53

Lo encontré la mañana siguiente. Bajé de mi piso, y estaba mirándome al otro lado del cristal de la puerta.

Encajado entre las rejas. Un folio de papel blanco. Una mano negra.

Veinticuatro horas. Ojo Chungo volvería a la tienda, a pedir cinco mil dólares que yo no tenía y no podría conseguir. Le debía a Cokie dos mil dólares, una explicación y una disculpa. Le debía a la esposa de Forrest Hearne un reloj de oro. Pero también tenía una deuda con Carlos Marcello, y si no pagaba, lo pasaría un poco peor que con John Lockwell.

Urdí una historia para contar a Willie. Le diría que el distribuidor de bebidas tenía un pedido esperando en el restaurante de Sal y que necesitaba que le pagasen. Ella me ordenaría que cogiese el dinero de la caja fuerte. Aprovecharía para llevarme los cinco mil. La idea de robar a Willie me ponía de los nervios, pero una vez saldadas las cuentas con Marcello, se lo explicaría y le haría saber que estaba protegiéndolos a todos. Me costaría varios años pagarle la deuda. Pero Willie conseguiría lo que quería: retenerme en Nueva Orleans.

La mañana estuvo llena de contratiempos. Willie estaba alterada por la presión constante de la Policía. Me pidió que me llevara a casa el libro negro para guardarlo en mi apartamento.

—Ayer se pasaron a tocar las narices a las seis. ¡A las seis de la tarde! Hicieron como si fuera una visita de cortesía y se quedaron hasta la una de la madrugada. Perdí una noche entera de trabajo entreteniendo al comisario y sus amiguitos polis. Pero ¿qué podía hacer? Se pusieron a jugar a las cartas, y las chicas se quedaron en sus habitaciones, aburridas como ostras. Los ojos del comisario se fijaban en todo… Tenía que ir detrás de él. Estaba segura de que encontraría los escondites. Llévate el libro. A partir de ahora, te daré los recibos, y tú anotarás las entradas en tu casa.

Asentí y me quedé con el libro. Willie encendió un cigarrillo y reclinó la espalda en su cama.

—¿Sabes qué te digo? Ya estoy cansada de este jueguecito. ¿No crees que ya es hora de agarrar al cochinillo, meterle una manzana en el culo y asarlo de una vez?

—¿Qué quieres decir? ¿Estás cansada del negocio?, ¿de la Policía?

—Sí, de eso también. Pero estoy cansada de este jueguecito que te traes. He esperado, confiando en que acudirías a mí. Al principio me molestó que me creyeras tan estúpida. Pero solo tienes dieciocho años, por el amor de Dios. Supongo que debería alegrarme de que todavía tengas un ridículo lado inocente. Pero, a veces, es que me toca las narices.

—Willie, no sé de qué estás hablando.

—Ay, ¡para ya! Sé que estás molesta por lo de Charlie y Patrick, pero no estamos hablando de eso. Tu madre fichó a Forrest Hearne en cuanto lo vio, y lo sabes. Tú también lo fichaste, pero de un modo distinto. Tu madre le dijo a Cincinnati que tenía un blanco. Cinci pagó al camarero para que le echara un buen Mickey en la bebida, y así Hearne estaría roque el tiempo suficiente para desplumarlo. El camarero le echó un Mickey de los gordos, y Hearne acabó espichándola. Aunque todo quisqui tiene claro que ellos son culpables, se libran porque tienen una coartada. ¿Y quién puede permitirse comprar coartadas en esta ciudad? ¿Quién va a ser? ¡Carlos Marcello! Así que ahora tu madre está marcada con la mano negra.

Permanecí a los pies de la cama de Willie, abrazando el libro. Las lágrimas se acumulaban en mis ojos.

Willie meneó la cabeza y bajó el volumen de su voz curtida:

—¿Te crees que no entiendo lo que está pasando, Jo? ¿Te crees que no tengo ojos en esta ciudad? Frankie no es mi único soplón. Tengo gente en la calle que me cuenta cosas, y me han dicho que los hombres de Marcello han estado atosigándote, que había coches siguiéndote por toda la ciudad. Y además, de repente, te pones a actuar como una loca. Jesse vino a cambiar el aceite de Mariah, y el pobre muchacho estaba hecho un lío. Dijo que te cargaste su ventana rogándole que pusieras unas rejas en la librería y luego saliste corriendo. No hace falta que te diga que a ese chaval le has jodido pero bien. Y yo, todo el tiempo diciéndole a la gente que al final acudirías a mí. He estado esperando a que te presentaras.

—No podía —dije entre sollozos.

—¿Por qué demonios no podías? —preguntó Willie.

—Me dijeron que te matarían.

—¿Y te lo has creído? Jo, quieren su dinero, y te amenazarán con lo más sagrado para conseguirlo. Sé cómo manejar a Marcello.

—No, Willie, no puedes. No quiero que os pase nada a ti o a Cokie.

—Deja de lloriquear. No soy tonta. ¿Cuánto quieren?

Casi no podía mirarla.

—Cinco mil —dije muy bajito.

Willie apartó el edredón y se puso a andar de un lado para otro, con la ceniza saliendo despedida de la colilla de su cigarrillo. Una vena palpitaba hinchada de rabia en su sien.

—A tu madre habría que colgarla de las orejas. ¿Pasar una deuda con la mafia a su propia hija? Mira, esto es lo que vamos a hacer: te daré el dinero para Marcello, pero antes irás a varios bancos y lo cambiarás en billetes pequeños y calderilla. Cuando le entregues la pasta a Ojo Chungo, tiene que parecer que lo has reunido rascando hasta en las alcantarillas. Centavos y peniques, incluso. Mételo en sobres y bolsas diferentes. Si llevas billetes grandes, sabrán que tienes una fuente y volverán a pedir más. Sonny te llevará hasta el restaurante Mosca esta tarde. Entrarás y les pagarás. Asegúrate de que te dicen que estáis en paz.

—¿Les voy a pagar? ¿Tengo que llevar cinco mil dólares a los hombres de Marcello? ¿No van a venir ellos a por la pasta?

—No querrás que vayan ellos a por el dinero. Si tienen que hacerte una visita, significa que te has retrasado en el pago y entonces les deberás más. Tienes que pagarles antes de que vengan a llamar a tu puerta. —La piel del cuello de Willie estaba arrugada y surcada por venitas rotas. Se acercó a la caja fuerte del armario y empezó a sacar fajos de billetes y a lanzarlos sobre la cama.

—Ahí hay cuatro mil. —Salió del armario, apoyándose en el marco de la puerta—. ¿Cuánto sacaste por tirarte a Lockwell anoche?

La miré sin responder.

—¿Cuánto? —insistió.

—Nada.

—¡Nada! ¿Qué pasa contigo? Podías haberle sacado unos cuantos cientos de dólares.

—Eran mil quinientos. —Alcé la vista y miré a Willie—. Pero no pude hacerlo. Bailamos juntos, me sobó y no pude aguantarlo. Saqué mi pistola y le apunté. Luego, salí corriendo.

Dio una calada larga y lenta a su pitillo, y asintió con la cabeza.

—Buena chica. Bien hecho, Jo. —Lanzó otros mil dólares a la cama.

Nos dirigimos a la orilla oeste. Yo iba sentada en el asiento del copiloto del coche de Sonny, con sacos de harina, bolsas de papel y sobres llenos de billetes pequeños y monedas a mis pies. Cinco mil dólares. Sonny conducía con una escopeta entre las piernas. No decía nada, solo fumaba y escuchaba atentamente el serial radiofónico Young Widder Brown, entre el crepitar de su radio de válvulas hecha a medida. Su enorme constitución se encorvaba sobre el volante, absorto en el último episodio de la viuda Ellen Brown y su romance con Anthony Loring.

Hubiera preferido que Sonny entregara el dinero mientras yo esperaba en el coche, pero Willie dijo que así no se hacían las cosas. Recordé la marca de una mano negra en la puerta de Esplanade Avenue, y cómo había criticado a la gente que era tan estúpida como para meterse en líos con la mafia.

Sonny recorrió un tramo de carretera desierta y se detuvo frente a un edificio blanco de madera. Se llevó el dedo a los labios para que guardara silencio mientras escuchaba el final del programa y de la saga amorosa de Simpsonville. Luego, apagó la radio y agarró su escopeta.

—Asegúrate de que lo cuentan —me dijo.

Reuní las bolsas y los sobres en mis brazos y cerré la puerta del coche con la cadera. Atravesé la entrada y al instante me envolvió una oscuridad espesa. Mis ojos, acostumbrados a la luz del exterior, no podían adaptarse. Entrecerré los ojos como un relojero y distinguí una barra y unas pocas mesas. La sala estaba casi vacía. El restaurante no abría hasta las cinco y media. Vic Damone sonaba en la gramola, y un escuálido camarero solitario preparaba la barra.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el camarero.

—Busco a Ojo Chungo.

—En la pared del fondo.

Pasé entre las filas de mesas en la oscuridad, con el dinero entre los brazos. Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad, y la sala fue tomando forma. Al fondo del restaurante, había tres hombres sentados a una mesa. Cuando me acerqué, dos se levantaron y desaparecieron en la cocina. Di unos pasos y me quedé junto a la mesa. Lou me miró con su ojo derecho mientras el izquierdo se movía de un lado a otro.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó, señalando mis brazos.

—Es el dinero. —Posé la carga sobre la mesa y se me cayó un sobre. Monedas de céntimo se desparramaron por la mesa. Willie estaría orgullosa.

Consiguió su efecto.

—¿Qué te piensas que soy, una máquina expendedora? —dijo Ojo Chungo.

—Lo tengo todo. Puedes contarlo.

—No pienso tocar esa guarrería. Vete a saber de qué agujero infecto lo habrás sacado. Lo contarás tú.

Me senté y conté el dinero. Él hacía marcas en una servilleta cada cien dólares, pero no tardó en impacientarse. Llamó a los otros dos de la cocina para que terminaran de contar.

—Tendrías que haber traído billetes grandes —dijo cuando acabamos de contar. Había dos dólares de más, idea de Willie.

—No pude conseguir billetes grandes. He estado muy ocupada mendigando para poder llegar a tiempo.

—¿Quién ha dicho que hayas llegado a tiempo? —respondió.

—He llegado a tiempo. Y estamos en paz.

Se apoyó en la mesa mientras su ojo izquierdo subía y bajaba furioso.

—No estamos en paz hasta que lo diga el hombrecito, ¿entendido? Más te vale que no encontremos a tu madre en California. Nadie se escapa con una deuda así, ¿sabes?

Me levanté.

—Eso lo tendrás que discutir con mi madre y Cincinnati. Aquí está todo. Has apuntado cinco mil dólares.

Un hombre apareció y dejó un plato frente a Ojo Chungo. Pollo frito al ajillo con vino blanco y aceite. Olía delicioso.

—¿La chica se queda a comer? —preguntó el hombre.

Ojo Chungo se puso la servilleta al cuello y me miró.

—¿Te quedas a comer?