(Jueves 21 de julio, 10 de la mañana)
A la mañana siguiente, poco antes de las diez, Markham telefoneó a Vance a su departamento, y yo contesté.
—Dígale a Vance —me encargó la perentoria voz del fiscal de distrito— que creo que hará bien en venir inmediatamente a mi despacho. Fleel está aquí, y procuraré entretenerle hasta que él llegue.
Repetí este mensaje a Vance mientras tenía todavía el receptor aplicado al oído, y él me hizo seña con la cabeza manifestando su asentimiento.
Unos minutos después, cuando nos disponíamos a abandonar la casa, se puso repentinamente muy serio.
—Van —me dijo—, quizá haya sucedido ya lo que yo no esperaba tan pronto. Pensé que dispondríamos, por lo menos, de uno o dos días antes que diesen un nuevo paso. Pronto lo sabremos…
Llegamos al despacho de Markham media hora más tarde. Vance no penetró en la sala de recepción de la secretaria del fiscal de distrito, en el viejo edificio del Criminal Court, sino que entró por la puerta reservada que comunicaba el pasillo con el amplio despacho de Markham.
Markham estaba sentado ante su mesa, con aire de gran preocupación, y frente a él, en un gran sillón de cuero, se había acomodado Fleel.
Después de los acostumbrados saludos, Markham anunció, tranquilo:
—Las instrucciones prometidas en la nota del rescate se han recibido ya. Mister Fleel ha encontrado en su correo de la mañana una carta, y ha venido aquí directamente a traérmela. Yo, verdaderamente, no sé qué hacer, ni qué aconsejarle. Pero tú parecías tener algunas ideas acerca del caso, y he creído conveniente que veas la nota, pues juzgo que hay que hacer algo inmediatamente.
Markham recogió la pequeña nota de papel que tenía ante sí y se la entregó a Vance. Era un pedazo de papel de notas doblado dos veces. Su calidad era de las más baratas, como la de esos gruesos blocs que pueden comprarse por una insignificancia en cualquier papelería. Estaba escrito con lápiz, con una letra evidentemente desfigurada. La mitad de los caracteres imitaban a los de imprenta, y, como yo miraba por encima del hombro de Vance, no puedo decir si eran obra de una persona iletrada o habían sido trazados así de propósito, para darnos la impresión de ignorancia por parte del que los escribió.
—Permíteme ver el sobre —pidió Vance—. Es un detalle muy importante.
Markham le dirigió una penetrante mirada y le entregó un sobre estampillado, de no mejor calidad que el papel, cortado cuidadosamente por la parte superior. El cuño de Correos demostraba que la carta había pasado por la estafeta de Westchester Station a las cinco de la tarde anterior.
—¿Dónde está la Westchester Station? —preguntó Vance, sentándose perezosamente en una silla y sacando un cigarrillo.
—Lo hice averiguar tan pronto como mister Fleel me entregó la nota —respondió Markham—. Está en el alto Bronx.
—Interesante —murmuró Vance—. East Side; toda una vuelta a la ciudad, como si dijéramos… ¿Y cuáles son los límites de este distrito?
Markham echó una mirada a una amarilla hoja que tenía sobre la mesa.
—Ocupa una sección de nueve o diez millas cuadradas al este de Bronx, entre los ríos Hutchinson y Bronx, formando un zigzag por la parte del Oeste. Es un territorio muy desolado por algunos sitios y, en realidad, el distrito más difícil de Nueva York para encontrar en él a nadie guiándose por un simple sello de Correos.
Vance desplegó la nota, se ajustó el monóculo y leyó cuidadosamente la comunicación, la cual decía así:
«Señor: Sé que usted y su familia tienen dinero, y a menos que deposite cincuenta mil dólares en el hueco del roble que está a doscientos pies oeste del lago viejo de Central Park, el jueves, a las once de la noche, mataremos a Kaspar Kenting. Es el último aviso. Si se lo comunica usted a la Policía, el trato quedará roto y no acudiremos. Vigilamos todos sus movimientos».
El odioso mensaje estaba firmado con dos cuadrados entrecruzados, hechos a trazos de pincel, parecidos a los que ya habíamos visto en la nota de rescate dejada en el alféizar de la casa de los Kenting.
—No es más original que la primera comunicación —comentó Vance secamente—. Pero estoy seguro de que la persona que redactó esta amenazadora epístola no es tan ignorante como nos quiere hacer creer…
Vance miró al abogado, que estaba observándole con toda atención.
—¿Qué opina usted de la situación, mister Fleel? —le preguntó.
—Quiero dejar este asunto en manos de mister Markham y sus consejeros —dijo el abogado—. Personalmente, no sé qué decir… y no se me ocurre ninguna sugestión. La cantidad exigida para el rescate no podrá posiblemente salir de la herencia, pues los fondos que se me han confiado están casi todos en bonos a largo plazo. No obstante, estoy seguro de que mister Kenyon Kenting podrá reunir la suma necesaria y se cuidará del asunto…, si tal es su deseo. La decisión, naturalmente, le corresponde a él por completo.
—¿Conoce esta nota? —preguntó Vance.
—Todavía no, a menos que haya recibido también una copia. Yo traje esta inmediatamente a mister Markham. Pero mi opinión es que Kenyon debe conocerla, y era mi intención marchar desde aquí a casa de los Kenting para informarlos de este nuevo incidente. Kenyon no se encuentra en su despacho esta mañana; me imagino que estará pasando el día con mistress Kenting. No haré nada, sin embargo, sin el consentimiento de mister Markham.
El abogado miró al fiscal del distrito como si esperase respuesta a su observación.
Markham se había levantado y estaba junto a una de las ventanas que daban a Franklin Street y a los grises muros de las Tombs. Tenía las manos entrelazadas a la espalda, y un cigarro sin encender pendía desmayadamente de sus labios. Era la actitud característica de Markham cuando estaba a punto de tomar una decisión importante. Pasado un rato, regresó a su mesa y se volvió a sentar.
—Mister Fleel —dijo, lentamente—, creo que debe usted ir inmediatamente a ver a Kenyon Kenting para ponerle al corriente de las circunstancias.
Había cierto titubeo en sus palabras, como si hubiese llegado a una decisión, pero sin estar todavía seguro de la facilidad de su aplicación lógica.
—Celebro que opine usted de ese modo, mister Markham —dijo el abogado—, pues creo que Kenyon tiene derecho a saberlo todo. Al fin y al cabo, si hay que tomar alguna decisión respecto al dinero, él es el llamado a ello.
Se levantó mientras hablaba y recogió el sombrero, que había dejado en el suelo. Después se encaminó hacia la puerta con paso resuelto.
—Estoy completamente de acuerdo con ustedes dos —murmuró Vance, que no había dejado de fumar, fija la mirada en el espacio—. Sólo que le pediría a usted, mister Fleel, que se quedase en casa de los Kenting hasta que lleguemos Markham y yo.
—Esperaré —farfulló Fleel, mientras hacía girar la puerta de cuero para salir al antedespacho.
Vance se recostó en su silla, estiró las largas piernas y miró ensoñador por las ventanas. Markham le observó durante algún tiempo sin pronunciar palabra. Al fin pareció no poder aguantar por más tiempo el silencio, y preguntó, con ansiedad:
—Bien, Vance, ¿qué piensas?
—Tantas cosas, que no puedo enumerarlas. Y probablemente, todas son frívolas y sin valor.
—Bien; pero para especificar más —continuó diciendo Markham, esforzándose por dominar su mal humor—, ¿qué opinas de esta nota?
—Es completamente auténtica…, completamente —contestó Vance, sin titubear—. Como ya te tengo dicho, hay alguien que necesita dinero con desesperación. El negocio se lleva a toda prisa. Demasiado precipitadamente para mi gusto. Pero no hay que perder de vista la premiosidad de la petición. Creo que tenemos que hacer algo sin pérdida de momento.
—Las instrucciones me parecen algo vagas…
—No. ¡Oh, no, Markham! Por el contrario. Son muy explícitas. Conozco bien el árbol. Los amantes románticos depositan en él sus billetes de amor. No habrá dificultades por esa parte. Sitio tranquilo. Todos los accesos, visibles. Es una encrucijada tan buena como otra cualquiera para la transacción de un negocio sucio. No obstante, la haremos vigilar adecuadamente por la Policía…
Markham guardó silencio largo tiempo, fumando, con el entrecejo fruncido.
—Esta situación me desespera —refunfuñó al fin—. Los periódicos sólo se ocupan de este asunto, como habrás podido apreciar. Todo se vuelve censurar a la Policía por haber rehusado informar a los federales. Quizá hubiese sido mejor que yo me lavase las manos desde un principio. No me gusta el asunto…, rezuma veneno. Y no tenemos ninguna pista. Yo confiaba, como siempre, en tus impresiones.
—No nos quejemos, querido Markham —le animó Vance—. Apenas fue ayer cuando ocurrió el suceso.
—Pero yo tengo que hacer algo —insistió Markham, descargando el puño sobre la mesa—. Esta nueva nota cambia por completo el aspecto del asunto.
—Tú sabes que realmente no cambia nada, Markham. Era precisamente lo que yo estaba esperando —recalcó Vance, muy dueño de sí.
—Bien —estalló Markham—, pues ahora que ha llegado, ¿qué te propones hacer?
Vance miró al fiscal de distrito, con burlón sobresalto.
—Pues pienso ir a la Casa Púrpura —dijo, calmosamente—. No soy psicólogo, pero algo me dice que encontraremos allí una mano que señalará nuestras futuras actividades.
—Bien; si esa es tu idea, ¿por qué no fuiste con Fleel? —preguntó Markham.
—Porque deseaba darle tiempo suficiente para comunicar las noticias a los otros y discutir el asunto con el hermano Kenyon —Vance expelió una serie de anillos de humo hacia la araña del techo—. No hay nada como dejar que todos sepan los detalles del caso. Adelantaremos más de ese modo.
Markham entornó los párpados y miró en forma escudriñadora a Vance.
—¿Crees, acaso —preguntó—, que Kenyon Kenting tratará de reunir el dinero para hacer frente a las demandas de esa carta infamante?
—Es muy posible…, muy posible. Y, además, espero que querrá que la Policía le deje libres las manos. De todos modos, ya es hora de que nos pongamos en camino para averiguarlo —Vance se puso trabajosamente en pie y se encasquetó con cuidado su sombrero Bangkok—. ¿Tienes humor para acompañarme, Markham?
Markham oprimió un timbre colocado al borde de su mesa y dio varias instrucciones al secretario que contestó a su llamada.
—El asunto es demasiado importante —dijo, volviéndose a Vance—. Te acompañaré —añadió, consultando su reloj—. Mi coche está abajo.
Salimos por el despacho particular, atravesamos las cámaras de los jueces y descendimos por el ascensor especial hasta el vestíbulo.