Me senté en la cama con la caja de puros sobre las rodillas. Contemplé el cheque del señor Hearne. ¿Se habría dado cuenta su esposa de que todavía no se había cobrado? Si lo llevaba al banco ahora, la pasma podría descubrir la transacción y vendrían a hacer preguntas. Observé su firma, confiada, elegante. Mi mente regresó a Madre en el restaurante Meal-a-Minit, sacando el fajo de billetes de su bolso, alardeando de que iba a cenar en Antoine’s. Hacían una buena pareja: Cincinnati con la ropa de un muerto, Madre con la cartera de un muerto.
Había escondido el cheque bajo la tabla del suelo junto con el reloj. Me llevaría las dos cosas a Shady Grove para deshacerme de ellas. Esa debería haber sido mi principal preocupación. Pero no lo era. Me había pasado toda la mañana pensando en Patrick, preguntándome si pasaría por la tienda. No lo hizo. Tendría que esperar a verlo cuando me acercase a visitar a Charlie. Eché un vistazo al reloj, contando los minutos hasta la hora de cerrar. Me había lavado la cabeza y peinado la noche anterior. No paraba de mirarme al espejo y me cambié dos veces de blusa. De repente, quería impresionar a Patrick, ponerme guapa para él.
La señora Paulsen se pasó por la tienda, a husmear de nuevo. Le dije que me marchaba a Slidell para visitar a Charlie y que a mi regreso le pasaría un informe completo. Escribió una nota para Charlie e insistió en meterla en un sobre cerrado para que se la hiciera llegar. Le vendí el libro de Shirley Cameron y charlamos sobre su amiga de Smith que escribía novelas históricas. Ella pensaba que nos llevaríamos bien. La señora Paulsen era interesante y amable cuando no ejercía de detective.
Llegó una carta de Charlotte preguntando si me habían notificado algo sobre mi solicitud. También mencionaba que su prima Betty Lockwell le había escrito para curiosear sobre Patrick, pidiéndole que se lo volviera a presentar. A Charlotte, el enamoramiento de Betty le parecía divertido. A mí no me hacía ninguna gracia. Arrojé la carta al cajón de mi escritorio, cerré la puerta y me dirigí hacia la salida.
De camino, ensayé lo que le diría a Patrick cuando lo viese. Quería dar la imagen de estar cómoda, ocultar lo atolondrada que me había sentido todo el día por lo del beso. Le dejaría llevar la iniciativa. Al llegar a la puerta agucé el oído para escuchar el piano, pero la casa estaba en silencio. Me guardé la llave en el bolsillo y llamé.
La puerta se abrió.
—Hola, Jo. Pasa.
Patrick estaba descalzo, llevaba una camisa planchada y se estaba metiendo un cinturón por las presillas de sus pantalones. Tenía el pelo todavía mojado.
—Estás guapo —dije, esperando que me devolviera el cumplido.
—Gracias. Ahora vuelvo. Tengo que ponerme los zapatos. —Corrió escaleras arriba.
Algo olía bien. Crucé el salón hasta el piano de Patrick. Pasé los dedos por la palabra «Bösendorfer» y luego rocé en silencio las teclas con mi mano. En la repisa para partituras estaba el Liebesträume de Franz Liszt. Contemplé todas esas notas, maravillada ante la facilidad con la que Patrick era capaz de convertir esos puntitos negros en música hermosa.
—He hecho croquetas —dijo mientras bajaba las escaleras—. He usado la receta del libro de Betty Crocker que compró aquella ama de casa infeliz.
—¿Qué significa? —le pregunté, señalando la partitura.
Patrick se acercó a mis espaldas y leyó por encima de mi hombro.
—Liebesträume. Es alemán —dijo.
—Ya sé que es alemán, pero ¿cómo se traduce?
Patrick cerró la partitura y la dejó encima del piano.
—Significa «Sueños de amor».
¿Se estaba sonrojando?
—Vaya —dije, sin querer revelar la sonrisa interior que refulgía en mi pecho—. ¿Cómo está Charlie?
—Últimamente duerme mucho. Casi veinte horas al día. Tengo que despertarlo para que coma.
—¿Piensas que es por la medicación? —le pregunté.
—No lo sé. Voy a preguntárselo a Randolph. —Patrick sacó un plato del aparador y me lo entregó—. Estaba buscando una almohada para Charlie en su armario y encontré su manuscrito en la balda superior.
—¿Lo has leído?
—No me gusta admitirlo, pero sí. Sé que él quería que esperase hasta que estuviera acabado. Pero me moría por leerlo. Y, ¿sabes qué? ¡Es muy bueno! Ojalá pudiera haberlo terminado.
—Bueno, nunca se sabe. Igual lo acaba cuando se recupere —dije.
Nos sentamos a cenar en la mesa de la cocina. Me hubiera gustado hacerlo en el comedor, pero habría resultado demasiado formal. Yo no paraba de repetirme que debía dejar de pensar en esta visita como en una cita. Había comido con Patrick cientos de veces. Pero no podía evitarlo. Cuando me marchase a Shady Grove, no sabía cuánto tiempo pasaría sin verlo. Empezamos a comer, y le conté lo de Madre.
—¡Ostras, Jo! ¡Es de locos! —dijo Patrick.
—Ya sé que es de locos. Dora dice que quieren hacer algunas preguntas a Madre porque alguien declaró que la habían visto con el señor Hearne.
—¿Y qué dice Willie?
—Willie me va a mandar a Shady Grove. —Miré a Patrick—. No sé cuánto tiempo voy a estar fuera.
—Bueno, eso es lógico. Willie no quiere que tu madre te involucre en su problema.
—No sé cuánto tiempo voy a estar fuera —repetí—. Igual tenemos que cerrar la tienda.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo Patrick—. Puedes aprovechar estas vacaciones. Llévate un montón de esos libros nuevos que querías leer.
Terminamos la cena, conversando sobre asuntos banales. Cada minuto que pasaba me debatía sobre si debería sacar el tema de lo que había pasado en la tienda.
—Esto… Jo, ¿puedo pedirte un favor? —me preguntó Patrick—. ¿Te acuerdas de James, el de Doubleday? Es su cumpleaños, y su novia va a dar una fiesta esta noche. Me han invitado, y la verdad es que me gustaría pasarme, pero…
—Pero necesitas a alguien que se quede con Charlie.
Patrick asintió.
—Te llevaría a la fiesta conmigo, pero Randolph está ocupado esta noche y no puede venir.
—Pues claro que me quedo con Charlie.
—Oh, gracias. No tardaré.
Fregué los platos y Patrick subió al piso de arriba a ver cómo estaba Charlie. Bajó con americana y corbata.
—Estás muy bien. Y también hueles bien.
Olía a colonia nueva.
—Me alegro de que te guste. —Se dirigió hacia la puerta, se detuvo y volvió junto a mí. Posó las manos en mis hombros y me dio un beso rápido—. Gracias, Jo. Volveré pronto.
Cerró la puerta con un golpe. En la librería no me había dado cuenta. Sus labios eran fríos.
No volvió pronto. Pasaron horas. Me leí revistas, limpié el polvo del piano, y finalmente subí al cuarto de Charlie para ver cómo estaba. Me detuve ante la puerta cerrada del dormitorio de Patrick, aguantándome las ganas de colarme y husmear un poco. En vez de eso, entré en el cuarto de Charlie. Estaba dormido, bien tapado con una sábana. La habitación se encontraba limpia y ordenada. Había frasquitos de medicamentos alineados encima de la cómoda junto a un papel con las instrucciones de Randolph. Abrí una rendija la ventana junto al escritorio para ventilar un poco el ambiente. El folio seguía metido en la máquina de escribir. Tuve que mirarlo dos veces para asegurarme. Había otra letra:
AM
Me senté al borde de la cama de Charlie. La piel blanquecina alrededor de sus heridas tenía manchas rojizas de la mercromina. Retiré un poco la sábana. Charlie estaba abrazando la caja rosa de San Valentín. Tenía mal color, y su pelo blanco seguía desgreñado.
—Oh, Charlie —susurré—. ¿Qué te ha pasado? Solo quería cortarte el pelo. Lo siento muchísimo.
Sus ojos se abrieron de repente y se clavaron en mí. Por un brevísimo instante, sonrió. Era la misma sonrisa que me ponía cuando tenía ocho años y me escondía en su librería, la sonrisa que me ofrecía desde el escaparate mientras yo barría la calle. Esa sonrisa que decía: «Josie, eres una buena chica».
Aparté los mechones de pelo de sus ojos.
—Te quiero, Charlie Marlowe. ¿Puedes oírme? Vamos a superar esto.
Pero ya estaba dormido de nuevo.
Me despertó el olor a café. Alguien me había echado una manta sobre los hombros en el sofá. A través de las cortinas del salón brillaba un tono suave de color melocotón. El sol estaba saliendo. Me dirigí a la cocina. Patrick estaba junto a la encimera, con la americana y la corbata todavía puestas.
—¿Te he despertado? —dijo.
—No me puedo creer que me haya quedado dormida. ¿Charlie está bien?
—Está bien. Lo siento, he vuelto más tarde de lo que esperaba. —Patrick no había dormido pero no parecía cansado.
—¿Te divertiste en la fiesta?
—Sí, pero fui el mono de feria. Me tuvieron toda la noche tocando el piano. He tocado suficiente jazz para toda una vida. —Patrick se volvió y sonrió—. Jo, adivina quién estaba en la fiesta.
—¿Quién?
—Capote.
—¿Truman Capote? ¿Le dijiste que te encantó su libro y que se vende como rosquillas en la tienda?
—Solo hablamos un poquito. Principalmente, sobre Proust. Tiene una voz extrañísima, Jo, y es muy chiquitín. Solo tendrá veinticinco o veintiséis años, pero les daba cien vueltas a todos los literatos. El único capaz de seguirle era ese excéntrico de Elmo Avet.
—Willie conoce a Elmo. Lo llama la Abeja Reina, pero le encantan los muebles antiguos que le vende. Parece que fue una buena fiesta de cumpleaños.
—Te haré un café. Te marchas esta mañana, ¿verdad? —preguntó.
Asentí en silencio.
—Te echaremos de menos —dijo Patrick, sirviéndome una taza de café.
—Yo también te echaré de menos. Puedes localizarme a través de Willie. Dejará mensajes para mí al hombre de la tienda. Y, por supuesto, puedes escribir. Te he dejado la dirección en el mostrador. Ah, casi se me olvida. La señora Paulsen se pasó por la tienda.
Patrick se giró con el rostro arrugado de temor.
—¿Otra vez?
—Sí. Le dije que me iba a Slidell a visitar a Charlie. Me dio una nota para él. —Saqué el sobre cerrado de mi bolso y se lo entregué a Patrick.
Lo abrió y lo leyó. Me lo devolvió.
Nunca fuiste de los que escriben novelas de misterio, y ahora te has convertido en una.
Envíame una carta desde Slidell, o sabré que todo esto es una mentira.
Con preocupación,
Barbara