44

Patrick quería a otra persona. Yo quería que fuera feliz, pero ¿por qué no podía ser feliz conmigo? Sabía la respuesta. Él no podía escogerme a mí. Patrick quería una vida literaria, llena de viajes, erudición y vida social. Yo era una chica rudimentaria del Barrio Francés, que intentaba salir adelante. No importaba a qué lado me hiciera la raya del pelo, siempre había una raya de la que no podía pasar.

Anhelaba tener una amiga en el Barrio Francés, alguien como Charlotte. Alguien con quien compartir secretos, para derrumbarme en el suelo de su cuarto y vomitar lo que llevaba dentro sobre Patrick. Veía a tantas chicas paseando del brazo, riéndose, compartiendo una intimidad inexplicable y el alivio de contar con una protectora y confidente. Tenían alguien en quien confiar.

Había un hombre apoyado en un coche frente a la librería. Al ver que me acercaba, echó a andar hasta llegar a mi altura en la acera. Era el inspector Langley.

—Señorita Moraine. Qué bien que la he esperado. Me gustaría poder hacerle unas preguntas más.

Miré a ambos lados de la calle, para comprobar si había alguien por ahí que pudiera ir con el cuento a Frankie.

—Podemos entrar en la tienda si lo prefiere —me dijo.

Abrí la puerta, encendí las luces y caminé hasta el mostrador. Respiré hondo para calmar mis nervios.

—¿En qué puedo ayudarle, inspector?

El hombre se secó el sudor de la frente y sacó una libreta desgastada.

—El día que estuvo usted en la comisaría, nos dijo que el señor Hearne había comprado dos libros.

Asentí con la cabeza.

—Bueno, encontramos los libros en la habitación del hotel, y en uno de ellos había un recibo de compra. Sin embargo, la esposa del fallecido nos ha dicho que el cheque no se ha cobrado, y le resultaba extraño. El cheque aparece en el registro de la chequera que encontramos.

Mi mente se aceleró, intentando seguir el ritmo de mi corazón. Le señalé el cartel que teníamos junto a la caja registradora.

—No aceptamos cheques, inspector. ¿Igual el señor Hearne escribió el cheque antes de ver el cartel y luego pagó en metálico?

Apuntó hacia el cartel con su bolígrafo.

—Eso debe de ser. Gracias.

—Le acompaño a la salida.

—Una cosa más. —Se rascó la cabeza—. Seguro que sabe que estamos interrogando a su madre. La vieron con Hearne la noche de su muerte. ¿Sabe dónde pasó la Nochevieja su madre, señorita Moraine?

Observé al inspector Langley. La historia de su vida resultaba evidente: todos los domingos conducía hasta casa de su madre para comer con ella. Su madre, que probablemente se llamaría Ethel, tendría los tobillos rollizos, unos rizos canosos y anodinos, y llevaría un vestido de andar por casa con estampado de flores. Un solitario pelo negro y tieso saldría de un lunar en su barbilla. Se pasaría el día trajinando en la cocina, preparando la visita semanal de su hijo. Le cocinaría algo especial, quizá con merengue espumoso, de postre. Él se comería hasta el último bocado. Después de que se hubiera marchado en su coche, Ethel fregaría los platos, se permitiría un chupito de licor de mora, y se quedaría dormida en el sillón del salón, con el delantal puesto.

—¿Señorita Moraine? —interrumpió mis pensamientos—. Le he preguntado si sabe dónde estuvo su madre en Nochevieja.

—¿Conoce usted a mi madre, inspector? —le pregunté.

—Sí.

—Entonces, estoy segura de que no se sorprenderá si le digo que hace bastante que estamos algo distanciadas. Llevo viviendo en el cuarto de encima de esta librería desde que tengo doce años. —Miré fijamente al inspector—. Nunca he pasado una Nochevieja con mi madre, y no tengo ni idea de dónde pudo estar.

Se llevó el bolígrafo a la oreja para rascarse un picor o sacarse algo de cera.

—Bueno, el comisario se empeñó en que viniera a hablar con usted. Le dije que era como intentar sacar lana de una cabra, pero tiene una lista que cumplir, ya sabe.

¿Me estaba comparando con una cabra?

—Entonces, señorita Moraine, si no estuvo con su madre, ¿dónde pasó usted la Nochevieja?

—Aquí mismo, en mi cuarto de arriba. —Señalé las escaleras y me arrepentí en cuanto mi mano se movió.

El inspector Langley miró hacia las escaleras al fondo de la tienda. ¿Y si quería registrar mi cuarto? ¿Cómo le iba a explicar de dónde habían salido los miles de dólares que había ganado Cokie en apuestas y que guardaba bajo la tabla del suelo? Probablemente pensaría que era el dinero que le faltaba al señor Hearne. Gotitas de sudor brotaron en mi nuca.

Se apoyó en el mostrador.

—¿Alguien la vio aquí en Nochevieja?

—Sí, Patrick Marlowe, el dueño de la tienda. Vino con un amigo a eso de la medianoche.

—¿Y luego salieron juntos?

—No, Patrick le confirmará que yo estaba un poco indispuesta, en camisón y con el pelo recogido con horquillas.

El inspector se mordió el labio, pensativo. Casi me parecía ver la tenue luz de una bombilla parpadeando encima de su cabeza.

—¿Y si le digo que alguien la vio por ahí en Nochevieja? —dijo.

—Pues yo le diría que le han mentido, con la esperanza de que me presione para decir algo distinto. Le he contado la verdad, inspector. Pasé toda la noche aquí el día de Nochevieja. Puede hablar con Patrick Marlowe y con James, de la librería Doubleday. Los dos me vieron aquí.

Casi me sentía mal por el pobre tipo. No saldría nunca a flote en el Barrio Francés con unos métodos tan transparentes.

Me dio las gracias por mi tiempo y se marchó. Cerré la puerta, apagué las luces y observé cómo se alejaba su coche. Luego, crucé corriendo la calle para llamar a Willie.

Le conté todos los detalles.

—¿Se acaba de marchar? —me preguntó.

—Sí, se fue en el coche.

—Siguen indagando. Eso significa que todavía no tienen nada —dijo.

—Willie, ¿Madre tiene una coartada?

—Hazme caso, no quieras saber lo que tiene tu madre. Vuelve a tu casa y ciérrate con llave. —Colgó el teléfono.

Crucé corriendo la calle oscura. Rebusqué entre mis llaves, intentando dar con la correcta en la escasa luz. Oí un ruido. Alguien tiró con fuerza de mi pelo, arrancándomelo del cuero cabelludo, y me lanzó contra la puerta de cristal. Sentí algo duro en mi espalda.

—¿Qué tal, Josie la Loca? Eso que has hecho ha sido una muy, pero que muy mala idea. ¿En serio te pareció inteligente ir a hablar con la Policía? —El aliento rancio de Cincinnati me calentó la oreja.

—Yo no he hablado con la Policía.

Me oprimió otra vez contra la puerta.

—Te he visto. Estaba mirando mientras hablabas con ese de la pasma. —Tenía la mano en mi nuca y aplastaba mi mejilla contra el cristal.

—No estaba hablando con él. Solo… me hizo una pregunta.

Clavó su cuchillo en la puerta, a la altura de mis ojos.

—Eres —musitó— una mentirosa.

Mi cuerpo se estremeció.

Vi a una pareja que bajaba por Royal Street en nuestra dirección y abrí la boca para gritar. Cincinnati me apartó de un tirón de la puerta, pasó el brazo alrededor de mi cuello y me obligó a caminar con él.

—Ni se te ocurra gritar —masculló entre dientes.

Intenté seguir su paso, mientras con su llave prácticamente me arrancaba la cabeza. Con la mano izquierda apretaba la hoja del cuchillo en mi cintura. Sentí el pinchazo de la punta en mi carne. Recorrimos una manzana hasta Bourbon Street, y me metió a empujones en un pequeño bar. Vi a mi madre sentada en una mesa al fondo, cerca de una ventana, con un montón de vasos vacíos delante.

Me lanzó a una silla y rápidamente acercó otra detrás.

—Mira lo que me he encontrado —dijo Cincinnati.

—Hola, Jo. —Madre parecía adormilada. Sus párpados pintados de azul se batían como los últimos aleteos de un pájaro moribundo.

—Te dije que era el inspector el que pasó con el coche. Y cuando salí a mirar, adivina con quién estaba charlando. —Cincinnati prendió un cigarrillo y me echó el humo en la cara.

Madre se enderezó en la silla y su tono cambió un poco.

—¿Por qué estabas hablando con el inspector, Jo?

Corrí la silla apartándome de Cincinnati y acercándome a mi madre.

—El señor Hearne estuvo en la tienda el día que murió. Compró dos libros. La Policía encontró los libros y el recibo en su habitación de hotel. El inspector vino a preguntarme por ellos.

—¿Y vienen a preguntarte precisamente ahora? —dijo Cincinnati—. ¿Por qué no lo han hecho antes?

—No lo sé —dije, mirando a mi madre. No podía soportar mirar a Cincinnati.

Madre agarró la mano de Cincinnati.

—¿Lo ves, cari? No es nada. Solo le estaban preguntando por unos libros.

—Cierra el pico, Louise. Está mintiendo. Esta niña es astuta como yo, no una imbécil como tú.

—¡Yo no soy imbécil! —replicó Madre—. Tú eres el imbécil.

—Cuidado con lo que dices.

Madre puso un mohín de enojo.

—Bueno, ya no soy sospechosa. Han confirmado mi coartada, y nos volvemos todos a Hollywood. Esta ciudad se nos queda pequeña —me dijo.

—¿Cuándo os vais? —pregunté.

—Mañana a primera hora —dijo Cincinnati—. ¿Qué pasa, quieres venir con nosotros, Josie la Loca? —Posó la mano en mi muslo. Se la aparté.

—Yo no quiero salir tan temprano —protestó Madre—. Mañana me apetece comer en el Commander’s Palace. Quiero que todas esas señoras de la zona alta me vean y sepan que me vuelvo a Hollywood.

—¡Cierra el pico! Ya te lo he dicho, tenemos que salir de aquí. Si mantienes la boquita cerrada, te llevaré al Mocambo en cuanto estemos en Hollywood.

Madre sonrió, aceptando el compromiso.

—Cinci se ha echado unos buenos colegas en Los Ángeles. —Sus ojos deambulaban como los de un niño impaciente—. ¿Dónde está ese reloj tan bonito?

—En mi cuarto. No me lo pongo mucho. Es demasiado elegante.

—Entonces deberías regalármelo. Yo lo llevaría todo el rato.

—Yo conseguí una vez un reloj bonito, pero tu mami me lo perdió —dijo Cincinnati.

—¡Yo no lo perdí! —soltó Madre—. Evangeline debió de robármelo. Te lo he dicho un millón de veces.

—O igual Josie la Loca lo encontró, lo vendió y se compró un buen reloj. —Cincinnati me clavó su mirada.

—El mío es un regalo. —Miré a Madre—. Por cumplir los dieciocho.

—Vaya, ya tienes edad legal —dijo Cincinnati entre risitas.

Un agente uniformado apareció por la puerta y saludó a un amigo en una mesa cercana.

Me levanté.

—Que tengas un buen viaje a California, Madre. —Me incliné y le di un beso en la mejilla—. Por favor, envíame tu dirección para poder escribirte.

Caminé lo más rápido que pude sin echar a correr. En cuanto estuve en la calle, saqué mi pistola de debajo de la falda y salí pitando.

Todavía sentía el calor de la mano de Cincinnati en mi muslo, y el viento de la tarde se colaba por la raja que el cuchillo me había hecho en la blusa. Pasé frente al Sans Souci y pensé en Forrest Hearne, muerto en la mesa.

«Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas».