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Los preparativos del funeral fueron una experiencia surrealista. No sé muy bien cómo, gracias a la ayuda de terceros, fuimos pasando de una cara a otra y de un sitio a otro. Pero una bruma espesa y gelatinosa envolvió ese día, distorsionándolo y convirtiéndolo en una especie de inquietante película a cámara lenta.

La señora Paulsen acudió en cuanto se enteró de la noticia. Consoló a Patrick y ayudó con los preparativos de la ceremonia. Willie habló con los de la funeraria sobre el aspecto que debía presentar Charlie. Todos nos unimos para arrimar el hombro: la madame de un burdel, una profesora universitaria, una cocinera muda, un taxista mulato, y yo, la chica que arrastraba un carro de mentiras y las iba soltando por ahí como confeti.

Gracias a Willie, Charlie volvía a parecer el que fue —sofisticado, literato—. Pedí prestado un vestido de luto a Sweety. Patrick le rogó a la señora Paulsen que leyera unas palabras en la misa. No se veía capaz de hacerlo él. La señora Paulsen se dirigió a los asistentes con serenidad, como hacía en sus clases.

—Estamos hoy aquí para honrar la vida y el legado de nuestro querido amigo, Charles Marlowe. Su hijo, Patrick, me ha pedido que lea un discurso que ha preparado. —Se aclaró la garganta y leyó—: «Quiero daros las gracias a todos por vuestro apoyo en estos momentos tan difíciles. Probablemente, la muerte de mi padre os haya pillado a la mayoría por sorpresa. En realidad, mi padre llevaba varios meses sufriendo, luchando contra una enfermedad degenerativa del cerebro. Aunque sé que os debéis de sentir molestos por no haber podido despediros de él ni ofrecer vuestra ayuda, por favor, quiero que sepáis que el regalo más preciado que le habéis hecho a mi padre ha sido concederle la oportunidad de que padeciera este humillante mal en la intimidad. Quienes lo conocíais, sabíais cuánto se preocupaba por el lenguaje, la historia de la literatura y la imagen profesional, aspectos que había perdido en sus meses finales.

»Mis más sinceras gracias al doctor Randolph Cox, al doctor Bertrand Sully, a Willie Woodley y a Francis Cokie Coquard, quienes ayudaron a mi padre en sus últimos días. Y nunca habría sido capaz de superar este oscuro viaje sin la ayuda de Josie Moraine. Josie era como una hija para él.

»Como muchos ya sabéis, mi padre fue librero y un escritor talentoso. Por fortuna, seguirá viviendo en sus libros. Sé que siempre me reconfortará escuchar su voz a través de su escritura. Gracias a todos por estar aquí hoy».

Permanecí todo el rato al lado de Patrick. Me volví y vi a Willie y Cokie al fondo del todo, Willie con sus gafas de sol oscuras, Cokie con lágrimas corriéndole por la cara. Willie se acercó a mí tras el funeral. Parecía cansada y tenía hinchados los tobillos. Me entregó un recibo.

—Toma. He pagado en metálico. Dile a Patrick que ya está todo abonado.

—Pero, Willie, no creo que Patrick quiera que pagues tú.

—Me importa un pito lo que él quiera —dijo Willie—. Es lo que yo quiero. Nos vemos mañana. Ven pronto, la casa está hecha una pocilga.

—¿No vas a ir a la recepción en casa? Sadie ha preparado todo tipo de aperitivos.

—No voy, y Sadie, tampoco. ¿Qué pinto yo allí? ¿Perder el tiempo tomando macedonia y charlando sobre libros? Tengo un negocio que atender. Elmo va a traer un somier nuevo. Anoche Dora rompió el de su cama. Esa chica debería estar en una feria, no en un prostíbulo.

Cokie se despidió con la mano al salir junto a Willie. Él tampoco acudiría al aperitivo.

—Hola, Josie. ¿Te acuerdas de mí?

James, de la librería Doubleday, se encontraba delante de mí acompañado por una rubia alta y atractiva.

—Sí. Hola, James. Muchas gracias por venir. Sé lo mucho que significa para Patrick.

—Esta es mi novia, Kitty. Yo me pasaré por la casa para el aperitivo, pero Kitty no puede ir. Quería presentaros —dijo James.

Kitty me ofreció una mano enguantada. Llevaba un vestido caro hecho a medida con grandes botones de perla.

—Encantada de conocerte, Josie. Patrick nos ha hablado mucho de ti. Dice que eres como una hermana para él. Siento mucho vuestra pérdida. —Me mostró una sonrisa. Tenía unos dientes perfectos, como los de Jesse.

Asentí con la cabeza y se marcharon. Parecían una pareja de muñequitos de juguete. Perfectos en apariencia pero, en el fondo, su atractivo estaba hecho de plástico. Sus palabras, «eres como una hermana para él», me hirieron. ¿En serio habría dicho eso Patrick?

Solo unos pocos fueron al cementerio. La señora Paulsen dijo que no podía soportarlo, y en su lugar se marchó a la casa para ayudar con los preparativos de la recepción. Aunque estaba molesta, dijo que comprendía por qué habíamos llegado a tal extremo para proteger a Charlie, y que le parecía digno de admiración.

Patrick permaneció mirando la tumba de Charlie. Tenía un aspecto solemne pero estaba guapo con su traje oscuro. Enrosqué mi brazo en torno al suyo y le dije:

—Tómate todo el tiempo que necesites.

Nos quedamos allí solos con Charlie durante casi una hora.

—Hay tantas cosas que tengo que contarle. Cosas que él no entendía. Pero no, tenemos tartas de gelatina y rollitos de atún esperándonos —se lamentó Patrick—. Es el precio que tengo que pagar por todos los ágapes funerarios a los que he asistido para rapiñar libros.

—Venga, ya sabes que Sadie no hace tartas de gelatina —le dije.

La casa estaba a reventar. El volumen de las conversaciones bajó en cuanto entró Patrick, y la gente se acercó para darle de nuevo el pésame. Yo avanzaba a su lado, pero de pronto mis pies dejaron de moverse. En un rincón. Junto a la ponchera. Agarré con fuerza el brazo de Patrick.

Madre.

Llevaba un vestido color turquesa, demasiado llamativo para la recepción de un funeral. Se había teñido el pelo con un tono de amarillo barato que dejaba ver las raíces oscuras. Tenía la piel macilenta y gris.

¿Qué hacía ella allí? Me sabía la respuesta. Comida y bebida gratis, y —no pude evitar que la idea rondara por mi cabeza— la oportunidad de estudiar la casa para un futuro robo. Mis ojos recorrieron la estancia en busca de Cincinnati.

Madre vino directa hacia mí, agarrando su copa de ponche con sus manos de uñas rojas.

—¡Mi niña! —Me pasó un brazo por encima sin llegar a tocarme y dio un beso al aire cerca de mi mejilla. Abracé su cuerpo marchito. Reculó ante el contacto.

—Madre, estás muy delgada.

—Dexedrina —musitó—. Es una nueva pastilla para adelgazar que están probando en Hollywood. Funciona de maravilla. Creo que será la bomba en cuanto la aprueben. No me puedo creer que haya venido tanta gente. A ver, Charlie tampoco era alguien tan importante.

—Era muy querido, Madre. Además, era un escritor conocido.

—Bueno, gente de libros, entonces. Pero esos no cuentan. —Me agarró de la muñeca—. ¿De dónde has sacado eso? —Sus dedos se pasearon rápidamente sobre el reloj de oro de Willie—. Eso es de catorce quilates. Deja que me lo pruebe.

Aparté ligeramente el brazo.

—Es un regalo.

Patrick se volvió y miró a Madre.

—Hola, Louise.

—¿Qué tal? Siento lo de tu viejo. Y qué triste que terminara así, como un retrasado mental. He oído que a veces sucede, así —chasqueó los dedos—, sin más. Pobrecito, debes de estar muy preocupado por si es hereditario. Podrías acabar teniéndolo tú.

Patrick me agarró de la cintura y me acercó a él. Puso una mueca de disgusto.

—¿Sabes, Louise? Siempre has sido toda una… artista.

La señora Paulsen llamó a Patrick para que acudiera.

—Este chico se ha vuelto un amargado —comentó Madre cuando Patrick nos dejó—. ¿Estáis juntos? ¡Serás zorrita! Juegas a dos cartas, ¿eh? Me han contado que también sales con Jesse Thierry. Vaya, ese sí que es un bombón. Pero si Pat te hace regalos como ese reloj, yo me quedaría con él. Seguro que llegan más cosas después de eso. Pero es bueno tener también a Jesse a tu disposición, para darte algo de diversión.

Contemplé a Madre, intentando desesperadamente descifrar cómo podíamos compartir material genético. Pero sabía que era así, porque a pesar de su maldad, una parte de mí todavía la quería.

—Seguro que te has enterado de toda la basura de estos días —dijo Madre.

—Sí. ¿Estuviste con ese señor de Memphis?

—No estuve con él, solo nos tomamos una copa juntos. No es delito beber algo con una persona. —Vació su vaso de ponche y lo dejó en un tiesto. Lo recogí.

—¿Cómo lo conociste?

—Oh, ya ni me acuerdo. Por ahí. Aquella noche fue un desmadre y lo recuerdo todo borroso. —Se me acercó—. Tengo una coartada —pronunció la palabra como si la hubiera estado ensayando.

—¿Era un hombre simpático? —pregunté, pues necesitaba comprender cómo mi madre se había cruzado con Hearne.

—¿Simpático? No lo sé. Era rico. De esos ricos a los que se les reconoce nada más verlos. Oye, cariño, Cincinnati está en la ciudad. Igual podemos salir a cenar juntos un día. Ahora es colega de Jim Diamante Moran. ¿Has oído hablar de él? Ha abierto un restaurante por aquí. Lleva diamantes en todo. Hasta en los puentes de sus dientes. Creo que Jim Diamante está soltero. Igual podemos salir todos en una cita de parejas.

Por suerte, la señora Paulsen se acercó y no tuve que responder a la propuesta insidiosa de mi madre.

—¿Todo bien, Josie? —preguntó la señora Paulsen.

—Señora Paulsen, esta es… —hice una pausa y me tragué la mentira que estaba a punto de soltar—. Esta es mi madre, Louise.

—Encantada de conocerla —dijo la señora Paulsen con su tono cortante.

—Madre, la señora Paulsen es profesora de inglés en Loyola.

Madre rescató un trozo de chicle sin envolver de su bolso y empezó a mascarlo.

—Vaya, qué bien. Yo soy de Hollywood. Igual ha visto mis fotos en el periódico.

—La verdad es que no —dijo la señora Paulsen—. Louise, tiene usted una hija extraordinaria. Debe de sentirse muy orgullosa de ella.

—Sí, es una buena chica. Solo tiene que aprender a arreglarse un poco más, con más estilo. ¿Sabe que le puse ese nombre por la madame con más clase de Storyville? —Me dio un codazo de orgullo—. ¿Hay vodka por ahí? Me apetece un Bloody Mary.

Madre salió hacia la cocina.

Ahí me quedé, con mi reputación totalmente por los suelos delante de la señora Paulsen. Una decorosa profesora, licenciada en Smith, y mis trapos sucios sacudiéndose enfrente de sus narices.

La señora Paulsen estiró el brazo y tomó mi mano con cariño.

—Creo que ahora nos comprendemos muy bien la una a la otra, Josie.