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Me pasé días evitando a todo el mundo. Se me partía el corazón cada vez que Cokie me preguntaba si había recibido noticias de Smith. Sweety y Dora me preguntaban constantemente si algo iba mal. Sadie me miraba raro, e incluso Evangeline me preguntó si estaba enferma. Willie fue más directa y me vociferó:

—¿Te crees que eres la única que tiene problemas, bonita? Estoy harta de que vayas de amargada. ¿Es porque Patrick se ha ido a ver a su madre? Ya vale de tanto dramatismo.

Seguí recluyéndome, y me quedaba en mi cuarto, la puerta de la tienda cerrada con cadenas y candados. Estaba leyendo la última carta de Charlotte cuando oí el grito.

—¡Eh, Motor City!

Era Jesse. Una vez más. Se pasaba todos los días y me llamaba a voces desde debajo de mi ventana. Yo nunca contestaba. Esa noche tenía la luz encendida, así que Jesse sabía que estaba en casa. Siguió gritando, «¡Eh, Motor City!», cada vez más alto, alternando entre tonos agudos y graves, e incluso cantando.

—¡Cállate ya! —gritó alguien desde una ventana cercana.

—Que baje, y me callaré —respondió Jesse, y siguió llamándome.

—Vamos, guapa, baja antes de que llamemos a la poli para que se lleven al chaval —gritó otro vecino.

—¿Has oído, Jo? Van a llamar a la Policía —dijo Jesse también a gritos.

Me sacaba de quicio. Avancé hasta la ventana y descorrí las cortinas. Una multitud se había reunido en la calle alrededor de Jesse, y todos soltaron vítores cuando me asomé. Abrí la ventana, y la gente empezó a gritarme:

—Venga, muñeca, baja a ver al pobre chaval.

—Josie, haz el favor de bajar para que este tío deje de armar jaleo. Tengo que trabajar temprano.

Mientras quitaba el candado y las cadenas de la puerta, la gente se dispersó por la calle.

Jesse se rio, mostrándome una amplia sonrisa.

—Lo siento, Jo. No te enfades.

Rehuí su mirada. Hizo un amago de darme un puñetazo en el brazo.

—¿No vas a invitarme a pasar?

—No. —Cerré la puerta y me senté en el escalón de la tienda. Jesse se agachó a mi lado.

—Supuse que dirías eso. Así que he venido preparado. —Jesse sacó dos botellas de refresco de su chaqueta, las abrió con una llave, y me pasó una. Giré la botella en mi mano. En el vidrio verde se leía: «Embotellado por Coca-Cola, Chattanooga, Tenn». Tennessee. Aquello me recordó al señor Hearne… y su reloj que seguía haciendo tictac bajo el lilo de Shady Grove.

Jesse acercó su botella a la mía para un brindis.

—Chinchín.

—Chinchín —acepté.

Bebimos sentados en silencio. Era algo que apreciaba en Jesse. Él no sentía la necesidad de llenar cada momento con palabras o cualquier tipo de conversación banal. Podíamos sentarnos simplemente sin decir nada, él con la espalda apoyada en la puerta y sus botas de motorista cruzadas a la altura de los tobillos, y yo sosteniendo la botella en equilibrio sobre mi rodilla. Exactamente igual que en el banco de Jackson Square o en el porche de Shady Grove. Y, por algún motivo, el silencio hizo que me entraran ganas de contárselo todo.

—No he estado enferma.

Asintió e indicó con su botella hacia las cadenas que tenía a mis pies.

—Esas son unas buenas cadenas. Las he visto en la puerta desde la semana pasada. ¿Va todo bien?

Sacudí la cabeza.

—Me han robado.

Jesse se inclinó hacia delante.

—¿Estás bien?

Me encogí de hombros.

—¿Estabas dentro cuando pasó? —preguntó.

—No, fue muy temprano. Estaba en casa de Willie.

—¿Sabes quién lo hizo?

Respondí afirmativamente con un gesto lento de la cabeza y di un trago al refresco.

—Cuéntame. —La mano de Jesse se cerró en un puño.

Me giré hacia él. El resplandor de la farola iluminaba su rostro. Con la excepción de su cicatriz, tenía la piel inmaculada. La luz en su pelo adquiría reflejos brillantes de color rojo siena.

—Cuéntame, Jo. —Sus ojos, por lo general inquietos, estaban fijos en los míos.

Era Jesse. Podía contárselo.

—Ha sido mi madre.

Su rodilla empezó a temblar y agachó la cabeza por un momento, reconociendo que comprendía la situación.

—¿Con su novio? —preguntó.

—Oh, estoy segura.

Guardó silencio por un tiempo.

—¿Qué se han llevado? —preguntó por fin.

Ya no me dejaba llevar por la sensibilidad; la repugnancia ante lo sucedido solo me producía indiferencia.

—Vamos a ver, se llevaron el reloj de Adler’s que me regaló Willie al cumplir los dieciocho, se llevaron mi pistola, se llevaron una caja de puros con mis ahorros y —miré a Jesse— se llevaron un sobre con dos mil dólares. Dos mil dólares que me habían dado Cokie, Sadie y Sweety para que pagara mi primer año de estudios en Smith.

El gesto en el rostro de Jesse no era de sorpresa o impresión, solo de negativa a admitir la realidad.

—Jo, el novio de tu mami está hasta el cuello de mierda. Se dice que forma parte de la banda que le echó un Mickey en la bebida a aquel tío de Tennessee en Nochevieja. Y ha pringado a tu mami en esto, también.

—Sí, pero él nunca había visto mi reloj. Él no sabía que desde niña escondo las cosas debajo de mi cama. Eso es algo que solo sabe mi madre.

Jesse daba vueltas a la chapa de una botella entre el pulgar y el índice.

—Te comprendo, ya sabes. Cuando tenía seis años, mi padre encontró mi colección de cromos de béisbol escondida en mi armario. Los vendió para comprar bebida.

—Exacto —dije.

Pasaron un par de coches y sus faros iluminaron restos de basura sobre la calle.

—Entonces, ¿te han aceptado en esa universidad?

—No, todavía no he recibido noticias. Pero ¿qué más da? No tengo dinero para ir, y ahora debo encontrar un modo de devolvérselo a Cokie.

—Bueno, espera un poco. Igual te dan una beca —dijo Jesse.

—Lo dudo. No incluí ninguna actividad extraescolar en mi solicitud, mi linaje familiar es deplorable, y mi única carta de recomendación la hizo un empresario vicioso.

Jesse volvió a apoyar la espalda en la puerta, estirando las piernas. Terminamos los refrescos, sin hablar.

Jesse se levantó y me ofreció su mano.

—Ven conmigo.

Le di la mano y dejé que me levantara. Nos quedamos en la calle, agarrados de la mano.

—¿Te acuerdas de aquel día tan bonito que pasamos en Shady Grove?, ¿cómo tirábamos piedras a un árbol? —me preguntó.

Yo asentí.

Soltó mi mano, furioso, y lanzó su botella a la farola que había al otro lado de la calle. Se rompió en pedacitos.

—Esos son tu madre y su novio.

Arrojé mi botella. No acerté a la farola y reventó contra un edificio.

—¿Qué pasa ahí fuera? —gritó alguien desde arriba.

Nos reímos. Jesse se despidió con la mano y se alejó.

—Nos vemos, Jo.

Me quedé en el escalón, esperando a que se diera la vuelta y volviera. No lo hizo.

Un coche que estaba aparcado calle abajo encendió las luces. Avanzó lentamente al pasar a mi lado. Tenía las ventanillas tan oscuras que no pude ver al conductor. En cuanto dejó atrás la tienda, aceleró y se marchó.

Puse las cadenas en la puerta y cerré el candado.