3. LA NOTA DEL RESCATE

(Miércoles 20 de julio, 11 de la mañana)

Cuando entramos en el dormitorio de Kaspar Kenting, el capitán Dubois y el detective Bellamy se disponían a abandonarlo.

—No creo que haya aquí nada para usted, sargento —informó Dubois a Heath, después de un respetuoso saludo a Markham—. Sólo hemos visto las acostumbradas huellas y manchas corrientes en todos los dormitorios…, y todas coinciden con las impresiones digitales encontradas en los objetos del juego de tocador y en el espejo del cuarto de baño.

Tales huellas corresponden indudablemente al individuo que habita aquí. No tenemos otras noticias que darle.

—¿Y el alféizar de la ventana? —preguntó Heath, con desesperanzada ansiedad.

—Ni una mota, sargento…, absolutamente nada —replicó Dubois—. Lo he examinado cuidadosamente. Si alguien salió por esa ventana durante la noche, no hay duda de que la limpió con todo cuidado, o de que llevaba guantes, y conste que el alféizar tiene tal pulimento, que tomar huellas en él es como hacerlo sobre papel ahumado… De todos modos, he tomado acá y allá algunas impresiones para cotejarlas con los archivos. Ya le comunicaré el resultado cuando hayamos revelado y ampliado lo que llevamos.

El sargento pareció grandemente decepcionado.

—Le necesitaré a usted más tarde para la escalera —dijo a Dubois, trasladando su largo y negro cigarro de una a otra comisura—. Cuando terminemos aquí, me pondré al habla con usted.

—Perfectamente, sargento —dijo Dubois, recogiendo su pequeño estuche negro—. Va a ser una tarea muy pesada. No la deje usted para muy tarde, pues necesito buena luz.

Y despidiéndose amistosamente de Heath, se marchó, seguido de Bellamy.

El dormitorio de Kaspar Kenting era de un estilo arcaico y convencional. Todos los muebles estaban muy deteriorados por el uso y los años. Contra la pared del fondo se apoyaba un lecho colonial de nogal, y cerca de la entrada de la habitación se veía una gran cómoda de cajones de la misma madera con un espejo colgado sobre ella. Había varias sillas repartidas por el cuarto, y una alfombra de deslucidos colores cubría el suelo. Uno de los rincones lo ocupaba una mesita escritorio sobre la que descansaba un teléfono francés.

La habitación tenía dos ventanas: una en la fachada de la casa, que daba a la calle, y la otra en el muro de la derecha, que reconocí en seguida como la mencionada por mistress Kenting cuando dijo que corrió a ella en su espanto. Estaba abierta de par en par, con la celosía completamente levantada.

Las contraventanas exteriores no eran visibles desde donde estábamos. La ventana de la fachada estaba a medio cerrar y con la celosía también medio bajada. En el fondo de la habitación, a la derecha del lecho, había una puerta, entonces abierta. Se divisaba por ella otro dormitorio, similar al en que estábamos; era evidentemente el de mistress Kenting.

Entre el lecho de Kaspar Kenting y la pared de la izquierda había dos puertas más estrechas que comunicaban con el cuarto de baño y con el ropero, respectivamente.

Las luces eléctricas estaban encendidas todavía, vertiendo su enfermiza iluminación desde la anticuada araña de cristal colgada en el centro del techo y desde la lámpara modernísima colocada junto a la cabecera de la cama.

Vance miró a su alrededor con aparente indiferencia; pero yo sabía que no se le escapaba ni un simple detalle.

Sus primeras palabras fueron dirigidas a la esposa del hombre desaparecido:

—Cuando entró usted aquí esta mañana, ¿estaba la puerta cerrada con llave o con cerrojo?

La mujer pareció desconcertarse y titubeó en la contestación.

—Realmente…, no puedo recordar. No debía de tener echada la llave, pues a buen seguro lo habría advertido. Salí por ella cuando estuvo preparado el café, y no recuerdo haber manejado la llave.

Vance sonrió, comprensivo.

—Sí, sí, por supuesto —murmuró—. Un acto deliberado como el de hacer girar la llave de una puerta tendría que haber dejado en usted una impresión mental definida. Simple psicología…

—Pero yo realmente no estoy segura, mister Vance… —añadió apresuradamente la dama—. Estaba tan trastornada, que sólo quería salir de esta habitación.

—Oh, sí, sí, es natural. Es muy lógico. No hablemos más del asunto. No tiene importancia.

Vance se aproximó a la ventana abierta y se asomó para ver la escalera de mano en ella adosada. Heath sacó entonces de su bolsillo un cuchillo como el que utilizan los boy-scouts y aflojó la chinche que sujetaba al ancho alféizar una hoja de papel y se lo entregó a Markham. El fiscal de distrito lo examinó con expresión sombría y turbada. Mientras lo leía, yo eché una mirada por encima de su hombro.

El papel era de la clase corriente utilizada para la escritura a máquina, y estaba recortado desigualmente por los bordes para disfrazar su tamaño original. Sobre él había pegadas palabras y caracteres aislados de diferentes tipos y estilos, cortados, al parecer, de un periódico. Las desiguales líneas decían así:

«Si quiere que vuelva salvo, el precio será de 50 000 dólares; caso contrario, le mataremos. Más tarde avisaremos dónde debe dejar el dinero».

Esta siniestra comunicación estaba firmada con un signo cabalístico formado por dos burdos cuadros entrecruzados, trazados con tinta negra.

Vance había vuelto a la habitación, y Markham le entregó la nota. Vance le echó un vistazo, como si tuviera escaso interés para él, y acompañó la lectura con la débil sugestión de una cínica sonrisa.

—Como verás, querido Markham, esto no tiene nada de original. Se ha hecho ya muchísimas veces.

Estaba a punto de devolver el papel a Markham, cuando retiró bruscamente la mano y volvió a leer la nota. Sus ojos tomaron una expresión grave, y la sonrisa se borró de sus labios.

—Interesante firma —murmuró. Se quitó el monóculo y, reajustándoselo cuidadosamente, examinó el papel con toda minuciosidad—. Lo hicieron con un lápiz chino… —anunció—, un pincel chino…, sostenido verticalmente… y con tinta china… Y estos pequeños cuadrados…

La voz de Vance se apagó.

—¡Está claro! —gritó el sargento Heath, dándose una palmada en el muslo y chupando vigorosamente su cigarro—. Eso se parece a los agujeros que he visto en las monedas chinas.

—Así es, sargento —dijo Vance, estudiando todavía la misteriosa firma—. El detalle no nos dice nada, pero vale la pena recordarlo —volvió su monóculo al bolsillo del chaleco y entregó el papel a Markham—. No es un caso muy claro, querido… Voy a fisgonear un poco por aquí…

Se aproximó a la cómoda y se arregló la corbata ante el espejo; después se alisó los cabellos y se sacudió una imaginaria mota de polvo de la solapa izquierda. Markham se enfurruñó visiblemente, y Heath hizo un expresivo gesto de disgusto.

—Escuche, mistress Kenting —preguntó Vance de pronto—, ¿su marido era calvo?

—¡Oh, no! —contestó la dama, indignada—. ¿Qué se lo hace suponer?

—Es extraño…, muy extraño —murmuró Vance—. Todos los necesarios objetos de tocador están en su lugar encima de este estante, excepto un peine.

—No… comprendo —replicó la mujer, asombrada, y, cruzando rápidamente la habitación, se colocó junto a Vance—. Kaspar siempre lo ponía aquí.

Y señaló un sitio vacío en la deslucida seda que cubría lo que evidentemente utilizaba Kaspar Kenting como tocador.

—¡Qué cosa más extraordinaria! Veamos si el cepillo de dientes de su esposo falta también. ¿Sabe usted dónde lo guardaba?

—En el cuarto de baño, naturalmente —contestó mistress Kenting, alarmada—. Tiene allí un pequeño vasar junto al botiquín. Vaya a ver —mientras hablaba se dirigió rápidamente hacia la puerta de la izquierda, la abrió de un empujón y penetró en el cuarto de baño. Un momento después volvía a reunirse con nosotros—. No está allí —dijo, desconcertada—. No lo encuentro en su sitio…, y he mirado también en el botiquín.

—Está muy bien —dijo Vance—. ¿Recuerda usted qué traje llevó anoche su marido para ir a la inauguración del casino de Nueva Jersey con su amigo mister Quaggy?

—Traje de noche, por supuesto —contestó la dama, sin titubear.

Vance cruzó rápidamente la habitación y, abriendo la puerta inmediata al cuarto de baño, se asomó al estrecho ropero. Tras una breve inspección de su contenido, se volvió y se aproximó a mistress Kenting, que se había quedado junto a la ventana abierta, con las manos cruzadas sobre el pecho, dilatados los ojos de temor.

—Su traje de noche está colgado en el ropero, mistress Kenting. ¿Tenía más de uno?

La mujer negó con un movimiento de cabeza.

—Y supongo, también —continuó Vance—, que con ese traje llevaría los apropiados zapatos de charol.

—Naturalmente —contestó la señora.

—Desconcertante —murmuró Vance—. En el suelo del ropero hay un par de zapatos de etiqueta y las suelas están húmedas. Anoche llovió, como usted sabe…

Mistress Kenting atravesó lentamente la habitación, se aproximó a Kenyon Kenting y le pasó un brazo por el suyo, como queriendo apoyarse en él.

—Realmente no lo comprendo, mister Vance —dijo después, con voz débil.

Vance lanzó a la pareja una penetrante mirada y volvió a entrar en el ropero. Pero salió al momento, y preguntó, dirigiéndose a mistress Kenting, una vez más:

—¿Conoce usted el guardarropa de su marido?

—¡Claro que sí! —contestó ella, algo ofendida—. Yo le ayudo a elegir los géneros para todos sus trajes.

—En ese caso —dijo Vance, cortésmente—, puede usted serme de gran utilidad si se digna echar un vistazo a este ropero y decirme si falta algo.

Mistress Kenting retiró su brazo del de su cuñado y, con expresión ligeramente turbada, se reunió con Vance en el ropero. Mientras él se hacía a un lado, ella le volvió la espalda y dedicó su atención a las hileras de ropas allí colgadas. De pronto se encaró con él, como despavorida:

—¡Falta su traje Glen! —exclamó—. Es el que generalmente lleva cuando va a pasar su fin de semana o alguna corta excursión.

—Muy interesante —murmuró Vance—. ¿Puede usted decirme qué zapatos sustituyeron a sus Oxfords de noche?

La mujer frunció los ojos y miró a Vance con naciente comprensión.

—¡Sí! —dijo, con ímpetu, e inmediatamente giró para inspeccionar la tabla de zapatos del ropero. Pasado un momento se volvió otra vez a Vance, con expresión de asombro—. Falta un par de sus pesados borceguíes de color —anunció, desfallecida—. Es el que generalmente lleva Kaspar con su traje Glen.

Vance se inclinó graciosamente y murmuró un convencional «Gracias», mientras mistress Kenting volvía lentamente hacia Kenyon Kenting y se colocaba a su lado, rígida y con los ojos muy abiertos.

Vance penetró otra vez en el ropero, y no había pasado un minuto cuando volvió a salir y se acercó a la ventana. Entre el pulgar y el índice sostenía una pequeña gema tallada —un rubí, me pareció—, que examinó atentamente a la luz.

—No es un auténtico rubí —murmuró—. Simplemente, un balas-rubí, que se confunde muy a menudo con aquel. Es un ejemplar necesario en toda colección de piedras preciosas, pero de poco valor intrínseco… Escuche, mistress Kenting: he encontrado esto en uno de los bolsillos exteriores de la americana de su marido, pues me tomé la libertad de averiguar si había transferido su contenido cuando se cambió de ropa después de regresar anoche a casa. Este ejemplar de balas-rubí fue todo lo que encontré.

Volvió a examinar la piedra y la guardó cuidadosamente en el bolsillo de su chaleco. Después sacó otro cigarrillo y lo encendió lentamente, reflexionando.

—Otra cosa que me interesaría grandemente —dijo, perdida la mirada en el espacio— es la clase de pijamas que usaba mister Kenting.

—De seda Shantung —afirmó mistress Kenting, avanzando un paso—. Precisamente le regalé uno nuevo para el día de su cumpleaños —la dama miraba directamente a Vance, pero de pronto su mirada se posó rápidamente en el lecho—. Hay un par sobre… —la frase quedó sin terminar, y los claros ojos de la mujer se abrieron más todavía—. ¡No están ahí! —exclamó, excitada.

—No, no están —dijo Vance—. La cama está hecha. Las babuchas, en su sitio. El vaso de agua de naranja, en la mesa de noche. Pero nada de pijamas. Ya me había dado cuenta de su falta. Soy un poco curioso. Pero pudiera haberse tratado de un descuido…

—No —interrumpió, enfática, la señora—, no fue un descuido. Yo misma coloqué su pijama a los pies de la cama, como lo hago siempre.

—¿Shantung fino? —preguntó Vance, sin mirarla.

—Sí…; el más ligero, para verano.

—¿Podía enrollarse fácilmente y guardarse en un bolsillo?

La mujer hizo un vago movimiento de cabeza, sin dejar de mirar fijamente a Vance.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó—. Dígame lo que piensa.

—Realmente, no lo sé —dijo Vance, con bondadoso acento—. Estoy meramente observando las cosas. No hay respuesta todavía. Es algo desconcertante…

Markham permanecía silencioso cerca de la puerta, observando a Vance con torva curiosidad.

—Sé adonde vas a parar, Vance —dijo, de pronto—. La situación es endiabladamente singular. Yo no sé cómo tomarla. Pero, de todos modos, a juzgar por los indicios, creo que debemos suponer que no tendremos que habérnoslas con criminales inhumanos. Cuando irrumpieron aquí y secuestraron a mister Kenting, en espera del rescate, le permitieron al menos que se vistiese y que se llevara dos o tres de las cosas que el hombre más echa de menos cuando está fuera de casa.

—Sí, sí, por supuesto —dijo Vance, sin entusiasmo—. Muy bondadosos…, muy bondadosos, si es cierto lo que dices.

—¿Que si es cierto? —repitió Markham, agresivo—. ¿Qué otra cosa tienes en la imaginación?

—¡Mi querido Markham! —protestó Vance, suavemente—. Nada en absoluto. Mi imaginación está completamente en blanco. Los indicios apuntan en varias direcciones. ¿Cuál de ellas elegimos?

—De todos modos —intervino el sargento Heath—, no creo que haya razón para creer que le haya sucedido nada malo al individuo. A mí me parece que los prójimos que hicieron esta faena sólo buscaban el dinero.

—Bien pudiera ser, sargento —replicó Vance—. Pero creo que es un poco pronto para llegar a esa conclusión.

Lanzó a Heath una significativa mirada bajo sus párpados entornados, y el sargento se limitó a encogerse de hombros y no dijo nada más.

Fleel había estado escuchando y observando con aire curioso y perspicaz.

—Me parece, mister Vance —dijo—, que sé lo que está usted pensando. Conociendo a los Kenting tan bien como yo los conozco, y al corriente de las circunstancias de esta familia durante muchos años, puedo asegurar a usted que a ninguno de ellos le asustaría que usted manifestase francamente lo que piensa de esta situación.

Vance miró al abogado unos segundos, con una incipiente sonrisa de regocijo.

—El caso es, mister Fleel, que no sé exactamente lo que pienso —dijo al fin.

—Le suplico que sea franco, señor —insistió el abogado—. Por mi conocimiento personal, resultado de muchos años de asociación con la familia Kenting, sé que sería alentador…, es más, que sería un acto de misericordia el que usted dijese lo que opina, pues yo estoy tan convencido como usted de que Kaspar planeó por sí mismo este golpe por razones demasiado obvias.

Vance miró al abogado con expresión ligeramente extraña, y después dijo, con cierta reserva:

—Si usted cree que ese es el caso, mister Fleel, ¿qué procedimiento sugiere usted que se siga? Usted hace tiempo que conoce al joven, y está posiblemente en condiciones de saber cómo debe tratársele.

—Personalmente —contestó Fleel—, creo que ya era hora de que Kaspar recibiese una rigurosa lección, y opino que nunca tendremos mejor oportunidad. Si Kenyon está conforme, y puede proporcionar esa absurda suma, me inclino a aconsejar que se sigan las nuevas instrucciones que se reciban, y dejar después que la ley entre en funciones, por exacción ilegal. A Kaspar hay que enseñarle su lección. ¿No está usted de acuerdo conmigo, Kenyon? —preguntó, volviéndose a Kenting.

—No sé qué decirle —contestó Kenting, con evidente perplejidad—. Recuerde, no obstante, que debemos tener en cuenta el parecer de Madelaine.

Mistress Kenting empezó a llorar silenciosamente, con el pañuelo en los ojos.

—No es posible que Kaspar haya hecho una cosa tan terrible —sollozó—. Pero si la hubiera hecho… ¡Qué horror!

Fleel se encaró de nuevo con Vance:

—¿Comprende usted lo que pretendía cuando le pedí que expusiese francamente su manera de pensar? Estoy seguro de que ello sería un gran alivio para la ansiedad de mistress Kenting, aun haciéndole ver que su marido es culpable de haber planeado este espantoso asunto.

—¡Mi querido señor! —replicó Vance—. Yo desearía poder decir algo que aliviase la ansiedad de mistress Kenting por la suerte de su esposo. Pero le aseguro que, por el momento, los indicios no permiten otorgar el consuelo de una simple hipótesis ni a usted ni a ninguno de los miembros de la familia Kenting…

En este instante, hubo una interrupción. En la puerta del vestíbulo apareció un hombre de baja estatura, de mediana edad, con un rostro de lividez lunar y sombría expresión. Sus escasos cabellos incoloros le cruzaban la abultada cabeza en largos mechones, en fracasado esfuerzo por ocultar su calvicie parcial. Llevaba lentes sin aro, de gruesos cristales, a cuyo través uno de sus lacrimosos ojos parecía completamente diferente del otro. Se nos quedó mirando como si le desagradase nuestra presencia. Iba embutido en una harapienta librea de mayordomo, demasiado amplia para él, que hacía resaltar su desgarbado aspecto. Su actitud daba una impresión rastrera y servil a pesar de su aire de insolencia.

—¿Qué pasa, Weem? —preguntó mistress Kenting, dirigiendo una sola mirada en dirección al individuo.

—Hay un caballero…, un agente… en la puerta de entrada —contestó el mayordomo en tono impertinente—. Dice que quiere ver al sargento Heath.

—¿Cómo se llama? —preguntó Heath, mirando al mayordomo con visible desconfianza.

—Dice que McLaughlin.

Heath consultó con la mirada a Markham.

—McLaughlin —dijo— es el agente que estaba de servicio aquí la noche pasada. Ordené al Bureau que me lo enviase tan pronto como le encontrara. Pensé pudiera saber o haber visto algo que nos diese la pista de lo sucedido —Heath se volvió hacia el mayordomo—: Diga al agente que me espere. Bajaré dentro de unos minutos.

—Un momento, Weem…, ¿es este su nombre? —interrumpió Vance—. Según tengo entendido, es usted el mayordomo.

El hombre inclinó la cabeza.

—Sí, señor —dijo, con voz sorda.

—¿Su esposa es la cocinera?

—Sí, señor.

—¿A qué hora se acostaron ustedes anoche?

El mayordomo titubeó un momento, y después miró de reojo a mistress Kenting; pero ella estaba vuelta de espaldas. Entonces trasladó su peso de un pie a otro antes de contestar a Vance.

—Hacia las once. Mister Kenting había salido, y mistress Kenting dijo que no me necesitaría después de las diez.

—¿Sus habitaciones están en la parte posterior del tercer piso?

—Sí.

—Escuche, Weem —prosiguió Vance—, ¿oyó usted, o su esposa, algo desacostumbrado en la casa después de retirarse a sus habitaciones?

El hombre trasladó su peso al otro pie.

—No —contestó—. Todo estuvo tranquilo hasta que me dormí…, y sólo desperté cuando mistress Kenting me llamó para pedirme café a eso de las seis.

—Entonces, ¿no oyó usted a mister Kenting entrar en la casa…, o moverse alguien por las habitaciones, entre las once de la noche y las seis de la mañana?

—No, a nadie…; estaba dormido.

—Nada más, Weem —dijo Vance, despidiéndole con un gesto—. Puede usted ir a dar el recado del sargento al agente McLaughlin…

El mayordomo se alejó, renqueando.

—Creo—-dijo Vance a Heath —que fue una buena idea la de llamar a McLaughlin… Realmente, no hay nada más que hacer aquí por ahora. ¿Quieren que bajemos para ver lo que puede decirnos?

—¡En marcha! —exclamó el sargento, encaminándose hacia la puerta, seguido de Vance, Markham y yo.

Vance se detuvo antes de llegar a la puerta y se aproximó a la mesita-escritorio donde estaba el aparato telefónico. Lo contempló, pensativo; abrió los cajones y examinó el interior; después cogió la botella de tinta colocada en la parte posterior de la mesa, justamente bajo el casillero del papel, y leyó su etiqueta. Vuelta la botella a su sitio, se inclinó sobre la pequeña papelera. Cuando se incorporó, preguntó a mistress Kenting:

—¿Escribía su marido en esta mesa?

—Sí, siempre —contestó la señora, mirando, extrañada, a Vance.

—¿Y nunca en ningún otro sitio?

—Nunca. Tenía muy poca correspondencia, y esa mesita era más adecuada para sus necesidades.

—Pero ¿nunca necesitó algún engrudo o goma? —preguntó Vance—. No veo por aquí ningún frasco.

—¿Engrudo? —repitió mistress Kenting, cada vez más extrañada—. No, ni creo que haya ninguno en la casa… Pero ¿por qué lo pregunta?

Vance fijó su mirada en la mujer y le sonrió con cierta simpatía.

—Estoy simplemente tratando de encontrar la verdad, y le ruego que me perdone si alguna de mis preguntas le parece impertinente.

La mujer no contestó, y Vance se dirigió de nuevo hacia la puerta, donde Markham, Heath y yo le esperábamos, y todos juntos salimos al pasillo.

Al llegar a las escaleras, Markham se detuvo de pronto, dejando que Heath pasara delante. Después agarró a Vance por el brazo, impidiéndole seguir.

—Escucha, Vance —dijo, agresivo, pero en tono suficientemente bajo para que sólo nosotros pudiéramos oírle—. Este secuestro no me parece en modo alguno un asunto vulgar, y estoy seguro de que opinas lo mismo.

—¡Oh mi querido Markham! —deploró Vance—. ¿Eres adivino?

—Dejémonos de bromas —continuó Markham, irritado—. O los secuestradores no tenían la menor intención de hacer daño al joven Kenting o, como sugirió Fleel, Kenting discurrió todo este lío y se secuestró a sí mismo.

—Espero pacientemente la otra pregunta que me vas a hacer —suspiró Vance, con resignación.

Lo que quiero saber —prosiguió, testarudo, Markham— es por qué te has negado a dar alguna esperanza, o a admitir la posibilidad de una de esas hipótesis, sabiendo muy bien que la simple expresión de tal opinión habría mitigado la ansiedad de mistress Kenting y del hermano del joven desaparecido.

Vance ahogó un profundo suspiro y miró a Markham con aire de burlona conmiseración.

—Tienes un carácter admirable, Markham —dijo, con seriedad—; pero eres demasiado ingenuo para este mundo sin escrúpulos. Tanto tú como tu leguleyo amigo Fleel, estáis completamente equivocados en vuestras suposiciones. Te aseguro que no soy lo suficientemente cruel para dar falsas esperanzas a nadie.

—¿Qué quieres decir con eso, Vance? —preguntó Markham.

—¡Palabra que sólo quiero decir una cosa, Markham!

Vance continuó mirando al fiscal del distrito con simpático afecto, y añadió, bajando la voz:

—Temo que el muchacho esté ya muerto.