1. ¡SECUESTRO!

(Miércoles 20 de julio, 9:30 de la mañana)

Philo Vance, como se recordará, realizó una solitaria excursión a Egipto inmediatamente después del trágico desenlace del «Caso Garden». Añadiré ahora que no regresó a Nueva York hasta mediados de julio. Vino muy curtido por el sol y con cierta expresión de cansancio en sus vivaces ojos grises. En cuanto le saludé en el muelle, sospeché que durante su ausencia se había dedicado con ardor a investigaciones de egiptólogo, afición en él muy arraigada.

—Estoy agotado, Van —se lamentó, mientras nos instalábamos en un taxi y partíamos hacia nuestro domicilio—. Necesito descansar. No saldremos de Nueva York este verano…, si es que a ti no te molesta. Traigo un par de cajas llenas de ejemplares arqueológicos. Mañana las examinaremos, ¿no te parece? Hay cosas muy interesantes.

Hasta su voz sonaba a cansancio. Arrastraba las palabras con cierto dejo de melancolía, y ello despertó inmediatamente en mí la idea de que no había logrado borrar por completo de su pensamiento el romántico recuerdo de cierta señorita a quien conoció durante los extraños y trágicos incidentes de la azotea del doctor Ephraim Garden. Mi suposición debió ser acertada, pues aquella misma noche, reposando en su terraza, Vance me hizo notar, a propósito de algo que casi no venía a cuento, que «los afectos de un hombre implican una gran responsabilidad», «que las cosas que más quiere uno tienen que ser a menudo sacrificadas a causa de este deber inexorable». Entonces me sentí completamente seguro de que su repentina y prolongada excursión a Egipto no había sido precisamente un éxito en cuanto a su objetivo personal se refería.

Durante los siguientes días, Vance se ocupó en ordenar, clasificar y catalogar los raros ejemplares que había traído de Oriente. Enfrascado en la tarea con insólito interés y entusiasmo, su estado mental y físico empezó a mejorar inmediatamente, y no pasaron muchos días sin que yo reconociese al Vance de otros tiempos, siempre de buen humor, incansablemente ocupado en múltiples actividades y en constante lucubración sobre los misterios de la psicología humana.

Hacía justamente una semana que había regresado de El Cairo cuando ocurrió el famoso caso del secuestro… Fue un crimen brutal y bien planeado, al que los periódicos dieron mayor publicidad de la acostumbrada a causa de la ola de tales delitos que venía padeciendo el país por aquel entonces. Pero este crimen particular, cuyos detalles voy a extraer de mis voluminosas notas, fue muy diferente, en muchos aspectos, del familiar «rapto», y le acompañaron episodios poderosamente siniestros. Es evidente que el móvil del crimen, o, mejor dicho, de los crímenes, fue la sórdida codicia, y, superficialmente, su técnica, muy parecida a la de numerosos casos de la misma categoría. Pero Vance, con su arrojo y decisión, y su asombrosa intuición de las manifestaciones de la psicología humana, supo penetrar más allá de las al parecer concluyentes revelaciones del caso. En el curso de esta investigación, Vance no tuvo en cuenta ningún riesgo personal. En cierta ocasión se encontró en gravísimo peligro, y sólo con su audacia, su falta de temor físico y su temible puntería y rápida acción cuando se trataba de su propia existencia o de la de los demás —resultado quizá de su intervención en la Guerra Mundial, en la que conquistó la Cruz de Guerra—, salvó las vidas de varios inocentes al mismo tiempo que la suya, consiguiendo descubrir al criminal en una escena de escalofriante dramatismo.

Hubo cierta honrada indignación en su actitud durante este terrible episodio —una actitud completamente extraña a su acostumbrado punto de vista cínico y puramente académico—, pues el crimen en cuestión era uno de los que particularmente aborrecía.

Como ya he dicho, hacía justamente una semana que Vance había regresado a Nueva York cuando inesperadamente, y en cierto modo contra sus deseos, se vio arrastrado a intervenir en la investigación del suceso. Había reanudado su costumbre de trabajar hasta altas horas de la noche y levantarse tarde; pero, con gran sorpresa mía, cuando entré en la biblioteca a las nueve de aquella mañana del 20 de julio, estaba ya levantado y vestido, y acababa de terminar el café turco y el cigarrillo Régie que constituían su desayuno. Se había puesto un traje gris, de bolsillos de parche, y unas pesadas botas, que casi invariablemente indicaban un proyecto de excursión campestre.

Antes que pudiera expresarle mi asombro —creo que era la primera vez en el curso de nuestras relaciones que Vance empezaba el día antes que yo— tuvo la bondad de explicarme, sonriente, tamaño acontecimiento.

—No te asombre mi explosión de energía, Van. Realmente, no lo pude remediar. Me voy a Dumont, a la exposición canina. He matriculado un cachorro de raza americana y quiero presentarlo en la pista yo mismo. Es un estupendo ejemplar y va a ser este su début [1].

A mí me agradó la perspectiva de quedarme solo todo el día, pues tenía mucho trabajo pendiente. Confieso que, como consejero legal, administrador financiero y superintendente general de los negocios de Vance, me había dejado acumular una gran cantidad de trabajo rutinario durante su ausencia, por lo cual la seguridad de poder disponer de todo un día por fuerza tenía que ser bien acogido por mí.

Mientras hablaba, Vance oprimió el timbre llamando a Currie, su viejo despensero y mayordomo inglés, y le pidió su sombrero y unos guantes de gamuza. Llena de cigarrillos su petaca, me hizo con la mano un amistoso adiós y se dirigió hacia la puerta. Pero en el momento en que llegaba a ella sonó la campanilla de la entrada, y un momento después Currie introducía a John F. X. Markham, fiscal de distrito de Nueva York.

—¡Qué milagro, Vance! —exclamó Markham—. ¿Cómo es que sales tan temprano? ¿O es que acabas de regresar?

A pesar de la jovialidad de sus palabras había una inusitada melancolía en su rostro y una mirada de inquietud en sus ojos, que desmentían la despreocupación de su saludo. Vance sonrió frunciendo el ceño.

—No me gusta la expresión que tienen esta mañana tus helénicas facciones, querido. Presagia sinsabores al que sólo anhela huir de las miserias terrenales. En este momento me disponía a salir para acogerme a la paz de una exposición canina en el campo. Mi pequeño Sandy

—¡Al diablo con tus perros y tus exposiciones caninas, Vance! —estalló Markham—. Traigo noticias muy graves.

Vance se encogió de hombros, en actitud de resignación, y dejó escapar un exagerado suspiro.

—¡Markham…, mi querido Markham! ¿Cómo te las arreglas para hacer tus visitas con tanta oportunidad? Treinta segundos más tarde, y yo estaría en camino y libre de tus garras —Vance arrojó sobre una silla sombrero y guantes—. Pero, ya que me has capturado tan hábilmente, no tendré más remedio que escucharte, aunque estoy seguro de que no me agradarán mucho tus nuevas. Acabaré por odiarte y por desear que nunca hubieras nacido. Por la compungida expresión de tu rostro sé que estás metido en un lío y que deseas mi apoyo espiritual. ¡Vamos, siéntate y vuelca ya tus penas!

—No tengo tiempo…

—¡Ta, ta, ta! —interrumpió Vance, empujándole hacia la mesa del centro y señalándole un confortable sillón—. Siempre hay tiempo. Siempre ha habido tiempo… Siempre habrá tiempo. Se le representa por una N, según sabes. No tiene significado, carece de principio y fin, y es completamente indivisible. No hay, en efecto, cosa como el tiempo, a menos que nos metamos en la cuarta dimensión…

Siguió empujando a Markham, le cogió suavemente por un brazo y, sin hacer caso de sus protestas, le hizo sentar en el sillón colocado junto a la mesa.

—Realmente —prosiguió diciendo—, necesitas un cigarro y una copa. Que la calma sea tu lema, mi querido amigo…, siempre calma. Serenidad. Recuerda los viejos robles. O, mejor todavía, las eternas colinas…, las sempiternas colinas. Se llamaban ya así cuando yo pergeñaba poesías. Claro está que Swinburne las hizo mucho mejores… Eheu, eheu!

Mientras charlaba de este modo, con aparente indiferencia, se aproximó a una mesita auxiliar, y, cogiendo una botella de cristal, llenó con su contenido una copa de forma de tulipán y la colocó ante el fiscal del distrito.

—Prueba este viejo amontillado y estas panetelas, que son infinitamente mejores que los cigarros que llevas para repartir entre tus electores.

Markham hizo un gesto de impaciencia, encendió uno de los cigarros y paladeó el viejo y aromático jerez.

Vance se sentó en un sillón cercano y encendió pausadamente un Régie.

—Ahora sométeme a prueba —dijo—, pero procura que el cuento no sea demasiado triste. Mi corazón ya está a punto de quebrarse.

—Lo que tengo que decirte es algo muy serio —replicó Markham, mirando fijamente a Vance—. ¿Te gustan los secuestros?

—No me seducen —contestó Vance, ensombrecido repentinamente su rostro—. Crímenes brutales son los secuestros. Peores que los envenenamientos. Es lo más bajo a que puede llegar un criminal. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque ha ocurrido uno esta noche. Hace media hora que me he enterado y me dirijo a…

—¿Quién y dónde? —le interrumpió Vance, cuyo rostro mostraba ahora absoluta seriedad.

—Kaspar Kenting. Heath y dos de sus hombres están ya en su residencia de la Calle Ochenta y Seis. Me están esperando.

—Kaspar Kenting… —repitió Vance varias veces, como si tratase de recordar algo relacionado con tal nombre—. ¿Dices que en la Calle Ochenta y Seis?

Se levantó de pronto y, aproximándose al teléfono, abrió la guía y deslizó la mirada por una página.

—¿Es, quizá, el número ochenta y seis de la Calle Ochenta y Seis?

—Ese mismo —contestó Markham—. Es fácil de recordar.

—Sí…, muy fácil —Vance se apartó del teléfono; pero, en lugar de volver a ocupar su sillón, permaneció apoyado en el extremo de la mesa—. Muy fácil —repitió—. Lo recordé en cuanto mencionaste el nombre de Kenting… El domicilio es un viejo edificio muy interesante. Nunca lo he visto, sin embargo. Tenía en otros tiempos una fascinante reputación. Todavía le llaman la Casa Púrpura.

—¿La Casa Púrpura? —repitió Markham, levantando la mirada—. ¿A qué te refieres?

—¡Mi querido amigo! ¿Estás tan ignorante de la historia de la ciudad que honras como fiscal? La Casa Púrpura fue edificada por Karl K. Kenting, allá por el año mil ochocientos ochenta. Hizo pintar de púrpura los ladrillos y los remates, con objeto de que se distinguiese de todas las casas vecinas, y como un desafío, además, para sus numerosos enemigos. «Con una casa de ese color —acostumbraba decir— no tendrán dificultad en encontrarme, si quieren». El lugar llegó a ser conocido como la Casa Púrpura, y siempre que la repintaron se procuró conservar el color original. Era una especie de tradición de familia… Pero ¿qué ibas a decirme de Kaspar Kenting?

—Pues que desapareció anoche, no se sabe a qué hora —explicó Markham, impaciente—. Lo sacaron de su dormitorio. Ventana abierta, escalera de mano, nota de rescate prendida al marco de la ventana. El hecho no ofrece duda.

—Sí, los detalles consabidos —murmuró Vance—. Supongo que la nota de rescate estaría confeccionada con palabras recortadas de un periódico y pegadas en una hoja de papel…

Markham le miró asombrado.

—¡Exacto! ¿Por qué lo supones?

—No es nada nuevo, ni original…; todo muy corriente. Pero esta temporada no se ha hecho nada parecido en los mejores círculos del secuestro… Curioso caso… ¿Cómo te enteraste?

—Elridge Fleel me estaba esperando en mi despacho cuando llegué esta mañana. Es el abogado de la familia Kenting. Uno de los ejecutores testamentarios del viejo. La esposa de Kaspar Kenting le avisó en seguida, naturalmente. Le llamó antes que se levantara. El se presentó en su domicilio, se hizo cargo de la situación, y después fue a verme directamente.

—¿Hombre sagaz ese Fleel?

—¡Oh, sí! Le conozco hace años. Buen abogado. Fue rico e influyente en tiempos, pero quedó arruinado por la depresión. Ambos éramos socios del Lawyer’s Club y tuvimos los despachos en el mismo edificio, en Broadway, antes que me cayera esta maldición de la Fiscalía… Me puse inmediatamente en comunicación con el sargento Heath, y él se dirigió a la casa con Fleel. Yo les dije que me presentaría allí tan pronto como pudiera, y vine aquí, pensando que…

—Triste…, tristísimo —le interrumpió Vance, aspirando fuertemente el humo de su cigarrillo—. ¿Por qué no se te ha ocurrido hacerlo unos minutos más tarde? Yo me habría encontrado a salvo. Decididamente, eres inevitable.

—Vamos, vamos, Vance; demasiado sabes que puedo necesitar tu ayuda —replicó Markham, algo irritado—. Un secuestro no es cosa agradable, y a la ciudad no le va a gustar mucho cuando lo sepa. Ya tengo yo demasiadas preocupaciones por esta causa [2] . No puedo dignamente traspasar el bulto a los muchachos federales. Me agradaría mucho más aclarar el asunto con la Policía local… Y, entre paréntesis, ¿conoces a ese joven Kaspar Kenting?

—No mucho —contestó Vance, abstraído—. He tropezado con él de cuando en cuando, especialmente en el Casino de Kinkaid [3] y en las carreras de caballos. Kaspar es jugador y bastante vicioso. Es un espíritu lleno de frivolidad en quien nadie confía. No puedo imaginarme que alguien pague de buena gana un rescate por su persona.

Vance exhaló lentamente el humo de su cigarrillo, observando cómo ascendían las largas volutas azules para dispersarse en el techo.

—Extraño fondo el de este asunto —murmuró como para sí—. En verdad, no se puede censurar al muchacho por ser tan calavera. El viejo Karl K., autor de sus días, era también un poco raro. Tenía más dinero del que necesitaba, y lo dejó todo a su hijo mayor, Kenyon K., con encargo de que ayudase a Kaspar. Supongo que no lo hizo ni con mucha frecuencia ni en gran cantidad. Kenyon es el tipo del ciudadano rígido, en el peor sentido de la frase. Va a las carreras de Belmont sólo para llevarse a Kaspar a casa. Probablemente asiste a la iglesia con regularidad. Acude a los desfiles. Aplaude las notas altas de las sopranos. Se siente positivamente desnudo sin una condecoración de cualquier clase. Es un verdadero puritano. Lo suficiente para conducir a cualquier hermanito al infierno… El padre, como tú debes saber, no era un tronco del que se pudiera esperar buenas astillas. Era un feroz y fanático Ku-Klux-Klanner…

—¿Te refieres a sus iniciales? —preguntó Markham, con vehemencia.

—No. ¡Oh, no! A sus convicciones —dijo Vance, mirando interrogador a Markham—. ¿No conoces la historia?

Markham movió, desalentado, la cabeza.

—El viejo K. K. Kenting vino de Virginia, donde fue King Kleague de aquella ensabanada Orden [4] . Tan fanático era, que cambió la C de su nombre, Cari, por una K, y se adjudicó una inicial intermedia, otra K, de manera que su monograma fuese el símbolo de su fanática pasión. Y aún llegó a más. Tuvo dos hijos y una hija, y a todos les puso nombres que empezasen por «K»: Kenyon K. Kenting, Kaspar K. Kenting y Karen K. Kenting. La muchacha murió poco después que el propio Karl fuese llamado al seno de Abraham. Quedan los dos hijos, que, siendo de una generación más modernista y menos violenta, prescindieron de la ka media…, que nunca sirvió para nada, dicho sea de paso.

—Pero ¿por qué una casa púrpura?

—No hay en ello ningún simbolismo —replicó Vance—. Cuando Karl Kenting vino a Nueva York, se metió en política y llegó a ser cacique del distrito. Y como tenía la idea de que sus enemigos iban a perseguirle, quiso facilitarles el medio de encontrarle. Era un chiflado agresivo y fanfarrón el tal viejo.

—Me parece recordar que sus enemigos le encontraron al fin y cayó víctima de su venganza —comentó Markham, impaciente.

—Así fue —asintió Vance—; pero se necesitaron las pistolas ametralladoras para trasladarle a los Campos Elíseos. Fue un gran escándalo en aquella época. De todos modos, los dos hijos son completamente diferentes de su padre.

Markham se puso en pie.

—Todo eso podrá ser muy interesante —rezongó—, pero yo tengo que ir a la Calle Ochenta y Seis. Quizá se trate de un caso grave en el que tenga que intervenir en persona.

Al decir esto dirigió una mirada suplicante a Vance.

Vance se puso igualmente en pie y aplastó su cigarrillo.

—A mí me encantará acompañarte —dijo—. Pero sigo sin poder imaginarme qué secuestradores son esos que han elegido a Kaspar Kenting. Los Kenting no son ya una familia que tenga fama de rica. Cierto que podrían entregar una bonita suma en caso necesario; pero no son de esos que los secuestradores profesionales anotan en sus listas como posibles víctimas… A propósito: ¿sabes qué cantidad les han pedido como rescate?

—Cincuenta mil dólares. Pero ya verás la nota cuando estemos allí. Nada se ha tocado. Heath sabe que voy.

—Cincuenta mil dólares —Vance se sirvió una copita de su coñac Napoleón—. Es muy interesante. No es una suma despreciable, ¿verdad?

Cuando apuró la copa, volvió a llamar a Currie.

—Como comprenderás —dijo a Markham—, no puedo llevar guantes de gamuza a una casa púrpura. Nada más inapropiado.

Pidió a Currie un par de guantes de seda, su bastón de bambú y un sombrero de ciudad. Cuando se lo trajeron, se dirigió a mí:

—¿Quieres llamar a McDermott [5] y explicarle lo sucedido? —me dijo—. Tendrá que presentar por sí mismo a nuestro Sandy… ¿Quieres venir con nosotros, Van? El asunto quizá sea más interesante de lo que parece.

A pesar de mi trabajo acumulado, me alegré de la invitación. Atraje a McDermott al teléfono en el preciso momento en que estaba embarcando sus pupilos en el vagón estación. Empleé con él muy pocas palabras, a la verdadera manera escocesa, e inmediatamente me reuní con Vance y Markham, que me esperaban en el vestíbulo.

Subimos al coche del fiscal del distrito, y a los quince minutos nos encontrábamos en la escena del que iba a ser uno de los más resonantes casos delictivos de la carrera de Vance.