7. LOS ÓPALOS NEGROS

(Miércoles 20 de julio, 1:15 de la tarde)

Ya en el gabinete, Fleel se sentó con aire displicente y confiado y esperó a que Vance o Markham le hablasen. Su aspecto era el de un hombre activo y competente, pero con cierta falta de energía. Me dio la sensación de que, de querer, podría proporcionarnos informes más seguros y razonados que ningún otro miembro de la familia. Pero Vance no le interrogó con gran extensión. Parecían interesarle poco aquellas frases del caso en que el abogado pudiera haber tenido informes o sugestiones que ofrecer.

Mister Kenting nos ha dicho —empezó Vance— que su hermano le pidió recientemente una importante suma de dinero para hacer frente a sus deudas, y que, al serle negada, Kaspar se dirigió a usted como uno de los albaceas testamentarios.

—Es completamente cierto —respondió Fleel, quitándose el cigarro de la boca y alisando la envoltura con un dedo humedecido—. Yo también rechacé su petición: pues, para empezar, no creí del todo la historia que me contó mister Kaspar Kenting. Ha anunciado el lobo tan frecuentemente que me he hecho escéptico y no me dejé impresionar. Además, mister Kenyon Kenting y yo habíamos consentido en entregarle una importante cantidad —diez mil dólares, para ser exacto— hacía solamente unas semanas, para sacarle de parecidas dificultades. Lo hicimos, claro está, por su esposa más que por él…, como ya otras tantas veces; pero, desgraciadamente, ningún beneficio le habían reportado a ella estos anticipos sobre el patrimonio de su marido.

—¿Mister Kaspar le vio a usted personalmente? —preguntó Vance.

—No. Me llamó por teléfono. Yo no le pedí otros detalles que los que me dio voluntariamente, y estuve algo brusco con él… Hay que decir que Kaspar ha sido un verdadero problema para los albaceas de la herencia.

—A pesar de lo cual —continuó Vance—, me imagino que su hermano, así como usted, harán todo lo posible para rescatarle, aunque tengan que cumplir las condiciones de la nota de los secuestradores. ¿No es así?

—No veo que haya otro remedio —dijo el abogado, sin gran entusiasmo—, a menos, claro está, que el asunto pueda arreglarse satisfactoriamente sin pagar ese dinero. No hay que decir que no estamos seguros de que este sea un secuestro bona fide. El secuestro es un crimen repugnante…

—Por completo —convino Vance con un suspiro—. Nos coloca a todos en el trance más apurado. Pero nada se puede hacer hasta que recibamos nuevas noticias de los supuestos secuestradores… —Vance fijó la mirada en el techo y añadió rápidamente—: Mistress Kenting nos ha informado de que Kaspar habló a alguien por teléfono cuando regresó a su casa a primeras horas de esta mañana, y que parecía muy irritado. ¿Sería a usted al que llamó de nuevo?

—¡Sí, Dios lo confunda! —replicó el abogado, con amargura—. A mí fue. Me hizo levantar poco después de las tres, y se puso furioso cuando me negué a modificar mi anterior decisión. Dijo que tanto Kenyon como yo lamentaríamos nuestra negativa en ayudarle, pues estaba seguro de que le sobrevendría alguna desgracia, pero no indicó cuál pudiera ser esta. Es evidente que estaba muy excitado y a punto de perder la cabeza. Yo confieso francamente que no lo tomé muy en serio, pues ya he tenido con él escenas semejantes… Por lo visto, ahora decía la verdad —añadió el abogado, con cierto pesar—; no se trataba de un mero pretexto. Kenyon y yo quizá debimos investigar el asunto antes de adoptar una actitud definitiva.

—No, no; creo que no —murmuró Vance—. Dudo de que hubiera servido para nada. Tengo la idea de que la situación no hubiera cambiado…, aunque por el momento tenemos muy escasos fundamentos en que basar una opinión. No me agrada el aspecto de este asunto. Presenta demasiados elementos antagónicos… Y, a propósito, mister Fleel —añadió Vance, mirando al abogado—, ¿qué suma le pidió a usted Kaspar?

—Demasiado importante aun para ser tomada en consideración —contestó Fleel—. Me pidió treinta mil dólares.

—Treinta mil —repitió Vance—. Es muy interesante —se puso en pie perezosamente y se estiró la americana—. No tengo que preguntarle más por el momento, mister Fleel. Muchas gracias por la molestia que se ha tomado. Ya nos queda poco que hacer aparte de la acostumbrada rutina. Mantendremos el asunto lo más reservadamente posible, y nos pondremos en comunicación con usted, si surge algún nuevo acontecimiento.

Fleel se puso en pie y se inclinó rígidamente, diciendo:

—Durante el día pueden siempre encontrarme en mi despacho, o en mi casa por la noche —sacó una tarjeta del bolsillo y se la entregó a Vance—. Ahí está el número de mi teléfono, señor… Voy a quedarme un rato con mistress Kenting y Kenyon.

Fleel salió del gabinete. Markham, muy serio e interesado, atrajo hacia sí a Vance.

—¿Qué opinas de esa discrepancia en la cantidad pedida? —le preguntó en voz baja.

—¡Mi querido Markham! —exclamó Vance, con gesto solemne—. Hay muchas cosas sobre las que no podemos opinar por el momento. En esta fase del juego, uno nunca sabe… Quizá el joven Kaspar, fracasado con su hermano, redujo sus aspiraciones al abordar a Fleel, pensando que podría obtener mejores resultados rebajando la cifra. Es curioso: ta cantidad pedida en la nota de rescate coincide con la que dijo a Kenyon que necesitaba. Por otra parte…, yo me pregunto si… Pero hablemos con el mayordomo antes de marcharnos.

Vance se dirigió a la puerta y la abrió. Al otro lado estaba Weem, ligeramente inclinado hacia adelante, como si hubiera estado escuchando. En lugar de mostrar el menor síntoma de azaramiento, el individuo nos miró descaradamente e hizo ademán de alejarse.

—Escuche, Weem —le detuvo Vance—. Entre un momento y podrá usted oír mejor. De todos modos, nos gustaría hacerle algunas preguntas.

El hombre volvió sobre sus pasos sin pronunciar palabra y entró en el gabinete. Nos miró a todos con sus lacrimosos ojos y esperó.

—Weem, ¿cuánto tiempo hace que es usted mayordomo de los Kenting? —preguntó Vance.

—Va para tres años —contestó, lacónico, Weem.

—Tres años —repitió Vance, pensativo—. Bien… ¿Tiene usted formada alguna opinión acerca de lo que sucedió aquí la noche pasada? —preguntó, buscándose la pitillera en el bolsillo.

—No, señor, ninguna —respondió el mayordomo, sin mirarnos—. Pero nada me sorprendería en esta casa. Hay demasiadas personas que desearían deshacerse de mister Kaspar.

—¿Es usted, por casualidad, una de ellas? —preguntó Vance, observando al otro con disimulado regocijo.

—¡Ojalá no lo volviese a ver! —contestó Weem prontamente.

—¿Y quién más cree usted que abriga los mismos sentimientos acerca de mister Kaspar Kenting? —insistió Vance.

Mistress Falloway y el joven mister Falloway no le tienen gran cariño. Y hasta la misma mistress Kenting aborrece su compañía. Ella y mister Kenyon son muy buenos amigos…, y nunca ha habido un gran amor entre los dos hermanos…; mister Kaspar es un hombre muy difícil de tratar… y muy poco razonable. Los demás tenemos nuestros derechos, señor, pero él no lo cree así. Es de esos que golpean a su mujer cuando han bebido demasiado…

—Por ahora ya tenemos bastante —le interrumpió Vance con viveza—. Es usted un chismoso execrable.

Se apartó del criado con gesto de profundo disgusto, y el mayordomo salió de la habitación sin dar muestras de sentirse ofendido.

—Vamos, Markham —dijo Vance—. Salgamos al aire libre. No me gusta el ambiente de esta casa…, no me gusta nada en absoluto.

—Pero lo que a mí me preocupa… —empezó a decir Markham.

—¡Oh!, no permitas que tu conciencia te moleste —le interrumpió Vance—. Lo único que ahora nos queda por hacer es esperar la próxima gestión de nuestros terribles conspiradores —aunque Vance hablaba en tono zumbón, era evidente, por la calma con que encendió un cigarrillo, que estaba profundamente turbado—. Pronto sucederá algo, Markham. Apuesto a que el próximo movimiento estará expertamente planeado. El caso no puede darse por concluido con la ejecución del secuestro. Demasiados cabos sueltos… ¡Oh, sí!, demasiados —Vance atravesó la habitación—. Paciencia, querido amigo. Se supone que vamos a atrafagamos en múltiples actividades. Alguien está esperando que nosotros tomemos un camino para quedarse él completamente fuera de la ruta. Pero no seamos incautos. Paciencia es nuestra consigna. Paciencia y serenidad. Indiferencia. Dejemos que los otros hagan la próxima jugada. Vivamos pacientemente y aprendamos. Imitemos a la montaña…, y que Mahoma venga hacia nosotros.

Markham permanecía inmóvil en el centro de la habitación, fija la mirada en la desgastada alfombra. Parecía estar ponderando algo que le preocupaba.

—Escucha, Vance —dijo, tras breve silencio—. Has hablado de conspiradores… en plural. ¿Crees, realmente, que ha intervenido más de una persona en este maldito asunto?

—¡Oh! Sí…, indudablemente —contestó Vance, con prontitud—. Existen demasiadas actividades diversas para una sola persona. Ha sido precisa cierta coordinación…, y un solo individuo no puede estar en dos lugares distintos al mismo tiempo, como tú sabes. ¡Oh! Sí, indudablemente, más de una persona. Una atrajo al caballero fuera de la casa; otra…, posiblemente dos…, se hizo cargo del infeliz en el sitio fijado por la primera; y creo que es más que probable que hubiese, por lo menos, una tercera que realizase los complicados preparativos en la habitación de Kaspar…; pero esto no es absolutamente necesario, ya que una de las tres pudo terminar el arreglo de la escena y ser la que mistress Kenting oyó en el dormitorio.

—Comprendo lo que quieres decir —murmuró Markham—. Estás pensando en los dos hombres que vio McLaughlin en el coche parado en la calle esta mañana.

—¡Oh, sí…, desde luego! —dijo Vance, sin entusiasmo—. Se acoplan al cuadro y perfectamente, pero ninguno de ellos era de baja estatura, y dudo que ni uno ni otro trepasen por la escalera calzados con las diminutas sandalias chinas. Hay demasiadas pruebas contra esa conclusión. Por eso digo que me siento inclinado a creer que hubo todavía otro cómplice que se cuidó de arreglar los detalles en el tocador…, y serían, en total, cuatro personas.

—Pero ¡en nombre del Cielo —arguyo Markham—, si hubo varias personas complicadas en el asunto, se tratará de una banda de secuestradores!

—Siempre es posible, por supuesto, a pesar de las indicaciones en contrario —replicó Vance—. No obstante, aunque he dicho que indudablemente fueron varias las personas que intervinieron en la ejecución del hecho, estoy absolutamente convencido de que hubo una sola imaginación directora, por decirlo así; alguien que se limitó a procurarse la necesaria ayuda…, lo que los periódicos designan pintorescamente con el nombre de «cerebro rector». Y la persona que planeó y manipuló todo este misterioso enredo es alguien que está íntimamente au courant de la situación en la casa de los Kenting. Los diversos episodios se ensamblan con demasiada nitidez para que sean obra de un extraño. Por otra parte, me resisto a creer que la Casa Púrpura aloje ningún secuestrador profesional.

Markham hizo un gesto de escepticismo.

—Concediendo —dijo— que estés en lo cierto, ¿cuáles podrían ser los motivos de un acto tan cobarde, ejecutado por alguien de la intimidad de Kaspar?

—Dinero…, indudablemente dinero —aventuró Vance—. La cantidad exacta es la mencionada en el lindo papel dejado en el alféizar de la ventana… ¡Oh, sí! Es un detalle muy significativo. Alguien desea el dinero inmediatamente. Lo necesita con mucha urgencia. Un verdadero secuestrador…, y especialmente una banda de secuestradores que operase por cuenta propia, no se habría apresurado tanto a mencionar la suma exacta, sino que habría dejado ese pequeño detalle hasta establecer un satisfactorio contacto y que las negociaciones estuviesen definitivamente en curso. De haber sido realmente Kaspar el que se raptó a sí mismo con miras interesadas, la nota sería fácilmente comprensible; pero una vez eliminado Kaspar como autor de este crimen, tenemos que enfrentarnos con la necesidad de dar una interpretación completamente nueva a los hechos. El crimen se transforma entonces en un acto desesperado, con el dinero como imperativo desiderátum.

—No estoy tan seguro de que aciertes esta vez —dijo Markham, desalentado.

Vance suspiró.

—Ni yo tampoco, querido Markham.

Salimos todos al vestíbulo. Vance se detuvo ante la puerta del salón y se despidió brevemente de sus ocupantes. Un minuto después descendíamos por los escalones exteriores de la casa y salíamos a la calle inundada por el sol del mediodía.

Subimos al coche del fiscal de distrito y nos dirigimos hacia Central Park. Cuando casi llegábamos a la esquina del Central Park West, Vance se inclinó de pronto y, tocando al chófer en el hombro, le dijo que se detuviera a la entrada del Nottingham Hotel, por el que íbamos a pasar.

—Creo que sería conveniente hacer una pequeña visita al todavía desconocido mister Quaggy —dijo, mientras bajaba del coche—. Extraño nombre, ¿verdad? Fue la última persona conocida que estuvo con el joven Kaspar. Es un caballero que dispone de medios, de tiempo y que tiene hábitos nocturnos. Quizá esté ahora en casa… Pero mejor será que nos dirijamos directamente a su departamento sin anunciar nuestra visita. Estoy seguro de que usted podrá arreglar eso, sargento —añadió, volviéndose a Heath—, a menos que haya usted olvidado traer consigo su linda placa dorada.

Heath se echó a reír.

—Nos colaremos de rondón en sus habitaciones, si es eso lo que usted desea, mister Vance. No se preocupe por eso. No es la primera vez que he tenido que habérmelas con estas sabandijas de hotel.

Heath cumplió su palabra. No tuvimos dificultad en conseguir el número del departamento de Quaggy, y nos subieron en el ascensor sin previo aviso.

En respuesta a nuestra llamada, nos abrió la puerta una negra de generosas proporciones, con una media vieja liada alrededor de la cabeza.

—Necesitamos ver a mister Quaggy —dijo Heath, con bruscos ademanes.

La negra pareció asustarse.

—Yo creo que mister Quaggy… —empezó a decir, con trémula voz.

—No nos importa lo que usted crea, tía Jemina —la interrumpió Heath—. ¿Está su dueño aquí, sí o no? —y añadió, señalándole la placa—: Somos de la Policía.

—Sí, señor; sí, señor. Aquí está —balbució la negra, aterrada—. Le encontrarán en aquel gabinete.

El sargento la apartó a un lado para dirigirse al final del vestíbulo, hacia el que señalaba el brazo de la negra. Markham, Vance y yo le seguimos. La habitación en que penetramos estaba confortable y costosamente amueblada. Había una fresquera de nogal junto a una chimenea de traza moderna, unos cómodos sillones cubiertos de brocado, un piano baby en un rincón, dos lámparas de mesa con pantallas de pergamino y bases de porcelana verde, y una pequeña librería Tudor llena de variados volúmenes de chillones lomos. En el fondo de la habitación había dos ventanas que daban a la calle, cubiertas con pesadas cortinas de terciopelo colgadas de comisas con aplicaciones de metal.

Al entrar nosotros, se levantó, de una otomana colocada en un rincón, un hombre de unos cuarenta años, de aspecto vicioso y trasnochado. Pareció sorprendido y agraviado por nuestra intrusión. Era un individuo atractivo, de finas facciones, pero no se le podía calificar de belleza varonil. Tenía el inconfundible tipo del jugador, es decir, ese tipo que vemos habitualmente en los garitos y en las carreras de caballos. Había cansancio y palidez en su rostro aquella mañana, y sus párpados edematosos colgaban en las comisuras, como los de un hombre que padece el mal de Bright. Estaba todavía en traje de noche, y en sus zapatos se veían marcadas huellas de lodo seco.

Antes que pudiéramos hablar, Vance se dirigió a él, con toda cortesía:

—Perdónenos nuestra poco ceremoniosa entrada. ¿Es usted mister Porter Quaggy?

—¿Y qué, si lo soy? —replicó airadamente el individuo—. No comprendo por qué ustedes…

—Dentro de un momento lo comprenderá, señor —le interrumpió Vance en el mismo tono de brusquedad. Y se presentó a sí mismo, así como a Markham, a Heath y a mí—. Venimos de casa de los señores Kenting, que está un poco más abajo de esta calle —prosiguió—. Esta mañana ha sucedido allí una desgracia, y hemos sabido por mistress Kenting que su esposo estuvo con usted la noche pasada.

Los ojos de Quaggy se achicaron hasta quedar reducidos a dos ranuras.

—¿Le ha sucedido algo a Kaspar? —preguntó.

Después se aproximó a la fresquera, se sirvió un generoso vaso de whisky, se lo bebió de un trago y repitió su pregunta.

—De eso hablaremos más tarde —contestó Vance—. ¿A qué hora llegaron usted y mister Kenting anoche a su casa?

—¿Quién ha dicho que yo estuviera con él cuando llegó a casa? —dijo el individuo, evidentemente ya en guardia.

Mistress Kenting nos informó que usted y su marido fueron juntos a la inauguración de un casino en Jersey, y que mister Kenting regresó a eso de las tres de la madrugada. ¿Es cierto?

El hombre titubeó.

—¿Y qué hay, aunque sea cierto? —preguntó, tras una pausa.

—Nada…, realmente nada de importancia —murmuró Vance—. Tratamos únicamente de fijar algunos detalles. Observo que está usted todavía en traje de noche y que sus zapatos están un poco húmedos…, y no ha llovido desde ayer. Sin cumplidos, yo diría que ha estado usted levantado hasta ahora.

—Eso es cuenta mía —rezongó el otro.

—Creo que sería mejor que hablásemos claramente, mister Quaggy —intervino Markham, iracundo—. Estamos investigando un crimen y no podemos malgastar el tiempo. Se ahorrará usted también un sinfín de molestias. A menos, claro está, que tema usted comprometerse. En ese caso le permitiré a usted comunicar con su abogado.

—¡Al diablo los abogados! —vociferó Quaggy—. No los necesito para nada. No tengo nada que temer y hablaré por mí mismo… Sí, anoche fui con Kaspar al nuevo casino de Paterson, y volvimos, como dice mistress Kenting, a eso de las tres…

—¿Acompañó usted a casa a mister Kenting? —preguntó Vance.

—No; nuestro coche bajó por Central Park West, y yo me apeé aquí. ¡Ojalá le hubiese acompañado! El me lo pidió, pues decía que le preocupaba muchísimo un asunto y no quería quedarse solo el resto de la noche. Yo creí que estaba un poco mareado, y no le presté gran atención. Pero después de haberse separado de mí me eché a pensar en sus palabras…; siempre estaba metido en compromisos de una u otra clase…, y me dirigí a su casa paseando. Todo parecía tranquilo. Había luz en la habitación de Kaspar, y me figuré simplemente que no se había acostado todavía. En consecuencia, decidí no molestarle.

Vance sonrió, comprensivo.

—¿Penetró usted, por casualidad, en el jardín?

—No hice más que transponer la puerta —confesó el otro.

—¿Estaba abierta la ventana lateral de la habitación de Kaspar y levantada la celosía?

—La ventana podría estar abierta o cerrada, pero la celosía estaba bajada. Estoy seguro de ello, porque la luz se escapaba por los bordes.

—¿Vio usted una escalera en alguna parte del patio?

—¿Una escalera? No, no había ninguna escalera. ¿Qué iba a hacer allí una escalera?

—¿Permaneció usted allí mucho tiempo, mister Quaggy?

—No. Regresé aquí y tomé una copa.

—Pero no se acostó usted, según noto.

—Todo ciudadano tiene el derecho de permanecer levantado si lo desea, ¿verdad? —preguntó Quaggy, malhumorado—. Lo cierto es que empezaba a preocuparme Kaspar. Toda la noche estuvo de muy mal talante. Yo nunca le había visto así. Si he de ser franco, ya casi esperaba que le sucediese algo. Por eso decidí aproximarme a su casa.

—¿Sólo le preocupaba a usted mister Kaspar Kenting? —inquirió Vance, clavando en Quaggy la mirada—. Tengo entendido que es usted amigo íntimo de la familia y muy apreciado por mistress Kenting.

—Me alegra saberlo —murmuró el individuo, sosteniendo la mirada de Vance—. Madelaine es una mujer muy distinguida y lamentaría que le sucediese nada malo.

—Muchas gracias por sus informes —dijo Vance—. Creo comprender perfectamente su punto de vista. Sus temores eran fundados. Algo le ha sucedido a su joven amigo, y mistress Kenting está terriblemente desolada. El hecho es que su compañero de diversiones ha desaparecido…, y que todos los indicios hacen creer en un secuestro.

—¿Qué dice usted? —exclamó Quaggy, sin cambiar de expresión.

—Lo que usted oye —afirmó Vance.

Quaggy se acercó de nuevo a la fresquera y se sirvió otro vaso de whisky. Nos ofreció la botella a todos en general, y, al no obtener respuesta, la volvió a colocar en su sitio.

—¿Cuánto sucedió eso? —preguntó entre dos tragos de whisky.

—Esta mañana temprano —le informó Vance—. Por eso estamos aquí. Creímos que usted podría darnos alguna idea.

Quaggy apuró el resto de su vaso de whisky.

—Siento no poder ayudarlos a ustedes —dijo, depositando el vaso vacío sobre la mesa—. Les he dicho todo lo que sé.

—Ha sido usted muy amable —dijo Vance, glacial—. De todos modos, quizá necesitemos hablar con usted un poco más tarde.

—Estoy a su disposición —contestó Quaggy, sin apartar la mirada de su armarito de licores—. Puede preguntarme lo que quiera y cuanto le agrade, pero no adelantará nada, porque ya le he dicho todo lo que sé.

—Quizá recordará usted algún otro detalle cuando haya descansado.

—Si se refiere usted a cuando esté sereno, ¿por qué no lo dice? —preguntó Quaggy, irritado.

—No, mister Quaggy. ¡Oh, no! Creo que es usted lo suficientemente inteligente y astuto para no permitirse el lujo de embriagarse. La cabeza despejada es una cosa esencial, como usted sabe. Ayuda infinitamente a sopesar el pro y el contra con toda rapidez.

Vance estaba entonces en el arco del pasillo y yo me había colocado detrás de él. Markham y Heath nos habían ya precedido. Vance se detuvo un momento y fijo la vista en una mesita situada junto a la entrada. Se ajustó rápidamente el monóculo y escudriñó lo que había sobre ella. Pronto le llamó la atención un arrugado pedazo de papel de seda en cuyo centro reposaban dos piedras oscuras de perfecta semejanza: ¡eran un par de ópalos negros!

Ya en el coche y en marcha, después de uno o dos minutos empleados en sacar humo de su cigarro, dijo Markham, con voz grave:

—Son demasiados los factores que se oponen a tu original teoría, Vance. Si este asunto se planeó cuidadosamente para ser ejecutado en determinado momento, ¿cómo te explicas que Kaspar tuviese el presentimiento…, casi la seguridad…, de que algo horrendo iba a sucederle?

—¿Presentimiento? —dijo Vance, sonriendo ligeramente—. Mucho me temo que te estés volviendo esotérico, querido. Después de la amenaza de Hannix y después, quizá, de un poquito de presión ejercida por el otro caballero a quien debía dinero, Kaspar se encontraba, naturalmente, en un estado de apocamiento y temor. Tomó demasiado en serio las amenazadoras, pero inofensivas, palabras de sus acreedores. Asustado por ellas, buscó el confort de la compañía. Probablemente por eso fue al casino…, tratando de borrar de la imaginación sus temores. Las amenazas de sus enemigos, siempre presentes en su memoria, las utilizó como argumento con su hermano y Fleel. Y su invitación a Quaggy para que le acompañase a casa fue meramente una parte de esta perturbación. Sencillo. Muy sencillo.

—¿Te empeñas todavía en creer que todo eso nada tiene que ver con los hechos comprobados? —preguntó Markham, impaciente.

—¡Oh, sí, sí…, me empeño! —replicó Vance, afable—. Sigo creyendo que esas advertencias psíquicas de Kaspar no tenían ninguna relación con lo que realmente le sucedió más tarde… Y a propósito —añadió, cambiando de tema—, había dos soberbios ópalos negros sobre una mesita de la habitación de Quaggy. Los vi cuando salíamos.

—¡Qué me dices! —exclamó Markham, sorprendido—. ¿Crees que pertenecen a la colección de Kenting?

—Es posible. La colección era algo deficiente en ópalos negros cuando yo la examiné. Los pocos ópalos que en ella figuraban eran de muy inferior calidad. Ningún experto que se precie en algo los habría admitido en su colección, a menos que contase ya con otros más valiosos para compensarlos. Los que tenía Quaggy eran indudablemente dos de los más hermosos ejemplares de New South Wales.

—Eso varía por completo las cosas —dijo Markham, pensativo—. ¿Cómo crees que los conseguiría Quaggy?

Vance se encogió de hombros.

—¡Ah, quién sabe!… Cuestión interesante. Se lo preguntaremos a ese caballero alguna vez.

Continuamos en silencio hacia la parte baja de la ciudad.