(Jueves 21 de julio, 11:15 de la mañana)
En la residencia de los Kenting encontramos a Kenyon, a Fleel, al joven Falloway y a Porter Quaggy reunidos en el salón. Todos tenían aire solemne y preocupado, y nos saludaron con la gravedad apropiada a las circunstancias.
—¿Traen ustedes la nota, caballeros? —preguntó inmediatamente Kenting, con avidez—. Fleel acaba de decirme lo que contiene, pero me gustaría ver el mensaje.
Vance sacó la nota del bolsillo y la colocó sobre la mesita que tenía al lado.
—Es lo acostumbrado —dijo—. Dudo que encuentre usted más de lo que Fleel le haya informado.
Kenting cruzó la habitación, sin pronunciar palabra, sacó de su sobre el doblado papel y lo leyó cuidadosamente mientras lo alisaba sobre la carpeta.
—¿Qué cree usted que debemos hacer? —le preguntó Markham—. Personalmente, no me siento inclinado a que satisfaga usted la demanda que ahí se les hace.
Kenting movió la cabeza en turbado silencio.
—Me sentiría para siempre culpable y egoísta si siguiera su consejo —dijo al fin—. Si no satisfago esta petición y le sucede algo a Kaspar…
Dejó la frase sin terminar y se apoyó contra el borde de la mesa, con la mirada dolorosamente fija en el suelo.
—Pero no tengo idea exacta de cómo voy a reunir tanto dinero… y en tan corto plazo —añadió.
—Yo puedo ayudarle con mi contribución —ofreció Quaggy, levantándose de su silla en un rincón de la habitación.
—También a mí me agradaría hacer algo —intervino Fleel—; pero, como usted sabe, mis fondos personales están casi agotados. Como albacea de la hacienda de los Kenting no puedo disponer de dinero para tal fin sin una autorización de los tribunales, y es imposible conseguirla en tan corto espacio de tiempo.
Fraim Falloway, recostado contra la pared, escuchaba atentamente. Un cigarrillo a medio fumar pendía de sus descoloridos labios.
—¿Por qué no lo dejan ustedes correr? —sugirió, con maliciosa sonrisa—. Opino que Kaspar no vale tanto dinero. Y, de todos modos, ¿cómo saben ustedes que van a salvar su vida?
—¡Cállate, Fraim! —rugió Kenting—. Aquí no se ha pedido tu opinión para nada.
El joven Falloway se encogió de hombros, indiferente, y no volvió a pronunciar palabra. La ceniza de su cigarro cayó sobre su grasienta americana negra, que él no se tomó la molestia de sacudir.
—Escuche, mister Fleel —intervino Vance—. ¿Cuál sería la situación financiera de mistress Kenting en el caso hipotético de que muriese Kaspar Kenting? ¿Se beneficiaría con su desaparición…? Es decir, ¿a quién iría a parar la parte de su esposo en la herencia?
—A mistress Kenting —contestó Fleel—. Así está estipulado en el testamento de Karl Kenting, aunque este no conocía a Madelaine por aquel tiempo, pues Kaspar no se había casado todavía. Pero el testamento dice claramente que su parte en la herencia debe ir a su esposa, caso de estar casado y que ella le sobreviviese.
—No hay duda de que mi hermana lo heredaría todo —dijo Fraim Falloway, casi con alegría—. Kaspar nunca se portó bien con ella, y ya es hora de que la pobre empiece a disfrutar de la vida. Por eso les decía a ustedes que es una necedad desprenderse de tanto dinero para que vuelva Kaspar. Si hemos de ser francos, ninguno de los que estamos aquí cree que mi cuñado vale cincuenta centavos.
—Cariñoso y amable punto de vista —murmuró Vance—. Supongo que su hermana tendrá muchas ocasiones de ser indulgente con usted.
Fue Kenyon Kenting el que contestó:
—Así es, mister Vance. Madelaine es una mujer que lo sacrificaría todo por su hermano y su madre. Es muy natural quizá. Pero, después de todo, Kaspar es mi hermano, y creo que debemos hacer algo por él, aunque se me lleve el último céntimo de que dispongo en el mundo, con tal que exista alguna probabilidad de salvarle. Estoy, pues, dispuesto a hacer cuanto esté en mi mano, si ustedes y la Policía se comprometen a mantenerse neutrales, sin hacer ninguna gestión oficial que pueda espantar a los secuestradores.
Miró a Markham como disculpándose, y añadió:
—Estaba discutiendo este punto con mister Fleel cuando ustedes llegaron. Quedamos de acuerdo en que la Policía debe dejarme el campo libre para llevar este asunto siguiendo exactamente las instrucciones contenidas en la nota. Comprenderán ustedes que si es cierto que los secuestradores vigilan mis movimientos, se darán cuenta de que los acecha la Policía, con lo que dejarán de actuar, y Kaspar seguirá en su encierro.
Markham asintió con un movimiento de cabeza.
—Me doy cuenta de su actitud en el asunto, mister Kenting —dijo, con benévolo acento—, y, por tanto, la decisión sobre ese punto debe ser cosa exclusivamente suya. La Policía se volverá de espaldas por ahora, si es eso lo que usted desea.
Fleel hizo un gesto de aprobación a las palabras de Markham.
—Si Kenyon es pecuniariamente capaz de salir de su empeño —dijo—, creo que su propuesta es la más prudente. Aunque ello signifique cerrar momentáneamente nuestros ojos a las consecuencias legales de la situación, se aumentarán las probabilidades de que su hermano regrese sano y salvo. Estoy seguro de que todos ustedes estarán de acuerdo en que, después de todo, esta es la primera consideración que debemos tener en cuenta en el presente caso.
Vance, según todas las apariencias, había estado completamente ausente de esta breve discusión; pero yo comprendí, por el lento y deliberado movimiento de su mano al fumar, que absorbía con el mayor interés cada palabra pronunciada. Al llegar a este punto se puso en pie e intervino en la conversación con curiosa energía.
—Creo —empezó diciendo— que todos ustedes están en un error; yo soy resueltamente opuesto a la retirada de las autoridades, aun temporalmente, en un momento tan crítico de la situación. Sería lo mismo que transigir con una felonía. Además, la referencia que en la nota se hace a la Policía es, a mi parecer, un mero intento de intimidación. No encuentro razón suficiente para que no permitamos a la Policía cierta discreta actividad en el asunto.
Vance habló con acento firme y resuelto, y todos comprendimos que rechazaba de plano lo propuesto por Kenting y Fleel.
Markham guardó silencio cuando Vance hubo terminado, convencido, como yo, de que sus observaciones estaban basadas en un motivo determinado y sutil. Surtieron también su efecto sobre Kenting, pues se le vio vacilar en su primera decisión, y hasta el mismo Fleel pareció considerar de nuevo el asunto.
—Quizá tenga usted razón, mister Vance —admitió Kenting, al fin, en tono inseguro—. Pensándolo bien, me siento inclinado a seguir su consejo.
—Son ustedes unos estúpidos —rezongó Falloway, e inclinándose hacia adelante con los ojos muy abiertos y entreabiertas las mandíbulas, gritó frenéticamente—: ¡Siempre Kaspar, Kaspar, Kaspar! No sé para qué le queremos; es el único que rompe aquí nuestra paz. Nadie piensa más que en Kaspar…
Su voz chillona terminó en un alarido.
—¡Cállate, imbécil! —ordenó Kenting—. ¿Qué haces tú aquí? ¡Ve arriba, a tu habitación!
Falloway inclinó la cabeza sin replicar, cruzó la estancia y se dejó caer en un sillón junto a la ventana.
—Bien; ¿qué se decide, caballeros? —preguntó Markham, con calma—. ¿Seguimos adelante sobre la base de que paguen ustedes el rescate, o entrego el caso al Departamento de Policía para que lo lleve como crea conveniente?
Kenting se puso en pie, alentando con dificultad.
—Me propongo ir ahora a mi despacho —dijo, fatigosamente— y trataré de reunir la cantidad pedida. Creo que lo mejor será que la Policía siga adelante con el asunto —añadió, dirigiéndose a Markham e interrogando a Fleel con la mirada.
—Siento no poder aconsejarle, Kenyon —dijo el abogado en respuesta a la muda pregunta de Kenting—. Es un problema demasiado difícil para dar un consejo positivo. Pero si decide usted dar ese paso, opino que debe dejar los detalles en manos de mister Markham. No hay que decir que si puedo ayudarle en algo…
—Oh, no se preocupe, Fleel; ya me pondré al habla con usted —Kenting se volvió hacia donde estaba Quaggy—: Gracias, Quaggy, por su amabilidad; pero creo que podré arreglar el asunto sin su ayuda, aunque todos apreciamos su generoso ofrecimiento.
Markham iba impacientándose visiblemente.
—Estaré en mi despacho hasta las cinco de la tarde —dijo—. Espero que se pondrá usted en comunicación conmigo antes de esa hora, mister Kenting.
—Oh, lo haré… sin falta —contestó Kenting, con abatida sonrisa—; de ser posible, acudiré en persona.
Se despidió de todos con un ligero movimiento de la mano y salió de la habitación.
Fleel le siguió unos momentos más tarde. Fraim Falloway continuó hundido en su sillón, junto a la ventana, rezongando por lo bajo.
Quaggy se levantó de su asiento y se dirigió a Markham:
—Voy a quedarme un rato más para hablar con mistress Kenting —anunció.
—Oh, perfectamente —convino Vance—. Estoy seguro de que la joven señora necesita que la animen.
Vance se aproximó a la mesa, dobló la nota cuidadosamente y, deslizándola en su sobre, se la guardó en un bolsillo. Después hizo una seña a Markham, y todos salimos a la calle, bajo el bochorno de aquella tarde de verano.
Vueltos al despacho del fiscal del distrito, Markham mandó inmediatamente a buscar a Heath. Tan pronto como el sargento llegó de Centre Street, se le expuso la situación y se le mostró la carta que Fleel había recibido. Heath la leyó apresuradamente y se quedó mirando a Markham.
—Si sigue usted mi consejo, yo no daría un níquel a estos babiecas —comentó, ásperamente—. Pero si ese Kenyon Kenting insiste en ello, supongo que le tendremos que dejar hacer. Es demasiada responsabilidad par^ intentar impedírselo.
—Exactamente —asintió Markham en tono enfático—. ¿Sabe usted dónde está ese famoso árbol del Central Park, sargento?
—¡Le he visto tantas veces que ya le aborrezco! —dijo Heath, explosivamente—. Pero no es un mal sitio. Está cerca de las vías del tráfico y se le puede vigilar en todas direcciones.
—¿Podría usted hacer que los muchachos monten la guardia, en caso de que mister Kenting decida seguir adelante con sus propósitos? —preguntó Markham.
—Deje eso de mi cuenta, jefe —contestó el sargento, con aire de suficiencia—. Hay muchas maneras de hacerlo. Unos reflectores colocados sobre las casas de la Quinta Avenida iluminarán aquel lugar como si fuera de día. Y algunos de mis muchachos, ocultos en taxis o encaramados en el mismo árbol, cogerán aj babieca que se presente a recoger el dinero y se lo entregarán a usted con los puños bien apretados.
—El caso es, sargento, que quizá sea mejor que se lleven el dinero para que nos devuelvan al joven Kenting…, es decir, suponiendo que los secuestradores estén jugando limpio.
—¡Jugando limpio! —repitió Heath, con desprecio—. ¿Conoce usted algún fullero capaz de tal cosa?
Siga mi consejo y deje que cojamos al prójimo que vaya a buscar la pasta. Los muchachos de la Jefatura se encargarán de que cante. Así salvaremos el dinero, nos devolverán al imbécil de Kaspar y cogeremos a los angelitos que hicieron la faena…, todo a un tiempo.
Vance estuvo sonriendo durante esta optimista perspectiva de los futuros acontecimientos. Aprovechando la pausa que siguió a las últimas palabras de Heath, se decidió por fin a hablar:
—Creo, sargento, que se va usted a llevar una decepción. Este caso no es tan sencillo como usted y mister Markham se figuran —el sargento inició una protesta, pero Vance continuó—: ¡Oh, sí, completa! Podrá usted atrapar a alguien, pero dudo que consiga relacionar a su víctima con el secuestro. Por algo, que ya le explicaré, no puedo tomar esa burda nota demasiado en serio. Tengo la idea de que ha sido concebida para alejarnos de la verdadera pista. Sin embargo, el experimento puede ser interesante, y yo disfrutaría participando en él personalmente.
Heath miró a Vance, con aire burlón.
—¿Le gusta trepar a los árboles, mister Vance? —preguntó.
—Lo adoro, sargento; pero tendré que cambiarme de ropa.
Heath se echó a reír y luego se puso más serio.
—Por mí no hay inconveniente, mister Vance —contestó—. Habrá tiempo de sobra para eso.
(Comprendí que el sargento deseaba que Vance ocupase aquella estratégica posición en el árbol, pues a pesar de las constantes pullas de Vance y de su no disimulado desprecio por los procedimientos rutinarios de Heath, el sargento sentía una gran admiración, por no decir una profunda fe, por el amigo de su jefe).
—Es usted muy amable, sargento —sonrió Vance—. ¿Qué traje le parece a usted más apropiado?
—¡El más viejo! —replicó Heath—. Pero elíjalo de color oscuro —y preguntó, dirigiéndose a Markham—: ¿Cuándo sabremos la decisión final, jefe?
—Kenting se pondrá en comunicación conmigo antes que yo abandone el despacho.
—Muy bien. Tendremos tiempo suficiente para hacer nuestros preparativos.
Eran las cuatro de la tarde cuando llegó Kenting. Vance, ávido de conocer cualquier novedad, había esperado en el despacho de Markham, y yo me quedé con él. Kenting llevaba un gran fajo de billetes de cien dólares y lo arrojó sobre la mesa de Markham, con aire de fatal decisión.
—Ahí tiene el dinero, mister Markham —dijo—. Cincuenta mil buenos dólares americanos. Quedo arruinado por completo. Me desprendo de cuanto poseía… ¿Qué opina usted que debe hacerse ahora?
Markham tomó el dinero y lo guardó en uno de los cajones de su archivador metálico.
—Tengo que pensarlo detenidamente —contestó—. Más tarde se lo comunicaré a usted.
—Lo dejo todo en sus manos —dijo Kenting, con un suspiro de alivio.
Le habló de algunas cosas más de poca importancia, y finalmente, Kenting abandonó el despacho con la promesa de Markham de que le comunicaría su resolución dentro de dos o tres horas.
Heath, que había salido a primera hora de la tarde, regresó al poco tiempo, y se discutió con él el pro y el contra del asunto. Al fin quedó eventualmente convenido que Heath enfocaría sus reflectores sobre el árbol, prontos a encenderse a una señal dada, y que tres o cuatro hombres del Homicide Bureau se encontrarían a mano en un momento determinado. Vance y yo, bien armados, nos situaríamos en las ramas más altas.
Vance guardó silencio durante la discusión, pero al final se decidió a intervenir.
—Creo que sus planes son admirables, sargento —dijo, arrastrando la voz—; pero realmente no veo la necesidad de depositar allí el verdadero dinero. Cualquier paquete del mismo tamaño servirá para nuestros propósitos. ¡Ah! Avise a Fleel. Creo que es el individuo más a propósito para colocar el paquete en el escondrijo.
Heath asintió.
—Me parece bien la idea, señor. Es exactamente lo que a mí se me había ocurrido… Pero no hay que perder tiempo. Pongamos manos a la obra…, ¡y al avío!