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Nos habíamos puesto de acuerdo para contar la misma historia: Charlie estaba fuera de la ciudad, ayudando a un amigo enfermo en Slidell. Así que eso fue lo que le conté. La mentira me salió con tanta facilidad que me dio miedo. Antes se me revolvía el estómago cada vez que oía a Madre mentir. ¿Cómo puedes hacerlo? ¿Cómo eres capaz de vivir con la conciencia tranquila?, me preguntaba. Pero ahí estaba yo, mintiendo a la señora Paulsen y haciéndolo con una sonrisa. Incluso añadí detalles acerca de la posibilidad de que Charlie adquiriera una librería en Slidell. Patrick y yo nunca habíamos hablado de eso. Me lo inventé todo yo solita.

Patrick llevaba días sin venir a la tienda. Cuando me pasaba por su casa, siempre estaba sentado al piano, tocando melodías interminables para Charlie. Algo había cambiado. Se había corrido un telón entre nosotros que me daba ganas de echarme a llorar. Tocaba a su puerta con mi contraseña privada y luego entraba con mi llave. Patrick se giraba un segundo desde el piano, y luego volvía a concentrarse en la música. Se comunicaba con su padre por medio de Debussy, Chopin y Liszt. Tocaba sin parar, a veces durante horas. Yo llevaba comida, arreglaba la casa y él seguía sentado al piano. No intercambiábamos una palabra. Pero en cuanto yo salía a las escaleras para marcharme, oía cómo se detenían las notas. Patrick usaba la música para hablar con Charlie. Y para ignorarme.

Me alegré al verlo entrar por la puerta de la librería. No podía hablar con libertad porque había una clienta echando un vistazo a una pila de libros. Patrick y yo llevábamos años trabajando juntos, pero ese día el espacio tras el mostrador se nos quedaba estrecho. Nos movíamos esquivándonos incómodos y habíamos perdido nuestro agradable ritmo acompasado.

—Hola —dije, intentando sonreír. Posé la mano sobre el mostrador haciendo el gesto de novela policíaca.

Patrick echó un vistazo a la mujer, meneó la cabeza y me hizo la seña de libro de cocina.

Era lo máximo que nos habíamos comunicado en más de una semana. Yo le había pedido perdón repetidas veces por lo que pasó con Charlie. Sabía que él me oía, pero no respondía. Esa sencilla seña del libro de cocina me llenó de alegría.

—¿Y Charlie? —susurré.

—Se ha quedado con Randolph. He tenido que salir a hacer un par de recados.

Saqué un fajo de correo y se lo entregué.

—He clasificado las facturas y los cheques. Supuse que pasarías por el banco.

Asintió con la cabeza.

La mujer se acercó a la caja con el nuevo libro de cocina de Betty Crocker.

—Estaba convencida de que se llevaría algo de Agatha Christie —dije en cuanto salió por la puerta.

—Es de las que se mueren por leer novelas de misterio —dijo Patrick—. Pero tenía que comprarse el libro de cocina porque el gruñón de su marido le pide un plato caliente en cuanto arroja su maletín al suelo nada más entrar por la puerta. Está amargada con su matrimonio, igual que su esposo. Él bebe para evadirse, ella llora en el cuarto de baño, sentada en el borde de la bañera. Nunca debieron casarse. Ahora que se ha comprado el libro de cocina en vez de uno de Agatha Christie, es incluso más desdichada. Se siente atrapada.

Miré por el escaparate y observé a la mujer, que estaba parada en la acera. Jugué con el guión que había creado Patrick y de pronto me la imaginé tirando el libro a una papelera, soltándose el pelo y corriendo hacia el bar más cercano. Dos muchachos cruzaron la calle en dirección a la tienda, mirándonos a través del escaparate. Uno tenía toda la pinta de comprarse una novela de Mickey Spillane. El otro me resultaba familiar. Era Richard, el hijo de John Lockwell.

—Jo —dijo Patrick, agarrándome del brazo y acercándome a él. Sentí su mano deslizándose entre mi pelo, y de repente estaba besándome. Cuando asimilé lo que estaba sucediendo, ya había parado.

—Patrick. —Me encontraba tan conmocionada que me costó pronunciar su nombre. Mi mano estaba apoyada en su hombro, pero no la tenía cerrada. Le había dejado besarme sin oponer resistencia.

Patrick lanzó una mirada rápida por el escaparate.

—Lo siento, Jo —musitó.

Su rostro estaba muy cerca del mío, contraído en una mueca de dolor.

—Patrick, yo también lo siento, me…

No me dejó terminar la frase. Me dio un beso rápido, agarró el fajo de correo y se marchó.

Me apoyé en el mostrador para mantener el equilibrio, invadida por una mezcla de conmoción, confusión y el sabor de la pasta de dientes de Patrick en mi boca. Me toqué los labios. ¿Había sido un beso de «Lo siento» o un beso de «Lo siento por no haber hecho esto antes»? No sabía decirlo. Pero yo no me había resistido y estaba más desconcertada que asustada.

Acabé con el inventario que me había pedido Patrick y ordené una nueva remesa de libros. Estaba distraída y coloqué títulos en la estantería equivocada. Puse las Confesiones de un montañés de Shirley Cameron en la sección de viajes en lugar de en novela rosa. Me di cuenta de mi error y me reprendí a mí misma. Lo llevé al expositor de caja, esperando que algún ama de casa arrepentida lo comprara en lugar de un libro de recetas.

A medida que pensaba en lo ocurrido, se imponía una conclusión: Patrick y yo encajábamos a la perfección. Estábamos a gusto el uno con el otro. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Los dos amábamos los libros. Él era elegante, talentoso, con clase y muy organizado. Había sido testigo de todas mis pesadillas. No necesitaría darle ninguna explicación incómoda ni corría el riesgo de ser rechazada cuando Dora soltara una de sus carcajadas al verme en la calle, cuando Willie insistiera en que la acompañase a Shady Grove, o cuando Madre resurgiera, pidiendo un filete para el ojo a la funerala que le había dejado Hollywood. Patrick se montaría en un autocar Greyhound en la estación de Rampart para ir a visitarme a Smith. En Nochebuena, me estaría esperando en la estación con su chaquetón azul cuando yo llegara en mi autobús a última hora de la tarde. Escucharíamos música juntos, yo le regalaría gemelos por su cumpleaños, y nos pasaríamos las mañanas de los domingos tomando café y ojeando las esquelas en busca de libros de personas fallecidas.

Sonreí. Patrick no me daba miedo. Encajábamos.

Sonó la campanilla. Frankie entró en la tienda y se puso a mirar los montones de libros.

—¡Vaya! Dos veces en un mes. Déjame adivinar… ¿Has estado soñando con Victor Hugo? —le pregunté.

Frankie miró a su alrededor moviendo nervioso las manos.

—¿Estás sola? —dijo en voz baja.

—Sí.

—¿Seguro? —preguntó, mascando chicle.

Asentí. El omnipresente tono sarcástico se había esfumado de su voz. Un hormigueo recorrió mi estómago.

—Tu mami está de camino para acá.

Solté la respiración que estaba conteniendo.

—¿Tan pronto? ¿Por qué será que no me sorprende? —Coloqué un libro en su sitio. Tenía que preguntárselo—: ¿Cincinnati viene con ella?

—No lo sé. Se lo conté a Willie, y me dijo que viniera a avisarte.

—¿Cómo te has enterado?

—Tengo un contacto en American Telegram. Vieron el mensaje que había enviado.

—¿Madre le mandó un telegrama a Willie? —Me resultaba extraño.

—No, el telegrama lo envió anoche el comisario en jefe de Los Ángeles a un oficial de la Policía de aquí, de Nueva Orleans. Le entregaron el telegrama en su casa anoche mismo, en mano.

—Sabía que Cincinnati la metería en líos. Así que lo han detenido, y ahora ella vuelve.

—No es Cinci. Es tu mami la que está detenida.

—¿Qué?

Frankie asintió con la cabeza.

—El telegrama decía: «La detenida Louise Moraine es trasladada a Nueva Orleans». Mi topo en la comisaría me contó que andaban buscándola.

—¿Por qué?

Frankie infló una pompita y miró hacia la calle por el escaparate.

—¿Por qué, Frankie?

El chicle estalló justo cuando las palabras salían de su boca:

—Por el asesinato de Forrest Hearne.