2. LA CASA PÚRPURA

(Miércoles 20 de julio, 10:30 de la mañana)

La residencia de Kenting en la calle Ochenta y Seis no era lugar tan extraño como yo esperaba ver después de la descripción de Vance. En efecto, se diferenciaba muy poco de las otras edificaciones de piedra pardusca de la calle, excepto en que era algo más grande. Hasta se podría haber pasado por delante de ella infinidad de veces sin darse cuenta de su existencia. Este hecho, sin duda, era debido a la vulgaridad de su desvaído color, ya que la casa parecía no haber sido repintada hacía varios años, y el sol y la lluvia no la habían perdonado. Su tono era tan deslucido que se fundía discretamente con el de las otras casas de la vecindad. Al aproximarnos a ella, en aquella azarosa mañana, nos pareció casi de un gris indefinido bajo el brillo de un sol de verano.

Con más atenta inspección, pude ver que la casa era de ladrillos, unidos con mortero a la manera inglesa, y encuadradas cornisas, puertas, ventanas y aleros con grandes bloques rectangulares de piedra pardusca. Sólo en la sombra, a lo largo de los aleros y bajo las proyecciones de los antepechos, se distinguían algunos matices púrpura. La arquitectura de la casa era bastante convencional, adaptación algo libre de los estilos georgiano y colonial, tan en boga durante la segunda mitad del siglo pasado.

La entrada, que se elevaba algunos pies sobre el nivel de la calle y a la que se llegaba por cinco o seis amplios escalones de piedra arenisca, era muy espaciosa, y había en ella el acostumbrado vestíbulo rodeado de vidrieras. Las ventanas eran altas y estaban cerradas por postigos a la antigua usanza, que se replegaban contra los muros del edificio. En lugar de los cuatro pisos tradicionales, se componía solamente de tres, sin contar el sótano. Este detalle me llamó bastante la atención, pues el edificio resultaba aún más alto que sus inmediatos. Las ventanas, no obstante, no estaban al nivel de sus vecinas, por lo que deduje que los techos de la Casa Púrpura debían de ser extraordinariamente altos.

Otra cosa que distinguía la residencia de los Kenting de los edificios próximos era la existencia al Este de un patio de unos cincuenta pies cuadrados. Este patio estaba cubierto de césped muy bien cuidado, con setos a las cuatro caras. Había dos macizos de flores: uno en forma de estrella, y el otro, de media luna; y en la parte posterior se elevaba un viejo arco cuyas ramas cubrían casi todo el patio. Sólo una pequeña verja de hierro separaba este de la calle.

El verde cuadrilátero estaba bañado por el sol, y parecía un lugar muy agradable, con sus setos floridos y sus bancos de hierro por él diseminados. Pero había una nota siniestra…, un detalle que por sí mismo no tenía nada de particular, pero que adquiría un aspecto sombrío después de los hechos relatados por Markham aquella mañana en la biblioteca de Vance. Era una larga y pesada escalera de mano, como las que utilizan los pintores, apoyada contra el muro, justamente bajo la ventana del segundo piso, la más próxima a la calle.

La Casa Púrpura se levantaba a unos diez pies de la acera, y nosotros cruzamos apresuradamente las irregulares losas y ascendimos por los peldaños de la puerta principal. Pero no hubo necesidad de oprimir el timbre. El sargento Ernest Heath, del Homicide Bureau, nos recibió en el vestíbulo. 'Después de saludar a Markham, a quien se dirigió como jefe, hizo una mueca a Vance y movió la cabeza lentamente.

—No creía verle por aquí, mister Vance —dijo con afabilidad—. ¿No está este asunto un poco fuera de su… especialidad? Pero sea bien venido, de todos modos.

Y le tendió la mano.

—Yo tampoco creí encontrarme aquí, sargento. Hoy todo está fuera de mi especialidad, excepto las exposiciones caninas. Faltó muy poco para no tener el placer de verle —Vance le estrechó la mano cordialmente y le lanzó una mirada interrogadora—. ¿Qué hay por aquí digno de verse, sargento?

—Podía usted haberse quedado en casa, mister Vance —respondió Heath—. El asunto no tiene ni siquiera fantasía. Un poco de trabajo policíaco rutinario es todo lo que se necesita para aclararlo. No hay probabilidades de emplear eso que usted llama deducción psicológica.

—¡Qué se le va a hacer! —suspiró Vance—. Espero que tendrá usted razón. Sin embargo, ya que estoy aquí, me gustaría echar un vistazo de aficionado para enterarme de lo sucedido. Prometo no complicarle mucho las cosas.

—Por mí, encantado, mister Vance —sonrió el sargento.

Y abriendo la pesada puerta de roble con paneles de cristales, nos introdujo en el sombrío, pero espacioso, vestíbulo, y luego, por unas puertas corredizas situadas a la derecha, en un mal ventilado salón.

—Bellamy y el capitán Dubois están arriba tomando las huellas digitales; Quackenbush tiró unas cuantas placas y se marchó —dijo Heath, sentándose ante una mesita jacobina y sacando su cuaderno de notas de tapas de hule—. Jefe —añadió, dirigiéndose a Markham—, creo que quizá sea mejor que oiga usted toda la historia directamente de mistress Kenting, la esposa del caballero secuestrado.

Advertí entonces la presencia en la habitación de otras tres personas. Ante la ventana de la fachada había un hombre ligeramente corpulento, de aire presuntuosamente profesional. Al entrar nosotros se volvió y avanzó a nuestro encuentro, y Markham le saludó cordialmente, llamándole Fleel. Era el abogado de la familia Kenting.

A su lado se encontraba un individuo de mediana edad, más bien grueso, con expresión grave y preocupada. Fleel nos lo presentó precipitadamente, con un leve movimiento de la mano, como Kenyon Kenting, hermano del hombre desaparecido. Después, el abogado señaló hacia el otro lado de la habitación, y dijo, con voz suave y solemne:

—Caballeros, tengo particular interés en presentarles a mistress Kaspar Kenting.

Todos nos volvimos hacia la pálida y abatida mujer sentada al extremo de un pequeño sofá en la sombra de la pared oriental. A primera vista parecía tener unos treinta años, pero pronto comprobé que podría haberme quedado corto por lo menos en diez. Parecía excesivamente delgada, aun bajo los amplios pliegues de la bata de raso que llevaba puesta; y aunque sus ojos eran grandes y francamente atractivos, había en sus facciones rasgos que indicaban una sagacidad y fortaleza lindantes con la crueldad. Un pintor la habría tomado como modelo perfecto de una mujer apasionada, nerviosa y sensiblera. Pero, por otra parte, me impresionó como capaz de asumir el papel de persona inteligente y enérgica cuando la ocasión lo exigiese. Sus cabellos eran finos y rebeldes, de un rubio ceniciento y sin brillo; y sus cejas y pestañas, tan ralas y pálidas, que daba la impresión, a la escasa luz del aposento, de no tenerlas.

Cuando Fleel nos la presentó, inclinó la cabeza cortésmente con aire asustado, y mantuvo la mirada penetrante fija en Markham. Kenyon Kenting se aproximó a ella y, sentándose al borde del sofá, la rodeó con un brazo y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Has de tener valor, querida —le dijo en tono casi meloso—. Estos caballeros han venido para ayudarnos, y estoy seguro de que les convendrá saber todo lo que puedas decirles sobre los acontecimientos de la noche pasada.

La mujer apartó lentamente su mirada de Markham y la posó en su cuñado. Después movió la cabeza en completa aquiescencia, y volvió sus ojos a Markham.

El sargento Heath interrumpió la escena:

—Jefe, ¿quiere usted subir para ver la habitación donde se cometió el delito? Allí está Snitkin cuidando de que nada se toque.

—Un momento nada más, sargento —dijo Vance, sentándose en el sofá junto a mistress Kenting—. Desearía primero hacer unas preguntas a la señora. ¿No le molestará a usted? —inquirió, dirigiéndose a la dama en tono deferente. Y como ella negase con un movimiento de cabeza, continuó—: Dígame: ¿cuándo se enteró usted de la ausencia de su marido?

La señora respiró profundamente, y, tras un titubeo apenas perceptible, contestó, con voz algo áspera, que contrastaba extrañamente con su aspecto semianémico:

—A primeras horas de esta mañana…, a las seis, sobre poco más o menos. Acababa de salir el sol [6] .

—¿Y cómo se dio usted cuenta de esta ausencia?

—No dormí bien la noche pasada —respondió la dama—. Estaba inquieta por alguna razón desconocida, y los primeros rayos de sol que penetraron por las contraventanas no sólo me despertaron, sino que me impidieron volverme a dormir. Entonces me pareció oír un ruido débil y extraño en la habitación de mi marido (ocupamos dormitorios inmediatos), como si alguien se moviese cautelosamente. Sentí el inconfundible ruido de unas pisadas sobre el pavimento…, es decir, como de unos pies descalzos con babuchas muy blandas.

La dama tomó aliento, y aún se estremeció un poco.

—Yo estaba ya terriblemente nerviosa, y aquellos ruidos extraños me asustaron, pues Kaspar…, mister Kenting…, solía estar profundamente dormido a aquella hora de la mañana. Me levanté, me calcé unas chinelas, me envolví en una bata, y me dirigí a la puerta que pone en comunicación nuestras dos habitaciones. Llamé a mi marido, y no me contestó. Repetí la llamada una y otra vez en voz más alta, golpeando al mismo tiempo la puerta. Pero no recibí respuesta de ninguna clase…, y me di cuenta de que todo había quedado repentinamente silencioso allí dentro. Entonces se apoderó de mí el pánico, empujé violentamente la puerta y penetré en el dormitorio…

—Un momento, mistress Kenting —interrumpió Vance—. Ha dicho usted que esta mañana le llamó la atención un ruido desacostumbrado en la habitación de su marido, y afirma que oyó como si alguien se moviese en ella. ¿Qué clase de ruido fue el que primero le llamó la atención?

—No lo sé exactamente. Pudo ser alguien moviendo una silla o dejando caer algo, o quizá una puerta al abrirse o cerrarse con cuidado. No sé describirlo mejor.

—¿Pudo haber sido una especie de forcejeo…, es decir, un ruido producido por más de una persona?

La mujer negó con un ligero movimiento de cabeza.

—No lo creo. Era demasiado leve para eso. Yo diría que era como un ruido no intencionado…, accidental…, ¿comprende lo que quiero decir? No puedo imaginarme lo que pudo ser… ¡Podían suceder tantas cosas!

—Cuando entró usted en la habitación, ¿estaban las luces encendidas? —preguntó Vance en tono indiferente.

—Sí —se apresuró a contestar animadamente la dama—. Ese es el detalle más curioso. No sólo estaba encendida la araña, sino también la lamparita de la mesilla de noche. Lanzaban un extraño resplandor amarillento en medio de la luz del día.

—¿Los dos aparatos están dirigidos por el mismo conmutador? —preguntó Vance, contemplando abstraído su Régie sin encender.

—No —contestó la señora—. El conmutador de la araña está cerca de la puerta del pasillo, y la lamparita está conectada a un enchufe y se acciona por un conmutador fijo en la lámpara misma. Otro detalle extraño es que la cama no estaba deshecha.

Vance enarcó las cejas ligeramente, pero no apartó la mirada de la contemplación del cigarrillo que tenía entre los dedos.

—¿Sabe usted a qué hora entró anoche mister Kenting en su dormitorio?

La dama titubeó un momento y disparó una mirada a Kenyon Kenting.

—¡Oh, sí! —dijo, apresuradamente—. Le oí entrar. Había salido de noche, y dio la casualidad de que yo estuviese despierta cuando regresó…, o bien me despertaría el ruido de la puerta de entrada al abrirse o cerrarse. Realmente no puedo precisarlo. Le oí entrar en su dormitorio y encender las luces. Después telefoneó a alguien.

—Dice usted que salió anoche. ¿Sabe con quién estuvo?

Mistress Kenting titubeó de nuevo. Finalmente contestó, con la misma voz ronca y quebradiza:

—Se inauguró ayer una nueva sala de juego en Jersey, y mi marido fue invitado a la fiesta de apertura. Su amigo mister Quaggy vino a buscarle hacia las nueve…

—Tenga la bondad de repetir el nombre del amigo de su esposo.

—Quaggy… Porter Quaggy. Es hombre leal y de toda confianza, y yo nunca he privado a mi marido de salir con él. Hace bastantes años que es amigo de la familia y sabe cómo manejar a mi esposo cuando se siente inclinado a ir demasiado lejos en la…, bien, en la bebida. Mister Quaggy estuvo aquí ayer por la tarde, y fue entonces cuando él y Kaspar convinieron en ir juntos al nuevo casino.

Vance fijó la mirada en el suelo como tratando de relacionar lo que la mujer había dicho con algo que ya estaba en su imaginación.

—¿Dónde vive mister Quaggy? —preguntó.

—Un poco más arriba de la calle, cerca del Central Park West, en el Nottingham… —hizo una pausa y dejó escapar un profundo suspiro—. Mister Quaggy es aquí visita frecuente y siempre bien recibida.

Vance lanzó a Heath una significativa mirada, y el sargento hizo unas anotaciones en el cuaderno que tenía sobre la mesa.

—¿Sabe usted, por casualidad —continuó Vance, dirigiéndose todavía a la dama—, si mister Quaggy volvió anoche con mister Kenting?

—Oh, no; estoy segura de que no —contestó ella, prontamente—. Oí a mi marido llegar solo y subir por las escaleras, y después andar también solo por la habitación. Como ya he dicho, me quedé dormida al poco rato, y no me desperté hasta después de amanecido.

—¿Puedo ofrecerle un cigarrillo? —dijo Vance, presentándole su pitillera.

La mujer volvió ligeramente la cabeza, y miró interrogadora a Kenyon Kenting.

—No, gracias —contestó—. Fumo raras veces. Pero no me importa que lo hagan los demás; así es que puede encender su cigarrillo.

Con una cortés inclinación, Vance procedió a hacerlo así, y a continuación siguió preguntando:

—Cuando usted descubrió que su marido no se encontraba en su dormitorio a las seis de la mañana, y que las luces estaban encendidas y la cama sin deshacer, ¿qué pensó usted… y qué hizo luego?

—Me sobresalté mucho, como es natural —explicó mistress Kenting—, y entonces me di cuenta de que la gran ventana lateral que da al jardín estaba abierta y que la celosía no había sido bajada. Esto era extraño, porque Kaspar siempre se preocupaba de esta celosía, particularmente en este tiempo, a causa de que el sol entraba muy temprano. En seguida corrí a la ventana y miré hacia el patio, pues me asaltó de pronto el temor de que Kaspar se hubiese caído… Sabrán ustedes —añadió, con disgusto— que mi esposo solía estar demasiado bebido cuando llegaba a casa a altas horas de la noche… Fue entonces cuando vi la escalerilla apoyada en el muro, y encontré aquel horrible pedazo de papel prendido en el marco de la ventana. Inmediatamente adiviné lo que había sucedido, y me expliqué los ruidos extraños en la habitación. La revelación me hizo caer desmayada.

La dama hizo una pausa y se frotó suavemente los ojos con un pañuelo de encajes.

—Cuando me recobré un poco de la emoción de tan espantoso descubrimiento —continuó—, me dirigí al teléfono y llamé a mister Fleel. También llamé a mister Kenyon Kenting, aquí presente…; vive en la Quinta Avenida, justamente al otro lado del parque. Después pedí una taza de café fuerte, y esperé inquieta la llegada de estos señores. No dije nada del asunto a los criados, y no me atreví a informar a la Policía hasta que hube consultado con mi cuñado y especialmente con mister Fleel, que es, no sólo el consejero legal de la familia, sino también un amigo íntimo. Juzgué, por consiguiente, que él podría aconsejarme la conducta más apropiada.

—¿Cuántos criados tienen ustedes? —preguntó Vance.

—Sólo dos… Weem, nuestro mayordomo, y su esposa, Gertrude, que hace de cocinera y doncella.

—¿Dónde duermen?

—En el tercer piso, hacia la parte de atrás.

Vance había escuchado el relato del trágico episodio con desacostumbrada atención, y me di cuenta de que, de cuando en cuando, lanzaba a la narradora miradas inquisitivas por debajo de sus párpados lánguidamente entornados.

Al fin se levantó y, aproximándose a la mesa, depositó su cigarrillo a medio consumir en un cenicero de ónice. Después se volvió a mistress Kenting, y le preguntó, con estudiada calma:

—¿Tuvo usted, o su marido, algún previo aviso de este suceso?

Antes de contestar, la señora miró a Kenyon Kenting con turbado interés.

—Yo creo, querida, que debes ser por completo franca con estos caballeros —la animó él en tono engolado y declamatorio.

La dama volvió lentamente sus ojos a Vance, y, tras un momento de indecisión, dijo:

—Sólo este: hace pocas noches, después de haberme retirado, oí que Kaspar marcaba un número y que hablaba por teléfono airadamente con alguien. No pude enterarme de nada de la conversación…, llegaba hasta mí como una especie de murmullo apagado. Al día siguiente noté que Kaspar estaba de un humor terrible, y que parecía preocupado y le molestaba la menor cosa. Por dos veces intenté averiguar cuál era la causa, y le pregunté de quién había sido la llamada telefónica; pero él me aseguró que todo marchaba bien y que había estado hablando con su hermano sobre asuntos de negocios…

—Eso fue una invención de Kaspar —intervino Kenyon Kenting, casi indignado—. Como ya he dicho a mistress Kenting, no puedo recordar haber tenido con Kaspar ninguna conversación telefónica por la noche. Siempre que teníamos que tratar de negocios venía él a mi despacho o nos reuníamos aquí… No comprendo esas llamadas telefónicas; pero, desde luego, no debían de tener relación alguna con el enigma que nos preocupa.

—Esa es mi opinión —afirmó Vance—. No les encuentro relación lógica con este crimen aparente. Sin embargo, nunca se sabe… —sus ojos se posaron lentamente sobre mistress Kenting—. ¿No puede usted recordar nada más, ocurrido recientemente, que nos sirva de ayuda?

—Sí, hubo algo más —afirmó la dama, con repentina energía—. Hará una semana, vino a ver a Kaspar un individuo de aspecto extraño y grosero…, me pareció un tipo de los bajos fondos sociales. Kaspar le introdujo en seguida en este gabinete y cerró la puerta. Permanecieron mucho tiempo en la habitación. Yo había subido a mi gabinete, pero cuando el individuo abandonó la casa oí que decía Kaspar en voz alta: «Hay modos de arreglar las cosas». Tales palabras fueron acompañadas de un tono terriblemente hostil; eran casi como una amenaza.

—¿Ocurrió algo más? —insistió Vance.

—Sí. Varios días después volvió el mismo hombre, acompañado de otro individuo dé aspecto aún más siniestro. Sólo pude verlos un instante, pues Kaspar los hizo entrar en esta habitación y cerró las puertas. Ni siquiera puedo recordar sus rostros, pero estoy segura de que eran hombres peligrosos. A la mañana siguiente pregunté a Kaspar quiénes eran aquellos sujetos, pero él soslayó la cuestión y se limitó a decirme que se trataba de asuntos de negocios que yo no entendería. Esto fue todo lo que pude sacar de él.

Kenyon Kenting se había vuelto de espaldas y estaba mirando por la ventana.

—No puedo comprender quiénes eran esos misteriosos visitantes —dijo en tono pomposo, sin volverse—. Pero estoy seguro de que no tenían relación alguna con el secuestro de Kaspar.

Vance frunció el entrecejo ligeramente y lanzó a la espalda del individuo una mirada inquisitiva.

—¿Está usted seguro de eso, mister Kenting? —preguntó, fríamente.

—¡Oh, no, no! —replicó el otro, girando de pronto y extendiendo una mano en actitud de orador—. Puede creerlo; no lo estoy. Quise decir que no cabe suponer que dos hombres se expusieran tan abiertamente, de proponerse cometer un delito de tan graves consecuencias como un secuestro probado. Además, Kaspar tenía muchas amistades extrañas, y estos hombres no tenían probablemente ninguna relación con el asunto que nos preocupa.

Vance mantuvo la mirada fija en el individuo, sin que su rostro cambiase de expresión.

—Bien pudiera ser lo que usted dice —comentó, indiferente—. Pero también pudiera no ser. Interesante especulación, pero completamente frívola; es muy posible que… —se puso en pie y, sacando pensativo su pitillera, encendió otro Régie— Ahora creo que debemos ir arriba, al dormitorio de mister Kaspar Kenting —murmuró.

Todos nos levantamos y nos dirigimos hacia la puerta.

Al salir al vestíbulo principal, la puerta de una pequeña habitación frontera estaba entreabierta y pude ver que había instalado allí una especie de museo en miniatura. Había multitud de estuches apoyados contra las paredes, y una doble hilera de otros más grandes en el centro de la habitación. Parecía como una exhibición particular, dispuesta según las normas de esas más extensas que se ven en los museos públicos.

—¡Oh, una colección de piedras semipreciosas! —comentó Vance—. ¿Me permitiría echarle un vistazo? —preguntó, dirigiéndose a mistress Kenting—. Me interesan muchísimo estas cosas.

La dama pareció un poco asombrada, pero contestó en seguida:

—Como guste. Puede usted entrar.

—¿Es de usted la colección? —inquirió Vance, indiferente.

—¡Oh, no! —contestó ella, con cierta amargura—. Pertenecía a mister Kenting padre. Ya estaba en la casa cuando yo vine por primera vez, poco después de su muerte. Formaba parte de los bienes que dejó…, propiedad residuaria, como creo que lo llaman.

Fleel asintió con un gesto, como si considerase que la explicación de mistress Kenting era correcta y adecuada.

Con grandes muestras de impaciencia, Vance entró inmediatamente en la pequeña habitación y se movió con lentitud por entre las hileras de estuches. Después me hizo una seña para que me reuniera con él.

Cuidadosamente colocados en sus cajas había ejemplares, de diversas formas y tamaños, de aguamarina, topacio, espinela, turmalina y circón; rubelita, amatista, alejandrita, peridoto, hesita, piropo, almandina, quincita, andalucita, turquesa y jadeíta. Muchas de estas gemas estaban bellamente cortadas y profusamente talladas en facetas, y yo admiraba su lustrosa belleza, impresionado por lo que presuponía ser de gran valor, cuando Vance murmuró, por lo bajo:

—Asombrosa e inquietante colección. Sólo hay aquí una gema de verdadero valor, y ni un solo ejemplar raro entre el resto. Realmente, una colección de colegiala. Muy extraño. Y parece haber muchos espacios vacíos. A juzgar por los huecos y por la distribución general, el viejo Kenting debía de ser un simple amateur

Miré a Vance, asombrado. Entonces se apagó su voz y, girando rápido, mi amigo volvió al vestíbulo.

—Una colección curiosísima —comentó, con aparente entusiasmo.

—Las piedras semipreciosas eran una de las chifladuras de mi padre —contestó Kenting.

—Sí, sí, naturalmente —dijo Vance, abstraído—. ¡Qué colección más extraña! Apenas tiene ejemplares representativos y, sin embargo… ¿Era su padre un experto, mister Kenting?

—¡Oh, sí! Estudió esta materia durante muchos años. Estaba muy orgulloso de su joyero, como él le llamaba.

Kenting lanzó a Vance una penetrante mirada, pero no dijo nada. Vance siguió a Heath hasta la amplia escalinata.