Me pasé durmiendo el Mardi Gras entero.
Usé el ventilador que tenía Patrick en la tienda para enmascarar el bullicio. Siempre nos quejábamos de que era un aparato muy ruidoso, pero colocado en el suelo, junto a mi cama, resultaba perfecto. Dormí catorce horas, sin despertarme ni una sola vez, ni siquiera para pensar en la solicitud de Smith.
La había echado al correo la víspera del Carnaval, incluyendo un billete nuevecito de diez dólares para las tasas de matrícula. A veces se me pasaba por la cabeza abrir una cuenta en un banco y me fascinaba la idea de tener cheques, pero Willie no se fiaba de los bancos ni de los banqueros de Nueva Orleans. Decía que eran los clientes más salvajes que tenía, y no iba a permitir que le pagaran con su propio dinero. Tampoco quería que nadie pudiera controlar lo que ganaba.
El empleado de la oficina de Correos dijo que la carta llegaría a Northampton el 27 de febrero. Miró la dirección del sobre, luego me miró a mí, y me ofreció una sonrisa compasiva. Seguramente estaría pensando: «Vaya, no estarás intentando entrar en el Smith College, ¿verdad? He oído que en los almacenes Woolworth’s de Canal Street están buscando gente».
La última postal de Charlotte estaba fechada el 15 de febrero, y llegó el día 20.
Mostraba una imagen enmarcada de un edificio hermoso y enorme cubierto de nieve. El pie de foto rezaba: «Construida en 1909, la biblioteca William Allan Neilson del Smith College alberga 380.000 ejemplares y realiza 10.000 nuevas adquisiciones cada año».
Di la vuelta a la postal y leí una vez más la diminuta letra de Charlotte:
Querida Jo:
¿Has enviado ya la solicitud? ¡Eso espero! Tía Lilly me dice que el Mardi Gras está en todo su apogeo. ¡Qué envidia me da lo bien que lo estaréis pasando! He enseñado a todas las chicas la postal que me enviaste del Barrio Francés. Este fin de semana el club de vuelo tiene una competición aérea contra Yale, y la semana que viene nuestro congresista se reunirá con los progresistas. Me muero de ganas de que vengas a unirte a nosotras. Escribe pronto.
Con afecto,
Charlotte
Yo quería unirme a ellas, trabajar en algo importante y que mereciese la pena.
—¡Eh, Motor City!
La voz me llegó de la calle, seguida por un silbido. Me asomé a la ventana. Jesse, plantado junto a su moto, me saludó desde la otra acera. Abrí la ventana y asomé la cabeza. La calle estaba cubierta por los desperdicios de la celebración. «Miércoles de la basura[7]», lo llamaban.
—¿Has dormido bien? —me preguntó a voces—. No te vi por la calle.
—Me he pasado toda la fiesta durmiendo.
—¿Tienes hambre?
Me moría por comer algo.
—¿Vas a la catedral a que te pongan la ceniza? —le pregunté.
Jesse se rio.
—Soy de Alabama, ¿no te acuerdas? Somos baptistas. Nosotros nos salvamos por gracia divina. Vamos a tomarnos una muffuletta.
Nos sentamos en un banco en una esquina de Jackson Square. Una noche de sueño reparador me había sentado bien. Tenía la mente despejada, y la tierra ya no temblaba bajo mis pies. Jesse descansó la cabeza en el banco, con los ojos cerrados, dejando que el sol tostara la sonrisa de placer que tenía en la cara. Era agradable no hablar. En cierto modo, Jesse y yo podíamos mantener una conversación sin pronunciar palabra. Cerré los ojos y me recosté, intentando enfocar las sombras anaranjadas que aparecían en mis párpados. Los pájaros piaban, y una brisa acarició mis brazos. Nos quedamos así sentados un buen rato, purificándonos del caos que había sido el Mardi Gras, satisfechos con el almuerzo que se asentaba en nuestros estómagos.
—¿Jess?
—¿Mmm? —contestó.
Seguí con los ojos cerrados, sintiendo cómo mi cuerpo se relajaba más aún en el banco.
—He hecho una cosa.
—Eso nunca es un buen comienzo.
—No sé por qué, pero quiero contártelo —dije.
—De acuerdo. Empieza a contar.
—Allá por Año Nuevo, conocí a una chica, Charlotte, de Massachusetts. Vino a la tienda, y nos caímos muy bien. Era la primera vez que nos veíamos, pero parecía como si me conociera de toda la vida. Me sentía tan cómoda con ella… ¿Alguna vez te ha pasado algo así?
—Sí.
Las nubes se movieron y el fulgor del sol resplandeció sobre mi cara.
—Pero es de una familia muy rica, una buena familia, y estudia en el Smith College en Massachusetts. Hasta pilota un avión. Charlotte no paraba de repetirme que tenía que matricularme en Smith. Sé que suena ridículo, yo estudiando en una facultad de prestigio como esa, pero me mandó toda la información. —De repente, la insensatez de todo el asunto se hizo patente, y casi me echo a reír—. Por algún motivo, me entraron ganas de hacerlo, lo deseaba con todas mis fuerzas. Se lo conté a Willie, y se cabreó. Dijo que yo tenía que estudiar aquí, en Nueva Orleans, que entrar en una universidad de esas era para gente que jugaba en otras ligas. Bueno, pues eso solo consiguió aumentar mi deseo. Así que lo he hecho, Jesse. He solicitado una plaza en Smith, en Northampton. Te dije que había convencido a ese cretino de John Lockwell para que me firmara una carta de recomendación. El otro día envié la solicitud. Me asusta admitirlo, incluso ante mí misma. —Bajé la voz—. Pero es lo que quiero.
Sentí una sombra deslizándose sobre mi rostro cuando el sol se ocultó tras una nube. Respiré hondo y exhalé el aire, sintiendo el peso del secreto saliendo de mí y mezclándose con la brisa.
—Una locura, es lo que estarás pensando, ¿verdad? —dije.
—¿Lo que estoy pensando? —Su voz sonaba cerca.
Abrí los ojos. Jesse estaba a unos centímetros de mi rostro, tapándome el sol. Sentí su aliento en mi cuello y vi su boca. Mi cuerpo se sacudió de pánico y me llevé los puños al pecho.
Jesse se apartó inmediatamente.
—Vaya, Jo, lo siento. No quería asustarte —dijo con una voz suave—. Tenías… algo en el pelo. —Me enseñó un trocito de hoja.
La confusión se apoderó del espacio que nos separaba. Intenté explicarme:
—No, es solo que…
Solo, ¿qué? ¿Por qué hablaba tan bajito? Sabía que Jesse no pretendía asustarme. Sin embargo, mis puños estaban cerrados, listos para apartarlo a golpes. Me sentía ridícula, y él parecía darse cuenta.
—¿A que habría sido divertido si me hubieras soltado un puñetazo? —Se rio y se atusó el pelo—. Bueno, divertido no, pero tú ya me entiendes.
Jesse reclinó la espalda en el banco y metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero.
—Vale, me has preguntado lo que estaba pensando. Lo que pienso es que… —Se volvió hacia mí y sonrió—. Tendrás que comprarte un abrigo de invierno, Motor City. En Massachusetts hace bastante frío.
Casi no le oía. Su loción de afeitado seguía rondando mi rostro. De repente, me fijé en lo cerca que estábamos sentados el uno del otro en el banco, y me devoraba la duda de si sus manos estarían calientes o frías en los bolsillos.
—¿Cuánto cuesta una universidad como esa? —preguntó.
—Mucho —respondí muy bajito.
—¿Cuánto es mucho?
—La matrícula, la residencia y los libros son casi dos mil dólares por año —le dije.
Jesse soltó un silbido grave.
—Ya lo sé, es una locura.
—Es una locura, pero es solo dinero. Hay muchas formas de conseguir dinero —dijo Jesse.
Subimos por St. Peter Street hasta Royal, de regreso a la tienda. Ninguno de los dos habló. Avanzábamos entre los despojos de la celebración, apartando a patadas latas y vasos del camino, pisando retazos de disfraces que habían sido abandonados a lo largo de la noche. Jesse descolgó un hilo de cuentas de cristal lechoso de un portal. Me lo dio, y me lo até a la cabeza. Era un día que rezumaba paz, como el día de Navidad, de esos en que el mundo se detiene y se permite una pausa. En toda la ciudad, los habitantes de Nueva Orleans descansaban en sus camas, dormidos con el maquillaje y los abalorios puestos. Ese día cerraba hasta la casa de Willie, que se pasaría todo el día en bata e igual hasta se tomaba el café con las chicas en la mesa de la cocina. Se reirían de los clientes de la víspera. Evangeline se quejaría, Dora haría reír a todas y Sweety se marcharía a media tarde para visitar a su abuela. ¿Madre echaría aquello de menos? ¿Se acordaría de Nueva Orleans, de Willie, de mí?
—Parece que tienes una clienta impaciente —dijo Jesse, señalando la librería.
La señora Paulsen estaba con la cara pegada al escaparate, mirando el interior.
—Hola, señora Paulsen.
Se volvió hacia nosotros en la acera.
—Ah, hola, Josie.
Miró a Jesse. Sus ojos lo escrutaron de arriba abajo sin ningún pudor.
—Este es Jesse Thierry; Jesse, esta es la señora Paulsen. Trabaja en el Departamento de Inglés de la Universidad de Loyola.
Jesse sonrió e inclinó la cabeza.
—Encantado, señora.
La señora Paulsen se puso rígida.
—También soy amiga de los Marlowe. —El comentario iba dirigido a Jesse—. Llevo un tiempo intentando localizarlos. He estado en su casa, pero nadie contesta.
—Bueno, yo mejor me voy —dijo Jesse.
No quería que se marchara y me dejara sola con la señora Paulsen, que seguramente iba a pedirme respuestas a demasiadas preguntas.
—Un placer conocerla, señora —se despidió Jesse, y apartándose, me dijo—: Nos vemos, Jo. Ha estado bien.
La señora Paulsen me fulminó con la mirada en cuanto Jesse cruzó la calle, y su espalda se puso muy tensa cuando arrancó la moto. Pude ver que Jesse se estaba riendo. Dio unos cuantos acelerones, hasta que la señora Paulsen por fin se giró. Entonces, se despidió con la mano y se marchó por Royal Street.
—¡Santo Dios! —La señora Paulsen se retocó el moño, dejando la mano en el cogote—. ¿Ese muchacho va a la universidad?
Me froté el brazo, sintiendo todavía el contacto de Jesse.
—Pues lo cierto es que sí. Estudia en Delgado. ¿Puedo ayudarla en algo, señora Paulsen?
—Pues sí —dijo, cruzándose de brazos—. Ya está bien. ¿Qué sucede con Charlie Marlowe?