La estancia se desdibujó. Los gritos brotaron de mí, profundos y salvajes, como si surgieran del centro de la Tierra, atravesaran el suelo y se liberaran a través de mi boca. Mi cuerpo sufrió violentas convulsiones a medida que la comprensión de lo que había sucedido iba tomando forma delante de mí.
Ella se lo había llevado. Se había llevado todo. Ahora mismo, estaría volando por la autopista, con un pañuelo rojo de lunares alrededor de su pelo chamuscado de tanto tinte. Su muñeca, escuálida por la dexedrina, estaría apoyada en la ventanilla abierta, con un reloj con la inscripción «Jo cumple 18» por detrás.
—Jo, me has dado un susto de muerte. —Patrick corrió hacia la ventana y la cerró—. Cálmate. La gente va a pensar que te estamos asesinando.
Puso sus manos en mis hombros.
—Jo, para. —Me sacudió con fuerza—. ¡Para!
Me resistí. La frustración que reinaba en mi vida salió ardiendo de mi interior, en forma de una rabia tan absoluta que no podía contenerla. Patrick se apartó de un salto y pegó la espalda contra la puerta del armario, con los ojos muy abiertos del pánico.
Mis gritos se redujeron a gruñidos, luego a gemidos, y terminaron en sollozos cuando me derrumbé en el suelo.
Patrick se arrodilló a mi lado.
—Se lo han llevado todo —dije con la voz entrecortada por el llanto—. Me han quitado el dinero de Cokie. Todo.
—¿Quién te lo ha quitado? —preguntó Patrick.
Alcé la mirada hacia él.
—Madre.
Me pasé toda la tarde tirada en el suelo, abrazando la caja verde, mirando al techo.
Patrick atendía a los clientes abajo en la tienda, y yo escuchaba, vacía por dentro, las conversaciones. Entraban por mis orejas y rebotaban en el interior de mi cuerpo, semejante a un cadáver. Jesse se pasó a buscarme. Patrick le dijo que estaba enferma en mi habitación. Cokie se pasó a buscarme; le dijo que estaba entregando un pedido de libros. Me dolía la espalda de las horas que llevaba en el suelo, pero no me importaba. Era un castigo a mi estupidez. Pues claro que mi madre sabía dónde escondía las cosas. Hace diez años, fue un monedero rosa debajo de mi cama. Hoy, miles de dólares. ¿Cómo le iba a explicar a Cokie que había perdido el dinero?, ¿a Willie que había perdido el reloj? Si ahora me admitían en Smith sería una broma cruel. No tenía dinero para ir.
La luz del sol de última hora de la tarde inundó el suelo. Patrick llamó a mi puerta.
—Eh, ¿estás segura de que no quieres venir conmigo a mi casa?
Sacudí la cabeza.
Dejó dos bolsas en el suelo.
—En esta hay un bocadillo. —Vació la bolsa más grande en el suelo. Su contenido hizo un fuerte ruido metálico—. He pasado por la ferretería. —Levantó unas cadenas—. Cuando me marche, quiero que bajes a la tienda y pongas estas cadenas en la puerta. Ciérralas con este candado y sube la llave a tu habitación. Así te sentirás un poco más segura, ¿vale?
Asentí sin decir nada.
Patrick se encaminó hacia la puerta.
—¡Patrick! —Se detuvo—. Necesito preguntarte una cosa. —Giré la cabeza hacia él, en la puerta—. ¿Me besaste por lástima?
Abrió la boca, y luego bajó la mirada al suelo.
—No, Jo. No es eso, para nada.
Cerré los ojos y aparté la cabeza. No volví a mirarlo, aunque podía sentir que seguía allí, en pie, intentando explicarse o justificarse. Pasó así un buen rato, esperando. Finalmente, oí sus pisadas en las escaleras, y abrí los ojos, dejando que las lágrimas se derramaran sobre el suelo de madera.