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Pasaron dos días. Todavía no tenía un centavo. Cinco días más, y los hombres de Marcello vendrían a buscarme. Willie no me pidió que guardara el dinero en la caja de caudales esa mañana, como si hubiera leído mi mente y supiera lo que estaba pasando. Recibí una postal de Patrick contándome que los Cayos eran preciosos y que me echaba de menos. También llegó otra carta de Charlotte, preguntando si podía confirmarle la visita a los Berkshires en agosto. Me imaginé a Lou Ojo Chungo presentándose en la casa de campo de la familia Gates en los Berkshires, buscándome para que pagara los cinco mil dólares que decía que le debía a Marcello.

La pasma hizo una redada en casa de Willie la noche anterior. Un coche llevó a Dora, a Sweety y a dos clientes hasta la tienda para esconderlos. Cuando abrí la puerta, entraron todos corriendo, Dora con una botella de licor de menta bajo el brazo y Sweety agarrando de la mano a un sudoroso y tembloroso Walter Sutherland, que solo llevaba puestos unos calzoncillos bóxer y una corbata.

—¡La fiesta de la redada! —gritó Dora. Encendió la radio y se pusieron a bailar entre las estanterías. Me senté en las escaleras y observé a Sweety, hermosa y todo corazón, entre los brazos sonrosados y rechonchos de Walter Sutherland. Él tenía los ojos cerrados y descansaba la cabeza en el hombro de ella, mientras iba deslizándose hacia el país de los sueños. Me dio náuseas. Sweety era tan bonita y atenta, no tenía que hacer eso. Yo tampoco tenía que hacerlo. Podía huir, escaparme a Massachusetts sin decírselo a nadie.

Acababa de regresar de casa de Willie y estaba limpiando la tienda después de la fiesta de la redada cuando oí un ruido en la puerta. Me volví y esperé a que alguien llamara, pero nadie lo hizo. Entonces, lo vi. Habían metido un sobre grande de color marrón entre las rejas de Jesse y el cristal de la puerta. Me sacudí el polvo de las manos y saqué las llaves del bolsillo. Abrí la puerta y el sobre cayó sobre las baldosas, mostrándome el anverso. Vi la dirección del remitente y se me cortó la respiración.

SMITHCOLLEGE

Di vueltas de un lado a otro de la tienda tarareando con el sobre en la mano. Parecía contener más que un simple folio. Eso era prometedor. En caso de rechazo, una simple hoja sería suficiente. Con la cuchilla de encuadernar rasgué la solapa. Eché un vistazo al interior. Había otro sobre lacrado grapado a un papel.

Di unas cuantas vueltas más, con las manos sudorosas y el corazón latiendo desbocado. Me detuve y rasgué el papel del sobre. Las palabras me llegaron a cámara lenta.

Estimada señorita Moraine:

Le agradecemos que haya solicitado una plaza en el Smith College.

El Comité de Admisiones se congratula por haber recibido tantas solicitudes este año.

Tras largas y detenidas consideraciones,

lamentamos comunicarle que no podemos ofrecerle una plaza para el curso de 1954.

Rechazada.

¿Por qué había sido tan ilusa de soñar que era posible, que podía escapar del humeante pozo negro de mi vida en Nueva Orleans y aterrizar en un mundo con cultura y contenido en Northampton?

La nota continuaba, diciendo que mi solicitud no era lo bastante oportuna como para ser tenida en cuenta. El resto de la carta contenía cumplidos de cortesía, deseándome buena suerte en mis futuras empresas. Tendría que contárselo a Charlotte. Peor aún, tendría que contárselo a Cokie. Solo de pensar en él se me revolvía el estómago. Miré el sobre que venía grapado a la carta de rechazo. «Señorita Josephine Moraine», ponía con letras escritas con tinta en el sobre de color crema. Dentro había una carta en papel a juego.

Querida señorita Moraine:

Le escribo por recomendación de mi apreciada amiga y exalumna de Smith Barbara Paulsen. Soy profesora de Literatura en el Smith College, autora de novelas históricas, y mecenas de artistas en el estado de Massachusetts. Barbara me ha informado de sus dotes como dependienta en una librería y también como empleada del hogar. Soy una mujer soltera, que vive sola y actualmente necesito de una asistenta. Aunque no estoy en posición de financiarle el desplazamiento, si pudiera venir a Northampton, estoy dispuesta a ofrecerle un salario semanal de ocho dólares y una habitación con cuarto de baño privado a cambio de sus tareas como ama de llaves y asistente administrativa. El empleo requiere cinco días a la semana, y ocasionalmente, algunas obligaciones en fines de semana. Espero una respuesta favorable por su parte a lo largo de este mes.

Reciba un cordial saludo,

Lda. Mona Wright

La carta confirmaba lo que, en el fondo de mi corazón, yo ya sabía. No me querían. Les servía para limpiar sus cuartos de baño y quitar el polvo a sus libros, pero no para unirme a ellos en público. La señora Paulsen había conocido a Madre en el funeral de Charlie y probablemente había hablado con el Smith College. Igual les había dicho que denegaran mi solicitud, que yo era una indeseable. Para suavizar el golpe y complacer a Patrick, se había puesto en contacto con una solterona y me había recomendado para limpiarle los ceniceros. ¿Ocho dólares por semana? Sweety conseguía veinte solo por bailar durante una hora con Walter Sutherland. Yo iba a sacar mil quinientos por… ¿por qué? Vomité en la papelera.

Lockwell me había dicho que fuera con los cincuenta dólares a los almacenes Maison Blanche. Eso era muy arriesgado. ¿Y si me cruzaba con alguien y empezaba a hacerme preguntas? Fui a una casa de empeños y me compré una pistolita, luego tomé un autobús a una tienda del barrio de Gentilly. Elegí un vestido de fiesta azul celeste con un escote tipo barco y unos guantes a juego. Le dije a la vendedora que era para la fiesta de jubilación de mi tío. El vestido me apretaba en el pecho y las caderas, pero la dependienta me aseguró que estaba de moda ir ajustada, incluso a una fiesta de jubilación. Me ayudó a elegir unas medias y la ropa interior. Me aconsejó unos zapatos a juego, pero preferí unos negros con tacón. El negro era más práctico. Me podrían enterrar con ellos si las cosas no salían bien. Al principio me tambaleaba con los tacones, sentía que mis tobillos pálidos eran de chicle. La mujer me aconsejó que anduviese un poco con los zapatos puestos para acostumbrarme a la sensación. Subí al piso de arriba a lavarme y rizarme el pelo en el salón de belleza. Mientras la peluquera me peinaba, otra mujer me limaba las uñas y me maquillaba. Intentó convencerme para comprarme el kit de maquillaje, asegurando que había quedado deslumbrante.

—Solo necesito estar guapa esta noche. Para la fiesta de jubilación.

—Bueno, todas las miradas estarán fijas en ti, eso tenlo por seguro. —Apoyó el codo en la cadera, con un cigarrillo mentolado colgando de sus dedos—. Tómatelo como un cumplido, cariño. Muchas mujeres matarían por tener un pelo brillante y un chasis estilizado como el tuyo —dijo la mujer—. Espera a que te vea tu novio.

Contemplé mi reflejo en el espejo roto de la pared de mi cuarto. El vestido, los guantes, los zapatos, el maquillaje, el pelo… Me quedaban bien, pero sentía que era un disfraz. Ladeé la cabeza. ¿Era el espejo lo que estaba mal, o era yo? Con el nuevo sujetador, parecía que tenía más pecho y menos cintura. Me paseé por la habitación, intentando adaptarme a los tacones.

Lockwell había dicho que encargaría que nos trajeran la cena. Y luego ¿qué? Se me revolvió el estómago. Recordé a Madre hablando del tema en la cocina de casa de Willie. Decía que ella se preparaba mentalmente. Sonreía, cerraba los ojos y luego simplemente pensaba en otra cosa, como en comer ostras o ir a la playa, y antes de que se diera cuenta, todo había acabado. Por mil quinientos dólares, ¿sería yo capaz de comer ostras o dar un paseo por la playa con mi mente?

Metí el pintalabios en mi bolso nuevo, junto a un bolígrafo y pañuelos. Miré la pistola sobre mi mesa. Me la había comprado para sentirme más segura en la tienda, por si Ojo Chungo decidía pasarse a verme. Esta noche no la iba a necesitar, ¿o sí?

Procuré cerrar la tienda lo más rápido que pude. No quería que nadie me viera, sobre todo Frankie. Eché a andar en dirección contraria a mi destino, realizando un recorrido enrevesado que finalmente conducía a St. Peter Street. Pero cada vez que me acercaba a la calle, mis pies continuaban avanzando, y terminaba yendo en otra dirección. Los hombres se levantaban el sombrero al pasar a mi lado. Otros se volvían y sonreían. Una sensación gélida se adueñó de mi nuca y mis hombros, y rápidamente se transformó en un sudor frío. Algo regurgitaba en mi campanilla, recordándome el incidente del arroz con frijoles en la acera de la tienda de los Gedrick.

Llevaba muchos años intentando resultar invisible. Las miradas y las sonrisas significaban que la gente me veía. ¿En serio el maquillaje y un vestido bonito conseguían algo así? Vi los capítulos de David Copperfield desfilando delante de mí:

I. Nazco.

II. Observo.

III. Un cambio.

IV. Caigo en desgracia.

La luz se fue desvaneciendo, igual que mi confianza. Giré por otra calle. Había tres jóvenes en la acera, frente a un taller de reparación de coches. Uno de ellos soltó un silbido cuando me acerqué. Se me hizo un nudo en el estómago. Uno de los tres era Jesse.

Los otros dos me gritaron algo. Jesse ni siquiera levantó la vista, concentrado en una pieza de motor que tenía entre las manos. Aliviada, aceleré el paso, rezando para que no alzara la mirada.

—¿Adónde vas con tanta prisa, guapa? —preguntó uno de los chicos, cruzándose en la acera para cortarme el paso.

Jesse lanzó una rápida mirada en mi dirección y sus ojos volvieron al tubo que tenía entre manos. De repente, volvió a levantar la cabeza. Bajé la vista al suelo e intenté esquivar a su amigo.

—¿Jo?

Me detuve y me giré.

—¡Hombre! ¿Qué tal, Jesse? ¿Qué haces por aquí? —pregunté, intentando desviar la conversación para evitar las inevitables preguntas.

Jesse me miró. Sus ojos no recorrían mi cuerpo como hacían sus amigos, y sus labios no se contraían como los de los hombres que me había cruzado en la calle. Él solo me miraba. Su mano, pringada de grasa hasta el codo, señaló con desgana el taller que tenía detrás.

—Mi coche. Aquí es donde preparo el Merc.

Uno de los chicos le dio un codazo.

—Enséñale a la señorita el Merc, Jess. Espera a ver este coche.

—Igual quiere dar una vuelta —dijo el otro con una sonrisita—. ¿Tienes unas amigas para nosotros, muñeca?

En ese momento, lo que más deseaba era poder montarme en el coche con Jesse Thierry, marcharme de Nueva Orleans, conducir hasta Shady Grove, contárselo todo y pedirle ayuda. Pero su rostro tenía el mismo gesto confundido que cuando tiró el martillo delante de la librería. Me hacía sentir incómoda, culpable.

—Venga, Jesse, ¿no vas a invitarla a salir? —preguntó su amigo.

Jesse sacudió la cabeza mirándome fijamente.

—Está claro que ya la ha invitado otro. —Jesse entró en el taller. Sus amigos lo siguieron, volviendo la cabeza para mirarme.

Jesse me estaba juzgando. ¿Cómo se atrevía? No me conocía. Me di la vuelta y avancé directamente hacia casa de Lockwell, con una ampolla ardiéndome en el talón.