39

Extendí una capa imperceptible de tierra sobre los escalones del porche. Eso me permitiría descubrir huellas o cualquier intento de allanamiento mientras estaba fuera. Le di mi pistola a Jesse y le pedí que la llevara en su chaqueta de cuero.

—Tía, eres toda una Bonnie Parker.

—Una mujer que se conoce las cuerdas tiene pocas probabilidades de acabar atada.

A Jesse aquello le pareció graciosísimo.

—¿Es una frase de Willie?

—Pues no, es de Mae West. Pero, mira, ¿cómo me subo a ese trasto con una falda?

Jesse empujó la moto.

—Había pensado en venir hasta aquí con el Merc, pero no quiero que lo veas hasta que esté terminado. Es un coche que tiene una pinta genial, Jo.

Las nubes se alejaron y el sol ardía en lo alto. Jesse me explicó cómo tenía que sentarme y dónde debía poner los pies.

—Recuerda, no acerques las piernas al tubo de escape. —Se puso las gafas de sol—. Ahora tienes que agarrarte a mí, así que intenta controlarte, ¿de acuerdo?

—Muy gracioso. ¿Por qué no conduzco yo? Así serías tú el que se agarre.

—Aunque me apeteciese, y, créeme, me apetece mucho, no es una buena idea. Es la primera vez que montas en moto.

Jesse arrancó la Triumph, y se montó. Yo no tenía pensado agarrarme a él, pero en cuanto la moto se movió, me aferré a su cintura. Noté su risa en el movimiento de su estómago. Al final del camino, le dije que se metiera a la izquierda. Avanzamos cuesta abajo hacia el cruce de Possum Trot. Aquello no tenía nada que ver con ir en coche. El cielo estaba sobre nuestras cabezas, y podía oler el cuero de la chaqueta de Jesse bajo el calor del sol. El motor rugió. Jesse estiró la mano izquierda y tocó la mía.

—¿Estás bien? —gritó.

—Más rápido —le respondí a voces.

Me obedeció, metiendo otra marcha y saliendo disparado, volando carretera abajo como una bala salida de un cañón. No me quedó otra que agarrarme a él. Estaba muerta de miedo. Y me encantaba.

El viento nos envolvía, soplando contra mi cuerpo, revolviendo el pelo de Jesse y el mío. Íbamos al límite de lo imprudente, pero me sentía segura. A salvo de Cincinnati y a salvo de Madre. Montando en moto con Jesse sentía como si estuviera liberando un grito guardado en una botella, y no quería que aquello terminara.

Finalmente, nos acercamos a la tienda. Le di un pellizco en la cintura y le indiqué el lugar. Redujo la velocidad y se detuvo.

Me bajé de un salto de la moto.

—¿Estás bien? —preguntó Jesse.

—¡Me ha encantado! Siento como si el corazón fuera a salírseme del pecho. Me arde la piel.

—Eso es la adrenalina. A veces cuando acelero, siento la libertad en mi cara y es como si pudiera ir en esa moto para siempre. —Jesse se echó a reír—. Mírate.

—¿Qué?

—Tienes una sonrisa de oreja a oreja, y la cara toda colorada. Venga, te invito a beber algo.

Nos quedamos junto al frigorífico de los refrescos. Yo todavía estaba mareada de la carrera y mi cadera chocó involuntariamente contra Jesse, apartándolo de mi lado. Él me agarró del brazo para acercarse de nuevo.

—Más te vale portarte bien, o te dejo aquí tirada —se burló.

—Pues volveré andando, como hago todos los días.

Parecía sorprendido.

—¿Te vienes andando hasta aquí tú sola?

—Todos los días, yo sola conmigo misma. ¿Tienes celos?

Jesse acercó su mano a mi cara y apartó un mechón de mis ojos.

—Sí, un poco.

Su mano se entretuvo en mi mejilla. Mis ojos permanecieron fijos en los suyos.

—Buenas, Josie. Hoy no te han dejado ningún recado, pero tengo una carta para ti. —El dueño de la tienda me entregó un sobre. Reconocí la letra de Patrick, le di la espalda a Jesse y lo abrí.

Querida Jo:

Siento no haberte escrito antes, pero he estado muy liado. Charlie duerme mucho, pero Randolph dice que ayer estuvo paseándose por la habitación. He visto a tu madre en Chartres Street con un mafioso. La Policía trajo desde Baton Rouge al director de la orquesta del Sans Souci para interrogarlo, y declaró que pensaba que el señor Hearne se había quedado dormido en la mesa, no que estuviera muerto. Capote dio una fiesta de despedida antes de irse de la ciudad y me pidió que tocara el piano. Todavía no ha llegado carta de Smith. Eso es todo por aquí.

Te echo de menos, Patrick.

PD: Betty Lockwell ha pasado dos veces por la tienda. Escríbeme a ver si adivinas qué ha comprado.

Me senté con Jesse en las escaleras de madera de la pequeña tienda, a beber zarzaparrilla y tirar piedras a un árbol. Me imaginé que el árbol era Betty Lockwell y acerté todas las veces. Cada rama era un brazo, una pierna, luego la cabeza. Cacahuetes salados.

—Entonces, ¿cuánto hace que eres la chica de Patrick? —preguntó Jesse.

No me apetecía hablar de Patrick, sobre todo con Jesse.

—No lo sé —le dije.

Arrojé una piedra, arrancando la última extremidad que le quedaba a Betty.

—¿Besa bien?

Me detuve en seco y me volví hacia él.

—¿Perdón?

Me mostró una sonrisa chulesca.

—Eso significa que no.

—Y tú, ¿qué? Estoy segura de que tienes un montón de novias.

—No estoy solo. Pero tampoco tengo novia. —Jesse dio un trago de su botella y reclinó la espalda sobre los escalones—. Aquella noche, en Dewey’s, dijiste que ibas a quedar con tu chico. Te seguí. Estaba oscuro, y quería asegurarme de que no te pasaba nada. Bajaste hasta el río. Te dio plantón.

Jesse me había seguido la noche que llevé el reloj al río.

—No, me…

—Sí, Jo, no se presentó, y te echaste a llorar. Yo me quedé pensando «Tío, este chaval es un estúpido». Así que, sea lo que sea eso que te molesta en la carta que te ha enviado, olvídalo. Vas a pasar página y, ¡leches!, en Massachusetts no tienen ni idea de quién está a punto de llegar. Apuesto a que eres la primera Mae West que tienen. —Jesse vació la última gota de su zarzaparrilla—. Venga, será mejor que nos vayamos. Tengo un viaje de tres horas por delante.

Regresamos a Shady Grove, más despacio que a la ida. Me agarré a Jesse y descansé mi mejilla en su espalda.

La tierra sobre los escalones se encontraba intacta. La cabaña estaba tranquila, adormilada en la hora de la siesta. Nos comimos un sándwich en el porche en silencio, contemplando las barbas de musgo que colgaban de las ramas de los robles y que mecía el viento. Jesse me devolvió la pistola y lo seguí por los escalones del porche hasta su moto.

—Ah, casi se me olvida.

Buscó en el bolsillo de su chaqueta y me entregó una tarjeta:

Jesse Thierry.

Mantenimiento de vehículos de lujo.

Tel.: Raymond 4001.

—Ese tipo, Lockwell, me pidió una tarjeta, y yo no tenía. Me dio que pensar. Esa gente de la zona alta igual necesita los servicios de un mecánico discreto, y puedo cobrarles una buena pasta. Le di una tarjeta a Willie, y dice que puede proporcionarme un montón de curro. Seguro que es mejor que vender flores.

—Es un buen negocio —le dije.

—Los dos hemos sido un poco negociantes, ¿verdad? —Se puso la chaqueta—. Pero prefiero pensar que tenemos buen corazón.

—Me parece genial, Jesse. Y tienes hasta teléfono —dije.

—¡Qué va! Es el número de los vecinos. Dicen que recogerán las llamadas y mandarán a buscarme. Bueno, voy a ponerme en camino.

—Gracias por pegarte todo este viaje para hacerme compañía.

—Nos vemos, Jo. —Jesse se puso las gafas de sol—. Lo he pasado bien.

Me senté en los escalones y contemplé cómo se alejaba. Escuché el murmullo de la Triumph hasta que se desvaneció por completo, reemplazado por una sinfonía de cigarras y ranas. Permanecí sentada hasta que empezó a ponerse el sol, luego cerré la puerta y comencé a recorrer el camino hasta la casa de Ray y Frieda con mi almohada bajo el brazo.

Esa noche nos íbamos a Biloxi.