James y un hombre de Doubleday vinieron a recoger los libros. Patrick dijo que no podía soportar ver cómo se los llevaban. Contemplé las estanterías desnudas. Unas baldas sin libros eran algo desolador y totalmente injusto.
James me entregó un cheque y levantó la última caja.
—Pensé que Patrick estaría por aquí —dijo—. Llevábamos meses negociando la lista.
—Creo que es duro para él. Además, está ocupado preparando su gran viaje.
—¿Gran viaje? —dijo James, posando la caja sobre el mostrador—. ¿Adónde se va?
—Seguro que te lo ha contado. Se va a los Cayos, luego a La Habana, y después tiene pensado pasar el resto del año en Trinidad con su madre.
James me miró fijamente.
—Josie, estás bromeando, ¿verdad?
—No. ¿Patrick no te lo había contado?
James tenía los ojos como platos de la sorpresa.
—No, no me lo había contado. —De repente, se enfadó—. ¡No puedo creer que me esté haciendo esto! —Agarró con violencia la caja del mostrador y se marchó dando un portazo.
Observé a James caminando por la acera. Resultaba evidente que la noticia lo había alterado. ¿Qué sería eso que le estaba haciendo Patrick? Mis dedos, de forma involuntaria, hicieron una seña sobre el mostrador. Contemplé mi mano, y luego a James en la calle. No era Kitty de quien se había enamorado Patrick.
Cokie nos condujo a la estación de autobuses. Llovía. Patrick recitó de un tirón instrucciones sobre la casa y la tienda. Me las sabía prácticamente de memoria. La señora Paulsen iba a pasar a ver la casa. Un profesor visitante de Loyola la alquilaría la semana siguiente. El hombre del piano vendría la semana previa a Navidad para asegurarse de que el Bösendorfer estaba afinado y regulado antes de que volviera Patrick. Yo tenía una lista de nombres en los Cayos de Florida, los datos de contacto del hotel Nacional de Cuba y la dirección en Trinidad.
—Tienes que mantenerme al día de lo que pase —dijo Patrick—. Quiero saber todo lo que sucede, sobre todo cuando recibas noticias de Smith.
Cokie descargó el baúl de Patrick en la estación y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Cuídate mucho. La próxima vez que veas a Josie, estará volviendo a casa de la universidad para las vacaciones de Navidad. —Puso una sonrisa radiante—. Bueno, me piro. Tengo que recoger a alguien en el hotel Roosevelt.
Entramos en la estación, escapando de la lluvia.
—¿Todavía no se lo has dicho? —me preguntó Patrick cuando el coche de Cokie se alejó.
—No sé cómo hacerlo. Creo que está más ilusionado que yo. Hablando de contar cosas, me sorprendió que no le hubieras contado a James lo de tu viaje. Parecía muy molesto cuando le dije que te ibas. —Lo miré detenidamente—. ¿Piensas que sospecha de tus sentimientos… hacia Kitty?
Patrick rehuyó mi mirada.
—Dale mi dirección en Trinidad si quieres.
Leímos el billete de autobús de Patrick. Tenía unas cuantas paradas, pero solo tres transbordos. Uno en Mobile, otro en Jacksonville y otro en West Palm Beach. Hombres con traje y corbata y mujeres con vestidos elegantes hacían cola en la estación con sus maletas, dispuestos a partir rumbo a destinos emocionantes. Patrick llevaba el pelo rubio bien peinado con raya. Estaba muy atractivo con su traje color canela y su camisa azul claro.
—Treinta y dos horas de confort, y estarás en la playa, lejos de esta lluvia —le dije—. Me das envidia.
—Sí, estos autobuses son muy buenos. Ojalá pudieras venir conmigo. Gracias, Jo, por todo. Has hecho mucho por Charlie, por la tienda y por mí.
Anunciaron la salida del autobús de Patrick para Mobile.
—Sé que te he decepcionado —se apresuró a decir—. Eres la última persona a la que querría hacer daño, te lo juro. —La luz reflejaba la humedad en sus ojos.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Eres tan importante para mí —susurró—. Por favor, créeme.
—Vamos a asegurarnos de que meten tu baúl —dije rápidamente, luchando por contener las lágrimas.
Nos acercamos al costado del autobús Greyhound que tenía un letrero luminoso en el que ponía MOBILE encima del parabrisas. Permanecimos juntos bajo el paraguas y observamos cómo colocaban su baúl en el maletero del vehículo.
Miré a Patrick.
—¿Candace Kinkaid o Agatha Christie?
Se rio.
—Sin duda, Candace Kinkaid. Mucho más divertida. ¿F. Scott Fitzgerald o Truman Capote? —me preguntó.
Sonó la última llamada para Mobile.
—¡Oh, por favor! Fitzgerald, por supuesto que Fitzgerald. Anda, sube al autobús.
Patrick me dio el paraguas. Me estrechó entre sus brazos y me plantó un beso directamente en los labios, fuerte y largo. Me pareció estar viendo el beso desde fuera, en lugar de encontrarme dentro de él. Salió corriendo de debajo del paraguas a refugiarse en las escaleras del autobús.
—¡Nos vemos en Navidad! —me dijo.
Miré cómo se abría paso por el pasillo hasta un asiento junto a la ventanilla a mitad del autobús.
Las puertas silbaron y luego se cerraron. El agua corría por el techo del autobús, cayendo a chorros por la ventana de Patrick. Sonrió y puso un dedo en el cristal, haciendo la seña de biografía.
Le devolví otro gesto: poesía.
El autobús arrancó, llevándose con él a Patrick Marlowe y su secreto. Me quedé allí, contemplando cómo se alejaba. Recordé el verso de Keats y mi conversación con el señor Hearne.
«Te amo más porque creo que te he atraído por mí mismo y no por otra razón».
La lluvia repiqueteaba sobre mi paraguas negro.