5. EN LOS PELDAÑOS DE LA ESCALERA

(Miércoles 20 de julio, 12:30 de la mañana)

Cruzamos con el sargento la suntuosa puerta de entrada, descendimos por los amplios escalones y atravesamos el enlosado patio. El sol brillaba aún deslumbrador y apenas si había una nube en el cielo. La luz era tan brillante que por un momento casi me cegó al salir de la penumbra de la mansión de los Kenting. El sargento se dirigió hacia la izquierda, buscando la acera, hasta llegar a la pequeña puerta practicable en la verja de hierro que separaba de la calle el atractivo cuadro de césped. La puerta no tenía el picaporte echado, sino que estaba ligeramente entreabierta, y el sargento la empujó con el pie hasta abrirla de par en par.

Heath fue el primero en entrar al recinto y avanzó con los brazos abiertos para impedirnos una demasiada intrusión, como la prudente gallina que guía a sus recalcitrantes e imprudentes polluelos.

—No se aproximen demasiado —nos advirtió con aire solemne—. Al pie de la escalera hay unas pisadas y tenemos que reservarlas para que el capitán Jerym saque sus moldes.

—Bien, bien —sonrió Vance—. Quizá nos permitirá usted aproximarnos tanto como tendrá que hacerlo el capitán Jerym para ejecutar su escultura.

—¡Ah, bien! —rio Heath—; pero no me estropeen las pisadas. Quizá sean la mejor pista que tengamos.

—¡Dios me asista! —suspiró Vance—. ¿Tan importante como todo eso, sargento?

Heath se detuvo, impidiéndonos avanzar más.

—Mire esto, mister Vance —dijo, señalando unas huellas en el borde del seto, a unos centímetros de donde estaba la escalera.

—¡Palabra —exclamó Vance— que me siento abominablemente halagado por permitirme aproximar a tan maravillosos rastros!

Se quitó el monóculo, se lo ajustó cuidadosamente y, arrodillándose sobre el césped, examinó la huella. Empleó en ello algunos momentos, y una expresión de asombro fue invadiendo su rostro mientras examinaba cuidadosamente la marca.

—Ya ve usted, señor, que tuvimos suerte —afirmó Heath—. Lloviznó la mayor parte de la tarde de ayer, y a eso de las ocho se puso a diluviar de firme, aunque el tiempo aclaró antes de medianoche.

—¡Eso lo sé yo demasiado bien! —dijo Vance sin levantar la cabeza—. Ayer por la tarde tenía el proyecto de ir a los partidos de tenis de Forest Hills para ver jugar al joven Henshaw [7] , pero me lo impidió la inclemencia del tiempo —no dijo nada más durante algunos instantes; toda su atención parecía concentrada en la huella que estaba examinando—. Es una pisada algo menuda…, ¿no les parece? —murmuró al fin, sin volverse.

—Eso observo yo también —convino Heath—. Cualquiera diría que es de mujer. Y parece de unas chinelas, pues no se observa la huella del tacón.

—Ninguna huella de tacón —repitió Vance—. Ninguna huella de tacón, como usted dice. Es curioso, es curioso…

Se inclinó aún más sobre la impresión y continuó:

—Pero no diría que la huella fue hecha con unas chinelas…, a menos, claro está, que usted quiera llamar chinelas a las sandalias.

—¿Está usted seguro, mister Vance? —preguntó Heath, medio desdeñoso y medio interesado.

—Sí, sí; claro está —contestó Vance en voz baja—. Pero no era tampoco una sandalia ordinaria. Yo diría que era una sandalia china. Ligeramente vuelta hacia arriba la puntera…

—¿Una sandalia china? —dijo Heath con un tono de voz casi ridículo.

—Más que probable, sargento, más que probable —contestó Vance, levantándose y sacudiéndose la tierra de los pantalones.

—Supongo que en seguida nos irá usted a decir que este caso es como otra guerra de Tong.

Evidentemente, Heath no consideraba la conclusión de Vance digna de más serio comentario.

Vance estaba todavía inclinado frotándose vigorosamente una rodilla, pero se detuvo repentinamente, y sin hacer caso de la bufonada del sargento, se agachó aún más hacia el suelo.

—¡Diablo —exclamó—; aquí hay otra huella!

Y señaló con su cigarrillo una ligera depresión en el césped, justamente al pie de la escalera.

El sargento se inclinó a su vez, curioso.

—¡Es cierto! —exclamó en tono repentinamente respetuoso—. No la había visto antes.

—No importa. Es muy parecida a la otra —dijo Vance, pasando por delante de Heath y agarrando la escalera con ambas manos.

—¡Cuidado, señor! —le advirtió Heath, iracundo—. Puede usted dejar huellas digitales.

Vance aflojó las manos momentáneamente y volvióse a Heath con burlona sonrisa.

—Así daré a Dubois y Bellamy algo en qué trabajar —dijo en son de chanza—. Me temo que no haya otras huellas en este armatoste. Y será difícil achacarme a mí el crimen. Tengo una coartada impecable. Estuve en casa con Van Dine, aquí presente, leyendo un cuento de Boccaccio antes de marcharme a la cama.

Heath estaba ya que estallaba. Antes que pudiera contestar, Vance agarró de nuevo la escalera y la levantó despegándola del terreno. Después la dejó posar a unas cuantas pulgadas más a la derecha.

—Realmente, sargento, no tiene usted por qué chillar. Alégrese y tenga más confianza. Observe los lirios, y no olvide que el caracol está entre las espinas.

—¿Qué tienen que ver los lirios y los caracoles en esto? —preguntó Heath, irritado—. Lo que trataba de decirle a usted es que…

Antes que el sargento pudiera terminar, Vance arrojó descuidadamente su cigarrillo y ascendió rápidamente por las escaleras, peldaño tras peldaño. Cuando hubo recorrido unas tres cuartas partes de su longitud, se detuvo y volvió a descender. Posados otra vez los pies en tierra, encendió cuidadosa y deliberadamente otro cigarrillo.

—Temo mirar y ver lo que ha sucedido —murmuró—. Sería de lo más humillante el que me hubiese equivocado. Sin embargo…

Levantó de nuevo la escalera y la apartó un poco más hacia la derecha. Después se arrodilló por segunda vez e inspeccionó las nuevas huellas que los pies de la escalera habían dejado. Un momento más tarde volvió a observar las huellas primitivas. Comprendí que las estaba comparando.

—Muy interesante —murmuró, levantándose.

—¿Qué es interesante? —preguntó el sargento, disgustado otra vez por la completa indiferencia de Vance ante el riesgo de dejar sus huellas digitales en la escalera.

—Sargento —dijo Vance con aire solemne—, las huellas que acabo de hacer cuando me he subido a la escalera tienen prácticamente la misma profundidad que las dejadas por este utensilio la pasada noche —Vance aspiró una bocanada de humo de su cigarrillo—. ¿Comprende usted la significación de los resultados de mi pequeña prueba?

Heath arrugó la frente, se pellizcó los labios y miró a Vance, interrogador.

—Si he de decir la verdad, mister Vance —titubeó—, no comprendo lo que puedan significar…, excepto que quizá haya usted estropeado un montón de buenas huellas digitales.

—Significan varias otras cosas. Lo de menos son sus amadas e hipotéticas huellas —Vance sacudió la ceniza de su cigarrillo contra la escalera y se sentó indolentemente en el segundo peldaño—. Los hoyos dejados por los pies de la escalera significan, en primer lugar, que anoche…, o, mejor dicho, esta mañana, no transitaron sobre ella dos hombres al mismo tiempo. En segundo, que el que subió a esta escalera era persona que no podía pesar más allá de ciento veinte o ciento treinta libras. En tercero, que Kaspar no fue sacado contra su voluntad por esta ventana abierta… ¿Le son de alguna utilidad estos detalles, sargento?

—No acabo de comprender, mister Vance —dijo Heath, suspendiendo, pensativo, su cigarro entre el índice y el pulgar.

—¡Mi querido sargento! —suspiró Vance—. Reflexionemos y analicemos un momento. Cuando la escalera fue colocada bajo esta ventana, entre la aurora y las seis de la mañana, antes de elevarse el sol, la tierra estaba mucho más blanda que ahora, y cualquier peso o presión sobre la escalera habría dejado huellas muy pronunciadas en el húmedo césped. En el momento actual el suelo está evidentemente mucho más seco y duro, pues el sol ha estado brillando sobre él durante varias horas. No obstante, habrá usted notado…, ¿no es cierto?…, que bajo mi peso la escalera se hundió en la tierra…, o, más bien, dejó en ella unas impresiones de igual profundidad que las anteriores. Tengo el convencimiento de que si yo me hubiera subido a la escalera cuando la tierra estaba considerablemente más húmeda, sus pies se habrían hundido todavía más…, ¿qué le parece?

—Ahora comprendo —masculló Heath—. El individuo que subió por esa escalera a primera hora de esta mañana tenía que ser un poquitín menos pesado que usted, mister Vance.

—¡Ni más ni menos, sargento! —exclamó Vance, satisfecho—. Era una persona diminuta. De haber subido a esa escalera dos personas…, es decir, mister Kaspar Kenting y su supuesto raptor…, las huellas originales habrían sido muchísimo más profundas.

—¡Claro que lo habrían sido! —convino Heath, contemplando como hipnotizado las dos series de huellas.

—Por consiguiente —prosiguió Vance—, ¿tenemos derecho a presumir que sólo una persona subió a la escalera, y que esa persona era un ser muy ligero y frágil?

Heath miró a Vance con franca admiración.

—Sí, señor. Pero ¿adónde nos lleva eso?

—Los indicios encontrados, puestos en relación con las pisadas del césped, parecen decirnos que un caballero chino, de pequeña estatura, fue la única persona que utilizó esta escalera. Pura suposición, claro está, sargento; pero yo más bien opino que…

—Sí, sí —interrumpió Markham, que había estado chupando vigorosamente su cigarro, concentrada la atención en el experimento de Vance y en su subsiguiente conversación con Heath—. Sí —repito—; tú ves alguna relación entre esas pisadas y la firma, más o menos chinesca, de la nota del rescate.

—¡Oh, desde luego, desde luego! —convino Vance—. Demuestras, querido Markham, una asombrosa perspicacia. Eso es precisamente lo que yo estaba pensando.

Markham guardó silencio un momento.

—¿Alguna otra idea, Vance? —preguntó con cierta displicencia.

—¡Oh, nada…, nada más, querido amigo!

Vance exhaló al aire una cinta de humo y se puso en pie lánguidamente. Luego lanzó una pensativa mirada a la escalera y al seto que tenía detrás y quedó inmóvil un momento. De repente se estremeció.

—Juraría —comentó como para sí— que brilla algo en el seto. No creo que sea una hoja lo que refleja la luz en aquel sitio.

Mientras hablaba, avanzó rápidamente hacia un punto, a la izquierda de donde estaba entonces la escalera. Contempló un momento las verdes y menudas hojas de un ligustro, y alargando ambas manos, separó el denso follaje y se inclinó como buscando algo.

—¡Ah diablo! —exclamó.

Al separar Vance un poco más el follaje pude ver un peine de plateado lomo sostenido por dos ramas muy próximas del ligustro.

Markham, que formaba ángulo con Vance, avanzó un paso.

—¿Qué es ello, Vance? —preguntó.

Vance, sin contestarle, alargó un brazo y, rescatando el peine, se volvió mostrándolo en la palma de la mano.

—Se trata de un peine, como puedes ver, querido amigo —dijo—. Un peine ordinario del estuche de aseo de un caballero. Ordinario, excepto por el floreado filete de metal que guarnece su lomo —lanzó una mirada al asombrado Heath—. ¡Oh, no hay motivo para alarmarse, sargento! El metal labrado no retiene claramente las huellas de los dedos. Y estoy seguro de que, de todos modos, no encontraría usted ninguna.

—¿Crees que es el peine de Kaspar Kenting que echamos de menos? —preguntó Markham, con ansiedad.

—Bien pudiera ser —contestó Vance—. Yo no tengo inconveniente en suponerlo. Estaba justamente bajo la abierta ventana del boudoir de nuestro desaparecido.

El rostro de Heath mostró cierto rubor.

—¿Cómo diablos nos pasaría inadvertido a Snitkin y a mí? —dijo en tono de pesar.

—¡Oh, no se apure, sargento! —le animó Vance—. Ya ve usted que quedó retenido en el seto antes de llegar al suelo, perfectamente oculto por la densidad del follaje. Yo acerté a situarme en línea recta con el objeto, y a través de las hojas percibí el reflejo del sol sobre él… Me imagino que el que lo dejó caer ahí, tampoco pudo encontrarlo, y como el tiempo apremiaba, abandonó la precipitada búsqueda. Interesante detalle…, ¿no es cierto?

Dicho esto, Vance se guardó el peine en el bolsillo superior de su chaleco.

Markham rezongaba todavía, fijos, interrogadoramente, los ojos en Vance.

—¿Qué opinas del incidente? —preguntó.

—¡Oh, yo no opino nada, Markham! —dijo Vance, encaminándose hacia la puerta—. Estoy completamente agotado. Entremos de nuevo en el dormitorio de los Kenting.

Cuando penetramos en el vestíbulo, mistress Kenting, Kenyon Kenting y Fleel descendían por las escaleras.

Vance se aproximó a ellos, y preguntó:

—¿Alguno de ustedes sabe algo de esa escalera de mano que hay en el jardín?

—Nunca la vi hasta esta mañana —contestó mistress Kenting con apagada voz.

—Ni yo tampoco —añadió su cuñado—. No puedo imaginarme de dónde habrá salido, a menos que fuese traída aquí anoche por los secuestradores.

—Y yo, claro está —dijo Fleel—, no tengo por qué saber nada de tal asunto. Hace mucho que no venía por aquí, y no recuerdo haber visto nunca escalera alguna por las dependencias de esta casa.

—¿Está usted completamente segura, mistress Kenting —prosiguió Vance—, de que la escalera no les pertenece? Pudiera ser que hubiera estado hasta ahora guardada, sin usted saberlo, en algún camaranchón del edificio.

—Estoy completamente segura de que esa escalera no es de la casa —contestó la señora, en el mismo apagado tono de voz—. De haber estado alguna vez aquí, yo la habría visto. Y por otra parte, no teníamos necesidad de tal escalera.

—Es de lo más curioso —murmuró Vance—. La escalera estaba apoyada contra el arce de su jardín a primera hora de esta mañana, cuando el agente McLaughlin pasó por delante de la verja.

—¿El arce? —repitió Kenyon Kenting, con visible asombro—. ¿Entonces la retiraron del árbol para apoyarla contra el muro?

—Exactamente. Es evidente que las personas complicadas en este asunto hicieron dos viajes aquí anoche. Desconcertante…, ¿no les parece?

Vance hizo un gesto como desechando una idea, y, metiéndose la mano en el bolsillo, sacó el peine que había encontrado en el seto.

—¿Este peine es, por casualidad, de su marido? —preguntó, entregándoselo a mistress Kenting.

La mujer lo contempló con espantados ojos.

—¡Sí, sí! —exclamó con voz apenas perceptible—. Es el peine de Kaspar. ¿Dónde lo encontró usted, mister Vance…, y qué significa?

—Lo encontré en el seto, debajo de la ventana —contestó Vance—. Pero todavía no sé lo que ello pueda significar, mistress Kenting.

Antes que la dama pudiera hacerle nuevas preguntas, Vance se volvió rápidamente hacia Kenyon Kenting, diciendo:

—Desearíamos sostener una ligera conversación con usted, mister Kenting. ¿Adónde podríamos ir?

El hombre miró a su alrededor, como indeciso.

—Creo que el gabinete sería el mejor lugar —replicó.

Y atravesó el vestíbulo hasta llegar a una puerta, que abrió, apartándose a un lado para que entrásemos. Mistress Kenting y Fleel se dirigieron por su parte hacia el salón situado en el lado opuesto al vestíbulo.