10. EL ÁRBOL DEL PARQUE

(Jueves 21 de julio, 9:45 de la noche)

Vance, Markham y yo comimos en el Stuyvesant Club aquella noche. Yo había acompañado a Vance a casa, donde se cambió sus ropas por otras más ordinarias y resistentes. Tuvo muy poco que decirme después de abandonar el despacho de Markham a las cinco de la tarde. Todos los detalles para la excursión nocturna habían quedado convenidos.

Vance estaba de un humor peculiar. Yo creía que tomaría el asunto más seriamente, pero sólo parecía un poco desconfiado, como si la situación no estuviese completamente clara, a su juicio. No mostró la más ligera aprensión; pero, no obstante, al disponerse a abandonar la casa, me entregó una automática del cinco. Cuando me la guardé en el bolsillo exterior de la americana, donde podría tenerla más a mano, movió la cabeza y sonrió de un modo extraño.

—No se necesitan tantas precauciones, Van —me dijo—. Póntela en el bolsillo del pantalón y olvídate de ella. Si he de decirte la verdad, ni siquiera estoy seguro de que esté cargada. Yo también llevaré una, pero solamente para embromar al sargento. No tengo la menor idea de lo que va a suceder, pero puedo asegurarte que no tendremos fuegos artificiales. El tremendo melodrama preparado por el sargento va a resultar un fracaso.

Yo argüí que los secuestradores eran gente peligrosa y que los anónimos con conminaciones de la naturaleza del que Fleel había presentado, al fiscal del distrito no eran para tomarlos demasiado a la ligera.

Vance sonrió, burlón.

—Oh, yo no los tomo a la ligera —replicó—. Pero estoy seguro de que no hay que darles el valor que aparentan. Por otra parte, acurrucarse indefinidamente entre las ramas de un árbol no es lo que pudiéramos llamar un divertido deporte nocturno… A pesar de todo —añadió—, quizá podamos presenciar algo interesante, aunque no tengamos la oportunidad de echar el guante a la persona responsable de la desaparición de Kaspar.

Deslizó la pistola en un bolsillo, se abotonó la solapa y se arregló las ropas lo más cómodamente posible. Después se encasquetó un sombrero blando y se encaminó a la puerta.

—¿Vamos?

A las ocho encontramos a Markham esperándonos en el Stuyvesant Club. Parecía preocupado y nervioso, y Vance intentó reanimarle. Ya en el comedor, Vance tropezó con algunas dificultades para su menú. Pidió los platos más exóticos, ninguno de los cuales figuraba en la carta, y se conformó finalmente con un tournedo de boeuf et pommes de terre suflées. Después tuvo una larga discusión con el sommelier respecto al vino, y pidió unas crépes suzettes tras haber explicado prolijamente al camarero cómo quería que se las hiciesen. Durante la comida estuvo de muy buen talante, resistiéndose al contagio del sombrío humor de Markham. Su conversación estuvo casi enteramente dedicada a los tipos y cualidades de los caballos de dos años que se presentaban aquel día en las diversas pistas y a sus probabilidades de triunfo en las carreras de Hopeful Stakes.

Habíamos acabado de cenar y estábamos tomando el café en el fumador, cuando, poco antes de las diez, se nos reunió el sargento Heath para informarnos de los preparativos que había hecho.

—No hemos olvidado detalle, jefe —anunció, orgulloso—. He hecho colocar cuatro potentes reflectores en una casa de la Quinta Avenida, frente al árbol. Todos se encenderán a un tiempo cuando yo dé la señal.

—¿Qué señal, sargento? —preguntó Markham, curioso.

—La cosa más sencilla, jefe —explicó Heath, con satisfacción—. He mandado colocar una lámpara roja en un poste del alumbrado próximo al árbol, y cuando yo la encienda, con un conmutador portátil que tendré en el bolsillo, esa será la señal.

—¿Qué más, sargento?

—Tendré a mano tres muchachos ocultos en unos taxis estacionados en la Quinta Avenida, vestidos de chóferes, y los tres penetrarán en el parque en cuanto se enciendan los reflectores. Además, situaré un par de coches a cada entrada de la parte este del parque, con lo que el lugar quedará bien cercado, y, por si no bastara, algunos vehículos familiares, de aspecto inocente, circularán por las avenidas cada dos o tres minutos. No se puede impedir que la gente pasee por las veredas; siempre hay un enjambre de enamorados arrullándose por aquellos alrededores, pero esta vez va a haber también algunos agentes con buenos músculos. Nosotros nos situaremos en un punto desde el que se pueda ver el árbol; y mister Vance y mister Van Dine se encaramarán a las ramas, que son muy espesas en esta época del año, y los ocultarán por completo… Después de esto es imposible que se nos escapen los gorilas, a menos que sean muy escurridizos. No creo que tengan mucho que hacer allá arriba —terminó, dirigiéndose a Vance.

—Estoy seguro de que no nos aburriremos —contestó Vance, jovial.

—¿Qué hay del paquete? —preguntó Markham a Heath.

—No se preocupe, señor; todo está arreglado —la voz del sargento, aunque grave y solemne, rezumaba orgullo—. Hablé con Fleel, como sugirió mister Vance, y él irá a depositarlo en el escondrijo poco antes de las once. El paquete es una maravilla; tiene exactamente el mismo tamaño y peso que el fajo de billetes que Kenting llevó esta tarde a su despacho.

—¿Y Kenting?

—Se reunirá con nosotros, así como Fleel, a las diez y media, en la casa de la Quinta Avenida. A ambos les he dado el número, y me han asegurado que no faltarán… ¿No cree usted que será mejor que mister Vance y mister Van Dine se acomoden en el árbol lo más pronto posible?

—¡Oh, sí, sargento! Excelente idea. Ahora mismo nos ponemos en marcha —Vance se levantó y se estiró, con cómica pereza—. Buena suerte, querido.

La actitud de Vance me dio la impresión de que seguía considerando aquel asunto como una farsa innecesaria.

Vance despidió nuestro taxi en el cruce de la calle Ochenta y Tres con la Quinta Avenida, y continuamos a pie hasta la entrada de peatones al parque.

Mientras caminábamos sin apresuramiento, un chófer salió con presteza a la acera y se interpuso, cortándonos el paso. Inmediatamente reconocí a Snitkin bajo su mugrienta gorra. El, aparentemente, no nos dio importancia, pero debió de reconocer a Vance, pues se retiró de pronto, y cuando miré hacia atrás un momento después, vi que había vuelto al coche y ocupaba su lugar al volante.

Era una noche calurosa y pesada, y confieso que sentía cierta emoción mientras caminábamos por entre la arboleda. Había varias parejas sentadas en los oscuros bancos a lo largo del paseo, y de cuando en cuando cruzaba algún peatón. A todos los miré atentamente, tratando de determinar su condición, y preguntándome si serían personajes siniestros relacionados con el secuestro. Vance no les dedicó la menor atención. Llevaba las cejas cínicamente levantadas y no parecía interesarle nada de lo que ocurría a su alrededor.

—¡Qué estúpida aventura! —murmuró, cogiéndome del brazo y conduciéndome por un estrecho sendero hacia un grupo de robles cuyas siluetas se recortaban contra las plateadas aguas del estanque que tenían detrás—. Sin embargo, ¿quién puede profetizar? Nunca se puede decir lo que sucederá en este pícaro mundo. Quizá harás bien en empuñar tu automática cuando te encuentres en tu rama favorita en lo alto del árbol… Yo pienso desabrocharme la solapa del bolsillo de la cadera.

Esta era la primera indicación que daba Vance de que concedía alguna importancia al asunto.

A lo lejos, las desvaídas estructuras del Central Park West se destacaban sobre el azul oscuro del cielo; las luces de sus ventanas me parecieron de pronto desacostumbradamente acogedoras.

Vance cruzó una ancha faja de césped hacia un gran roble cuyo tamaño le destacaba de los demás. Se levantaba en un sitio relativamente oscuro, a cincuenta pies por lo menos de la lámpara más próxima del alumbrado.

—Bien; ya hemos llegado, Van —me anunció Vance en voz baja—. Ahora vamos con nuestra broma…, si es que consideras broma el emular a los gorriones. Yo subiré primero. Búscate una rama donde estés bien oculto, pero desde donde puedas ver fácilmente a través de las hojas.

Se detuvo un momento y, agarrándose a una de las ramas más bajas del árbol, se izó a sí mismo fácilmente. Le vi ponerse en pie sobre la rama, alcanzar la que tenía sobre la cabeza y volverse a encaramar. Un momento después había desaparecido entre el denso follaje.

Yo le seguí inmediatamente, aunque no tuve la agilidad que él desplegó, pues me columpie largo rato entre las ramas más bajas antes de poder trepar a las superiores. Estaba aquello muy oscuro y me costaba trabajo asegurar el pie mientras dedicaba mi atención a seguir encaramándome. Al fin encontré una rama en forma de horquilla, sobre la que pude instalarme con regular comodidad, y desde la que podía mirar, a través de las estrechas aberturas de las hojas, en casi todas direcciones. A los pocos momentos oí a mi izquierda la voz de Vance, que estaba situado al otro lado del ancho tronco.

—¡Buena aventura! —comentó—. Yo creí que habían terminado los días de mi niñez. Y lo malo es que no hay ni una sola manzana en el árbol. Ni siquiera una cereza. Una almohada no nos vendría mal.

Llevábamos unos diez minutos en silencio en nuestro precario retiro, cuando una corpulenta figura, en la que reconocí a Fleel, apareció por el sendero de la izquierda. Se detuvo irresoluto unos momentos frente al árbol y miró a su alrededor. Después siguió avanzando por el sendero, aproximándose a nuestro refugio. Si alguien estaba observando, no dejaría de advertir su presencia, pues eligió un momento en que no había persona visible en un radio considerable.

Se detuvo bajo la rama en que yo estaba, doce o catorce pies más arriba, y pasó la mano por el tronco del árbol hasta encontrar el gran agujero irregular de la derecha; luego sacó un paquete de debajo de su americana. El paquete tenía unas diez pulgadas de largo y cuatro en cuadro, y lo introdujo lenta y cuidadosamente en la oquedad. Retrocediendo, encendió ostentosamente un cigarrillo, arrojó a un lado el fósforo encendido, y se encaminó sosegadamente hacia la izquierda para tomar otro sendero situado unos cien metros más allá.

En aquel momento acerté a mirar hacia la estrecha avenida por donde habíamos entrado en el parque, y a la luz de los faros de un coche que pasaba advertí de pronto un hombre astrosamente vestido, apoyado con indolencia contra un banco, y que evidentemente observaba a Fleel mientras se alejaba. A los pocos momentos vi que el mismo individuo surgía de la oscuridad, estiraba los brazos y se encaminaba hacia el Norte por el sendero.

—¡Caramba! —murmuró Vance, en voz apenas perceptible—. Parece ser que el servicial Fleel ha sido espiado…, que es precisamente lo que el sargento deseaba. Si todo se desenvuelve normalmente, no tendremos que anidar en estas ramas más allá de quince minutos. Espero que el secuestrador, o su agente, sea un muchacho activo. Me duele ya el cuerpo de adoptar posturas raras.

No había, en efecto, pasado más de diez minutos, cuando vi que una sombra avanzaba hacia nosotros por el Norte. Nadie había transitado por aquel sendero poco conocido y mal alumbrado desde que ocupábamos nuestros puestos en el árbol. Cada vez que pasaba bajo una luz, percibíamos un detalle adicional del personaje que se aproximaba: una larga capa oscura, que parecía arrastrar por el suelo; un curioso sombrero en forma de casquete con el ala doblada hacia abajo y muy echada sobre los ojos; y un delgado bastón en el que se apoyaba fuertemente al andar.

Sentí una involuntaria tensión de mis músculos; me encontraba anhelante y nervioso. Me agarré fuertemente con la mano izquierda a la rama en que estaba sentado y palpé con la otra la culata de la pistola para asegurarme de que la tenía a mi alcance.

—¡Qué emocionante es esto! —oí musitar a Vance, aunque su voz no revelaba la menor excitación—. Este puede ser el criminal que estamos esperando. Pero ¿qué diantres haremos con él cuando le cojamos? ¿Por qué camina con tan desesperante lentitud?

En efecto, la figura del oscuro casquete se movía con vacilante paso, haciendo frecuentes paradas para mirar a derecha e izquierda, como si tratase de apreciar su situación en todas direcciones. Era imposible decir si el extraño personaje era grueso o delgado, a causa de su capa flotante. Era como una forma siniestra, que se deslizaba por la semioscuridad, y proyectaba sobre el sendero una sombra grotesca a medida que avanzaba. Su paso era tan cauto y lento que me recorrió un escalofrío al ver aquella misteriosa Némesis cada vez más próxima a pesar de sus pausas desesperantes.

—Es un tipo de ficción —murmuró Vance—. Sólo Eugenio Sue pudo haberlo soñado. Espero que este árbol sea su destino. Sería lo más lógico.

La informe sombra estaba ya frente a nosotros, se detuvo siniestra y miró en nuestra dirección. Oteó después a lo largo del estrecho sendero por donde había venido, y a los pocos momentos reanudaba su cautelosa marcha hacia el grupo de robles. Sus pasos sobre la faja de césped fueron aún más lentos que sobre el asfalto del paseo. Nos pareció que pasó un tiempo interminable hasta que la confusa forma llegó al árbol en que estábamos encaramados, y sentí entonces que un escalofrío me recorría la espina dorsal. El aparecido se situó bajo las ramas, a pocos pies del tronco, y se volvió para mirar en todas direcciones.

Luego; como en un arranque de energía, el misterioso personaje avanzó hasta el escondrijo natural que presentaba al lado este del árbol, y tras hurgar en él unos momentos, retiró el paquete que Fleel había depositado allí un cuarto de hora antes.

Miré emocionado hacia la lámpara roja instalada sobre la columna del alumbrado, que Heath nos había descrito, y la vi destellar como el grotesco guiño de un monstruo. De pronto hendieron las sombras unos ramalazos de luz blanca procedentes de la Quinta Avenida, y el árbol y sus inmediaciones quedaron bañados en brillante iluminación. El resplandor me cegó un momento, pero noté un murmullo de actividad a nuestro derredor. Sonó en seguida a mi izquierda la asombrada voz de Vance.

—¡Oh, mi palabra! —exclamó una y otra vez.

Y oí que hacía crujir las ramas al descender del árbol. Al fin le vi saltar desde la rama más baja y posarse graciosamente en el suelo como un hábil gimnasta.

Todo pareció suceder simultáneamente. Markham, Fleel y Kenyon Kenting atravesaron corriendo el prado, precedidos por Heath y Sullivan. Los dos detectives fueron los primeros en llegar al árbol y se arrojaron sobre el individuo de la capa negra en el momento en que se disponía a alejarse de aquellos lugares. Cada policía le agarró por un brazo, haciéndole imposible la huida.

—¡Buena faena! —gritó Heath, satisfecho, mientras yo me dejaba caer a tierra empuñando fuertemente mi automática.

Vance surgió de detrás del árbol y se colocó resueltamente ante Heath.

—¡Mi querido amigo…, oh, mi querido amigo! —gritó con energía—. ¡No se precipite demasiado!

Mientras tanto, dos taxis desembocaron, en viraje audaz, por el paseo de la izquierda entre continua algarabía de bocinazos. De pronto se detuvieron con espantoso rechinar de frenos, saltaron de ellos los dos chóferes y se precipitaron en la escena empuñando dos fusiles ametralladoras.

Heath y Sullivan miraron a Vance con mudo asombro.

—¡Échese atrás, sargento! —ordenó Vance—. Es usted demasiado rudo. Yo terminaré este asunto.

El tono de su voz enfrió el celo de Heath. Tanto él como Sullivan soltaron al misterioso ser que tenían sujeto y retrocedieron un paso, mezclándose con el asombrado grupo formado por Markham, Fleel y Kenting.

El acorralado culpable no se movió, excepto para levantar y echar hacia atrás el ala del sombrero, dejando ver su rostro al resplandor de los reflectores.

Ante nosotros, débil y temblorosa, apoyada en su bastón, con el paquete de falsos billetes todavía apretadamente agarrados en su mano izquierda, surgió la venerable figura de mistress Andrews Falloway. Su rostro no mostraba el menor síntoma de temor o agitación; por el contrario, había como un aire de tranquila satisfacción en su mirada casi triunfal.

Y dijo en su voz cálida y culta, como cambiando galanterías con alguien a la hora del té:

—¿Cómo está usted, mister Vance?

Una ligera sonrisa iluminó sus facciones.

—Perfectamente, muchas gracias, mistress Falloway —contestó dulcemente Vance, con una cortés inclinación—; aunque debo confesar que la tosca rama que elegí en la oscuridad era un poco incómoda y puntiaguda.

—De veras que lo siento, mister Vance —dijo la señora, sonriendo todavía.

En aquel momento un nuevo personaje cruzó rápidamente el prado, y sin pronunciar palabra se unió al grupo, colocándose detrás de la anciana. Era Fraim Falloway. Mostraba en su rostro una expresión entre asombrada y abatida. Vance le lanzó una rápida mirada, pero no volvió a ocuparse de él. Su madre debió de verle por el rabillo del ojo, pero no dio muestras de haberse enterado de su presencia.

—Muy tarde está usted esta noche fuera de casa, mistress Falloway —continuó diciendo Vance, en tono de broma.

—Pero al menos el paseo ha sido muy provechoso —contestó la señora, endureciendo la voz. Mientras hablaba alargó a Vance el paquete—. Ahí tiene un envoltorio…, que contiene dinero, según creo…, y que me he encontrado en el hueco del árbol. Comprenderá usted —añadió, sonriente— que ya me voy haciendo vieja para billetitos de amantes. ¿No le parece?

Vance tomó el paquete y se lo arrojó a Heath, que lo recogió con automática destreza. El sargento, como el resto del grupo, contemplaba con estupefacto asombro el desarrollo de aquel extraño e inesperado drama.

—Estoy seguro de que usted nunca será demasiado vieja para semejantes misivas —murmuró Vance, galantemente.

—Es usted un adulador empedernido, mister Vance —sonrió la dama—. Dígame: ¿qué piensa usted de mí después de esta pequeña…, cómo la llamaremos…, escapada nocturna?

—Pienso que es usted una madre amantísima —dijo en voz baja, fijos los ojos en la mujer. Y el tono de su voz cambió rápidamente de nuevo—; pero ya ve usted que hay mucha humedad, y que ya es demasiado tarde para volver a casa andando —miró entonces al boquiabierto Heath, y preguntó—: Sargento, ¿sabe alguno de sus falsos chóferes conducir su taxi con módica seguridad?

—Ya lo creo que saben —contestó Heath—. Snitkin fue muchos años chófer particular antes de entrar en la Policía.

En aquel momento me di cuenta de que uno de los hombres que habían cruzado el prado empuñando los fusiles ametralladoras, ahora abatidos, era el mismo conductor que nos había estorbado el paso al entrar en el parque.

—¡Magnífico, entonces! —exclamó Vance, colocándose junto a mistress Falloway y ofreciéndole su brazo—. ¿Puedo tener el placer de conducirla a usted a su casa?

La anciana se agarró a su brazo sin dar muestras de vacilación.

—Es usted muy caballeroso, mister Vance —murmuró, conmovida.

Vance se dispuso a cruzar el prado con su pareja.

—¡Vamos, Snitkin! —llamó perentoriamente.

El detective corrió a su coche y abrió la portezuela. Un momento después se perdían en la gran arteria del tráfico que conduce al Central Park West.