6. CINCUENTA MIL DÓLARES

(Miércoles 20 de julio, 12:45 de la mañana)

Kenyon Kenting nos siguió al gabinete, y, cerrando la puerta, se encaminó a un gran sillón de cuero y se sentó nerviosamente en su borde.

—Estoy dispuesto a decirles cuanto sepa —nos aseguró. Y añadió después—: Pero temo que les voy a servir de muy poca ayuda.

—Eso es lo que falta por ver —murmuró Vance. Se había aproximado a la ventana y contemplaba el exterior con las manos hundidas en los bolsillos—. En primer lugar, deseamos saber qué arreglo financiero había entre usted y su hermano. Tengo entendido que cuando murió su padre todos los bienes quedaron a su disposición, y que cualquier suma que Kaspar Kenting debiera recibir estaba sujeta a su previa aprobación.

Heath afirmó con repetidos movimientos de cabeza, pero era evidente que estaba reflexionando sobre el asunto. Finalmente, Kenyon dijo:

—Así es, en efecto. Fleel, no obstante, fue nombrado administrador de los bienes, por decirlo así. Me interesa asegurarles a ustedes que no solamente he sostenido la casa de Kaspar, sino que he dado a este aún más dinero de lo que le convenía.

—Su hermano es un poco pródigo…, ¿verdad?

—Es un derrochador…, y muy aficionado al juego —dijo Kenting, con cierto rencor—. Constantemente me estaba haciendo peticiones para sus deudas. He pagado muchísimas de ellas, pero últimamente tuve que tirar algo de la cuerda. Tenía una notable facilidad para contraer compromisos. Bebía demasiado. Siempre ha sido un problema dificilísimo…, especialmente teniendo en cuenta a Madelaine, su esposa.

—¿Resolvía usted siempre por sí mismo esos asuntos monetarios? —preguntó Vance—. ¿O conferenciaba usted con mister Fleel antes de decidir?

Kenting disparó a Vance una rápida mirada y después fijó la vista en el suelo.

—Yo, naturalmente, consulto a mister Fleel cualquier asunto de importancia relativo a nuestra hacienda. El es coalbacea, nombrado por mi padre. En asuntos de menos cuantía esto no es necesario, claro está; pero yo no tengo las manos libres, ya que la administración de los bienes es asunto cuya responsabilidad compartimos los dos; y, como ya he dicho, mister Fleel tiene a ello derecho legal. Pero puedo asegurarle a usted que nunca ha habido rozamientos entre nosotros con este motivo. Fleel es muy razonable y se da perfecta cuenta de la situación. Siempre he encontrado en él un colaborador ideal.

Vance fumó varios momentos en silencio, mientras el otro dejaba vagar la mirada por el espacio. Después Vance se apartó de la ventana y fue a sentarse en el sillón giratorio colocado ante una vieja mesa de roble.

—¿Cuándo fue la última vez que vio usted a su hermano? —preguntó, jugando con su cigarrillo.

—Anteayer —contestó prontamente Kenting—. Generalmente le veía por lo menos tres veces a la semana…, aquí o en mi despacho…, pues siempre había detalles menudos de una u otra clase que arreglar, y él, lógicamente, dependía en gran modo de mis decisiones. En efecto, la situación es tal que hasta los gastos ordinarios de la casa se me han consultado siempre.

Vance hizo un gesto aprobador sin levantar la mirada.

—¿Y le habló su hermano de asuntos económicos el lunes cuando le vio?

Kenyon Kenting se agitó ligeramente y modificó su posición en el asiento. No contestó en seguida; pero dijo, con tono de mal humor:

—Preferiría no entrar en estos detalles, tanto más cuanto que los considero como un asunto personal y no veo que tengan relación alguna con lo que nos ocupa.

Vance contempló inquisitivamente al individuo unos momentos.

—Eso es cosa que nos toca decidir a nosotros —dijo, con voz peculiarmente dura—. Desearíamos que contestase usted a la pregunta.

Kenting miró de nuevo a Vance y después fijó los ojos en la pared.

—Si lo juzga usted necesario, lo haré… Pero preferiría no decir nada acerca de este asunto.

—Temo, señor, que nos veremos obligados a insistir en que conteste usted a la pregunta —intervino Markham, con sus más agresivos modales oficiales.

Kenting se encogió de hombros y se retrepó en su sillón, juntando las yemas de los dedos.

—Muy bien —dijo, resignado—. El lunes mi hermano me pidió una gran cantidad de dinero…; insistió mucho en su demanda y adoptó una actitud algo nerviosa cuando yo se la rehusé.

—¿Manifestó para qué necesitaba ese dinero? —preguntó Vance.

—¡Oh, sí! —contestó Kenting, excitado—. Las acostumbradas deudas de juego y otras contraídas por causa de cierta mujer.

—¿Podría usted concretar más en lo referente a esas deudas de juego? —insistió Vance.

—Ya sabe usted lo que son estas cosas —dijo Kenting, volviéndose a retrepar en su sillón—. Ruleta, baccara, naipes…, pero principalmente caballos. Mi hermano debía a algunos corredores sumas exorbitantes.

—¿Sabe usted por casualidad los nombres de algunos de ellos?

—No, no los sé —dijo el individuo, mirando momentáneamente a Vance y volviendo a bajar los ojos—. Pero espere…, creo que uno se llamaba algo así como Hannix.

—¡Ah, Hannix! —exclamó Vance, contemplando su cigarrillo unos momentos—. ¿Y le corría tanta prisa el asunto?

—El hecho es —prosiguió el otro— que Kaspar me dijo que los tales corredores eran individuos peligrosos y que temía por su propia seguridad si no les pagaba inmediatamente. Dijo también que ya había sido amenazado.

—No son esos los procedimientos de Hannix —murmuró Vance—. Hannix parece muy duro, lo sé, pero en el fondo tiene un corazón de niño. Es un individuo muy astuto, pero no puede acusársele de malvado… Y diga, mister Kenting: ¿cuál era la naturaleza de las deudas de su hermano en relación con la misteriosa dama que mencionó usted? ¿Joyas, quizá?

—Sí, eso precisamente —afirmó Kenting, con énfasis.

—Bien, bien. Todo se va aclarando poco a poco. La situación de su hermano no era ciertamente muy original…, ¿verdad? Deudas de juego, licor y señoras que suspiran por gemas preciosas. Cosa muy corriente, muy corriente… —una débil sonrisa cruzó los labios de Vance—. ¿Y negó usted el dinero a su hermano?

—No hubo otro remedio —contestó Kenting—. La cantidad nos habría casi arruinado; era más de lo que yo podía reunir por el momento, y, de todos modos, tendría que haber consultado el asunto con Fleel, aunque me hubiese sentido inclinado a satisfacer la demanda de Kaspar. Y sabía perfectamente bien que Fleel no aprobaría esta resolución. Ya comprenderá usted que él tiene una responsabilidad moral tanto como legal.

Vance aspiró profundamente el humo de su Régie y envió hacia el descolorido techo Queen Anne una sucesión de volutas azules.

—¿Acudió su hermano a mister Fleel con su petición?

—Sí —contestó Kenting—. Siempre que yo le rehusaba algo, acudía inmediatamente a Fleel. Tengo que confesar que Fleel tenía siempre más simpatía con Kaspar que yo. Pero la petición de mi hermano era en esta ocasión completamente inadmisible, y Fleel la rechazó tan rotundamente como yo. No debería decirlo…, pero realmente creo que Kaspar exageraba mucho sus necesidades. Fleel sacó la misma impresión, y a la mañana siguiente me dijo por teléfono que estaba muy disgustado con Kaspar. Me comunicó también que, legalmente, se veía imposibilitado de hacer nada en el asunto, y que no podía complacer a Kaspar, aunque personalmente lo hubiese deseado.

—¿Tiene mistress Kenting algún dinero de su propiedad? —preguntó Vance, inesperadamente.

—¡Nada…, absolutamente nada! —aseguró Kenting—. Depende por completo de lo que le da Kaspar…, que, naturalmente, es a su vez una parte de lo que yo le entrego de nuestros bienes. He pensado con frecuencia que mi hermano no se porta con ella como es debido y que la priva de muchas cosas que debiera tener, pues se reserva la mayor parte del dinero y lo derrocha de mala manera —un gesto de disgusto cruzó el rostro del individuo—. Pero yo nada puedo hacer. He tratado de reconvenirle, mas todo ha sido totalmente inútil.

—En vista del suceso de esta mañana —sugirió Vance—, bien puede ser que su hermano no exagerase mucho acerca de la necesidad de este dinero.

Kenting se puso repentinamente serio y dejó vagar su mirada por la habitación.

—Es un pensamiento horrible, señor —dijo, a media voz—; pero también a mí se me ocurrió al venir aquí a primera hora de esta mañana. Y puedo asegurarle que me dejó aplanado.

Vance dirigió al individuo una ambigua mirada.

—Cuando reciba usted nuevas instrucciones respecto al dinero del rescate, ¿qué piensa hacer? —preguntó.

Kenting se levantó de su sillón y quedó con la vista fija en el suelo. Parecía profundamente turbado.

—¿Qué he de hacer como hermano? —dijo lentamente—. Tendré que arreglármelas para reunir ese dinero y pagarlo. No puedo dejar que asesinen a Kaspar… Es una situación espantosa.

—Sí…, mucho —convino Vance.

—Y después queda Madelaine. Nunca podría perdonarme si… Repito que es una situación espantosa.

—¡Tremenda! —murmuró Vance—. Sin embargo, tengo el presentimiento de que no acudirán a usted para que pague el rescate… Y, a propósito, mister Kenting: no mencionó usted la cantidad que le pidió su hermano cuando le vio por última vez. Dígame: ¿cuánto necesitaba para salir de sus imaginarias dificultades?

Kenting levantó con viveza la cabeza y miró a Vance con una sagacidad que no había mostrado en toda la entrevista. Así y todo, parecía intranquilo y dio unos nerviosos pasos antes de decidirse a contestar.

—Esperaba que no me hiciese usted esa pregunta —dijo, abatido—. La evité a propósito, pues temo que pueda crear una errónea impresión.

—¿Cuánto fue? —intervino Markham, impaciente—. Necesitamos saberlo.

—Bien, pues la verdad es —balbució Kenting, con evidente repugnancia— que Kaspar me pidió cincuenta mil dólares. Parece increíble, ¿verdad? —preguntó, como disculpándose.

Vance se inclinó sobre su silla giratoria y contempló, sin ver, uno de los viejos grabados que había sobre la mesa.

—Ya me figuraba yo que esa era la cifra —murmuró—. Muchísimas gracias, mister Kenting. No le molestaremos más por ahora. Únicamente me gustaría saber si la madre de mistress Kenting, mistress Falloway, vive todavía en la Casa Púrpura.

Kenting pareció sorprenderse de esta pregunta.

—¡Oh, sí! —dijo, con enfadoso énfasis—. Todavía ocupa las habitaciones de delante del tercer piso, con su hijo, el hermano de mistress Kenting. Pero la señora está ahora imposibilitada y sólo puede moverse con el auxilio de un bastón. Baja rara vez de sus habitaciones y no sale casi nunca.

—¿Y su hijo? —preguntó Vance.

—Es el muchacho más inútil que he conocido. Siempre parece estar enfermo, y no ha ganado un penique en toda su vida. Se contenta con vivir con su madre a costa de los Kenting.

Las palabras de nuestro hombre tenían ahora un tono de resentimiento que no pudo disimular.

—Desgraciadísima situación —dijo Vance, levantándose y quitándose el cigarrillo de la boca—. ¿Conoce mistress Falloway, o su hijo, lo que pasó aquí anoche?

—¡Oh, sí! —contestó Kenting—. Tanto Madelaine como yo se lo comunicamos esta mañana, pues no creímos conveniente conservar en secreto el asunto.

—Nosotros también querríamos hablarles —dijo Vance—. ¿Tendría usted inconveniente en conducirnos arriba?

Kenting pareció grandemente aliviado.

—Con mucho gusto —dijo.

Y se encaminó hacia la puerta. Todos le seguimos.

Mistress Falloway era una mujer de sesenta a sesenta y cinco años. Era de robusta complexión y parecía poseer la correspondiente energía. Tenía la piel algo arrugada, pero su espesa cabellera era casi negra, a pesar de sus años. Había una inconfundible masculinidad en toda su persona, y sus manos, largas y huesudas, recordaban las de un hombre. Su expresión era inteligente y sagaz, y sus facciones, duras e impresionantes. Así y todo, sus ojos tenían una mirada dulce y femenina. Me hizo la impresión de una mujer con voluntad de hierro, pero también con un innato sentido de lealtad y simpatía.

Aquella mañana, cuando entramos en su habitación, mistress Falloway estaba plácidamente sentada en un sillón de mimbre, frente al gran ventanal. Vestía un anticuado traje de alpaca negra, que la rodeaba con voluminosos pliegues y la cubría hasta los pies. Una vieja manteleta de ganchillo le abrigaba los hombros. En el suelo, junto a su sillón, yacía un largo y pesado bastón de Malaca con puño de oro en forma de cayado.

Ante un viejo y algo derrotado escritorio de caoba se sentaba un joven delgado y enfermizo, de lisos cabellos negros, que le caían sobre la frente, y grandes y abultadas facciones. No cabía duda de que eran madre e hijo. El pálido joven sostenía una lupa en una mano y la movía de un lado a otro sobre la página de un álbum de sellos colocado frente a la luz.

—Estos caballeros desean hablarle, mistress Falloway —dijo Kenting, en tono poco amable. (Era evidente que existía cierto antagonismo entre la dama y el hombre de cuya liberalidad dependía)—. Yo me retiro —añadió—. Creo conveniente acompañar a Madelaine —se dirigió a la puerta y la abrió—. Estaré abajo por si me necesitan.

Esta última observación iba dirigida a Vance.

Cuando desapareció, Vance se aproximó a la anciana con aire solícito.

—Quizá me recuerde usted, mistress Falloway…

—¡Oh!, muy bien, mister Vance. Celebro volver a verle. Siéntese en aquel sillón, y trate de imaginarse que esta humilde habitación es un salón Luis Dieciséis.

Había una nota de humillación en su voz sobre un inconfundible fondo de rencor.

Vance se inclinó cortésmente.

—La habitación que honre su persona, mistress Falloway —dijo—, se convierte en el más encantador de los salones.

Vance, no obstante, no aceptó la invitación de la dama y permaneció en pie.

—¿Qué opina usted de esta situación? —continuó ella—. ¿Cree usted que le haya sucedido algo a mi yerno?

Su voz era dura, pero de timbre agradable.

—Realmente, no lo puedo decir todavía —contestó Vance—. Esperamos que usted querrá ayudarnos.

Vance nos presentó por turno, y la dama acogió las presentaciones con graciosa dignidad.

—Este es mi hijo Fraim —dijo, señalándonos con su huesuda mano el anémico joven sentado ante la mesa.

Fraim Falloway se levantó torpemente e inclinó la cabeza, sin pronunciar palabra; después volvió a sentarse, cohibido.

—¿Filatelista? —preguntó Vance, estudiando al joven.

—Colecciono sellos americanos.

No había ningún entusiasmo en su letárgica voz, y Vance abandonó aquel motivo de conversación.

—¿Oyó usted algo en la casa a primera hora de esta mañana? —prosiguió Vance—. Es decir, ¿oyó usted entrar a mister Kaspar Kenting?

Fraim Falloway movió la cabeza, sin dar muestras del menor interés.

—No oí nada —contestó—. Estaba dormido.

Vance se dirigió a la madre:

—¿Oyó usted algo, mistress Falloway?

—Oí entrar a Kaspar; me despertó al cerrar la puerta principal —dijo la dama, con cierta amargura—. Pero eso no es nada nuevo. Me volví a dormir y no me enteré de lo sucedido hasta que mister Kenyon Kenting y Madelaine vinieron a comunicármelo, después del desayuno.

—¿Puede usted sugerir alguna razón de que alguien deseara secuestrar a mister Kenting? —preguntó Vance.

La dama dejó escapar una risita poco piadosa.

—No. Pero puedo darle a usted muchas razones de que nadie desease secuestrarle —replicó, con mirada intolerante y dura—. No es precisamente un carácter admirable el de mi yerno, ni persona que agrade tener al lado. Lamento el día en que mi hija se casó con él. Sin embargo —añadió—, no deseo que le haya sucedido nada malo a ese desgraciado.

—¿Y por qué no, madre? —preguntó Fraim Falloway, como lloriqueando—. Tú sabes perfectamente bien que a todos nos ha hecho desgraciados, incluyendo a mi hermana. Personalmente, creo que estamos de enhorabuena.

Estas últimas palabras fueron apenas audibles.

—No seas rencoroso, hijo —le reprobó la dama con repentina suavidad en el tono de voz, mientras él volvía a sus sellos.

Vance suspiró, como si le molestase este intercambio verbal entre madre e hijo.

—Entonces, mistress Falloway, ¿no puede usted sugerirnos alguna causa de esta repentina desaparición? ¿No sabe usted nada que pueda ayudarnos?

—No. No sé nada, ni tengo nada que decirle.

Mistress Falloway cerró los labios con gesto voluntarioso.

—En ese caso —dijo cortésmente Vance—, creo que haremos bien en retirarnos.

La señora recogió su bastón y se puso trabajosamente en pie, a pesar de las protestas de Vance.

—¡Ojalá pudiera ayudarlos a ustedes! —dijo, con súbita bondad—. ¡Pero estoy tan aislada estos días con mi enfermedad…! El andar, como usted ve, es un trabajo penosísimo para mí. Temo que me estoy haciendo vieja.

Nos acompañó lentamente hasta la puerta. Su hijo, que se había levantado, la sostuvo fuertemente por un brazo, sin dejar de lanzarnos miradas cargadas de reproches.

Vance se detuvo en el pasillo cuando se cerró la puerta.

—Es una viejecita muy interesante —observó—. Su imaginación continúa siendo tan joven y aguda como lo fue siempre… Desgraciado jovencito el ciudadano Fraim. Está tan enfermo como la anciana, pero no lo sabe. Desequilibrio endocrino —continuó diciendo, mientras bajábamos por las escaleras—; necesita atención médica. Terminará con él un metabolismo básico. Probablemente allá para cuando cumpla los treinta. Pudiera ser el tiroides. Pero es más posible que esté falto de hormona suprarrenal.

—A mí me ha parecido sencillamente un encanijado —le interrumpió Markham.

—¡Oh, sí! Sin duda. Desprovisto de vigor, como bien dices. Y lleno de resentimientos contra sus semejantes…, y especialmente contra su cuñado. De todos modos, un carácter desagradable, Markham.

«Extraño e ingrato asunto este», comentó el fiscal para sí.

Y después cayó en pensativo mutismo mientras acabábamos de bajar los escalones. Cuando llegamos al zaguán inferior, Vance se dirigió inmediatamente al salón y penetró en él, decidido.

Mistress Kenting, que parecía nerviosa y enferma, estaba sentada en el pequeño sofá donde antes la vimos. Su cuñado estaba a su lado, animándola solícito. Fleel, recostado en una silla cerca de la mesa, fumaba un cigarro, esforzándose por conservar un aire de severo y discreto interés.

Vance miró a su alrededor, como indiferente, y, arrimando una silla al sofá, se sentó y empezó a hablar a la atribulada señora.

—Me parece recordar, mistress Kenting, que no pudo usted describirnos los individuos que visitaron a su marido hace varias noches. Deseo, no obstante, que haga usted un esfuerzo para darnos al menos una descripción general de ellos.

—Es extraño que me pida usted eso —dijo la señora—. Precisamente estaba ahora hablando con Kenyon de esos sujetos y trataba de recordar su apariencia. Lo cierto es, mister Vance, que puse poca atención en ellos, pero sé que uno era alto y me pareció que tenía un cuello muy grueso, el cabello muy canoso y quizá un bigote recortado. Mis ideas son realmente muy vagas. Ese fue el individuo que vino dos veces…

—Su descripción, señora —comentó Vance—, corresponde a la de cierto caballero que tengo en la imaginación; y si es la misma persona, el detalle del bigote recortado es completamente correcto…

—¡Oh! ¿Quién era, mister Vance? —preguntó la dama, inclinándose ansiosa, y presa de nerviosa animación—. ¿Cree usted que será el responsable de este espantoso delito?

Vance movió la cabeza, sonriendo tristemente.

—No —dijo—; y lamento muchísimo no poder ofrecerle ninguna esperanza sobre este particular. Si el individuo que visitó a su marido es el que creo, se trata únicamente de un bondadoso corredor que finge a veces malos modales cuando sus clientes dejan de pagarle lo que le deben. Estoy completamente seguro de que si ahora asomase por aquí la cabeza, se sentiría usted inclinada a ser más benévola. Temo que tendremos que descartarle como una posibilidad… Y, a propósito, mistress Kenting —prosiguió Vance, rápidamente—: ¿puede usted decirme algo concreto acerca del segundo individuo que visitó a su marido?

—Casi nada, mister Vance —contestó la señora—. Lo siento mucho, pero sólo lo vi un instante. Sin embargo, recuerdo que era mucho más bajo que el primero y muy moreno. Me dio la impresión de que iba muy bien vestido, y, en aquel momento, me pareció mucho menos peligroso que su compañero; pero ninguno de ellos me agradó, y sentí serias inquietudes por Kaspar… ¡Oh! Desearía decirle a usted algo más, pero no puedo.

Vance le dio las gracias con una ligera inclinación.

—Me doy cuenta de lo que sintió usted entonces y de lo que siente ahora —dijo, en tono bondadoso—. Me inclino a creer que ninguno de esos dos sospechosos visitantes tiene nada que ver con la desaparición de su esposo. De tramar algo en su contra, dudo de que se hubieran atrevido a presentarse en la casa de su futura víctima, corriendo el riesgo de ser identificados más tarde. El segundo individuo, que usted describe como bajo, moreno y atildado, era probablemente un regente de una casa de juego que tendría cuentas con su marido por causa de alguna postura demasiado entusiasta. Sé perfectamente cómo las gasta el corredor que se gana la vida con la codicia de las personas que insisten en creer que las pasadas hazañas de un caballo son indicio de que las ejecutará en un tiempo dado.

Mientras hablaba, Vance se levantó de su silla y se encaró con Fleel, que había estado escuchando atentamente la breve conversación con mistress Kenting.

—Antes de retirarnos, señor —le dijo—, desearíamos hablar con usted un momento a solas. Hay algunos puntos en los que creo que nos podrá usted ayudar… ¿Tiene inconveniente?

El abogado se puso en pie con presteza.

—Celebraré mucho serles útil —contestó—. Pero soy de opinión que no podré decirles más de lo que ya saben.