Me puse a barrer las baldosas del suelo entre las estanterías. Al mover los libros se habían desprendido motas de polvo fosilizado. Solo hacía unos días que se había ido Patrick, pero en la tienda reinaban una calma y una desolación extrañas. Anoté en mi agenda traer la radio de casa de Patrick. Me haría compañía.
La campanilla de la puerta tintineó.
—Vaya, muy buenas. Pasaba por el barrio y se me ha ocurrido dejarme caer a ver cómo va todo —dijo John Lockwell.
Me apoyé en la escoba.
—Parece que últimamente pasa usted mucho tiempo en el barrio.
—Sí, ¿te he dicho que tengo un pisito en St. Peter Street?
—Varias veces.
Echó un vistazo al local.
—¿Vais a cerrar?
—Es temporal. Volveremos a abrir después de Navidad. El propietario ha fallecido, y Patrick está visitando a su madre en las Indias Occidentales.
—¡Qué bohemio! Pero esta gente de los libros siempre es así. Son buenos para las fiestas, siempre está bien tener a mano a algunos excéntricos para entretener a esos estirados de la zona alta. Entonces, vas a necesitar un trabajo. ¿Seguro que no quieres pensártelo? Con unos vestidos bonitos, serás toda una modelo en la oficina. Tendrás una mesa y máquina de escribir propias, y, por supuesto, el privilegio de tomar cócteles con el jefe fuera del horario laboral.
—Por ahora estoy bien, pero le aseguro que lo tendré en cuenta.
—Hazlo. Al principio, pensaba que me alegraría perderte de vista, pero tienes algo, Josephine. —Me ofreció una sonrisa babosa—. Bueno, será mejor que me vaya. Tengo una cita.
Lockwell salió a la calle, cruzándose con un hombre alto con una gabardina oscura que entraba en la tienda. Su estatura empequeñeció a Lockwell, que se giró y miró al tipo antes de marcharse.
—Lo siento, señor, estamos cerrados por defunción en la familia. Abriremos de nuevo dentro de unos meses. Doubleday ha adquirido casi todos nuestros libros. Están en el número 600 de Canal Street.
El hombre no dijo nada. Permaneció inmóvil en el umbral, con las manos en los bolsillos de su gabardina negra. Su constitución era enorme, por lo menos un metro noventa, con las espaldas tan anchas que podría llevar a hombros a una familia de cuatro miembros. Tenía el sombrero ligeramente inclinado, y el ojo izquierdo, con algún tipo de defecto, se le iba ligeramente hacia el puente de su nariz aplastada.
Avancé con la escoba.
—Estamos…
—¿Dónde está tu madre? —dijo.
—Perdón, ¿le conozco de algo? —miré sus manos, que permanecían dentro de los bolsillos.
—¿Dónde está tu madre? —repitió, despacio y en voz alta. Su tono me asustó.
—En California —dije.
—Vaya. Verás, eso es un problema. Tu madre le debe pasta al jefe.
—Yo no sabía…
—Su novio la pidió prestada para comprarle una coartada que los librara de una acusación de asesinato. Dijo que le devolvería el dinero al jefe, pero luego se largó de la ciudad sin avisar. El jefe tiene gente en Los Ángeles buscándolos, pero se han evaporado. El jefe quiere su dinero, pues la fecha de pago ya venció, así que ahora la marca cae sobre la familia… El novio no tiene familia, así que cae sobre ti. Eso se llama herencia. El jefe pagó cuatro mil por el caso de la señorita. Contando los intereses, debes cinco mil. He venido a cobrar.
Cuanto más hablaba, más se movía su ojo izquierdo. Yo permanecía inmóvil, aferrando el palo de la escoba.
—Debe de haber algún error.
—¿Por qué la gente siempre tiene que decir que hay algún error? No hay ningún error. A tu madre la acusaron de asesinato, se libró… ¡Hay que pagar!
—Yo no hice ningún trato con tu jefe.
—No hace falta. Debes, pagas. Hemos estado siguiéndote, a ti y a los chiflados de tus amigos. Te hemos visto despidiéndote entre lágrimas en la estación de Greyhound, tomando refrescos con el chaval de la moto, de palique con el taxista morenito. Willie Woodley conoce al jefe. Se respetan, pero no hacen negocios juntos. Esta deuda es tuya, ¿vale? No acudas a ninguno de ellos. Si te vas de la lengua con ellos, nos los cargamos. Personalmente, me gustaría acabar con el viejo taxista hoy mismo, pero como es mi primer aviso, y estoy de buen humor, te daré siete días… Eso se llama cortesía. Consigue la pasta como mejor te parezca, pero no le digas a nadie a quién se la debes. Solo hablarás conmigo, Lou Ojo Chungo. Puedes encontrarme en el restaurante Mosca, en la autopista 90.
Se volvió y salió a la acera. Un coche negro arrancó. Se montó en el asiento trasero. La puerta se cerró, y el coche se fue.
Dejé caer la escoba y levanté las cadenas. Cerré la puerta y eché el candado, con las manos temblorosas. Apagué las luces y corrí a mi cuarto. Arrastré la mesa hasta colocarla delante de la puerta y me senté en cuclillas en la cama, apoyada en la fría pared de yeso, con el bate de béisbol en la mano.
Me quedé así toda la tarde hasta que anocheció, y la noche entera. No dormí y no estaba cansada. Carlos Marcello decía que le debía dinero. Lo que había dicho Ojo Chungo sobre Cokie me aterraba. A Cokie, no.
Esperé a que saliera el sol. Afilé la cuchilla de encuadernar y me la guardé en el bolsillo. Salí con sigilo de la tienda, puse las cadenas y el candado desde fuera, y eché a correr calle abajo.
Miré la casa. No recordaba qué ventana era, pero apostaría a que era la que tenía un cigüeñal en la repisa. Silbé. Nada. Encontré una piedrecita y la lancé a la ventana. Tampoco. Busqué una más grande y la tiré. La piedra atravesó la ventana y el eco del cristal rompiéndose resonó por la calle adormecida.
El torso de Jesse se asomó a la ventana. Le indiqué por gestos que bajara.
Salió por el portal, descalzo y sin camisa, subiéndose la bragueta del vaquero. Se alisó con los dedos el pelo revuelto de dormir y me miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué demonios te pasa?
—Necesito tu ayuda —murmuré.
Bajó las escaleras y se acercó a mí en la acera.
—Jo, estás tiritando.
—Por favor, entiéndeme, no puedo contártelo todo. —Me temblaba la voz—. Es por mi madre. Necesito cerrar a cal y canto la tienda, con tablones o rejas en el escaparate, y tiene que ser esta mañana. ¿Podrías hacerlo por mí? —Le ofrecí unos billetes arrugados.
Me agarró la mano.
—Siéntate.
—No tengo tiempo.
La abuela de Jesse apareció en el portal.
—Vuelve a la cama, abuela. No pasa nada —dijo Jesse.
La anciana nos gritó:
—La muerte ronda a esa chica. Puedo verlo. Muchacha, tienes que conseguir que los asesinos confiesen, para liberar al espíritu del muerto. Pon un platito con sal sobre el pecho del asesino mientras duerme. Confesará.
Me eché a llorar. Jesse subió las escaleras y se llevó a su abuela al interior de la casa. Me volví y me alejé.
—Jo, espera —dijo Jesse.
—Tengo que ir a casa de Willie —grité sin detenerme—. Por favor, ayúdame con lo de la tienda. Siento lo de tu ventana. —Empecé a correr.
El sol ya había salido cuando llegué a casa de Willie. Entré por la puerta lateral y me puse a comer lo que fui capaz de encontrar en la cocina. No había probado bocado ni bebido nada desde que Ojo Chungo salió de la librería. La leche salpicaba las paredes del vaso cuando lo llevé temblorosa a mis labios. Me había pasado toda la noche reflexionando sobre mis opciones. Nadie se libraba de una deuda con Carlos Marcello; al menos, no con vida. Cinco mil dólares era una enorme suma de dinero, más de dos años de estudios en Smith. Podría reunir algo, pero no toda la cantidad. No había otra solución.
Tenía que quitárselo a Willie y luego buscar el modo de devolvérselo. No podía contárselo, no después de la amenaza de Ojo Chungo.
Sadie supo que algo iba mal en cuanto me vio. Le dije que no había podido dormir. Se dedicó a palparme la frente y el cuello. Me hizo abrir la boca para mirarme la lengua y la garganta. Preparó té con limón y me hizo unos huevos fritos con beicon.
—Huelo a cerdo —dijo Willie cuando le llevé el café a la habitación—. ¿Para quién está cocinando Sadie?
—Para mí. Ayer bebí demasiados refrescos y me he pasado toda la noche con el estómago revuelto.
Willie me miró fijamente.
—Así que refrescos, ¿eh? Sí, claro. Dame los periódicos. —Willie leyó una de las noticias de portada—. Van a ponerse serios, Jo. Aquí dice que van a contratar más policía y que piensan limpiar el Barrio Francés. —Arrojó el periódico sobre la cama—. Estoy demasiado mayor para redadas. Antes me encantaban, eso de darles esquinazo y despachar a la gente era muy emocionante, pero ya no tengo energías para aguantarlo. Llevo años sin usar la sirena.
—¿Y qué vas a hacer?
Willie reflexionó por un momento.
—Tendré dos conductores listos cada noche. Sadie vigilará en la ventana y hará sonar la sirena si ve a la pasma. Todos saldrán corriendo por el patio y montarán en los coches directamente por la trampilla. Enviaré un coche a la librería… Me dijiste que estaba cerrada, ¿verdad?
—Sí. —Escogí con tacto mis palabras—. Le he pedido a Jesse que tape el escaparate con tablones o rejas. No quiero que la gente la vea vacía.
—Muy buena idea. Retira las estanterías. Le diré a Elmo que lleve algunos muebles para que nos podamos sentar.
—Willie, ¿tienes noticias de Madre?
—No, y no queremos recibirlas. Espero que haya saldado sus cuentas en esta ciudad y no vuelva. No necesito sus problemas, y tú, tampoco. Ya sé que sientes una especie de vínculo con ella, pero hazme caso en esto: esa mujer te hundirá, Jo. Nos hundirá a todos.
Ya lo había hecho, me hubiera gustado decirle.
—Yo en tu lugar, pensaría en cambiarme de apellido. Ya tienes dieciocho años, puedes hacerlo. Corta el cordón.
Willie ató con una goma un fajo de billetes y me los entregó.
—Guarda esto en la caja.
Siguió hablando sobre la represión policial. Contemplé los montones de billetes en la caja fuerte. Si pudiera soplarle dos billetes de cien dólares, ir al banco, y cambiarlos por doscientos billetes de dólar, podría darle el cambiazo con fajos de billetes de uno. Igual Willie no se daba cuenta. Intenté hacer un cálculo rápido de cuánto sumaría. El sudor salpicó mi frente.
—¿Qué demonios estás haciendo ahí? —me preguntó Willie.
¿Qué estaba haciendo? «Las decisiones —susurró la voz de Forrest Hearne—, son lo que moldea nuestro destino».
Sí, las decisiones de Forrest Hearne lo condujeron a su destino. La muerte.