Corrí hasta casa de Willie, con las tripas a punto de salirme por la boca todo el camino. Sí, Madre era estúpida. Y codiciosa. Pero ¿una asesina? No quería creérmelo. La sola idea me aterrorizaba. Ecos de todas sus promesas podridas me llegaron flotando desde el tarro al que echaba mis vergüenzas, y a cada paso que daba, oía el tictac del reloj de Forrest Hearne, el reloj que había encontrado debajo de su cama.
Entré a hurtadillas por la puerta de la cocina. Dora estaba sentada con su vestido esmeralda remangado a la altura de los muslos y los pies descalzos sobre la mesa, pintándose las uñas de los pies con un tono de rosa nacarado. Me miró y abrió los brazos.
—Ay, cariño, ven con Dora. Me levantaría, pero echaría a perder mis pezuñas.
Me arrojé en brazos de Dora. Ella me achuchó contra lo que parecía un par de almohadas.
—Mira, corazón, me he leído un montón de novelas policíacas. Todavía no han podido probar nada. Willie dijo que solo la traen para interrogarla.
—Pero ¿por qué?
—Porque se ha ventilado a un ricachón, estúpida —dijo Evangeline, entrando en la cocina.
—Tú, Vangie, cierra el pico —le reprendió Dora—. Louise no se ha ventilado a nadie. Solo estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado. —Dora se volvió hacia mí—. Cuando la Policía estuvo interrogando por ahí a la gente, alguien contó que la habían visto tomando una copa con ese ricachón en Nochevieja.
—¿Madre estuvo bebiendo con el señor Hearne?
—¿Se llamaba así? —preguntó Dora.
—Sí —corroboró Evangeline—. Forrest Hearne.
—Oh, qué nombre más sexy. ¿Estaba de buen ver? —preguntó Dora.
—Eso parece, por la foto del periódico. Ponía que era arquitecto, y rico —informó Evangeline.
—Entonces, ¿por qué no se pasó por la Maison de joie para ver a la reina verde? —dijo Dora—. Si lo hubiera hecho, ahora no estaría muerto.
—Dora, para ya —dije.
—Ay, cariño, lo siento. Solo digo que no tienes que preocuparte. A fin de cuentas, la Policía está interrogando a todo el mundo últimamente, ¿verdad? —Dora alzó ligeramente las cejas. Su hermana, Darleen, me había visto en la comisaría.
—Supongo que sí —confirmé.
Dora asintió.
—A mí me preocuparía más que Cincinnati vuelva con ella —dijo.
—Bueno, Louise tendrá que meterse en el ático —dijo Evangeline—. Su habitación ahora es mía. Por fin conseguí quitar la peste que dejó.
Me levanté para buscar a Willie. Evangeline me agarró del brazo junto a la puerta.
—Aléjate de John Lockwell —masculló. Una gotita de saliva salió disparada de sus dientes y aterrizó en mi pecho. Contempló la burbujita y con una sonrisita, añadió—: Vaya, mira. Está lloviendo.
Llamé a la puerta de Willie.
—No deberías estar aquí —fue su respuesta.
Entré de todos modos. Willie estaba sentada, ya vestida para la noche, ataviada de negro, como era habitual. Tenía el pelo recogido más arriba de lo normal, sujeto con dos peinetas en forma de flor de lis incrustadas de diamantes. El libro negro estaba abierto en su mesa, delante de ella.
—Estoy ya casi como Charlie —dijo sin levantar la cabeza—. La semana pasada apunté que el cóctel preferido de Sam Dólar de Plata era el Siete-Siete. —Corrigió la nota—. Es a Pete Sombrero al que le gusta el Siete-Siete.
El libro negro de Willie era un fichero. Registraba a cada cliente con un nombre en clave, y anotaba qué chica les gustaba, el servicio que preferían e incluso lo que bebían y cuál era su juego de cartas favorito. Sam Dólar de Plata era en realidad un vendedor de coches llamado Sidney. Pero tenía tatuado un dólar de plata en la espalda. En aquel libro había información de sobra para que Willie la usara como seguro de vida. Si alguien le daba problemas, disponía de un registro de visitas que podría compartir gustosa con esposas o madres. Cada noche, antes de que empezara la acción, Willie repasaba la lista de reservas anticipadas. Se aseguraba de recordar las preferencias de sus clientes a la vez que hacía que todo resultara natural e improvisado.
Willie parecía muy tranquila con las noticias de Madre. Siempre decía que era capaz de preparar un té en medio de un tornado. Su calma me relajó.
Alcancé una barra de pintalabios Hazel Bishop de su cama y apliqué algo de color en mis labios y mejillas.
—Entonces, ¿qué hacemos? —pregunté.
Willie pasó una página del libro.
—Ya hemos discutido de esto. No hables con nadie. En Nochevieja estuviste en casa. No viste nada. Tu madre y tú estáis distanciadas. Cuando vuelva, te irás a Shady Grove. Estarás un tiempo fuera de la ciudad.
—¿Yo sola?
—¿Qué quieres? ¿Que te acompañe Cincinnati?
—No, pero ¿no resultará raro que de repente me vaya de la ciudad?
—Claro, eres tan importante que todo el mundo se dará cuenta. Has dicho que la Policía ya te ha estado preguntando y tú les has contestado. En esta ciudad todos conocen a tu madre, y saben que les conviene no buscarse líos conmigo ni mencionar tu nombre. Nadie dirá nada.
—¿Y quién limpiará la casa por las mañanas?
—¿Qué te pasa, Cenicienta? ¿Vas a echar de menos tu escoba?
Me apoyé en el poste de la cama de Willie.
—No. Te echaré de menos a ti, mi madrastra malvada.
Willie posó la pluma y se giró en su silla.
—¿Cómo sabes que no soy tu hada madrina?
Nos miramos en silencio. Observé a Willie, vestida toda de negro, con labios color chianti y unos ojos que harían que una serpiente se volviera reptando a su cubil. De repente, solté una carcajada.
—Vale —dije—. Eres la madrastra malvada con corazón de hada madrina.
—Preferiría ser como tú —dijo Willie—, una Cenicienta con corazón de madrastra.
¡Ay! ¿Estaría bromeando? Parecía como si lo considerara un cumplido.
Se giró y volvió a centrarse en su libro.
—Cokie te llevará a Shady Grove.
—¿Y me va a dejar allí sola, Willie?
—No te hace falta un coche. Puedes ir andando a la tienda si necesitas usar el teléfono.
—Pero ¿y si sucede algo?
—Pues les echas sal a los cacahuetes. No me preocupa. Tienes buena puntería. Les diré a Ray y Frieda que estén atentos a la carretera por si se acerca algún coche. Ya sabes que se pasan las noches ojo avizor. Y ahora, a no ser que quieras que algún viejo verde te tire los tejos, mejor que te marches de aquí.
Salí a la calle justo cuando Cokie bajaba a un cliente de su taxi.
—Te llevaría a casa, Josie bonita, pero tengo que recoger a un grupo de asistentes a la convención y traerlos para acá.
—No pasa nada, Cokie. ¿Te has enterado de que me voy de viaje?
—Pues claro. Willie no quiere que estés por aquí y que tu mami pueda meterte en algún lío. Le va a contar a tu mami que estás en Slidell, ayudando al señor Charlie. —Cokie se rascó la nuca—. Jo, tengo que preguntarte una cosa. ¿Cómo sabías que había gato encerrado en esta historia? Desde el primer día, me insististe en lo del informe del forense. ¿Sabías algo sobre lo que pasó entre ese tío de Tennessee y tu mami?
—No, es solo que… me caía bien. Estuvo en la tienda. Fue muy amable y me trató con respeto. Me dio ánimos, Cokie. No conozco a muchos hombres así.
Él asintió.
—Bueno, parece que vamos a estrenar ese termo en el viaje a Shady Grove.
Se marchó para recoger a los asistentes a la convención. Yo eché a caminar hacia la librería, pensando en el reloj. Tenía que deshacerme de él. Podía tirarlo a una papelera. Podía llevármelo a Shady Grove y esconderlo allí. Un coche pasó a mi lado. Oí el chirriar de los frenos y la marcha atrás entrando. El reluciente Lincoln Continental retrocedió y se detuvo ante mí.
—¿Qué? ¿Ya te han admitido en Smith? —preguntó John Lockwell, tirando la ceniza de su puro por la ventanilla.
—Estoy esperando noticias.
—Todavía no sé lo que ponía en esa carta.
—Era muy halagadora… y estaba muy bien escrita —le aseguré.
—Espero que mencionara tus martinis.
—No, pero mencionaba mis contactos para reparar coches.
—Ahora tira como la seda. ¿Te apetece dar una vuelta? Charlotte me consideraría un tío horrible si dejo que su amiga vaya andando. Ven a tomarte una copa conmigo. Ahora tengo un apartamento privado en el Barrio Francés. Más discreto.
—No, gracias. Tengo planes.
Lockwell sonrió.
—Igual la próxima vez. —Me apuntó con un dedo y añadió—: Tienes algo, Josephine. Y me gusta ese pintalabios.
Arrancó. Me limpié la boca con el dorso de la mano.