(Miércoles 20 de julio, 11:45 de la mañana)
La declaración de Vance sonó en nuestros oídos como una bomba. No obstante, a la escasa luz de la escalera, pude ver la seria expresión del rostro de Vance, y la rotundidad de su tono de voz me convenció de que podía abrigar pocas dudas respecto de la veracidad de sus palabras sobre la suerte de Kaspar Kenting.
Markham quedó aturdido un momento, pero comprendí que se sentía en verdad escéptico. Los diversos indicios descubiertos en la habitación de Kaspar Kenting parecían señalar indisputablemente una clarísima conclusión, que era precisamente el reverso de aquella a que Vance había llegado. Estoy seguro de que Markham opinaba lo mismo y de que se sentía tan sorprendido y confuso como yo ante la desconcertante declaración de Vance. Pero aparentemente recobró su aplomo al momento, y preguntó, con voz ronca:
—¿Tienes alguna razón para decir eso, Vance?
—Tut, tut, tut, mi querido amigo —replicó Vance, agitando una mano—. No son estos lugar ni ocasión para discutir tal asunto. Más adelante tendré mucho gusto en explicarte en qué me fundo. No debemos fiarnos de indicaciones superficiales, sino que tendremos que habérnoslas con mixtificaciones y sutilezas… ¡Tanto como las aborrezco! Mejor será que esperemos un poco. Por el momento, me siento ansioso de escuchar lo que McLaughlin tiene que decir al sargento. Bajemos y escuchemos, ¿quieres?
Markham se encogió de hombros, lanzó a Vance una irritada mirada y le soltó bruscamente el brazo.
—Sigue con tus métodos —rezongó—. De todos modos, creo que estás equivocado.
Vance bajó lentamente los escalones que quedaban hasta el vestíbulo inferior. Markham y yo le seguimos en silencio.
McLaughlin, un irlandés recio y corpulento, entraba en aquel momento en el gabinete, obedeciendo a una perentoria seña del sargento, que le había precedido. El agente parecía grueso en exceso y anormalmente musculoso bajo su ajustado uniforme de sarga azul. Sorprendí una risueña mirada en los ojos de Vance mientras contemplaba a nuestro hombre, que cruzaba en aquel momento las puertas corredizas. Weem se ocupaba en cerrar la puerta de la calle, con su acostumbrado aire indiferente y sombrío.
Poco después de llegar nosotros al vestíbulo inferior, se volvió y, sin mirarnos al pasar por nuestro lado, se dirigió rápidamente a las habitaciones interiores de la casa. Vance le siguió con la mirada, movió la cabeza pensativo y penetró a su vez en el gabinete.
McLaughlin, a quien yo recordaba por el famoso caso de Alvin Benson, cuando se presentó en la casa de la calle Cuarenta y Ocho para informarme de la presencia de un misterioso Cadillac gris, se disponía a sufrir el interrogatorio del sargento cuando nos oyó entrar. Al reconocer a Markham, le saludó respetuosamente y se echó a un lado, dándonos la cara y esperando órdenes.
—McLaughlin, esta noche ha ocurrido un hecho extraordinariamente grave —empezó diciendo Heath, con aquel tono solemne que siempre empleaba para dirigirse a sus inferiores, que tanto regocijaba a Vance—. O para ser más exactos, la cosa ocurrió a primeras horas de esta mañana. ¿A qué hora se le relevó a usted de su servicio?
—A la hora reglamentaria…, a las ocho —contestó el agente—. Me disponía a irme a acostar cuando el inspector…
—Bien, bien —le interrumpió Heath—; yo mismo fui el que ordené al Departamento que le enviase a usted aquí. Necesitamos un informe. Escuche: ¿dónde estaba usted a eso de las seis de la mañana?
—Cumpliendo con mi deber, señor —aseguró prontamente el agente—; me paseaba por la acera opuesta, haciendo mis rondas acostumbradas.
—¿Vio usted a alguien, o algo, que le pareciese sospechoso? —preguntó el sargento, avanzando desafiadoramente la mandíbula.
El hombre se sobresaltó ligeramente y miró de soslayo, como tratando de recordar.
—Algo vi, sargento —contestó—. Pero no me pareció sospechoso en aquel momento, aunque la idea me pasó por la imaginación. De todos modos, no había motivo para que yo tomase decisión alguna.
—¿Qué fue ello, McLaughlin? Diga lo que sea, lo crea usted importante o no.
—Bien, sargento, pues fue un cupé… de un color verde sucio…, que se detuvo hacia esa hora a este lado de la calle. Había dos individuos en él, y uno de ellos saltó a la acera, levantó el capot y echó un vistazo al motor. Yo crucé la calle y examiné el coche, pero todo parecía en regla y no molesté a sus ocupantes. Sin embargo, me quedé por allí observando, y al poco rato el conductor ocupó su puesto y el cupé se alejó. Cuando dobló la esquina hacia Columbus Avenue, llevaba el escape abierto…, pero como yo no podía hacer nada entonces, volví a cruzar la calle y subí hacia Broadway.
—¿No observó usted nada más?
—No, sargento —contestó McLaughlin, un poco molesto—. Es decir, sí observé algo más: doblaba yo la esquina de Central Park West, para volver a la calle Ochenta y Seis, unos veinte minutos más tarde, cuando el mismo cupé pasó por mi lado como una exhalación…, pero esta vez se dirigía hacia el Este…, y se metió en el parque.
—¿Cómo sabe usted que era el mismo cupé, McLaughlin?
—Bien; no podría jurarlo, sargento; pero era la misma clase de coche, del mismo color verde sucio, y llevaba el escape todavía abierto. Lo ocupaban también dos personas, como el de antes, y el conductor me pareció el mismo individuo, grueso y barbilampiño, que vi examinando el motor.
McLaughlin tomó aliento y dirigió al sargento una temerosa mirada, como si esperase una reprimenda.
—¿No vio ni oyó usted nada más? —rezongó Heath—. Ya debía de haber bastante luz a aquella hora de la mañana.
—Nada más, sargento —contestó el agente, con evidente alivio—. Cuando vi el coche por primera vez, yo me dirigía hacia Columbus; después bajé por Broadway, di la vuelta por la calle Ochenta y Siete al Central Park West y volví a la calle Ochenta y Seis. Como digo, esto me llevó unos veinte minutos.
—¿Dónde estaba exactamente el cupé cuando le vio usted por vez primera?
—Junto a la acera, a unos cien pasos de aquí en dirección al parque.
—¿Por qué no dirigió usted alguna pregunta a los ocupantes del coche?
—Ya le he dicho que no observé nada sospechoso… hasta que volvieron a pasar por mi lado en dirección opuesta. De primera intención pensé que eran una pareja de trasnochadores que regresaban a casa de alguna juerga. Parecían pacíficos y bien educados, y no había motivo para meterse con ellos.
Heath quedó pensativo un momento, sacando grandes bocanadas de humo de su cigarro.
—¿Qué dirección tomó el coche cuando entró en el parque?
—Entró por la transversal, como si se dirigiera hacia el Este. Aun cuando hubiera querido atrapar a los gorilas, no habría tenido tiempo. Antes de poder llegar al puesto telefónico de la avenida para avisar a mi compañero, el coche habría desaparecido. Y tampoco había por allí ningún taxi que poder utilizar para perseguirlos.
Heath hizo un gesto de disgusto y se paseó impaciente por la habitación.
—Escuche, agente —intervino Vance—: ¿eran hombres blancos los dos ocupantes del cupé?
—Seguro que sí, señor —contestó enfáticamente el policía, con un aire de deferencia que no había mostrado al sargento.
Vance estaba en pie junto a Markham, y McLaughlin debió de suponer que hablaba en nombre del fiscal de distrito.
—¿Y no podía haber un tercer hombre en el cupé? —continuó Vance—. Un hombre menudo, pongamos por ejemplo, a quien no vio por estar tendido.
—Bien podría ser, señor. No me atrevería a jurar lo contrario. No abrí ninguna de las portezuelas para examinar el interior, pero había sitio suficiente en el coche para que ese tercer individuo fuera sentado. ¿Por qué iba a ir tendido en el suelo?
—No tengo la más remota idea…, a menos que quisiera ocultarse para que no le viesen —replicó Vance, como quitando importancia al asunto.
—¡Diablos! —murmuró McLaughlin—. ¿Cree usted que había tres hombres en aquel coche?
—Realmente no lo sé, McLaughlin —rio Vance—. Pero se simplificarían mucho las cosas si supiésemos que había tres. Yo suspiro por un individuo algo menudito, bajito…
Heath había cesado en sus paseos por la habitación y se había detenido junto a la mesa escritorio, escuchando a Vance con regocijado interés.
—No le comprendo a usted, mister Vance —murmuró respetuosamente—. Dos individuos son suficientes para realizar un secuestro.
—¡Oh, claro que sí, sargento! Dos individuos son más que suficientes —contestó Vance, no muy convencido. Y añadió, volviéndose a dirigir a McLaughlin—: ¿Tropezó usted, por casualidad, con alguna escalera de mano durante su circuito nocturno la pasada noche?
—Vi una —confesó el policía—. Estaba apoyada contra aquel arce del jardín. Me di cuenta cuando empezó a amanecer. Pero me figuré que la estaban utilizando para podar el árbol, o algo por el estilo. ¿No habría sido una simpleza dar parte de que había visto una escalera de mano en el jardín vecino?
—¡Oh, claro, claro! —aseguró Vance con fingido entusiasmo—. ¡Estúpida idea la de informar que se han visto escaleras de mano! Pero la escalera está todavía en el jardín; sólo que esta mañana se apoyaba contra la casa, bajo una ventana abierta…
—¡Dios me valga! —exclamó McLaughlin, abriendo desmesuradamente los ojos—. Espero que no habré hecho mal en no dar cuenta de ello.
—¡Oh, claro que no! —le animó Vance—. No habría servido de nada. Alguien debió de apartarla del árbol y la apoyó contra el muro mientras usted patrullaba hacia Broadway y daba la vuelta por la calle Ochenta y Siete. Probablemente el detalle carece de importancia… A propósito, ¿había usted notado antes la existencia de una escalera de mano en este jardín?
El hombre movió vigorosamente la cabeza.
—No, señor —dijo con ligero énfasis—. Puedo asegurar que no. Generalmente tienen el jardín muy limpio y cuidado.
—Muchísimas gracias.
Vance se dirigió al sofá y se sentó perezosamente, estirando bien las piernas. Era evidente que no tenía más preguntas que dirigir al policía.
Heath se enderezó y se quitó el cigarro de la boca.
—Esto es todo, McLaughlin. Muy agradecidos por haber venido. Retírese a casa y acuéstese. Quizá tengamos que volvernos a ver más tarde.
El agente saludó respetuosamente y se encaminó a la puerta.
—Perdón, sargento —dijo deteniéndose de pronto—. ¿Podría decirme lo que sucedió aquí anoche? Me tiene muy preocupado lo de aquel cupé.
—¡Oh, nada de importancia! Un secuestro de los más vulgares. Un joven llamado Kaspar Kenting ha desaparecido de su casa, y han dejado en su lugar una nota de rescate.
—¿Qué me dice, jefe? —exclamó el agente, sorprendido.
—¿Le conocía usted, McLaughlin?
—Ya lo creo. Le he visto centenares de veces regresar a altas horas de la madrugada. Casi siempre venía un poco mareado…
Heath no parecía tener más ganas de hablar, y McLaughlin salió de la habitación mascullando palabras de asombro. Un momento después oímos el golpe de la puerta de entrada al cerrarse tras él.
—¿Qué ha sacado usted en limpio, mister Vance? —preguntó Heath, apoyando el corpachón contra la mesa y chupando vigorosamente su cigarro.
Vance encogió las piernas, como si hiciera un gran esfuerzo, y suspiró.
—¡Oh, muchas cosas, sargento! —contestó bostezando—. No puede usted figurarse lo que he aprendido…
—Pero vamos a ver, Vance —interrumpió Markham—: lo primero que quiero saber es qué quisiste decir con aquella afirmación que hiciste cuando bajábamos por las escaleras. No la comparto en absoluto, y apostaría cualquier cosa a que ese Kaspar está tan sano como tú y yo.
—Temo que perderías la apuesta, querido.
—Pero todos los indicios indican que…
—Por favor, Markham —imploró Vance—. ¿Debemos necesariamente inclinarnos hacia donde señala un dedo? Completemos primero el cuadro. Después podremos hablar con más o menos certeza de los indicios. ¿No puede uno aventurar una hipótesis sin ser severamente interrogado por el gran fiscal de distrito?
—¡Déjate de chanzas, Vance! —replicó Markham, irritado—. Basta de rodeos y vamos al asunto. Necesito saber por qué hiciste aquella afirmación en las escaleras, en presencia de hechos que indican todo lo contrario. ¿Estás en posesión de algún detalle al que yo no haya tenido acceso?
—¡Oh, no…, no! —replicó Vance blandamente, estirándose aún más en el sillón—. Tú has visto y oído lo mismo que yo. Únicamente que interpretamos los hechos de modo diferente.
—Bien —dijo Markham, haciendo un esfuerzo para dominar su impaciencia—. Sepamos cómo interpretas esos hechos.
—Perdóneme, jefe —intervino Heath—; yo no oí lo que mister Vance dijo en las escaleras, y no conozco su opinión sobre el caso.
Markham se quitó el cigarro de la boca y miró al sargento.
—Mister Vance no cree que Kaspar Kenting haya sido secuestrado meramente por el dinero, ni tampoco que él mismo haya simulado el secuestro. Su opinión es que el individuo está ya muerto.
Heath giró bruscamente hasta encararse con Vance.
—¿Eso opina usted? —exclamó—. ¿Cómo, por Dios santo, se le metió a usted tal idea, mister Vance?
Vance fumó unos momentos antes de contestar. Después empezó a hablar como si la explicación no tuviera ninguna importancia.
—¡Palabra, sargento, que el asunto me parece suficientemente claro!
Hizo otra pausa y miró pensativo al fiscal del distrito, que permanecía ante él balanceándose impaciente sobre sus pies.
—¿Crees verdaderamente, Markham, que tu maquinador Kaspar habría ido al casino de Jersey para entregarse al juego en su gran noche…, es decir, en la noche en que pensaba llevar a cabo su grand coup que le proporcionaría cincuenta mil dólares?
—¿Y por qué no? —preguntó Markham.
—Es completamente obvio que este empeño criminal fue cuidadosamente preparado con anticipación. La misma nota lo prueba lo suficiente con sus letras y palabras pacienzudamente recortadas y limpiamente pegadas sobre un desfigurado pedazo de papel.
—El empeño criminal, como, lo llamas, no necesito prepararse con mucha anticipación —objetó Markham—. Kaspar tuvo tiempo suficiente para recortar y pegar cuando regresó del casino.
—¡Oh, no, no lo creo! —replicó Vance, con vivacidad—. Observé cuidadosamente la mesa-escritorio y el cesto de los papeles, y no encontré en ellos indicio alguno revelador de tal actividad. Además, la llamada telefónica de nuestro sujeto en las primeras horas de la mañana demuestra por su parte cierta esperanza en ver resueltas sus dificultades económicas.
—Prosigue —dijo Markham al ver que Vance se detenía una vez más.
—Muy bien —continuó Vance—. ¿Por qué se tomó Kaspar Kenting tres horas para cambiarse sus ropas de calle al regreso de una placentera sesión de juego inconstante? Unos cuantos minutos habrían bastado. Y otra pregunta: ¿por qué esperó la luz del amanecer para seguir adelante? La oscuridad habría sido infinitamente mejor y más segura para sus planes.
—¿Cómo sabes que no los ejecutó mucho más temprano…, antes que amaneciese? —preguntó Markham.
—Recuerda, querido amigo —explicó Vance—, que la escalera estaba todavía apoyada contra el árbol al amanecer, cuando la vio McLaughlin, y que, por tanto, no pudo ser colocada bajo la ventana hasta después de haber salido el sol. Estoy completamente seguro de que si Kaspar hubiese planeado su desaparición habría colocado la escalera bajo la ventana antes de marcharse. ¿Qué te parece?
—Comprendo lo que quiere usted decir, mister Vance —intervino Heath apresuradamente—. La misma mistress Kenting nos dijo que oyó andar a alguien por la habitación a eso de las seis de la mañana.
—Es cierto, sargento; pero no es ese el punto importante —añadió Vance, displicente—. Yo no creo que fuera Kaspar el que mistress Kenting oyó en la habitación de su marido a aquella hora de la mañana… Y a propósito, Markham, he aquí otra pregunta que hay que tener en cuenta: ¿por qué estaba abierta la puerta de comunicación entre las habitaciones de Kaspar y su esposa, si nuestro joven calavera se proponía ejecutar aquella noche un acto importantísimo y desesperado? De planear tal acción, ciertamente que no habría dejado sin cerrar aquella puerta. Tenía que guardarse contra cualquiera inoportuna intromisión por parte de su esposa, que no tenía más que dar media vuelta al pestillo y colarse de rondón para echarlo todo a rodar… Y ya que hablamos de la puerta, recordarás que la señora la abrió a las seis, después de haber oído que alguien andaba por la habitación como en pantuflas. Pero cuando entró no había nadie allí. Luego, quienquiera que fuese el que ella oyó, tuvo que abandonar la habitación apresuradamente cuando golpeó la puerta y llamó a su marido. De haber sido Kaspar el que estaba dentro, o de haber este salido rápidamente al pasillo para bajar por la escalera principal, su mujer tendría que haberlo oído, y más estando tan alerta como en aquel momento. Por otra parte, si Kaspar hubiese saltado por la ventana para bajar la escalera de mano, los pesados zapatos que llevaba no se lo habrían permitido hacer sin ruido. Y surge ahora esta pregunta interesantísima: ¿por qué, si era Kaspar la persona del blando calzado que se movía por la habitación, esperó a que su esposa le llamase y golpease la puerta para huir precipitadamente? Pudo hacerlo en cualquier instante durante las tres horas transcurridas desde su regreso del casino. Todos estos detalles no hacen más que afirmar la presunción de que fue otra la persona que mistress Kenting oyó a las seis de la mañana.
Markham movió lentamente la cabeza. Su cigarro se le había apagado, sin que se hubiera dado cuenta.
—Empiezo a comprender, Vance —murmuró—; y no puedo decir que tus conclusiones me hacen feliz. Pero lo que yo quiero saber es…
—Espera un momento, querido Markham, sólo un momentito —Vance levantó una mano para indicar que tenía algo más que decir—. Si hubiese sido Kaspar el que mistress Kenting oyó a las seis, apenas habría tenido tiempo, después del sobresalto ocasionado por la llamada de su esposa, de recoger el peine, el cepillo de dientes y el pijama. ¿Y por qué, vamos a ver, iba el pobre diablo a molestarse en recoger tales cosas? Cierto que se trata de objetos que podría haber necesitado en su hipotética prisión, pero es absurdo que en tan triviales circunstancias se preocupase de cosas tan comunes como unos artículos de tocador que, además, pueden adquirirse fácilmente en cualquier parte. Hay otro detalle: si tan estúpido plan hubiese sido concebido por Kenting, se habría equipado subrepticiamente de antemano, y los embellecedores accesorios le habrían estado esperando para cuando decidiese partir, evitando el tener que recogerlos apresuradamente en el último minuto.
Markham no hizo ningún comentario, y tras una corta pausa, Vance reanudó su disquisición:
—Llevando la suposición un poco más lejos, Kenting tuvo que darse cuenta de que la ausencia de tan necesarios objetos tendría que ser altamente sospechosa, reforzando la impresión, que él habría deseado evitar, de su voluntaria participación en el intento de estafa de los cincuenta mil dólares. Yo diría que esos adminículos de tocador fueron recogidos y sacados de la escena…, precisamente para dar esa impresión…, por la persona de las blandas pisadas oídas por mistress Kenting… No, no, Markham; el peine y el cepillo de dientes, el pijama y los zapatos son solamente detalles accesorios, como el gato, el fleco del chal, los ramilletes, la cinta y el pañuelo en la Olimpia de Manet…
—Indicios manufacturados…, ¿no es esa tu teoría? —dijo Markham sin el menor síntoma de agresividad o antagonismo.
—Exactamente —afirmó Vance—. Son demasiadas huellas las dejadas en este caso. Realmente, el culpable se excedió. Un embarras de richesses. La estructura total se tambalea un poco a causa de su propio peso. Demasiada minuciosidad. No se ha dejado nada para la imaginación.
Markham dio unos cuantos pasos por la estancia, se detuvo y regresó de nuevo.
—¿Crees, entonces, que es realmente un secuestro?
—Pudiera ser —murmuró Vance—. Pero esa hipótesis no me parece tampoco muy consistente. Demasiadas contraindicaciones. Pero yo solamente anticipo una teoría. Por ejemplo, si a Kaspar se le dio tiempo suficiente para cambiarse de ropa y calzado…, como sabemos que lo hizo…, tuvo tiempo también para gritar o para despertar una alarma que hubiera trastornado los planes de los bondadosos malhechores. Colgar su smoking tan cuidadosamente, trasladar los objetos de sus bolsillos, y quitarse los zapatos, son cosas que indican un proceso de cierta lentitud…, lentitud que cuesta trabajo creer que los secuestradores hubieran consentido. Los secuestradores no son personas tan benévolas, Markham.
—Bien, entonces, ¿qué crees que sucedió? —preguntó Markham súbitamente, impaciente.
—Realmente no lo sé —contestó Vance, fija la mirada en la lumbre de su cigarrillo—. Sabemos, no obstante, que Kaspar tuvo anoche un compromiso que le retuvo fuera de casa hasta las tres de la mañana; y que a su regreso, telefoneó a alguien, y que después se cambió sus ropas de calle. Puede, por tanto, suponerse que tenía que acudir a alguna entrevista entre las tres y las seis de la mañana y que no consideró necesario acostarse en ese intervalo. Esto justificaría también el calmoso cambio de su atavío, y es muy posible que saliese tranquilamente por la puerta principal cuando juzgó llegada la hora de acudir a su rendez-vous mañanero. Suponiendo que esta hipótesis sea cierta, yo añadiría que nuestro héroe pensaba regresar inmediatamente, pues dejó todas las luces encendidas. Otro detalle: no creo equivocarme al suponer que la puerta que comunica su dormitorio con el pasillo fue abierta esta mañana… De otro modo, mistress Kenting recordaría haberlo hecho por sí misma cuando pidió el café y bajó al otro piso.
—Suponiendo que todo lo que dices sea cierto —arguyo Markham—, ¿qué crees que le sucedió a Kenting?
Vance suspiró profundamente.
—Todo lo que sabemos por el momento, querido Markham, es que el caballero no volvió a su casa. Esto huele a desaparición. Por lo menos no está aquí…
—Aunque así sea —dijo Markham con visibles muestras de aburrimiento—, ¿por qué das por seguro que Kaspar Kenting está ya muerto?
—No lo doy por seguro —replicó Vance con energía—. Dije meramente que temía que el joven estuviese ya muerto. Si no se secuestró a sí mismo, si no fue realmente secuestrado, tal como debe entenderse esa palabra, las probabilidades se inclinan a que se le asesinó cuando salió para acudir a su cita. Su desaparición y los minuciosos indicios dejados para hacerla figurar como un autosecuestro, indican una relación entre tal cita y las pruebas que hemos encontrado en el dormitorio. Por consiguiente, es más que probable que, si fue cogido vivo para ser libertado más tarde, nos podría revelar con quién celebró la proyectada entrevista, lo que nos conduciría a la persona o personas culpables. Su muerte inmediata habría sido, pues, el medio más seguro para evitar este peligro.
Mientras Vance hablaba, Heath había avanzado unos pasos hasta colocarse junto a Markham. Se detuvo un momento y luego intervino.
—Su hipótesis, mister Vance, parece lo suficientemente razonable de la manera que usted la expone —comentó el sargento—; pero así y todo…
Vance se había puesto en pie y aplastaba su cigarrillo en un cenicero.
—¿Por qué discutir el caso, sargento —le interrumpió—, cuando todavía tenemos tan pocas pruebas en que apoyarnos? Curioseemos un poco más por aquí para enterarnos de algunas otras cosas.
—¿De qué otras cosas? —preguntó Markham casi con malos modales.
—De muchas que aún ignoramos, Markham. Sospecho que Kenyon Kenting sabe detalles interesantes, y que un poco de intercambio social con el caballero nos sería muy provechoso. Y después tenemos a su amigo, mister Fleel, el ilustre Justiniano de la casa Kenting; tengo el presentimiento de que él también nos podrá suministrar algunos nuevos datos. Y la misma mistress Kenting podrá arrojar más rayos de luz en esta oscuridad. Tampoco debemos pasar por alto a la anciana mistress Falloway, madre de mistress Kenting, que creo que vive aquí. Le hablé varias veces antes que quedase inválida. Fascinante criatura, Markham; plagada de ideas originales y con una agudeza sin límites. Y hasta pudiera ser que el mayordomo Weem se dignara hacernos algunas confidencias. Parece lo suficientemente murmurador y curioso para hablar mal de la familia a quien sirve… Comprenderás que todas estas cosas, al parecer triviales, deben ser atendidas antes de retirarnos de aquí.
—No te preocupes por esos detalles, Vance —aconsejó gravemente Markham—; son todos cuestión de rutina, y los agentes se cuidarán de ellos a su debido tiempo.
—¡Oh Markham…, mi querido Markham! —exclamó Vance, encendiendo otro cigarrillo—. El tiempo presente es siempre el tiempo debido —aspiro unas cuantas bocanadas y lanzó el humo indolentemente—. Si he de decir la verdad, estoy bastante interesado en el caso. Presenta las más asombrosas posibilidades. Y ya que hoy me has privado de asistir a la exposición canina, creo que tengo derecho a buscar por aquí un poco de distracción.
—Perfectamente —rezongó Markham—. ¿Hacia dónde quieres enfocar tus maravillosas dotes detectivescas?
—¡Gracias por tu galantería! —exclamó Vance—. Nada de dotes maravillosas…; soy, simplemente, una semilla que no ha encontrado su surco. Pero, en fin, mi instinto me dice que por ahora debo inspeccionar aquella escalerilla.
Heath rio entre dientes.
—Bien, eso es fácil, mister Vance. Dé la vuelta por el patio. No hay inconveniente en entrar desde la calle.
Y el sargento se dirigió resueltamente hacia la puerta principal.