cansado y abatido, e iba inclinado hacia adelante, con los codos sobre las rodillas y la cabeza apoyada en las manos.
A través del cristal delantero pude ver al sargento agitándose de un lado a otro con el movimiento del coche, sin dejar de mordiscar furiosamente su cigarro. De cuando en cuando se volvía a Guilfoyle y le vi mover los labios, pero sin poder oír nada por el zumbido del motor; después reanudaba su malhumorado silencio. Era evidente que se sentía profundamente decepcionado y que creía que habían fracasado todos sus planes por alguna razón que no lograba descubrir.
El incidente de aquella noche había sido, en efecto, tan inesperado como desconcertante. Yo traté de razonar lo sucedido, pero no pude acoplar algunos de sus factores, y finalmente renuncié a mi propósito. El desenlace de aquel episodio era el que menos podía yo haber imaginado, y estoy seguro de que mis compañeros opinaban lo mismo. El que nadie se hubiera acercado al árbol para recoger el paquete de falsos billetes habría sido comprensible, pero el que una anciana medio inválida fuese la designada para hacerse cargo del dinero era algo tan asombroso como increíble. Y para aumentar nuestra perplejidad, allí estaba la actitud de Vance hacia ella…, que era quizá el detalle más desconcertante de todo el incidente.
¿Dónde había estado la persona que envió la nota? De pronto recordé a aquel individuo andrajoso que vi recostado contra el banco del paseo, observando a Fleel. ¿Sería aquel el agente de los secuestradores? ¿Nos habría visto en el árbol y descubierto así que el campo estaba vigilado? ¿Le habría faltado valor y habría huido sin intentar apoderarse del paquete de billetes? ¿Sería mi imaginación la que estaba dispuesta a encontrar algo sospechoso en cualquier inocente detalle? El problema era demasiado confuso y no pude llegar ni a una tentativa de solución. Mi mente se resistía a la comprensión.
Cuando nos detuvimos frente a la casa de los Kenting, que entonces me pareció negra y siniestra en la semioscuridad, todos saltamos rápidamente a la acera y corrimos en grupo a la puerta de entrada.
Sólo Guilfoyle no se movió; se recostó un poco en su estrecho asiento y se quedó allí, con las manos todavía en el volante.
Weem nos abrió la puerta, y con un gesto superfluo nos indicó el salón. Antes de entrar en él ya pudimos ver a Vance y a mistress Falloway sentados en un sofá. Vance nos saludó afablemente sin levantarse.
—Mistress Falloway —nos explicó— quiso quedarse aquí para descansar un rato antes de subir a sus habitaciones. Fatigosa ascensión, como ustedes saben.
—Realmente me siento agotada —explicó la señora, mirando a Markham y prescindiendo del resto de nosotros—. Sólo deseo descansar unos momentos antes de trepar por esas interminables escaleras. No sé por qué el viejo Karl Kenting puso en esta casa unos techos tan innecesariamente elevados; por lo menos debió añadir un ascensor. Es muy fatigoso subir a pie de un piso a otro, y más para mí, que no puedo tenerme después de mi largo paseo por el parque.
La anciana sonrió maliciosamente y se arregló la almohada que tenía a la espalda.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta principal y Heath acudió rápidamente a abrir. Mientras giraba la pesada puerta pude fácilmente ver desde donde estaba la figura de Porter Quaggy en el umbral.
—¿Qué desea usted? —preguntó bruscamente Heath, obstruyendo la entrada con su corpachón.
—No deseo nada —contestó Quaggy, de malos modos—. Quiero únicamente preguntar cómo está mistress Kenting y si sabe ya algo más de Kaspar. Los vi pasar a ustedes por delante de mi hotel y me apresuré a venir aquí… ¿Quiere usted informarme o no?
—Déjele pasar, sargento —ordenó Vance—. Yo le diré lo que desea saber. También yo necesito hacerle algunas preguntas.
—Está bien —rezongó Heath, acabando de abrir la puerta—. Entre y afine bien las orejas.
Quaggy entró apresuradamente y se reunió con nosotros en el salón. Paseó la mirada por la habitación y preguntó, sin dirigirse a nadie en particular:
—Bien, ¿qué ha sucedido esta noche?
—Nada…, realmente nada —respondió Vance, sin mirarle—. Ha sido casi un fiasco. Lamentable…, muy lamentable. Pero me alegro mucho de que se haya usted decidido a hacernos esta precipitada visita, mister Quaggy. ¿Tendría inconveniente en decirnos dónde ha estado usted esta noche?
Quaggy entornó aún más los ojos, hasta casi cerrarlos, y miró a Vance unos momentos con rostro inexpresivo.
—Estuve en casa, pensando siempre en Kaspar —contestó al fin, en tono casi agresivo—. ¿Y dónde ha estado usted? —preguntó a su vez.
Vance sonrió y suspiró.
—Eso no le concierne a usted de ningún modo, señor —dijo con su voz más dulce—; pero puesto que lo pregunta le diré que estuve subido a un árbol. Estúpido pasatiempo, ¿verdad?
Quaggy se dirigió entonces a Kenting.
—¿Reunió usted el dinero y cumplió las instrucciones del anónimo? —le preguntó.
Kenting inclinó la cabeza; se le veía todavía abatido y preocupado.
—Sí —dijo en voz baja—; pero no sirvió de nada.
—¡Buena Policía tenemos! —exclamó Quaggy, dirigiendo a Heath una despreciativa mirada—. ¿No se presentó nadie?
—¡Oh, sí, mister Quaggy! —contestó Vance—. Alguien se presentó a recoger el dinero a la hora fijada, y se lo llevó.
—Y supongo que conseguiría burlar a la Policía…, como de costumbre, ¿no es eso?
—¡Oh, no, no! Ya nos cuidamos de impedirlo —dijo Vance, sacando una gran bocanada de su cigarrillo—. El culpable está aquí con nosotros en esta habitación.
Quaggy se irguió, asombrado.
—El hecho es —prosiguió Vance— que yo mismo le escolté hasta su casa. Era mistress Falloway.
La expresión de Quaggy no cambió. El individuo se mostraba imperturbable y hermético como un veterano jugador de póquer; pero yo recibí la sensación de que la noticia le había emocionado profundamente. Antes que Quaggy tuviera tiempo de decir nada, Vance continuó, lánguidamente:
—Dígame, mister Quaggy: ¿le interesan a usted particularmente los ópalos negros? Ayer vi un magnífico par sobre su mesa.
Quaggy titubeó unos momentos.
—¿Y qué si fuera así?
Sus labios apenas se movieron mientras hablaba, y no hubo cambio alguno en la entonación.
—Lo digo —prosiguió Vance— porque me extraña que no figuren ejemplares de verdaderos ópalos negros en la colección de Karl Kenting. En la caja donde debieran estar hay espacios vacíos, y no me explico que un coleccionista tan experto de piedras semipreciosas descuidara tan importante detalle.
—Comprendo la deducción. ¿Algo más?
Quaggy se mantenía tranquilo, pero inmóvil, frente a Vance. De pronto uno de sus pies fue avanzando lentamente, como si quisiera aliviar de la carga de su peso a una pierna cansada. Pero con aquel casi imperceptible movimiento el pie vino a quedar a unas cuantas pulgadas del zapato de Vance.
—Yo que usted no trataría de hacer eso —dijo Vance con fría sonrisa, clavando en el hombre la mirada—, a menos, claro está, que quiera usted que le rompa la pierna y le disloque la cadera. Estoy familiarizado con el juego, que aprendí en el Japón.
Quaggy retiró bruscamente el pie y no dijo nada.
—Ayer mañana encontré un balas-rubí en el smoking de Kaspar Kenting —añadió tranquilamente Vance—. Un balas-rubí falta también en la colección del viejo Karl. Interesante detalle matemático, ¿no es cierto?
—No veo por ninguna parte tal interés —replicó el otro con sorna.
Vance le miró indulgente.
—Es que me pregunto si habrá alguna relación entre ese falso rubí y los ópalos negros que tenía usted en su habitación… Y a propósito, ¿tendría inconveniente en manifestarnos dónde obtuvo tan valiosos ejemplares?
Quaggy hizo un ruido con la garganta que me sonó a desdeñosa risita, pero no cambió la expresión de su rostro. Como no contestó, Vance se dirigió al fiscal del distrito.
—Markham, en vista de la actitud del caballero y del hecho de que es la última persona que estuvo con el desaparecido Kaspar, creo que sería conveniente retenerle como testigo principal.
Quaggy se irguió como si le hubieran pinchado.
—Esos ópalos llegaron a mi poder por medios legítimos —contestó rápidamente—. Se los compré anoche a Kaspar, pues me dijo que necesitaba algún dinero efectivo para la velada.
—¿Sabía usted que las piedras formaban parte de la colección Kenting?—-preguntó Vance en tono severo.
—No inquirí de dónde procedían —contestó Quaggy, ceñudo—. Confié, naturalmente, en mi amigo.
—Naturalmente —murmuró Vance.
Mistress Falloway se puso en pie, apoyándose pesadamente en su bastón.
—Ya hace tiempo —dijo— que sospechaba yo que Kaspar recurría a esa colección de gemas para conseguir dinero para el juego. Alguna vez he bajado a contemplar los ejemplares, y siempre me parecía que faltaban en mayor número… Pero estoy muy cansada, y ya he reposado bastante para volver a mi habitación.
—Espere un momento, mistress Falloway —intervino Kenting. (Yo había advertido que estuvo mirando a la anciana desde que regresamos a la casa, y, al parecer, ya no podía contener su curiosidad)—. No comprendo por qué estaba usted esta noche en el parque…
La señora le dirigió una melancólica mirada.
—Mister Vance comprende, y eso basta —contestó secamente. Su mirada se apartó de Kenting y pareció abarcarnos a todos con graciosa expresión—. Buenas noches, caballeros.
Echó a andar hacia la puerta con paso incierto, y Vance corrió a ponerse a su lado.
—Permítame, señora, que la acompañe. Son muchos escalones hasta su habitación.
La anciana le dio las gracias con una inclinación de cabeza, y, por segunda vez en aquella noche, se apoyó en su brazo. Fraim Falloway no se levantó para ayudar a su madre; parecía ausente de todo lo que pasaba. Markham, tras lanzar una significativa mirada al sargento, abandonó su sillón y tomó el brazo libre de la anciana. Heath se aproximó más a Quaggy, que seguía en pie. Mistress Falloway salió lentamente del salón con sus acompañantes. Yo los seguí.
La anciana fue subiendo por las escaleras a costa de grandes esfuerzos. Tenía que detenerse a cada momento, a cada paso, y cuando llegamos a su dormitorio se dejó caer en un sillón completamente agotada.
Vance tomó su bastón y lo colocó en el suelo, a su lado.
—Desearía hacerle unas preguntas, si no está usted demasiado cansada —dijo con su voz más bondadosa.
La anciana asintió con un gesto, y sonrió débilmente.
—Unas preguntas no me harán ningún daño, mister Vance.
—¿Por qué hizo usted el tremendo esfuerzo de ir a pie hasta el parque? —comenzó preguntando Vance.
—Pues para recoger todo aquel dinero —contestó la anciana, con burlona franqueza—. De todos modos, no intenté ir andando todo el camino: tomé un coche que me llevó hasta unos centenares de metros del árbol. Piense lo rica que habría sido si no me hubiesen sorprendido in fraganti. Usted me lo ha estropeado todo —añadió, con un suspiro.
—Lo lamento muchísimo —dijo Vance, en son de broma—. Pero realmente no había un dólar en aquel paquete —hizo una pausa y miró con ansiedad a la dama—. Dígame, mistress Falloway: ¿cómo supo usted que su hijo pensaba ir al árbol a buscar el dinero del rescate?
Por un momento el rostro de mistress Falloway fue como una máscara. Después dijo, con voz clara y profunda:
—Es muy difícil engañar a una madre, mister Vance. Fraim conocía la nota del rescate y las instrucciones que se daban en ella. Sabía también que Kenyon reuniría el dinero, fuese como fuese. El muchacho subió y me lo contó todo, en cuanto ustedes abandonaron la casa esta tarde. Volvió a mi habitación un poco antes de las diez de la noche, después de haber pasado la tarde con su hermana y con Kenyon, y me dijo que iba a salir. Aunque lo hace con frecuencia, comprendí en seguida lo que llevaba en la imaginación. Alegó un compromiso importante…, pero yo siempre sé cuándo Fraim me dice la verdad, aunque él no se da cuenta. Inmediatamente supuse adonde iba y a lo que iba. Lo leí en sus ojos. Y…, y me propuse salvarle de tal infamia [8] .
Vance guardó silencio un momento, como si considerase a la fatigada anciana con piedad y admiración, y Markham hizo un gesto de simpatía.
—Pero Fraim es un buen muchacho en el fondo…, créanlo —añadió la señora—. Le falta únicamente algo…, fuerza de cuerpo y de espíritu, quizá.
Vance se inclinó.
—Estamos de acuerdo, mistress Falloway. Su hijo no es un ser normal. Necesita atención médica. ¿Nunca le hizo usted someter a una prueba de metabolismo básico?
La anciana negó con un movimiento de cabeza.
—¿Es diabético? —prosiguió Vance.
—No —dijo mistress Falloway, con voz débil.
—¿Anémico?
La dama hizo un nuevo gesto negativo.
—¿Sifilítico?
—La verdad es, mister Vance, que nunca le han examinado. ¿Qué opina usted que será? —preguntó la anciana, con vivo interés.
—No me atrevo a aventurar una opinión —contestó Vance—; pero me inclino a creer que es una insuficiencia endocrina…, una falta de alguna secreción interna, algo así como una perturbación hormónica definida y prolongada. Puede ser tiroidea, paratiroidea, pituitaria o adrenal. O quizá astenia neurocirculatoria. Es lamentable cuán poco sabe todavía la ciencia acerca de estas cosas. Se está haciendo, sin embargo, una gran labor en ese sentido, y constantemente se realizan progresos. Creo que debería usted hacer examinar a su hijo. Quizá sea algo que pueda remediarse.
Vance rasgueó sobre la página de un librito de notas, y, arrancándola, la entregó a mistress Falloway.
—He aquí el nombre y la dirección de uno de los más eminentes endocrinólogos de nuestro país. Vaya usted a verle por el bien de su hijo.
La anciana tomó la hoja de papel, la dobló y se la guardó en uno de los grandes bolsillos de su falda.
—Es usted muy bueno… y muy comprensivo, mister Vance —dijo—. En cuanto lo vi a usted en el parque esta noche supe que comprendería. El amor de una madre…
—Sí, sí…, naturalmente —murmuró Vance—. Y ahora me parece conveniente que bajemos al salón para que tenga usted una noche de reposo bien ganado.
La anciana le miró con gratitud y le alargó su mano, que él tomó y se llevó a los labios con una graciosa inclinación.
—Mi sincera admiración, señora —dijo.
Cuando volvimos a entrar en el salón encontramos el grupo como lo habíamos dejado. Fleel y Kenyon, todavía rígidamente sentados cerca de la ventana de delante, como abatidas figuras de madera. Quaggy, meditabundo, seguía fumando ante el sillón en que Vance había estado sentado; y Heath, con las vigorosas piernas extendidas, continuaba a su lado lanzándole desafiadoras miradas. Sobre el sofá, con la cabeza inclinada, la boca abierta y los brazos colgando inertes, dormitaba Fraim Falloway. Ni siquiera levantó la mirada cuando entramos; y en seguida me cruzó por el pensamiento la idea de que quizá el suyo no fuese un caso glandular, sino meramente las primeras fases de una encefalitis letárgica.
Vance lanzó una rápida mirada a su alrededor, y, acercándose al sillón, se sentó con desgana y encendió un nuevo cigarrillo. Markham y yo permanecimos en pie junto a la puerta.
—Existen varias cuestiones —comenzó diciendo Vance, pero se detuvo bruscamente y añadió—: Creo que mistress Kenting debería estar con nosotros para esta discusión. Después de todo, es su marido el que ha desaparecido, y sus sugestiones pudieran sernos muy útiles.
Kenyon Kenting se puso en pie, moviendo enérgicamente la cabeza en señal de aprobación.
—Creo que tiene usted razón, mister Vance —dijo, dirigiéndose hacia la puerta—. Yo mismo voy a buscar a Madelaine.
—Espero que no sea demasiado tarde para molestarla —dijo Vance.
—¡Oh, no, no! —le tranquilizó Kenting—. Casi nunca se retira tan temprano. Hace mucho tiempo que no duerme bien, y lee hasta altas horas de la noche. Hoy estuve con ella hasta las nueve y media y estaba terriblemente nerviosa; es seguro que no habrá pensado en retirarse hasta conocer el resultado de nuestros planes.
Al terminar de hablar salió precipitadamente de la habitación y le oímos subir por las escaleras. Unos momentos después llegó hasta nosotros el ruido de los enérgicos y repetidos golpes que daba sobre una puerta. Hubo a continuación un largo silencio, y luego se oyó el crujido de una puerta al abrirse violentamente. Vance, inclinado hacia adelante en su sillón, parecía estar esperando algo.
A los pocos minutos Kenting bajaba precipitadamente y aparecía en el umbral mirándonos con los ojos muy abiertos. Parecía estar sin aliento, horrorizado, y tuvo que agarrarse al marco de la puerta, como buscando apoyo.
—¡No está! —exclamó, con voz ronca—. Llamé a la puerta varias veces, pero nadie me respondió. Entonces intenté abrir, pero estaba cerrada con llave. Por la habitación de Kaspar entré en la de Madelaine. Las luces están todas encendidas, pero ella no se encontraba allí…
Tomó aliento, ahogado de emoción, y tartamudeó, con tremendo esfuerzo:
—¡La ventana… del jardín… está abierta de par en par, y la escalera apoyada bajo el alféizar!